No somos gente de pueblo, sino de ciudad. No somos gente de pasto agreste, o playa y mar, sino de edificios y shoppings, y tráfico y subterráneos. Pero nos adaptamos bien, nos adaptamos rápido; quizá porque en la ciudad es demasiado sencillo jugar el juego, casi sin riesgos.
—Mi amor, estás cada día más pajero… —dijo, y me dedicó una sonrisa lujuriosa. Yo seguía a su lado agitándome con el contacto de sus redondeces, que amaba. Las mismas redondeces que unas horas antes el hijo de puta de Alejo (o quién sabe quién) había estado penetrando impunemente—. Mirá —Y me mostró el celu con la foto de una tremenda verga en erección.
—¿Q-quién es…?
—Un amiguito nuevo… Bah, es amigo de Alejo, pero conocés el dicho: Los amigos de mis machos, son mis amigos…
Era “Los amigos de mis amigos…”, aunque bueno, no importaba. La sola idea de que pronto ese vergón grueso también se disfrutara a mi Nati me aceleró el polvo.
—No podés ser tan puta… —jadeé. Ni hacía falta decirle que me estaba por acabar en la mano, ya me conocía lo suficiente.
Entonces Nati se dio vuelta como si nada, como si yo no la estuviera tocando, ni estuviéramos haciéndonos el amor.
—Marce, quiero que hagamos algo.
La miré confundido, con el manoteo desorientado.
—Amor, estoy a punto, dejame que…
Ella se hizo la molesta y me pegó en la mano con la que me estaba pajeando.
—Ay, basta de joder con esas cosas enfermas. Lo único que te importa es cogerme.
Me quedé sin reacción, quieto, sabiendo que si no me descargaba, en media hora tendría un agudo dolor de testículos.
Ella apagó el celular, lo que era una señal que lo que iba a decirme era serio y en serio. Me miró a los ojos, me hizo carita de nena buena y me soltó aquello.
—Quiero que seas “El Cornudo del Pueblo”, mi amor…
No entendí. La habría escuchado mal porque dijo “del pueblo”.
—¿De qué hablás, delirante? —le pregunté con una sonrisa, intuyendo que a algún lado iba, aunque sin adivinar más—. Vivimos en la ciudad.
—Ya sé, bobo.
—No te entiendo, amor. Ya soy el cornudo del barrio.
—No, no lo sos.
—Te cogen en el gimnasio, el ferretero y dos vecinos del edificio.
—Para convertirte en el cornudo del barrio tendría que cornearte con todos los hombres del barrio, no con ocho o diez… Además es imposible saber dónde empieza y termina el barrio.
Comenzaba a intuir algo.
—En un pueblo es lo mismo, amor… tampoco se saben los límites de los barrios…
—No, cornudazo, ¡qué barrios! Quiero que vayamos a un pueblo y que me cojan todos los machos del pueblo. Que cada vez que salgamos de paseo o a comprar un helado, todos —absolutamente todos— los tipos con los que nos crucemos me cojan regularmente, y vos te hagas el que no sabés nada.
Hay algo que no les dije todavía: Nati y yo somos grandes jugadores. Seguro los mejores de Argentina. Posiblemente entre los mejores de Latinoamérica. Tenemos inventiva (más yo que ella) y osadía (más ella que yo), y recursos y tiempo. En nuestros años juntos hemos cumplido con muchos juegos: el de la remisería (algún día les contaré), el del camping (algún día les contaré), el del micro larga distancia (algún día les contaré) y muchos otros. Y lo jugamos a lo grande, a fondo.
—Bebuchi —le dije— me encanta la idea, pero es imposible. No hay forma de que te cojas a un pueblo entero, y menos regularmente.
Nati me miró con carita de turra, volvió a girar a medias para mostrarme lo que sabía era mi debilidad: su culo perfecto y entangado bien a fondo.
—No sé, cornudito, ahora esto es problema tuyo. Yo soy la belleza y vos el músculo, así que ponete a organizar.
Hice un cálculo rápido de variables: el dinero y el traslado no iban a ser problemas; mi trabajo, tampoco.
—Es una locura, Nati, vamos a tener que mudarnos…
Ella giró por completo, otra vez culito arriba, y con el celular en la mano.
—No es mi problema, amor. Yo voy a seguir arreglando con mi amiguito nuevo.
Se puso a mirar fotos de vergones de machos y yo a hacerle el amor, es decir, manosearle el culazo y pajearme.
2.
Frené la camioneta en el cruce. Estábamos en el medio de la nada, con campo hacia todos lados, y arboleda y esteros y riachos a la derecha y más adelante. Nati tenía el GPS.
—Es para allá, cuerni.
Delante de terceros, su apodo cariñoso para conmigo era “papu”, “papi”, “amor” o cosas así. Si estábamos solos, “cuerni”, “corni”, “cornudín”, “cornudito”. Cuando estaba con sus machos me nombraba de otras formas.
Miré “para allá”. No parecía diferente a la soledad de cualquiera de las otras direcciones. Pero le obedecí. Un buen cornudo sabe perfectamente cuándo obedecer a su mujer, del mismo modo que una buena putita infiel saber perfectamente cuándo respetar la voluntad de su cornudo. No hicimos ni doscientos metros que vimos las primeras casuchas.
—¡Ahí está! —gritó Nati como si hubiéramos encontrado El Dorado—. ¡Llegamos!
Olvídense de un cartel o arcada o mojón que dijera “El Ensanche”. El pueblo era tan pero tan pequeño que no había cartel, ni plaza principal, ni iglesia, ni nada. Era un puñado de casas tiradas al azar, no más de treinta, que se distribuían alrededor del astillero.
Llegamos con la camioneta hasta la primera manzana, en la que se veían solo dos o tres casas aquí y allá, y desde ahí otras manzanas igual de raleadas. Eran casuchas muy modestas. No eran de madera o chapa, como las de una villa, sino de concreto, con patio y cerca. Y, sea porque ya era casi de noche y la luz del cielo apagaba todo o porque en verdad el lugar parecía pobre, me llevé una primera impresión cercana a lo deprimente, como un pueblo sumido eternamente en el invierno.
—Mi amor… —la consulté—. Podemos dar vuelta ya mismo si querés.
—¿Estás loco, cuerni? Es perfecto, aunque me parece un poco chico. ¡Te voy a convertir en el cornudo del Pueblo en menos de un mes!
Los verdaderos problemas de convertirme en El Cornudo del Pueblo eran dos: el tamaño del pueblo y la proporción masculina de habitantes. Un pueblo tiene miles de habitantes; y en un pueblo chico, incluso uno muy chico —pongamos de solo mil habitantes—, sigue resultando imposible lograr cogerse a todos los hombres. Nati no podría mantener relaciones estables con 500 tipos, no tendría oportunidad ni tiempo físico. Por otro lado, la geografía ofrece los mismos problemas que en la ciudad: ella podría hacerme el cornudo habitual de sus grupos sociales, pero sin acceso a los hombres de veinte manzanas más allá, con trabajos sin ninguna relación con nosotros, era lo mismo.
Así que le había ido a Nati con mi solución: pueblos de alrededor de cien habitantes. “¡Esos no son pueblos!”, se quejó. “Técnicamente, sí”, la quise convencer. “Buscame un pueblo con más machos, cornudo”, me pidió sin eufemismos.
—¿Querés que demos una vuelta para ver las casas, antes de decidir instalarnos?
—No, cuerni, va a verse raro… Además, ya lo decidí: quiero convertirte literalmente en el cornudo de Ensanche, que me coja regularmente el ciento por ciento de los hombres del pueblo.
De ella no solo me había enamorado su culo perfecto y su hermosura. También su determinación, su compromiso y su generosidad y sacrificio para hacerme su cornudo. Ella sabía que en pueblos como estos no había muchos hombres jóvenes, de los que le gustaban. Que lo más probable era que la mayoría fuesen viejos sin dientes, o cuarentones arruinados, gente descartada de otros lugares, sin más chances que caer ahí.
—Debe ser esa —Nati me señaló una casa igual a las otras, baja, gris, rectangular como una caja de zapatos gigante, y con el pasto del frente alto.
Me pasé con la camioneta y giré en la esquina, más buscando ver a alguien para preguntar, o un negocio o algo. Nada. La conchilla aplastada sobre la tierra arenosa del camino rumió bajo los neumáticos, y me estacioné frente a nuestro nuevo hogar. Aunque no había cartel con el nombre de la calle, el número de la casa coincidía con el papelito que nos habían dado en la inmobiliaria en Buenos Aires.
Bajamos. Yo con las llaves en la mano, mirando alrededor. Natalia con una camperita corta que se puso enseguida y que no le cubría la cola pintada por la calza que la marcaba toda.
Entramos. Habíamos alquilado la casa amoblada y así estaba, aunque con un gusto tan insípido como el exterior. Al menos había calefacción y una tele, además de los dos cuartos, el living, el baño, y otro bañito y el lavadero (al fondo), y la cocina obligada. El lugar no era bonito, y comparado con nuestro departamento, directamente era una pocilga. Pensé que a Nati se le iban a quitar las ganas pero en cambio estaba exultante.
—¡Cuerni, este va a ser nuestro nidito de amor! ¡La de pajas que te vas a hacer mientras me cogen todos!
Escuchar de sus labios cómo me iba a hacer cornudo me la hacía parar siempre. Siempre.
—Amor, ¿por qué no vas trayendo algunos bolsos mientras yo trato de ver lo del gas, para prender el calefón y todo eso…? —dije, y encontré y accioné los fusibles de la luz.
Nati se puso a curiosear la casa y se sentó y saltó dando culazos sobre la cama, probándola.
—¡Porque ese es el trabajo del cornudo!
Una camioneta nueva en un pueblito de 99 habitantes llama inmediatamente la atención. Escuchamos los dos golpes a la puerta y una voz ronca, de tabaco y alcohol:
—¡Hola…?
Fuimos con Natalia a ver, la muy puta ya se acomodaba las tetas y sonreía. Ahí en la puerta estaba un viejo de unos 65 años, rústico, de pueblo, con ropa barata y barba de algunos días. Tenía la nariz grande y el cabello blanco y ralo, y no logró ocultar su sonrisa al ver a mi novia.
—Ho-hola… —dijo un poco descolocado. Nos saludó a los dos pero se le iban los ojos a ella. No al culo, porque la tenía de frente, sino a su rostro. Es que Nati es muy bonita. Es una chica en los treinta y pocos, de cabello castaño claro casi rubia, blanquita, con cara de nena buena, de chica bien educada y criada, de esas que se portan bien y tienen amigas mujeres. Pero cuando sonríe… Dios, cuando sonríe y entrecierra los ojos es la expresión del demonio al encender las calderas en el infierno.
—Hola —respondió Nati, y sonrió.
—Soy… Soy don Rogelio… yo… vivo acá al lado y vi la camioneta y…
—Hola, don Rogelio —saludé de lo más amable con un apretón de manos—. Somos los nuevos vecinos. Yo soy Marcelo, y ella es Natalia —nos presentamos, y cuando Rogelio le fue a dar la mano a Nati, la turra se le acercó y le dio un beso. Vi la mano del viejo retirarse como si quemara cuando el acercamiento de mi novia hizo que le tocara sin querer un pecho.
—Se decía en el pueblo que venían dos vecinos, pero…
Don Rogelio seguía sorprendido, incluso unos minutos después cuando lo invitamos a pasar y charlamos un rato.
—¿No esperaban gente de Buenos Aires?
—No, no es eso. Nos dijeron que venían de allá, pero es que este es un pueblito que vive del astillero, y no hay nada de nada. Acá solo vienen hombres a trabajar, casi todos solos, ni siquiera traen a las familias.
Mientras don Rogelio nos daba charla en la mesa del living-comedor, Nati acomodaba cosas, bolsas, y revisaba anaqueles y muebles. Vi al viejo más de una vez mirarle el culo con disimulo, cada vez que mi novia se agachaba y ostentaba sus encantos en punta.
—Ah, pero yo no vengo a trabajar en el astillero —aclaré—. Voy a escribir una novela de suspenso que transcurre en un pueblito como este, así que vamos a vivir acá unos cuantos meses.
Imaginé que mi coartada iba a sonar excéntrica y despertaría muchas preguntas, pero el viejo no dijo nada. Es posible que estuviera distraído con el ir y venir de Nati. La verdad es que no soy novelista, ni estaba escribiendo nada. Mi trabajo es otro, opero acciones y bonos para mí y para terceros, y mientras tenga una conexión a internet algo decente, puedo hacerlo desde cualquier lugar del mundo.
Don Rogelio me ayudó con el gas, por pedido de Nati, quien aprovechó para lanzar esas frases destinadas a mí.
—¿Lo ayuda con lo del gas, don Rogelio? Las cosas de hombres no se le dan a mi novio.
Reímos por la broma, pero miré a Natalia con gesto de reprimenda. Mi novia tenía tendencia a estirar de la cuerda demasiado, y yo solía ser lo contrario: muy temeroso de que descubrieran nuestro engaño.
Antes de la hora de la cena ya estaban en casa don Rogelio y tres vecinos más, que habían caído para conocernos y darnos la bienvenida. Dos eran un matrimonio de unos 55-60 años, y el otro un muchacho bajo y ancho con cara de bueno, de unos 30, muy humilde, que, pobrecito, no tuvo defensas ante las calzas de mi novia, y quedó una y otra vez en flagrante evidencia.
Nuestros vecinos nos pusieron al tanto del funcionamiento del pueblo. La fuente de todo era el astillero. Todos allí trabajaban para él, directa o indirectamente, salvo el Tune (dueño del almacén), el Bagayero, que te traía lo que sea de otros pueblos más grandes, el carnicero y Santo, un brasilero posiblemente prófugo de su país, que vivía haciendo changas de electricidad, gas, albañilería o lo que sea. El resto eran unas 60 personas, casi todos hombres, desparramados azarosamente en nueve manzanas. Había una décima manzana, pegada al astillero, que llamaban Las Cuadrillas. Allí la empresa había ensamblado cuadras donde albergaba a la plantilla de trabajadores temporarios, generalmente hombres más jóvenes que hacían trabajos más pesados.
Nati se mostró muy interesada en Las Cuadrillas, y yo otra vez comencé a sufrir para que no evidencie nuestro juego. Le vi brillar sus ojitos.
—Cuénteme más de esas cuadrillas, doña María. ¿Cuántos hombres hay? ¿Viven solos?
La vieja se sorprendió por la desubicada pregunta y yo incineré a mi novia por ser tan impetuosa. Igual, salí a su rescate.
—Es que mientras yo escriba la novela ella va a hacer comida casera para vender —dije, y le tomé la mano a Nati y ella y yo nos sonreímos como tortolitos. Eso nos divertía: hacernos los enamorados melosos a sabiendas que me hará o ya me hace cornudo con alguno de los presentes—. Así se mantiene ocupada y ayuda en la economía de la casa.
Doña María se alivió.
—Claro, claro… Entonces a Las Cuadrillas va a ir seguido. Son todos hombres solos, habrá unos veinte o veinticinco. Es una cuadra con treinta camas, como en la milicia.
—Si no tienen esposas de seguro me van a llamar todos los días.
Doña María, su esposo y el cara de bueno no sospecharon de nada —como dije, mi Nati tiene el rostro de un angelito, cuando quiere—, pero vi los ojos de don Rogelio, y vi cómo de nuevo le echó una mirada completa, de escaneo, y supe que iba a ser el primer cuerno en mi frente, que me la iba a coger al día siguiente, no más.
3.
Como dije, Nati siempre me deja toda la construcción del juego: la logística, las coartadas, las razones, todo. Obvio que opina, la consulto y mete mano, pero parte del goce —el juego en sí— se inicia en cuanto ella me dice: “Ah, no sé. De eso debe encargarse el cornudo”. Y se dedica a ponerse linda para sus machos y llenarme de cuernos.
No le había gustado al principio que yo decidiera buscar un pueblo tan pequeño. Decía que ella podía con más. Aspiraba con más.
—Quiero llenarte la frente, mi amor… —se justificaba.
Luego entendió que si de verdad pretendía cumplir su fantasía, eso de que TODOS se convirtieran en amantes regulares, había que mantener un cierto control. Y el control se va perdiendo conforme más gente participa involuntariamente del juego (de cualquier juego).
—Elijamos un pueblo de cien personas —propuse—. Si son cien, calculá que cincuenta serán hombres…
—Cincuenta son pocos, Cuerni. ¡Yo puedo con más! ¿No me tenés fe?
Le tenía fe de sobra, pero ese no era el punto.
—Escuchame, amor… probemos con un pueblo chiquito, haceme caso… Y si nos divertimos nos pasamos a uno más grande.
—Está bien, pero uno que tenga una fábrica o algo… ¡con una proporción más alta de machos!
Descartamos uno con una curtiembre y otro con una papelera, por los olores. Nos quedamos con tres opciones: con astillero, con aserradero y con una destilería.
—¡El del astillero, sin dudas! —decidió Natalia, y cuando vio mi cara de incomprensión, aclaró—: Es donde te van a fabricar las astas.
Nos reímos. Siempre nos reíamos cuando se trataba de cuernos.
No se rio tanto cuando le dije que iba a tener que hacer comida para llevar.
—Estás en pedo, Marce, no me voy a poner a cocinarle a todo el pueblo para ponerte los cuernos.
—No, boba, es solo una pantalla.
—Cuerni, yo te amo pero inventá otra cosa. No me voy a ir a coger con olor a comida. Si querés, cociná vos y yo la llevo.
—Amor, es solo una pantalla. Compramos empanadas, las frisamos y las calentamos cinco minutos antes de que vayas a coger. Vos confiá en mí.
4.
Al día siguiente, ya en el pueblo, comenzó el juego. Yo me puse con mi trabajo real pero no podía concentrarme mirando cómo la muy puta de Nati se arreglaba.
—¿Te gusta cómo me queda, cuernito? —y se me aparecía con una tanguita negra súper sexy enterradísima en el culazo. El solo hecho de imaginarme que algún suertudo del pueblo se la podía disfrutar ese mismo día me hizo parar la pija.
Se puso una calza que le marcaba todo, se maquilló apenas, se perfumó, y agarró una canastita de mimbre con flores que había traído anoche doña María, y me dio dos besitos en la frente, uno en cada cuerno.
—Me voy a agradecerle la bienvenida a don Rogelio, amor. Si escuchás gritos o te arde la frente, ya sabés…
—Nati, no exageres, no queremos que sepan que yo sé.
—Calmate, cornudón, ¿cuándo te fallé?
Caminó hacia la puerta meneando su cola hermosa, perfecta y mía, y salió.
Don Rogelio es el vecino de al lado. “De al lado” en este pueblo es un eufemismo, pues hay entre tres y cinco casas por manzana. De todos modos estaba cerca. Díganme cómo carajos puede trabajar uno sabiendo que a cuarenta metros pueden estar garchándose a su mujer.
Salí al patio de atrás a ver si veía la casa o una ventana, o si oía algo. Imposible. Como a los treinta minutos escuché las llaves, y entró mi Nati. Feliz. Radiante. Con una luz distinta sobre ella.
—¡Cornudo, besame! —jadeó, y se me vino encima con desesperación.
Nos besamos en la boca y el olor a sexo y gusto a semen fue evidente. Me quise separar para que me contara, pero me retuvo.
—¡Besame, papu, besame que me tragué toda la leche!
Nos besamos un rato más, yo tenía una erección que me dolía.
—¿Te cogió?
—Se la chupé. ¡Fue muy excitante!
—¿Qué pasó, amor? ¡Contame!
—Fui como nena buena para agradecerle, y cuando me vio sola me hizo pasar. Me comía con la mirada, no sabés. Empezamos a hablar del pueblo, y del trabajo, y de los hombres, y de la soledad…
—¿Se te tiró encima?
—No, lo tuve que avanzar un poco. Pero se notaba que estaba recaliente. ¡Había fuego, ¿entendés?! Me di vuelta con excusas para que me mire el orto, me dijo como veinte veces lo hermosa que era y la suerte que tenías vos, así que en una me le pegué y le dije que ninguna suerte, que con vos no cogíamos hace años porque no se te para —en ese momento me empezó a latir la pija, mientras me contaba—. Lo fui a besar, un solo beso, y enseguida le manoteé el bulto… El pobre viejo estaba medio desconcertado, pero iba a ir al frente. Me empezó a manosear, no sabés cómo metió mano en “tu” culito, cuerni. Me pajeó, lo pajeé. Pero le dije que tenía que volver, que cuándo iba a ser mejor hacerlo, porque si me había visto alguien entrar a su casa y no salía en un tiempo decente iba a quedar como una puta. Me preguntó si vos dormías siesta, le dije que sí, y me dijo que acá en el pueblo la siesta es sagrada, que si entro a su casa a esa hora nadie se va a enterar. Y como un regalito le hice una mamada, para que sepa lo que le espera.
Yo tenía la verga que me estallaba en el pantalón. Me bajé el cierre y saqué mi pija.
—¿Cómo se la chupaste, amor? Mostrame.
Nati se me rio en la cara con una carcajada.
—Ay, cornudo, a veces sos tan gracioso…
Me contó más detalles y estuve al palo hasta la hora de la siesta.
A las dos de la tarde Nati estaba lista para ir al matadero. Se cambió la remera por una de modal, súper ajustada, y se enterró la calza de una manera que se le metió toda adentro del orto y le marcó la concha de forma guaranga.
—Cuerni, me voy a estrenar tu cornamenta. Es las próximas dos horas me van a estar garchando y acabándome adentro como vos no vas a poder mientras estemos en este pueblo —Tomó las llaves, giró y sacó cola para que se la admire: tenía un culazo de secretaria de televisión, pintado con la calza que se hundía entre las nalgas. Aproveché para manosearla, patético. A ella le gustaba convertirme en su pajerito particular—. No quiero que acabes solo, ¿eh, cornudo? Quiero que te pajees mientras el viejo me coge, pero nada de acabar.
Y se fue. Y desde el patio de atrás la espié cuando llegó a la casa de don Rogelio, y cómo enseguida se abrió la puerta y ella miró a un lado y a otro comprobando que no la viera nadie, y entró.
Una hora y media a pura paja. Una hora y media del viejo dándole verga a mi novia, como si la conociera de siempre, como si nos hubiésemos mudado hacía años y yo ya fuese el cornudo del pueblo.
Nati regresó más exultante que al mediodía.
—¡Mi amor! –me dijo cariñosa y llenándome la cara de besitos—. ¡Ya sos oficialmente cornudo, amor! ¡Ya se cogieron tu mujercita!
Me arrastró a la habitación y se tiró en la cama, con la calcita por los tobillos.
—¡Limpiame, cuerno! —me ordenó con sus piernas abiertas—. Empezá a hacer lo único que sabés…
Me zambullí entre sus piernas, y aunque el olor era fuerte y espantoso, le corrí la tanguita y comencé a devorarla, mientras me contó cómo el viejo inauguró mi cornamenta en el pueblo.
“Don Rogelio seguía medio temeroso, incluso pensó que yo no regresaría a la hora de la siesta. Pero volví con la excusa de los dos años sin coger, y el viejo me terminó llevando a la piecita. Me fui desnudando despacio, haciéndole el showcito, dándole la espalda para que me vea bien la cola. La verdad es que el viejo no me gusta mucho, pero saber que estabas acá pensando en cómo me cogían, y a pura paja, me tenía recaliente.”
“Me cogió una hora y cuarto, se ve que le vino bien la acabada del mediodía. No la tiene muy grande, más bien normal, pero aguanta y sabe cómo moverse. Se me ponía atrás y me amasaba las nalgas mientras me cogía por la concha, y murmuraba todo el tiempo.”
“—No puede ser lo que me estoy cogiendo… No puede ser lo que me estoy cogiendo…”
“En el medio de la cogida le puse morbo, ya me conocés. Me tenía arrodillada en la cama y con el torso contra el colchón, clavándome hasta los huevos con pijazos desde atrás.
“—Ay, don Rogelio, cuánto hacía que no sentía esto…”
“Y el viejo me bombeaba más fuerte.”
“—Es una pena… Una chinita hermosa como vos tendría que sentirse mujer todos los días…”
“El viejo ya me quiere dar de lunes a viernes. Yo no sé si le va a dar el cuero pero la idea es que todos sean machos regulares, aunque sea una vez por semana.”
“En esa hora y media acabé dos veces y él una, cuerni, no sé si lo contás como un cuerno o dos. Cuando me terminó de coger y me estaba cambiando, me hice la decente. Le pedí que por favor no le cuente a nadie, que yo no era de hacer esas cosas pero que era una mujer joven y tenía necesidades. Me lo creyó, y le dije que una siesta de éstas lo teníamos que repetir. Y le pedí que me ayude con lo de las empanadas, que me presente con otros vecinos y amigos para poder ofrecerles empanadas a domicilio. Me dijo que no creía que eso fuera a funcionar acá pero que igual nos iba a dar una mano.”
5.
A las cuatro de la tarde se termina la siesta en el pueblo, a las cinco o un poco más es la merienda. A las seis se termina la jornada laboral en el astillero, y los peones vuelven a las cuadras y los administrativos a sus casas. El problema es que entre esa hora y la cena no hay nada que hacer en Ensanche. No hay bares ni paseos. En verano sí, todo el mundo va al río, pero todavía era primavera. Lo más parecido a un lugar de reunión era el almacén del Tune, pues la gente iba a comprar algo (un vino, una leche) y se quedaba charlando. Con la carnicería-verdulería sucedía lo mismo.
—¡Vecinos! —gritó en la puerta de casa don Rogelio.
Salimos con Nati como dos recién casados, de la mano y muy acaramelados. Nati se había cambiado calza y remera, tan ajustadas como las que llevara a la hora de la siesta. Claro que no tan enterrada la calza. Fue divertido ver la zozobra en la cara de don Rogelio, cuando le di la mano. Yo me divertía representando el papel de perfecto cornudo, sé que mi novia se moja cada vez que un macho suyo me habla de igual a igual en la cara luego de habérsela cogido. Don Rogelio me rehuía los ojos, y esta vez no miraba tanto a Nati.
—Don Rogelio me va a dar una mano con lo de las empanadas. Me va a presentar con los vecinos y así les comento lo que hago. Y les va a decir que me probó.
—¡Las empanadas! —aclaró alarmado el viejo, de una manera tan sospechosa que si no fuera yo el cornudo cómplice que soy, mi novia habría estado en serios problemas.
Era la hora de mayor movimiento en el caserío —entre las 6 y las 7:30—, y ya antes de llegar al almacén nos cruzamos con algunos vecinos, a quien don Rogelio nos presentó muy cordialmente. Uno fue “el doctor”, un cuarentón muy bien puesto que se cogió con la mirada a mi novia. Fue tan agresivo y notorio su deseo sobre Nati que se me empezó a parar la pija ahí nomás, especialmente cuando vi en mi novia gestos inequívocos de que también a ella le gustaba. Comentamos de nosotros, de mi supuesta novela y del emprendimiento de Nati de cocinar empanadas para llevar. El doctor se mostró interesado, dijo innecesariamente que vivía solo y odiaba cocinar, y como no teníamos un teléfono de línea, Nati le dio su wasap porque iba a manejar todos los pedidos por ahí. Era un eufemismo hacia mí. Me estaba diciendo que iba a manejar todas sus corneadas por wasap.
Hasta que llegamos al almacén.
El almacén del Tune era como un galponcito grande y alto, bien iluminado, lleno de estantes con mercadería de todo tipo. Tenía cierta semejanza con los súper chinos, pero no llegaba a mini mercado. La primera sorpresa fue que el Tune no era un lugareño. Le decían el Tune como apócope de El Tunecino, pues había venido de Túnez en los 90s. Era negro, de unos 45 años, de cuerpo promedio y cara de rápido, de tipo de calle a quien nunca vas a pasar, lo que se evidenciaba en los ojos y en cómo se movía entre los demás. Hablaba poco.
En el almacén había una vieja y una pareja comprando, pero en la caja junto al Tune había tres o cuatro paisanos más, vagos como el negro, seguramente compañeros de póker, timba o putas.
Eran de temer, no en el sentido de violencia, sino sexual. Lo digo así: un hombre regular (no un cornudo como yo) que viviese en este caserío con una mujer mínimamente atractiva corría serios riesgos con estos tipos cerca. Pensé de inmediato en la parejita con el chiquillo que nos habíamos cruzado antes. La mujer no era fea, más bien del montón. El embarazo le habría dejado buenas tetas y bajo los rollitos tenía un culo bastante cogible, inflado, redondo. Me pregunté cuántos y cuáles de estos hijos de puta se la habrían cogido mientras el cornudo estaría en el astillero. O si se la seguirían cogiendo.
Don Rogelio nos presentó a la pequeña cofradía y fue gracioso ver el esfuerzo en disimular el interés sexual que les despertó mi novia. También el esfuerzo por mostrarse menos vagos de lo que eran. No entendieron el emprendimiento de Nati. ¿Empanadas para llevar? Uno de ellos vivía con la madre y despreció con un chiste la idea. No me preocupé, ya entenderían, o le vendrían con el chisme: la putita de las empanadas te lleva el pedido a tu casa y se deja coger. El que sí vio las oportunidades fue el negro, quizá más acostumbrado a los trueques sexuales, por su negocio.
Mi amorcito en un momento hizo una de las cosas que más le gusta hacer delante mío: mostrarse como objeto cogible para un buen macho. Se alejó dos pasos a ver unos artículos de limpieza, para que la vieran completa, con esas calzas que le desnudaban su perfección. Se agachó un poco y los cuatro vagos le miraron el culo. Fue gracioso porque en ese momento yo les comentaba algo de mi novela y ninguno me miraba a la cara. A tal punto fue grosero que el Tune, más astuto, señaló lo que supuestamente revisaba Nati y le dijo: “son tres por el precio de dos”, con lo que legalizó mirarla un buen instante sin ningún disimulo.
—Acá tienen todo para las empanadas —me dijo Nati—. Voy a tener que venir seguido —Siempre me tiraba esos comentarios en clave.
En medio de la charla y de unos vecinos pagando y otros que entraban, en un momento mi novia se puso entre los vagos y yo, mirando en su dirección, de espaldas a mí. Sé cuánto le gustan los negros, sé de su debilidad por esas pijas y el poder que detentan sobre ella. Y estoy seguro que lo miró al Tune a los ojos y se lo comió con la mirada. Siempre lo hace cuando quiere garcharse a un macho.
Nos quedamos charlando un buen rato más, no solo con los vagos, sino también con los vecinos que venían a comprar. Éramos la novedad en un lugar sin novedades, así que todos nos daban la bienvenida, nos preguntaban sobre nosotros, y sobre Buenos Aires, y nos invitaban a sus hogares. Para las 19:30 me sentí integrado a la pequeña comunidad, no digo como si hubiera nacido allí pero sí muy a gusto y entre buena gente. Claro que una gran parte de tanta calidez era responsabilidad de Nati. Su culo perfecto y sus calzas de putita le caían bien a los hombres, y su carita angelical y sus modos dulces, a las viejas.
A la noche comenzaron a sonar los primeros wasaps. Nati se lo había dado a todo el mundo, pero por supuesto las respuestas tempranas eran de los hombres solos: el doctor, el Tune y los otros cuatro vagos, y algún otro vecino que nos había presentado don Rogelio. Ninguno se propasó ni fue desubicado. Todos preguntaron detalles sobre el sistema. Si ellos debían pasar a buscar las empanadas o ella iba a domicilio.
Nati escribía con calidez y una cierta picardía, y les respondía a todos “Eso como vos desees”, y firmaba “Nati” y un corazoncito.
Y mientras yo me pajeaba sobre la cola de mi novia, ella sin dejar de wasapear, me dijo:
—Cuerni, estoy segura que mañana empiezan a pedirme. Despejá la frente porque te la voy a llenar enseguida.
6.
No hubo que esperar tanto. Al mediodía Nati fue al almacén del Tune, con la excusa de comprar cosas para las empanadas. Era mentira, pues nos habíamos traído varias docenas frisadas desde Buenos Aires, no era cuestión de que ella cocinara tanto. La miré con cara de “¿en qué andás?”, y me devolvió una sonrisa pícara.
Esta vez fue directamente a provocar. Salió de casa a las 12, que era la hora que el almacén cerraba, y fue con un short breve (no de puta, pero cortito), que le marcaba bien apretado el culo y le lucía las piernas. No había nadie en el negocio, me dijo ella, y apenas la vio el Tune, sexy y sola, se le hizo baba la boca y comenzó a salamearla con lo hermosa señora que era, y lo fina que era, y que qué suerte tiene su marido y todas esas cosas de manual. Nati es una mujer que te hace notar claramente si te tiene ganas, y al negro le tenía ganas.
Le dieron llave a la puerta de vidrio, y pusieron el cartel de cerrado.
—¿Qué hacés, Tune? No vas a pretender que lo hagamos acá. Desde afuera se ve todo.
—No, preciosa, vamos para atrás que tengo un lugar. Igual no te preocupes que hasta las cuatro no hay un alma en el pueblo.
Nati me dijo que fue así de fácil. Fue tan fácil que le pareció que tenía que hacerse la difícil, un poco para sostener la farsa, y otro poco por puro morbo. Con el shortcito por los tobillos y el Tune magreándole las nalgas y estirándole la bombachita para quitarla, mi novia —culito en punta— dijo:
—Ay, no sé, Tune. Yo no soy de hacer estas cosas. Mi marido no se lo merece…
—Dale, hermosa, que se te nota que tenés ganas… Además, con la cara que tiene tu marido debe hacer un año que no lo hacen…
—Dos años… —Nati le tomó la verga por sobre el calzoncillo y suspiró. Una verga gruesa y grande, como corresponde a un buen negro—. ¿Tanto se le nota la cara?
El comentario era ambiguo y el tunecino no picó. Estaban en un cuartito minúsculo improvisado en el fondo del almacén. Había un colchoncito viejo de una plaza, tirado en el suelo, y un bañito mínimo. Nati se preguntó a cuántas vecinas del pueblo se cogería allí mismo el negro.
—Se le nota… Se le nota en la cara —Dijo sin mayores precisiones el Tune, y le hundió un dedazo en la conchita, le besó el cuello y le manoseó una de las tetas.
Como estaban arrodillados uno frente al otro sobre el colchoncito, mi novia metió una de sus manos en el calzoncillo y tomó el vergón que ya comenzaba a endurecerse y engordar.
—Debería irme a casa… —insistió ella, y comenzó a pajear suavemente la verga del negro— No quiero llegar tarde y que Marce sospeche….
—No te preocupes, hermosa… con esa cara no va a sospechar nada…
Eso encendió Nati, porque fue casi como decir “con esa cara de cornudo”. Besó al negro, tomó la pija con las dos manos y se agachó a mamársela como la hembra emputecida que es.
Y un rato después, mientras el negro le llenaba la concha de verga y la bombeaba hasta matarla contra el colchón, mi novia, jadeante, a punto, emputecida, lo instigaba:
—¿Qué cara…? ¿Qué cara tendrá mi Marce ahora, Tune…?
Y el negro hijo de puta, que estaría viendo cómo su propio cuarto de metro de verga se le enterraba y salía brilloso de dentro de esa puta, contestó:
—¡Cara de cornudo, tiene!
—No sabe… No sabe que le están cogiendo a la mujer…
—¡No sabe que se la estoy llenando de pija y que se la voy a llenar todos los días!
Y la muy puta de mi novia comenzó a acabar con esas palabras y con esa verga adentro.
—Sí, sí, negro, llename todos los días… Así aprende el cara de cornudo…
Y el negro, que poseía a mi novia desde atrás, que tenía tomada una nalga con cada manaza y empujaba verga por el medio, viendo cómo esa conchita apretada tragaba pija hasta los huevos, se soltó.
—¡Me viene la leche, mi amor! ¿Te la dejo adentro…? —rogó.
—¿Estás sanito? —tuvo la lucidez de preguntar Nati.
—Sí, mi amor, sí… Sino no te pregunto…
—¡Entonces llename, Tune! ¡Llename de leche que se la llevo al cuerno!
El negro se relajó y el bombeo se hizo más violento, más salvaje. Nati sintió el endurecimiento y enseguida el latigazo, y la conchita estrecha inundársele de leche.
—¡¡¡AHHHHHHHHHH…!!!
Por más que Nati pedía “para el cornudo”, el negro no se enganchó más sobre ese morbo, solo vivía para su orgasmo. Ya se engancharía más adelante.
Como a la una de la tarde regresó mi novia a casa. Como a la una de la tarde salió del almacén, con la promesa de repetir la cogida al día siguiente, “a la hora de la siesta, que es cuando el cornudo está durmiendo”.
Y fue a esa hora que Nati, viniendo para casa, se cruzó en una esquina en medio del pueblo desierto, con Elisabeth, la mujer de treinta y pico que habíamos conocido la tardecita anterior, con su marido y su chiquillo. Venía desde como quien viene de la carnicería, con una bolsa de carne, pero una hora después de que habían cerrado. Las dos mujeres se miraron. En una esquina y un horario en el que no debían estar, con sorpresa en el gesto, con algo de susto. Nati con un shortcito, la otra con falda por sobre las rodillas. Ambas con el rostro y cabellos de recién cogidas. Se cruzaron en silencio sabiendo en qué estaba la otra.
Es fácil ser cornudo en la ciudad. No hay mérito en convertirse en una corneadora sistemática. No hay riesgos, ni juicios de los que cuidarse. Solo hay un océano de gente que mira y no ve.
Esa noche estábamos haciendo el amor, como casi todas las noches: ella tirada en la cama, en remera y bombachita metida en su culazo perfecto, chateando por wasap con dos machos para arreglar sus cogidas del día siguiente; y yo, manoseándola desesperado y masturbándome como un adolescente primerizo.
—Mi amor, estás cada día más pajero… —dijo, y me dedicó una sonrisa lujuriosa. Yo seguía a su lado agitándome con el contacto de sus redondeces, que amaba. Las mismas redondeces que unas horas antes el hijo de puta de Alejo (o quién sabe quién) había estado penetrando impunemente—. Mirá —Y me mostró el celu con la foto de una tremenda verga en erección.
—¿Q-quién es…?
—Un amiguito nuevo… Bah, es amigo de Alejo, pero conocés el dicho: Los amigos de mis machos, son mis amigos…
Era “Los amigos de mis amigos…”, aunque bueno, no importaba. La sola idea de que pronto ese vergón grueso también se disfrutara a mi Nati me aceleró el polvo.
—No podés ser tan puta… —jadeé. Ni hacía falta decirle que me estaba por acabar en la mano, ya me conocía lo suficiente.
Entonces Nati se dio vuelta como si nada, como si yo no la estuviera tocando, ni estuviéramos haciéndonos el amor.
—Marce, quiero que hagamos algo.
La miré confundido, con el manoteo desorientado.
—Amor, estoy a punto, dejame que…
Ella se hizo la molesta y me pegó en la mano con la que me estaba pajeando.
—Ay, basta de joder con esas cosas enfermas. Lo único que te importa es cogerme.
Me quedé sin reacción, quieto, sabiendo que si no me descargaba, en media hora tendría un agudo dolor de testículos.
Ella apagó el celular, lo que era una señal que lo que iba a decirme era serio y en serio. Me miró a los ojos, me hizo carita de nena buena y me soltó aquello.
—Quiero que seas “El Cornudo del Pueblo”, mi amor…
No entendí. La habría escuchado mal porque dijo “del pueblo”.
—¿De qué hablás, delirante? —le pregunté con una sonrisa, intuyendo que a algún lado iba, aunque sin adivinar más—. Vivimos en la ciudad.
—Ya sé, bobo.
—No te entiendo, amor. Ya soy el cornudo del barrio.
—No, no lo sos.
—Te cogen en el gimnasio, el ferretero y dos vecinos del edificio.
—Para convertirte en el cornudo del barrio tendría que cornearte con todos los hombres del barrio, no con ocho o diez… Además es imposible saber dónde empieza y termina el barrio.
Comenzaba a intuir algo.
—En un pueblo es lo mismo, amor… tampoco se saben los límites de los barrios…
—No, cornudazo, ¡qué barrios! Quiero que vayamos a un pueblo y que me cojan todos los machos del pueblo. Que cada vez que salgamos de paseo o a comprar un helado, todos —absolutamente todos— los tipos con los que nos crucemos me cojan regularmente, y vos te hagas el que no sabés nada.
Hay algo que no les dije todavía: Nati y yo somos grandes jugadores. Seguro los mejores de Argentina. Posiblemente entre los mejores de Latinoamérica. Tenemos inventiva (más yo que ella) y osadía (más ella que yo), y recursos y tiempo. En nuestros años juntos hemos cumplido con muchos juegos: el de la remisería (algún día les contaré), el del camping (algún día les contaré), el del micro larga distancia (algún día les contaré) y muchos otros. Y lo jugamos a lo grande, a fondo.
—Bebuchi —le dije— me encanta la idea, pero es imposible. No hay forma de que te cojas a un pueblo entero, y menos regularmente.
Nati me miró con carita de turra, volvió a girar a medias para mostrarme lo que sabía era mi debilidad: su culo perfecto y entangado bien a fondo.
—No sé, cornudito, ahora esto es problema tuyo. Yo soy la belleza y vos el músculo, así que ponete a organizar.
Hice un cálculo rápido de variables: el dinero y el traslado no iban a ser problemas; mi trabajo, tampoco.
—Es una locura, Nati, vamos a tener que mudarnos…
Ella giró por completo, otra vez culito arriba, y con el celular en la mano.
—No es mi problema, amor. Yo voy a seguir arreglando con mi amiguito nuevo.
Se puso a mirar fotos de vergones de machos y yo a hacerle el amor, es decir, manosearle el culazo y pajearme.
2.
Frené la camioneta en el cruce. Estábamos en el medio de la nada, con campo hacia todos lados, y arboleda y esteros y riachos a la derecha y más adelante. Nati tenía el GPS.
—Es para allá, cuerni.
Delante de terceros, su apodo cariñoso para conmigo era “papu”, “papi”, “amor” o cosas así. Si estábamos solos, “cuerni”, “corni”, “cornudín”, “cornudito”. Cuando estaba con sus machos me nombraba de otras formas.
Miré “para allá”. No parecía diferente a la soledad de cualquiera de las otras direcciones. Pero le obedecí. Un buen cornudo sabe perfectamente cuándo obedecer a su mujer, del mismo modo que una buena putita infiel saber perfectamente cuándo respetar la voluntad de su cornudo. No hicimos ni doscientos metros que vimos las primeras casuchas.
—¡Ahí está! —gritó Nati como si hubiéramos encontrado El Dorado—. ¡Llegamos!
Olvídense de un cartel o arcada o mojón que dijera “El Ensanche”. El pueblo era tan pero tan pequeño que no había cartel, ni plaza principal, ni iglesia, ni nada. Era un puñado de casas tiradas al azar, no más de treinta, que se distribuían alrededor del astillero.
Llegamos con la camioneta hasta la primera manzana, en la que se veían solo dos o tres casas aquí y allá, y desde ahí otras manzanas igual de raleadas. Eran casuchas muy modestas. No eran de madera o chapa, como las de una villa, sino de concreto, con patio y cerca. Y, sea porque ya era casi de noche y la luz del cielo apagaba todo o porque en verdad el lugar parecía pobre, me llevé una primera impresión cercana a lo deprimente, como un pueblo sumido eternamente en el invierno.
—Mi amor… —la consulté—. Podemos dar vuelta ya mismo si querés.
—¿Estás loco, cuerni? Es perfecto, aunque me parece un poco chico. ¡Te voy a convertir en el cornudo del Pueblo en menos de un mes!
Los verdaderos problemas de convertirme en El Cornudo del Pueblo eran dos: el tamaño del pueblo y la proporción masculina de habitantes. Un pueblo tiene miles de habitantes; y en un pueblo chico, incluso uno muy chico —pongamos de solo mil habitantes—, sigue resultando imposible lograr cogerse a todos los hombres. Nati no podría mantener relaciones estables con 500 tipos, no tendría oportunidad ni tiempo físico. Por otro lado, la geografía ofrece los mismos problemas que en la ciudad: ella podría hacerme el cornudo habitual de sus grupos sociales, pero sin acceso a los hombres de veinte manzanas más allá, con trabajos sin ninguna relación con nosotros, era lo mismo.
Así que le había ido a Nati con mi solución: pueblos de alrededor de cien habitantes. “¡Esos no son pueblos!”, se quejó. “Técnicamente, sí”, la quise convencer. “Buscame un pueblo con más machos, cornudo”, me pidió sin eufemismos.
—¿Querés que demos una vuelta para ver las casas, antes de decidir instalarnos?
—No, cuerni, va a verse raro… Además, ya lo decidí: quiero convertirte literalmente en el cornudo de Ensanche, que me coja regularmente el ciento por ciento de los hombres del pueblo.
De ella no solo me había enamorado su culo perfecto y su hermosura. También su determinación, su compromiso y su generosidad y sacrificio para hacerme su cornudo. Ella sabía que en pueblos como estos no había muchos hombres jóvenes, de los que le gustaban. Que lo más probable era que la mayoría fuesen viejos sin dientes, o cuarentones arruinados, gente descartada de otros lugares, sin más chances que caer ahí.
—Debe ser esa —Nati me señaló una casa igual a las otras, baja, gris, rectangular como una caja de zapatos gigante, y con el pasto del frente alto.
Me pasé con la camioneta y giré en la esquina, más buscando ver a alguien para preguntar, o un negocio o algo. Nada. La conchilla aplastada sobre la tierra arenosa del camino rumió bajo los neumáticos, y me estacioné frente a nuestro nuevo hogar. Aunque no había cartel con el nombre de la calle, el número de la casa coincidía con el papelito que nos habían dado en la inmobiliaria en Buenos Aires.
Bajamos. Yo con las llaves en la mano, mirando alrededor. Natalia con una camperita corta que se puso enseguida y que no le cubría la cola pintada por la calza que la marcaba toda.
Entramos. Habíamos alquilado la casa amoblada y así estaba, aunque con un gusto tan insípido como el exterior. Al menos había calefacción y una tele, además de los dos cuartos, el living, el baño, y otro bañito y el lavadero (al fondo), y la cocina obligada. El lugar no era bonito, y comparado con nuestro departamento, directamente era una pocilga. Pensé que a Nati se le iban a quitar las ganas pero en cambio estaba exultante.
—¡Cuerni, este va a ser nuestro nidito de amor! ¡La de pajas que te vas a hacer mientras me cogen todos!
Escuchar de sus labios cómo me iba a hacer cornudo me la hacía parar siempre. Siempre.
—Amor, ¿por qué no vas trayendo algunos bolsos mientras yo trato de ver lo del gas, para prender el calefón y todo eso…? —dije, y encontré y accioné los fusibles de la luz.
Nati se puso a curiosear la casa y se sentó y saltó dando culazos sobre la cama, probándola.
—¡Porque ese es el trabajo del cornudo!
Una camioneta nueva en un pueblito de 99 habitantes llama inmediatamente la atención. Escuchamos los dos golpes a la puerta y una voz ronca, de tabaco y alcohol:
—¡Hola…?
Fuimos con Natalia a ver, la muy puta ya se acomodaba las tetas y sonreía. Ahí en la puerta estaba un viejo de unos 65 años, rústico, de pueblo, con ropa barata y barba de algunos días. Tenía la nariz grande y el cabello blanco y ralo, y no logró ocultar su sonrisa al ver a mi novia.
—Ho-hola… —dijo un poco descolocado. Nos saludó a los dos pero se le iban los ojos a ella. No al culo, porque la tenía de frente, sino a su rostro. Es que Nati es muy bonita. Es una chica en los treinta y pocos, de cabello castaño claro casi rubia, blanquita, con cara de nena buena, de chica bien educada y criada, de esas que se portan bien y tienen amigas mujeres. Pero cuando sonríe… Dios, cuando sonríe y entrecierra los ojos es la expresión del demonio al encender las calderas en el infierno.
—Hola —respondió Nati, y sonrió.
—Soy… Soy don Rogelio… yo… vivo acá al lado y vi la camioneta y…
—Hola, don Rogelio —saludé de lo más amable con un apretón de manos—. Somos los nuevos vecinos. Yo soy Marcelo, y ella es Natalia —nos presentamos, y cuando Rogelio le fue a dar la mano a Nati, la turra se le acercó y le dio un beso. Vi la mano del viejo retirarse como si quemara cuando el acercamiento de mi novia hizo que le tocara sin querer un pecho.
—Se decía en el pueblo que venían dos vecinos, pero…
Don Rogelio seguía sorprendido, incluso unos minutos después cuando lo invitamos a pasar y charlamos un rato.
—¿No esperaban gente de Buenos Aires?
—No, no es eso. Nos dijeron que venían de allá, pero es que este es un pueblito que vive del astillero, y no hay nada de nada. Acá solo vienen hombres a trabajar, casi todos solos, ni siquiera traen a las familias.
Mientras don Rogelio nos daba charla en la mesa del living-comedor, Nati acomodaba cosas, bolsas, y revisaba anaqueles y muebles. Vi al viejo más de una vez mirarle el culo con disimulo, cada vez que mi novia se agachaba y ostentaba sus encantos en punta.
—Ah, pero yo no vengo a trabajar en el astillero —aclaré—. Voy a escribir una novela de suspenso que transcurre en un pueblito como este, así que vamos a vivir acá unos cuantos meses.
Imaginé que mi coartada iba a sonar excéntrica y despertaría muchas preguntas, pero el viejo no dijo nada. Es posible que estuviera distraído con el ir y venir de Nati. La verdad es que no soy novelista, ni estaba escribiendo nada. Mi trabajo es otro, opero acciones y bonos para mí y para terceros, y mientras tenga una conexión a internet algo decente, puedo hacerlo desde cualquier lugar del mundo.
Don Rogelio me ayudó con el gas, por pedido de Nati, quien aprovechó para lanzar esas frases destinadas a mí.
—¿Lo ayuda con lo del gas, don Rogelio? Las cosas de hombres no se le dan a mi novio.
Reímos por la broma, pero miré a Natalia con gesto de reprimenda. Mi novia tenía tendencia a estirar de la cuerda demasiado, y yo solía ser lo contrario: muy temeroso de que descubrieran nuestro engaño.
Antes de la hora de la cena ya estaban en casa don Rogelio y tres vecinos más, que habían caído para conocernos y darnos la bienvenida. Dos eran un matrimonio de unos 55-60 años, y el otro un muchacho bajo y ancho con cara de bueno, de unos 30, muy humilde, que, pobrecito, no tuvo defensas ante las calzas de mi novia, y quedó una y otra vez en flagrante evidencia.
Nuestros vecinos nos pusieron al tanto del funcionamiento del pueblo. La fuente de todo era el astillero. Todos allí trabajaban para él, directa o indirectamente, salvo el Tune (dueño del almacén), el Bagayero, que te traía lo que sea de otros pueblos más grandes, el carnicero y Santo, un brasilero posiblemente prófugo de su país, que vivía haciendo changas de electricidad, gas, albañilería o lo que sea. El resto eran unas 60 personas, casi todos hombres, desparramados azarosamente en nueve manzanas. Había una décima manzana, pegada al astillero, que llamaban Las Cuadrillas. Allí la empresa había ensamblado cuadras donde albergaba a la plantilla de trabajadores temporarios, generalmente hombres más jóvenes que hacían trabajos más pesados.
Nati se mostró muy interesada en Las Cuadrillas, y yo otra vez comencé a sufrir para que no evidencie nuestro juego. Le vi brillar sus ojitos.
—Cuénteme más de esas cuadrillas, doña María. ¿Cuántos hombres hay? ¿Viven solos?
La vieja se sorprendió por la desubicada pregunta y yo incineré a mi novia por ser tan impetuosa. Igual, salí a su rescate.
—Es que mientras yo escriba la novela ella va a hacer comida casera para vender —dije, y le tomé la mano a Nati y ella y yo nos sonreímos como tortolitos. Eso nos divertía: hacernos los enamorados melosos a sabiendas que me hará o ya me hace cornudo con alguno de los presentes—. Así se mantiene ocupada y ayuda en la economía de la casa.
Doña María se alivió.
—Claro, claro… Entonces a Las Cuadrillas va a ir seguido. Son todos hombres solos, habrá unos veinte o veinticinco. Es una cuadra con treinta camas, como en la milicia.
—Si no tienen esposas de seguro me van a llamar todos los días.
Doña María, su esposo y el cara de bueno no sospecharon de nada —como dije, mi Nati tiene el rostro de un angelito, cuando quiere—, pero vi los ojos de don Rogelio, y vi cómo de nuevo le echó una mirada completa, de escaneo, y supe que iba a ser el primer cuerno en mi frente, que me la iba a coger al día siguiente, no más.
3.
Como dije, Nati siempre me deja toda la construcción del juego: la logística, las coartadas, las razones, todo. Obvio que opina, la consulto y mete mano, pero parte del goce —el juego en sí— se inicia en cuanto ella me dice: “Ah, no sé. De eso debe encargarse el cornudo”. Y se dedica a ponerse linda para sus machos y llenarme de cuernos.
No le había gustado al principio que yo decidiera buscar un pueblo tan pequeño. Decía que ella podía con más. Aspiraba con más.
—Quiero llenarte la frente, mi amor… —se justificaba.
Luego entendió que si de verdad pretendía cumplir su fantasía, eso de que TODOS se convirtieran en amantes regulares, había que mantener un cierto control. Y el control se va perdiendo conforme más gente participa involuntariamente del juego (de cualquier juego).
—Elijamos un pueblo de cien personas —propuse—. Si son cien, calculá que cincuenta serán hombres…
—Cincuenta son pocos, Cuerni. ¡Yo puedo con más! ¿No me tenés fe?
Le tenía fe de sobra, pero ese no era el punto.
—Escuchame, amor… probemos con un pueblo chiquito, haceme caso… Y si nos divertimos nos pasamos a uno más grande.
—Está bien, pero uno que tenga una fábrica o algo… ¡con una proporción más alta de machos!
Descartamos uno con una curtiembre y otro con una papelera, por los olores. Nos quedamos con tres opciones: con astillero, con aserradero y con una destilería.
—¡El del astillero, sin dudas! —decidió Natalia, y cuando vio mi cara de incomprensión, aclaró—: Es donde te van a fabricar las astas.
Nos reímos. Siempre nos reíamos cuando se trataba de cuernos.
No se rio tanto cuando le dije que iba a tener que hacer comida para llevar.
—Estás en pedo, Marce, no me voy a poner a cocinarle a todo el pueblo para ponerte los cuernos.
—No, boba, es solo una pantalla.
—Cuerni, yo te amo pero inventá otra cosa. No me voy a ir a coger con olor a comida. Si querés, cociná vos y yo la llevo.
—Amor, es solo una pantalla. Compramos empanadas, las frisamos y las calentamos cinco minutos antes de que vayas a coger. Vos confiá en mí.
4.
Al día siguiente, ya en el pueblo, comenzó el juego. Yo me puse con mi trabajo real pero no podía concentrarme mirando cómo la muy puta de Nati se arreglaba.
—¿Te gusta cómo me queda, cuernito? —y se me aparecía con una tanguita negra súper sexy enterradísima en el culazo. El solo hecho de imaginarme que algún suertudo del pueblo se la podía disfrutar ese mismo día me hizo parar la pija.
Se puso una calza que le marcaba todo, se maquilló apenas, se perfumó, y agarró una canastita de mimbre con flores que había traído anoche doña María, y me dio dos besitos en la frente, uno en cada cuerno.
—Me voy a agradecerle la bienvenida a don Rogelio, amor. Si escuchás gritos o te arde la frente, ya sabés…
—Nati, no exageres, no queremos que sepan que yo sé.
—Calmate, cornudón, ¿cuándo te fallé?
Caminó hacia la puerta meneando su cola hermosa, perfecta y mía, y salió.
Don Rogelio es el vecino de al lado. “De al lado” en este pueblo es un eufemismo, pues hay entre tres y cinco casas por manzana. De todos modos estaba cerca. Díganme cómo carajos puede trabajar uno sabiendo que a cuarenta metros pueden estar garchándose a su mujer.
Salí al patio de atrás a ver si veía la casa o una ventana, o si oía algo. Imposible. Como a los treinta minutos escuché las llaves, y entró mi Nati. Feliz. Radiante. Con una luz distinta sobre ella.
—¡Cornudo, besame! —jadeó, y se me vino encima con desesperación.
Nos besamos en la boca y el olor a sexo y gusto a semen fue evidente. Me quise separar para que me contara, pero me retuvo.
—¡Besame, papu, besame que me tragué toda la leche!
Nos besamos un rato más, yo tenía una erección que me dolía.
—¿Te cogió?
—Se la chupé. ¡Fue muy excitante!
—¿Qué pasó, amor? ¡Contame!
—Fui como nena buena para agradecerle, y cuando me vio sola me hizo pasar. Me comía con la mirada, no sabés. Empezamos a hablar del pueblo, y del trabajo, y de los hombres, y de la soledad…
—¿Se te tiró encima?
—No, lo tuve que avanzar un poco. Pero se notaba que estaba recaliente. ¡Había fuego, ¿entendés?! Me di vuelta con excusas para que me mire el orto, me dijo como veinte veces lo hermosa que era y la suerte que tenías vos, así que en una me le pegué y le dije que ninguna suerte, que con vos no cogíamos hace años porque no se te para —en ese momento me empezó a latir la pija, mientras me contaba—. Lo fui a besar, un solo beso, y enseguida le manoteé el bulto… El pobre viejo estaba medio desconcertado, pero iba a ir al frente. Me empezó a manosear, no sabés cómo metió mano en “tu” culito, cuerni. Me pajeó, lo pajeé. Pero le dije que tenía que volver, que cuándo iba a ser mejor hacerlo, porque si me había visto alguien entrar a su casa y no salía en un tiempo decente iba a quedar como una puta. Me preguntó si vos dormías siesta, le dije que sí, y me dijo que acá en el pueblo la siesta es sagrada, que si entro a su casa a esa hora nadie se va a enterar. Y como un regalito le hice una mamada, para que sepa lo que le espera.
Yo tenía la verga que me estallaba en el pantalón. Me bajé el cierre y saqué mi pija.
—¿Cómo se la chupaste, amor? Mostrame.
Nati se me rio en la cara con una carcajada.
—Ay, cornudo, a veces sos tan gracioso…
Me contó más detalles y estuve al palo hasta la hora de la siesta.
A las dos de la tarde Nati estaba lista para ir al matadero. Se cambió la remera por una de modal, súper ajustada, y se enterró la calza de una manera que se le metió toda adentro del orto y le marcó la concha de forma guaranga.
—Cuerni, me voy a estrenar tu cornamenta. Es las próximas dos horas me van a estar garchando y acabándome adentro como vos no vas a poder mientras estemos en este pueblo —Tomó las llaves, giró y sacó cola para que se la admire: tenía un culazo de secretaria de televisión, pintado con la calza que se hundía entre las nalgas. Aproveché para manosearla, patético. A ella le gustaba convertirme en su pajerito particular—. No quiero que acabes solo, ¿eh, cornudo? Quiero que te pajees mientras el viejo me coge, pero nada de acabar.
Y se fue. Y desde el patio de atrás la espié cuando llegó a la casa de don Rogelio, y cómo enseguida se abrió la puerta y ella miró a un lado y a otro comprobando que no la viera nadie, y entró.
Una hora y media a pura paja. Una hora y media del viejo dándole verga a mi novia, como si la conociera de siempre, como si nos hubiésemos mudado hacía años y yo ya fuese el cornudo del pueblo.
Nati regresó más exultante que al mediodía.
—¡Mi amor! –me dijo cariñosa y llenándome la cara de besitos—. ¡Ya sos oficialmente cornudo, amor! ¡Ya se cogieron tu mujercita!
Me arrastró a la habitación y se tiró en la cama, con la calcita por los tobillos.
—¡Limpiame, cuerno! —me ordenó con sus piernas abiertas—. Empezá a hacer lo único que sabés…
Me zambullí entre sus piernas, y aunque el olor era fuerte y espantoso, le corrí la tanguita y comencé a devorarla, mientras me contó cómo el viejo inauguró mi cornamenta en el pueblo.
“Don Rogelio seguía medio temeroso, incluso pensó que yo no regresaría a la hora de la siesta. Pero volví con la excusa de los dos años sin coger, y el viejo me terminó llevando a la piecita. Me fui desnudando despacio, haciéndole el showcito, dándole la espalda para que me vea bien la cola. La verdad es que el viejo no me gusta mucho, pero saber que estabas acá pensando en cómo me cogían, y a pura paja, me tenía recaliente.”
“Me cogió una hora y cuarto, se ve que le vino bien la acabada del mediodía. No la tiene muy grande, más bien normal, pero aguanta y sabe cómo moverse. Se me ponía atrás y me amasaba las nalgas mientras me cogía por la concha, y murmuraba todo el tiempo.”
“—No puede ser lo que me estoy cogiendo… No puede ser lo que me estoy cogiendo…”
“En el medio de la cogida le puse morbo, ya me conocés. Me tenía arrodillada en la cama y con el torso contra el colchón, clavándome hasta los huevos con pijazos desde atrás.
“—Ay, don Rogelio, cuánto hacía que no sentía esto…”
“Y el viejo me bombeaba más fuerte.”
“—Es una pena… Una chinita hermosa como vos tendría que sentirse mujer todos los días…”
“El viejo ya me quiere dar de lunes a viernes. Yo no sé si le va a dar el cuero pero la idea es que todos sean machos regulares, aunque sea una vez por semana.”
“En esa hora y media acabé dos veces y él una, cuerni, no sé si lo contás como un cuerno o dos. Cuando me terminó de coger y me estaba cambiando, me hice la decente. Le pedí que por favor no le cuente a nadie, que yo no era de hacer esas cosas pero que era una mujer joven y tenía necesidades. Me lo creyó, y le dije que una siesta de éstas lo teníamos que repetir. Y le pedí que me ayude con lo de las empanadas, que me presente con otros vecinos y amigos para poder ofrecerles empanadas a domicilio. Me dijo que no creía que eso fuera a funcionar acá pero que igual nos iba a dar una mano.”
5.
A las cuatro de la tarde se termina la siesta en el pueblo, a las cinco o un poco más es la merienda. A las seis se termina la jornada laboral en el astillero, y los peones vuelven a las cuadras y los administrativos a sus casas. El problema es que entre esa hora y la cena no hay nada que hacer en Ensanche. No hay bares ni paseos. En verano sí, todo el mundo va al río, pero todavía era primavera. Lo más parecido a un lugar de reunión era el almacén del Tune, pues la gente iba a comprar algo (un vino, una leche) y se quedaba charlando. Con la carnicería-verdulería sucedía lo mismo.
—¡Vecinos! —gritó en la puerta de casa don Rogelio.
Salimos con Nati como dos recién casados, de la mano y muy acaramelados. Nati se había cambiado calza y remera, tan ajustadas como las que llevara a la hora de la siesta. Claro que no tan enterrada la calza. Fue divertido ver la zozobra en la cara de don Rogelio, cuando le di la mano. Yo me divertía representando el papel de perfecto cornudo, sé que mi novia se moja cada vez que un macho suyo me habla de igual a igual en la cara luego de habérsela cogido. Don Rogelio me rehuía los ojos, y esta vez no miraba tanto a Nati.
—Don Rogelio me va a dar una mano con lo de las empanadas. Me va a presentar con los vecinos y así les comento lo que hago. Y les va a decir que me probó.
—¡Las empanadas! —aclaró alarmado el viejo, de una manera tan sospechosa que si no fuera yo el cornudo cómplice que soy, mi novia habría estado en serios problemas.
Era la hora de mayor movimiento en el caserío —entre las 6 y las 7:30—, y ya antes de llegar al almacén nos cruzamos con algunos vecinos, a quien don Rogelio nos presentó muy cordialmente. Uno fue “el doctor”, un cuarentón muy bien puesto que se cogió con la mirada a mi novia. Fue tan agresivo y notorio su deseo sobre Nati que se me empezó a parar la pija ahí nomás, especialmente cuando vi en mi novia gestos inequívocos de que también a ella le gustaba. Comentamos de nosotros, de mi supuesta novela y del emprendimiento de Nati de cocinar empanadas para llevar. El doctor se mostró interesado, dijo innecesariamente que vivía solo y odiaba cocinar, y como no teníamos un teléfono de línea, Nati le dio su wasap porque iba a manejar todos los pedidos por ahí. Era un eufemismo hacia mí. Me estaba diciendo que iba a manejar todas sus corneadas por wasap.
Los otros vecinos que nos presentaron fueron dos tipos grandes, una mujer de unos treinta y pico —llamada Elizabeth— con un crío en brazos y un marido en la otra mano, y un viejo de la misma edad que don Rogelio, evidentemente muy amigo suyo y compañero de andanzas. Fue verlo hablar y darme cuenta que en lo que restaba del día, don Rogelio le iba a contar con lujo de detalles la encamada con mi novia. Me pregunté entonces quién se la cogería antes, si el doctor o el amigo de don Rogelio.
Hasta que llegamos al almacén.
El almacén del Tune era como un galponcito grande y alto, bien iluminado, lleno de estantes con mercadería de todo tipo. Tenía cierta semejanza con los súper chinos, pero no llegaba a mini mercado. La primera sorpresa fue que el Tune no era un lugareño. Le decían el Tune como apócope de El Tunecino, pues había venido de Túnez en los 90s. Era negro, de unos 45 años, de cuerpo promedio y cara de rápido, de tipo de calle a quien nunca vas a pasar, lo que se evidenciaba en los ojos y en cómo se movía entre los demás. Hablaba poco.
En el almacén había una vieja y una pareja comprando, pero en la caja junto al Tune había tres o cuatro paisanos más, vagos como el negro, seguramente compañeros de póker, timba o putas.
Eran de temer, no en el sentido de violencia, sino sexual. Lo digo así: un hombre regular (no un cornudo como yo) que viviese en este caserío con una mujer mínimamente atractiva corría serios riesgos con estos tipos cerca. Pensé de inmediato en la parejita con el chiquillo que nos habíamos cruzado antes. La mujer no era fea, más bien del montón. El embarazo le habría dejado buenas tetas y bajo los rollitos tenía un culo bastante cogible, inflado, redondo. Me pregunté cuántos y cuáles de estos hijos de puta se la habrían cogido mientras el cornudo estaría en el astillero. O si se la seguirían cogiendo.
Don Rogelio nos presentó a la pequeña cofradía y fue gracioso ver el esfuerzo en disimular el interés sexual que les despertó mi novia. También el esfuerzo por mostrarse menos vagos de lo que eran. No entendieron el emprendimiento de Nati. ¿Empanadas para llevar? Uno de ellos vivía con la madre y despreció con un chiste la idea. No me preocupé, ya entenderían, o le vendrían con el chisme: la putita de las empanadas te lleva el pedido a tu casa y se deja coger. El que sí vio las oportunidades fue el negro, quizá más acostumbrado a los trueques sexuales, por su negocio.
Mi amorcito en un momento hizo una de las cosas que más le gusta hacer delante mío: mostrarse como objeto cogible para un buen macho. Se alejó dos pasos a ver unos artículos de limpieza, para que la vieran completa, con esas calzas que le desnudaban su perfección. Se agachó un poco y los cuatro vagos le miraron el culo. Fue gracioso porque en ese momento yo les comentaba algo de mi novela y ninguno me miraba a la cara. A tal punto fue grosero que el Tune, más astuto, señaló lo que supuestamente revisaba Nati y le dijo: “son tres por el precio de dos”, con lo que legalizó mirarla un buen instante sin ningún disimulo.
—Acá tienen todo para las empanadas —me dijo Nati—. Voy a tener que venir seguido —Siempre me tiraba esos comentarios en clave.
En medio de la charla y de unos vecinos pagando y otros que entraban, en un momento mi novia se puso entre los vagos y yo, mirando en su dirección, de espaldas a mí. Sé cuánto le gustan los negros, sé de su debilidad por esas pijas y el poder que detentan sobre ella. Y estoy seguro que lo miró al Tune a los ojos y se lo comió con la mirada. Siempre lo hace cuando quiere garcharse a un macho.
Nos quedamos charlando un buen rato más, no solo con los vagos, sino también con los vecinos que venían a comprar. Éramos la novedad en un lugar sin novedades, así que todos nos daban la bienvenida, nos preguntaban sobre nosotros, y sobre Buenos Aires, y nos invitaban a sus hogares. Para las 19:30 me sentí integrado a la pequeña comunidad, no digo como si hubiera nacido allí pero sí muy a gusto y entre buena gente. Claro que una gran parte de tanta calidez era responsabilidad de Nati. Su culo perfecto y sus calzas de putita le caían bien a los hombres, y su carita angelical y sus modos dulces, a las viejas.
A la noche comenzaron a sonar los primeros wasaps. Nati se lo había dado a todo el mundo, pero por supuesto las respuestas tempranas eran de los hombres solos: el doctor, el Tune y los otros cuatro vagos, y algún otro vecino que nos había presentado don Rogelio. Ninguno se propasó ni fue desubicado. Todos preguntaron detalles sobre el sistema. Si ellos debían pasar a buscar las empanadas o ella iba a domicilio.
Nati escribía con calidez y una cierta picardía, y les respondía a todos “Eso como vos desees”, y firmaba “Nati” y un corazoncito.
Y mientras yo me pajeaba sobre la cola de mi novia, ella sin dejar de wasapear, me dijo:
—Cuerni, estoy segura que mañana empiezan a pedirme. Despejá la frente porque te la voy a llenar enseguida.
6.
No hubo que esperar tanto. Al mediodía Nati fue al almacén del Tune, con la excusa de comprar cosas para las empanadas. Era mentira, pues nos habíamos traído varias docenas frisadas desde Buenos Aires, no era cuestión de que ella cocinara tanto. La miré con cara de “¿en qué andás?”, y me devolvió una sonrisa pícara.
Esta vez fue directamente a provocar. Salió de casa a las 12, que era la hora que el almacén cerraba, y fue con un short breve (no de puta, pero cortito), que le marcaba bien apretado el culo y le lucía las piernas. No había nadie en el negocio, me dijo ella, y apenas la vio el Tune, sexy y sola, se le hizo baba la boca y comenzó a salamearla con lo hermosa señora que era, y lo fina que era, y que qué suerte tiene su marido y todas esas cosas de manual. Nati es una mujer que te hace notar claramente si te tiene ganas, y al negro le tenía ganas.
Le dieron llave a la puerta de vidrio, y pusieron el cartel de cerrado.
—¿Qué hacés, Tune? No vas a pretender que lo hagamos acá. Desde afuera se ve todo.
—No, preciosa, vamos para atrás que tengo un lugar. Igual no te preocupes que hasta las cuatro no hay un alma en el pueblo.
Nati me dijo que fue así de fácil. Fue tan fácil que le pareció que tenía que hacerse la difícil, un poco para sostener la farsa, y otro poco por puro morbo. Con el shortcito por los tobillos y el Tune magreándole las nalgas y estirándole la bombachita para quitarla, mi novia —culito en punta— dijo:
—Ay, no sé, Tune. Yo no soy de hacer estas cosas. Mi marido no se lo merece…
—Dale, hermosa, que se te nota que tenés ganas… Además, con la cara que tiene tu marido debe hacer un año que no lo hacen…
—Dos años… —Nati le tomó la verga por sobre el calzoncillo y suspiró. Una verga gruesa y grande, como corresponde a un buen negro—. ¿Tanto se le nota la cara?
El comentario era ambiguo y el tunecino no picó. Estaban en un cuartito minúsculo improvisado en el fondo del almacén. Había un colchoncito viejo de una plaza, tirado en el suelo, y un bañito mínimo. Nati se preguntó a cuántas vecinas del pueblo se cogería allí mismo el negro.
—Se le nota… Se le nota en la cara —Dijo sin mayores precisiones el Tune, y le hundió un dedazo en la conchita, le besó el cuello y le manoseó una de las tetas.
Como estaban arrodillados uno frente al otro sobre el colchoncito, mi novia metió una de sus manos en el calzoncillo y tomó el vergón que ya comenzaba a endurecerse y engordar.
—Debería irme a casa… —insistió ella, y comenzó a pajear suavemente la verga del negro— No quiero llegar tarde y que Marce sospeche….
—No te preocupes, hermosa… con esa cara no va a sospechar nada…
Eso encendió Nati, porque fue casi como decir “con esa cara de cornudo”. Besó al negro, tomó la pija con las dos manos y se agachó a mamársela como la hembra emputecida que es.
Y un rato después, mientras el negro le llenaba la concha de verga y la bombeaba hasta matarla contra el colchón, mi novia, jadeante, a punto, emputecida, lo instigaba:
—¿Qué cara…? ¿Qué cara tendrá mi Marce ahora, Tune…?
Y el negro hijo de puta, que estaría viendo cómo su propio cuarto de metro de verga se le enterraba y salía brilloso de dentro de esa puta, contestó:
—¡Cara de cornudo, tiene!
—No sabe… No sabe que le están cogiendo a la mujer…
—¡No sabe que se la estoy llenando de pija y que se la voy a llenar todos los días!
Y la muy puta de mi novia comenzó a acabar con esas palabras y con esa verga adentro.
—Sí, sí, negro, llename todos los días… Así aprende el cara de cornudo…
Y el negro, que poseía a mi novia desde atrás, que tenía tomada una nalga con cada manaza y empujaba verga por el medio, viendo cómo esa conchita apretada tragaba pija hasta los huevos, se soltó.
—¡Me viene la leche, mi amor! ¿Te la dejo adentro…? —rogó.
—¿Estás sanito? —tuvo la lucidez de preguntar Nati.
—Sí, mi amor, sí… Sino no te pregunto…
—¡Entonces llename, Tune! ¡Llename de leche que se la llevo al cuerno!
El negro se relajó y el bombeo se hizo más violento, más salvaje. Nati sintió el endurecimiento y enseguida el latigazo, y la conchita estrecha inundársele de leche.
—¡¡¡AHHHHHHHHHH…!!!
Por más que Nati pedía “para el cornudo”, el negro no se enganchó más sobre ese morbo, solo vivía para su orgasmo. Ya se engancharía más adelante.
Como a la una de la tarde regresó mi novia a casa. Como a la una de la tarde salió del almacén, con la promesa de repetir la cogida al día siguiente, “a la hora de la siesta, que es cuando el cornudo está durmiendo”.
Y fue a esa hora que Nati, viniendo para casa, se cruzó en una esquina en medio del pueblo desierto, con Elisabeth, la mujer de treinta y pico que habíamos conocido la tardecita anterior, con su marido y su chiquillo. Venía desde como quien viene de la carnicería, con una bolsa de carne, pero una hora después de que habían cerrado. Las dos mujeres se miraron. En una esquina y un horario en el que no debían estar, con sorpresa en el gesto, con algo de susto. Nati con un shortcito, la otra con falda por sobre las rodillas. Ambas con el rostro y cabellos de recién cogidas. Se cruzaron en silencio sabiendo en qué estaba la otra.
Solo que Nati se reía cuando me lo contó.
autor : rebeldeb
5 comentarios - los embaucadores 1