La senadora Helen C. Taylor se quedó paralizada. Su boca se movía como la de un pez sin acertar a pronunciar palabras. No podía creerlo. Carla había abierto aquella puerta y tirado de ella hacia dentro. Sin casi tiempo para pensar a dónde iban, la senadora se encontró de súbito en una habitación llena de gente. Algunas personas se volvieron a mirarla y Helen sintió cómo todo su cuerpo ardía de vergüenza. ¡Se sentía tan humillada! Y el pubis rasurado le hacía sentirse aún más desnuda.
¡Oh!, por Dios, Carla, sacame de aquí –consiguió decir, finalmente.
Relajate –se límitó a decir ésta- te acabarás acostumbrando.
¡Acostumbrarse! ¿A eso? Jamás. La senadora se cubrió el pubis y los pechos con las manos. Al menos taparía lo que pudiese. Sintió un tirón en el cuello.
Vamos, Mistress Patrizia nos espera.
Aquel lugar era un restaurante. Pequeño. Habría unas diez o doce mesas. Todas ocupadas. Helen se dio cuenta en seguida de que ella no era la única que estaba en cueros. En todas las mesas había mujeres desnudas comiendo con gente vestida. Divisó a Mistress Patrizia sentada en una mesa al fondo, sola. Carla la llevaba hacia allí. En el trayecto a través de las mesas, varias manos le sobaron el culo y una se animó incluso a darle un azote que le hizo soltar un gritito, más de sorpresa que de dolor. Estaba tan humillada que ni siquiera se atrevió a girarse y se limitó a seguir a Carla sin rechistar. Se sentía como una puta expuesta a la clientela. Ella, la honorable senadora Helen C. Taylor exhibida como una vulgar prostituta. Si aquellas personas supiesen quién era en realidad...
Finalmente, Carla se detuvo ante la mesa que ocupaba Mistress Patrizia.
Ama, aquí le traigo a la sumisa, tal y como ordenó – dijo, al tiempo de desenganchaba la correa del collar de cuero.
Hola, Helen – saludó la dominatrix, sin molestarse en responder a Carla.
Hola, Mistress – respondió la senadora, ajustandose con demasiada facilidad al tratamiento que Patrizia le había requerido por la mañana – Por favor, Mistress vayamonos de aquí. Alguien podría reconocerme.
Nadie te reconocerá – dijo el Ama con seguridad – Ahora, deja de comportarte como una chiquilla y pon los brazos tras la espalda.
Por favor, Mistress... –suplicó la senadora.
Espero no tener que repetirlo – el tono severo era evidente en la voz de la dominatrix.
Fue suficiente. Helen C. Taylor llevó sus manos a la espalda dejando de nuevo todo su cuerpo a la vista.
¡Ummm! Veo que has obedecido la primera parte de mis órdenes – dijo Mistress Patrizia mirando fijamente el coño rasurado de la senadora – ahora date la vuelta, arqueate y separa las nalgas. Veamos si has sido una niña buena.
Mistress, yo...quería hacerlo pero...yo sola....no podía –balbuceó la mujer.
¿Pretendes insinuar que no te has depilado como te ordené?
La senadora se puso roja ante la escrutadora mirada de la dominatrix.
Yo...no, Mistress. Quería hacerlo, de verdad, quería hacerlo – dijo asustada– pero no podía yo sola y no me atrevía a pedirselo a nadie.
Mistress Patrizia se puso seria.
Helen, Helen, has sido una niña mala – dijo en tono aleccionador- ¿Sabes lo que se les hace a las niñas que son malas?
Mistress, yo no...
¿Qué se les hace a las niñas que son malas, Helen? –insistió la dominatrix.
La senadora tragó saliva. La respuesta que Mistress Patrizia esperaba era obvia y no por ello menos humillante. Helen miró al suelo, rendida y dijo:
Se las castiga, Mistress.
La boca del Ama dibujó una sonrisa de satisfacción.
Así es, querida. Ahora, mira allí –dijo señalando un lugar en la sala.
La senadora siguió el dedo de Mistress Patrizia hasta lo que parecía una pizarra en la pared. En la parte superior ponía "CASTIGOS"; debajo, una tabla dejaba espacio para tres entradas: "esclavo", "amo" y "castigo". Sólo había una anotación: Esclava, Martha; Amo, Master Craig; Castigo, 20 azotes. Antes de que pudiese reaccionar, Mistress Patrizia volvió a hablar.
Apuntate. 30 azotes será tu castigo por desobedecer mis órdenes.
La senadora no podía creer lo que estaba oyendo. ¿La iban a azotar? ¿30 azotes? Aquello era demasiado. No pudo evitar responder.
Mistress Patrizia –dijo- ¿por qué me hace esto? ¿qué le he hecho yo a usted?
La dominatrix la miró fijamente durante varios segundos. Después, preguntó a su vez:
¿por qué lo haces tu, Helen?
Porque tiene a mi hija –respondió Helen como un rayo- porque fui lo bastante estúpida como para dejar que me sacara las fotos que me sacó.
Ven, acercate –ordenó la dominatrix.
La senadora dio unos pasos y se colocó junto a la silla que la joven ocupaba. Antes de que pudiese reaccionar, Mistress Patrizia introdujo un dedo en su coño, hasta la última falange, y lo sacó enseguida alzándolo ante ella. Estaba chorreando de flujo.
Para hacerlo a la fuerza se diría que lo disfrutas demasiado –dijo.
Helen, roja como un tomate, miraba al suelo sin atreverse a levantar la vista
Anda, ve a apuntar tu castigo
Sin rechistar, muerta de vergüenza y humillación, la senadora caminó hasta la pizarra y tomando la tiza escribió: Esclava, Helen; Ama, Mistress Patrizia; Castigo, 30 azotes. Después, sin dejar de mirar al suelo volvió junto a su Ama, que estaba ojeando la carta. Carla se había ido.
Sientate –ordenó la dominatrix
La senadora obedeció. El tacto del cuero negro de la silla sobre sus nalgas desnudas la hizo extremecer. Mistress Patrizia hizo un gesto a uno de los camareros y éste se acercó raudo.
Digame, señora – preguntó
Tomaré pato a la naranja con profiteroles y vino tinto. Ya sabes, el rioja que tanto me gusta.
Sí, señora.
¿Puedo ver la carta? –pidió Helen.
El camarero la miró con sorpresa y después miró a Mistress Patrizia.
Es la primera vez que viene, Johnny –dijo ésta a modo de excusa.
El camarero, un muchacho joven, rubio y musculoso, asintió. Entonces, dirigiendose a la senadora dijo:
Lo siento, sólo nos está permitido servir a los Amos y Amas.
Helen C. Taylor no daba crédito a sus oidos. Llevaba sin comer desde las doce. Estaba famélica.
Por favor, Mistress. Me muero de hambre –dijo.
Si quieres comer, tendrás que ganartelo.
La senadora miró a Patrizia sin comprender, mientras ésta se dirigía al joven camarero:
Johnny, ¿qué te parecen las tetas de Helen? ¿Te gustan?
Son fantásticas, Mistress Patrizia. –respondió el joven- ¿qué talla usa?
Helen, nuestro amigo quiere saber tu talla. Sé cortés y disela.
Uso una 105D –dijo la senadora sonrojandose.
¡Guau! –exclamó Johnny.
Helen, creo que le has impresionado. Por qué no le invitas a acariciartelas. Eso bien podría valer una cena.
La senadora miró al camarero. Era joven y guapo. Miro sus manos, grandes, varoniles. Se las imaginó sobre sus pechos, sobándolos. Un escalofrío de excitación recorrió su cuerpo. Muchas veces había fantaseado con jóvenes mientras se masturbaba. Tengo el antifaz, se dijo, nadie puede reconocerme.
Si...si... quieres puedes tocarlas– dijo finalmente, roja como un tomate.
Será un placer –respondió el muchacho con una sonrisa.
Alargó sus manos y comenzó a acariciar los melones de Helen, amasandolos con suavidad y estimulando con especial atención los inflados pezones. La senadora estaba tan cachonda que comenzó a gemir al instante. Johnny no parecía tener prisa, una y otra vez estrujaba aquellas tetorras entre sus manos, sentía el calor que desprendían y disfrutaba de los endurecidos pezones, pellizcandolos y estirandolos con maestría. El coñito de Helen estaba chorreando. La senadora podía notar la humedad debajo de sus nalgas y de sus muslos.
Oooooh, uuuuuuh, mmmmmmm –gemía sin parar.
Helen se mordía el labio inferior, conteniendo la respiracion, su cara sudorosa y roja por la congestión. Sus ojos, entrecerrados por la pasión se posaron en la pareja que ocupaba la mesa contigua. Un negrazo, grande, calvo y atractivo y una mujer blanca, rubia, y por supuesto, desnuda. Ambos la observaban. El con una sonrisa enigmática, ella humedeciendose los labios con la lengua. Movida por su excitación, Helen repitió aquel mismo gesto. Estaba excitadísima, fuera de sí. Vio cómo el negro le decía algo a la mujer y cómo ésta se levantaba y se dirigía hacia ella. ¡Dios! ¡Dios! ¡Qué va a pasar!, se dijo. La rubia tendría aproximadamente su misma edad y mientras se acercaba Helen no pudo evitar clavar los ojos en sus dos pezones perforados por anillas. No hubo ningún tipo de presentación. Tampoco hacía falta. La senadora estaba gimiendo, con sus pezones estirados por las hábiles manos de Johnny, cuando la rubia agarró su pelo y sin más le hundió la lengua hasta el gaznate morreandola con una pasión desconocida para ella. Helen no respondió al principio, un tanto aturdida, pero poco a poco su lengua comenzó a entrelazarse con la de la mujer. No sintió asco, todo lo contrario, estaba a punto de correrse del morbazo que le estaba dando la situación. Sintió la mano de la rubia deslizandose por su abdomen, llegando a su pubis y finalmente acariciando su clítoris. Lo sintió gordo, hinchado, sensible. Se iba a correr sin remedio. La otra mujer debió sentirlo porque detuvo sus caricias y rompiendo el pasional beso, le susurró al oido:
¿Tienes permiso para correrte?
¿Qué haces? Pensó la senadora, no pares, sigue, sigue
No, no lo tiene –se oyó la voz de Mistress Patrizia
La rubia se incorporó y mirando a Helen dijo:
Lo siento
La senadora estaba loca de excitación, cachonda perdida, necesitaba acabar. Johnny también había dejado de sobar sus tetas y esperaba paciente junto a la mesa. Desesperada, Helen no dudo en humillarse y suplicar.
Por favor, Mistress, por favor. No puede dejarme así.
Una buena esclava debe aprender a controlar sus orgasmos y a correrse sólo cuando su Ama se lo autoriza.
Yo no soy una esclava, Mistress –respondió indignada
¿De veras?
La senadora miró alternativamente a la dominatrix, a Johnny y a la mujer rubia. Sus gestos eran impasibles. La consideraban una esclava. Excitada aún, pero tremendamente humillada, Helen comenzó a llorar.
Johnny – dijo Mistress Patrizia – creo que la esclava se ha ganado su cena. Traele algo ligero. Una ensalada de pollo. Tiene que bajar algo de peso. Una botella de agua, también.
Sí, señora –dijo el joven, alejandose hacia la cocina.
Y tu, Martha, vuelve con tu Amo –le dijo a la rubia.
Sí, Mistress
La cena no tardó en llegar. Helen lloró y gimoteó durante un largo rato, pero finalmente consiguió calmarse. Mistress Patrizia la observó en silencio. Había vivido con frecuencia ese momento. Todas reaccionaban igual cuando interiorizaban su condición, pero después todo era más fácil. Lo asumían y eran más fáciles de manejar.
Tu hija está bien –dijo la dominatrix a mitad de la cena- volverá al final de sus vacaciones. Tal y como estaba previsto.
Helen dejó de masticar y levantó la vista del plato
¿Está libre? –preguntó.
No, aún no. Lo estará pronto –mintió Patrizia.
Entonces, ¿qué pasará conmigo? –preguntó la senadora temerosa de la respuesta.
La dominatrix guardó silencio durante unos segundos, entonces dijo muy despacio:
Tu, Helen, seguirás siendo mi esclava.
El coño de la senadora se llenó de líquido, su vulva ardía. ¡Dios Santo! ¿Por qué le pasaba aquello? Aquella mujer acababa de decirle que iba a ser su esclava, Dios sabe hasta cuándo. ¿Cómo podía excitarle aquello? ¿Qué clase de pervertida era? Ella era una honorable senadora. No quería ser esclava de nadie ¿Era la calentura que tenía la que le hacía reaccionar así? Sintió el pie desnudo de Mistress Patrizia acariciando su pantorrilla, subiendo hasta su rodilla, avanzando por su muslo. Abrió las piernas. ¿Por qué abría las piernas?
Veo que no te disgusta la idea –dijo la dominatrix apoyando los deditos de su pie sobre la vulva de la senadora y sintiendo lo húmeda que estaba.
¡Ooooooooooh! –fue lo único que salió de la boca de Helen.
¿Quieres que siga?
Oh, sí. Por favor, Mistress.
¿Te vas a portar como una buena esclava?
Sí, Mistress, sí. Haré todo lo que me pida.
Pellizcate los pezones, perra.
Helen se llevó las manos a las tetas y comenzó a estirarse los pezones con una pasión desbocada. El Ama le estaba masturbando con los dedos del pie. Era tan erótico...ummm, estaba chorreando.
¡Ooooh! Mistress ¡Aaaaah! no puedo más. ¿Puedo correrme?
¡Ajá! Vas aprendiendo, zorrita, pensó la dominatrix.
Aún no, aguanta un poco –dijo-
¡Ooooh! ¡siiiiiiii! ¡Qué bueno! –gemía la pobre Helen- No....puedo...aaaaah guantar más.
Sí puedes. Te lo ordena tu Ama
La senadora intentaba con toda su voluntad no correrse, pero esa contención la estaba volviendo loca de deseo. Su cuerpo se retorcía sobre la silla y sus gemidos estaban llamando la atención del resto de los comensales que la miraban divertidos.
¡Oooh, Mistress! ¡Oooh, Mistress! Por favor
Te permitiré correrte cuando grites que eres la esclava de Mistress Patrizia
¡Soy la esclava de Mistress Patrizia! –dijo en alto, sin dudarlo.
Oh, vamos, he dicho gritar.
Helen no podía aguantar más.
¡SOY LA ESCLAVA DE MISTRESS PATRIZIA! ¡SOY LA ESCLAVA DE MISTRESS PATRIZIA! –gritó entregada.
¡Correte, perra!
¡Siiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii! ¡Aaaaaaaaaaaaaaah! ¡Aaaaaaaaaaaaaah!
La senadora Helen C. Taylor comenzó a eyacular, bañando el pie de su Ama con su abundante néctar y deshaciendose en un expectacular orgasmo. Durante todo el tiempo que su cuerpo estuvo temblando y botando sobre la silla, su boca no dejaba de decir ¡Oh, Ama! ¡Oh, Ama!
Mistress Patrizia observó satisfecha el clímax de la senadora y se sintió embriagada por una tremenda sensación de poder. Iba a someter a aquella perra hasta convertirla en la más obediente y abnegada de las esclavas.
Poco a poco, Helen se fue relajando tras el orgasmo, aunque aún se sentía sexualmente excitada. Era algo que nunca antes le había pasado, aunque ya no podía extrañarle. ¡Se acababa de correr como una zorra en una habitación llena de gente! Sentía las miradas de todos sobre ella, pero no se atrevió a levantar la vista del suelo. Mistress Patrizia se levantó y doblando una de sus piernas apoyó el pie sobre la mesa, frente a ella. La otra pierna quedó estirada, larga, perfecta. El Ama tiene unas piernas preciosas, se dijo Helen. Mistress Patrizia llevaba un vestido de cuero rojo, ajustado, con medias de redecilla del mismo color y zapatos de aguja negros.
Limpiame el pie de tu jugo de guarra –ordenó
Sí, Mistress –respondió sumisa y humillada, sabiendo que todos estaban pendientes de ella
Helen C. Taylor lamió el pie de su joven Ama con entrega y admiración, mientras ésta acariciaba su pelo con suavidad.
Eso es, cariño, lameme el pie como una buena perrita. Demuestra a tu Ama el respeto que sientes por ella.
La senadora no se limitó a lamer, también succionó los deditos del Ama, y cubrió su tobillo de besitos. Y se dio cuenta que adorar el pie de Mistress Patrizia le había conseguido poner de nuevo tremendamente cachonda. La joven dominatrix no tenía ninguna prisa, le estaba gustando el trabajito que le estaba haciendo Helen y la habría dejado seguir un rato más si Master Kevin no hubiese anunciado el inició de los castigos.
Vamos, mi perrita –dijo- es la hora de la disciplina para las niñas que han sido desobedientes.
Sí, Ama –respondió la senadora sumisamente.
La orgullosa Helen C. Taylor, a sus 45 años había doblegado su voluntad a la de aquella dominante joven de 23. Con la cabeza gacha, mirando al suelo, dejó que Mistress Patrizia enganchase la correa al collar de cuero que rodeaba su cuello y la guiase a través de una de las puertas que se abrían a la estancia. Cuando la atravesaron se encontraron en una sala más pequeña, con sillones y una especie de escenario. Los Amos y Amas ocupaban los sillones y las esclavas permanecían arrodilladas a su lado, sentadas sobre sus piernas. Mistress Patrizia ocupó uno de los asientos y ordenó a Helen que se arrodillara junto a ella. Un hombre alto, con barba y mucho músculo subió al escenario en el que únicamente había una silla.
Queridos amigos –dijo- como todos sabeis es el momento de castigar a aquellas esclavas que no se han comportado correctamente. En primer lugar, Master Craig impondrá el castigo a su esclava Martha. Por favor, Craig, puedes subir.
Helen observó cómo el negro calvo y atractivo que había sido su vecino de mesa ascendía al escenario seguido por la mujer rubia. La senadora no sabía qué iba a pasar pero era presa de una gran excitación. Master Craig se sentó en la silla y se palmeó los muslos. Inmediatamente, Martha se tendió sobre ellos, boca abajo y con el trasero expuesto.
Esclava, ¿cuál fue tu falta? –pregunto el Amo en voz alta
Me corrí sin su permiso, Señor
Recibirás veinte azotes como castigo. La próxima vez serán cincuenta.
Lo que usted ordene, Amo.
Y sin más preámbulo una lluvia de azotes comenzó a caer sobre las nalgas de la mujer. Eran fuertes y certeros, sin ninguna compasión. Debían doler horrores y, sin embargo Helen se admiró del empaque con el que Martha los aceptaba. Sólo algunos gruñidos y pequeños chillidos. Finalmente, Master Craig se detuvo.
De espaldas a la pared. Brazos tras la cabeza –ordenó.
Martha se incorporó y fue hasta una de las esquinas del escenario. Una vez allí, puso las manos tras la cabeza y se quedó mirando a la pared, dando la espalda al público. La senadora contempló sus cachetes enrojecidos por el castigo y por alguna razón se sintió tremendamente excitada. Master Craig abandonó el escenario y el hombre barbudo volvió a tomar la palabra.
En segundo lugar, y para acabar, Mistress Patrizia va a castigar a su esclava Helen. Por favor, Patrizia, puedes subir.
La joven dominatrix se levantó y se dirigió hacia el escenario. La senadora se incorporó y siguió a su Ama. Podía sentir todos los ojos sobre ella. Se sentía humillada y avergonzada pero al mismo tiempo estaba caliente como una burra en celo. Mistress Patrizia se sentó en la silla. Antes de que pudiese proceder con el castigo, el hombre barbudo habló:
Mistress Patrizia, ¿esta esclava es nueva, verdad?
En efecto, Master Kevin. Sometida esta misma mañana.
Te felicito. Muy buena elección. Tiene unas tetas estupendas y sobre todo un espléndido culo. ¿Puedes decirnos algo más de ella?
Tiene 45 años, está casada y tiene una hija. Clase alta, acostumbrada a la buena vida.
Gracias, Patrizia. Te felicito de nuevo. Por favor, continúa con el castigo.
¡Esclava! –gritó la dominatrix- Informanos de tu falta.
He venido sin depilarme los pelitos del ano, desobedeciendo sus órdenes, Mistress.
Recibirás treinta azotes por ello. Tumbate sobre mi regazo.
Sí, Mistress.
A pesar de lo que estaba a punto de ocurrir, Helen nunca había estado tan cachonda. Una joven que podía ser su hija iba a azotarla ante una veintena de personas como si fuese una colegiala traviesa. No podía creer que aquello fuese a pasar. Estaba segura de que todo era un sueño. Pero entonces los azotes comenzaron a caer con virulencia sobre sus nalgas. La senadora intentaba mantener el tipo como minutos antes había hecho la esclava Martha, pero tan solo aguantó seis envites. Entonces comenzó primero a gemir, luego a gritar, y finalmente a chillar con desesperación y a patalear. Pero los golpes seguían cayendo y cada vez eran más dolorosos. A los catorce cachetazos, la senadora intentó levantarse y escapar, pero unas manos le agarraron por los tobillos y otras por el pelo, manteniendola en posición mientras la palma de Mistress Patrizia caía sin compasión. Helen estaba recibiendo la paliza de su vida. La dominatrix sonreía. Esta perra se lo va a pensar bien antes de volver a desobedecer, pensó mientras descargaba el último azote sobre el trasero de la senadora. La pobre siguió allí tendida, sin moverse, totalmente vencida y humillada. Ni siquiera parecían quedarle fuerzas para llorar o quejarse. Sus nalgas se habían tornado de un color rojo intenso. Mistress Patrizia posó su mano sobre ellas y las acarició suavemente sintiendo cómo el cuerpo de la senadora se extremecía. El pubis de Helen se apretaba contra el muslo derecho de la dominatrix y ésta había podido comprobar cómo a pesar del dolor, el coño de la mujer no había dejado de estar mojado en ningún momento. Mistress Patrizia estaba satisfecha con las reacciones de la senadora. Iba camino de convertirse en una buena esclava. Los expectadores comenzaron a levantarse y a abandonar la sala. La joven dejó que Helen se recuperase unos minutos más sobre sus piernas y luego la ayudó a incorporarse. Martha seguía en el rincón y Master Craig, sentado en uno de los sillones observaba la recuperación de Helen. Mistress Patrizia tomó la correa de cuero y guió a su esclava fuera de la sala y en dirección a la habitación donde había dejado la ropa. La senadora no emitió ni una sola palabra durante el trayecto y se limitó a seguir a la dominatrix con la cabeza gacha, mirando al suelo. En la habitación, algunas esclavas estaban terminando de vestirse. Mistress Patrizia retiró la correa y el collar de Helen y le dio permiso para vestirse. Mientras se ponía sus braguitas negras, la senadora levantó la mirada y pidió perdón por su comportamiento durante el castigo. Aquel gesto de sumisión satisfizo a la joven Mistress, que sin embargo se cuidó mucho de demostrarlo. Al contrario, le dio pie para dar otra vuelta de tuerca en el sometimiento de la senadora.
Tu comportamiento ha sido decepcionante –dijo-
Perdón, Mistress. Yo...no estoy acostumbrada a que me castiguen.
Tu coño estaba mojado. Qué tienes que decir.
Helen enrojeció.
Es verdad, Mistress. Estaba excitada. Llevo toda la noche excitada.
Yo también lo estoy
La senadora se mordió el labio. Su respiración se hizo agitada, con anticipación. Temblando, dijo:
¿Hay algo que yo pueda hacer, Mistress?
Ven aquí, arrodillate ante mi –ordenó la dominatrix
Helen C. Taylor obedeció. Sabía lo que iba a pasar y sentía un cosquilleo extraño en el estómago. Mistress Patrizia se levantó el vestido y dejó a la vista un diminuto tanga rojo que a duras penas cubría su raja.
Quitamelo – dijo
Con dedos temblorosos, la senadora deslizó el tanga por las piernas de la joven hasta que descansó sobre el suelo. Su coñito depilado quedó ante los ojos de Helen que, presa de una gran excitación, no paraba de humedecerse los labios, que se le secaban a cada instante. Jamás se había sentido atraída por otra mujer, pero Mistress Patrizia le hacía sentir cosas extrañas. Nunca había sentido ese deseo de obedecer, de complacer a alguien.
Adora el coño de tu Ama –ordenó la joven
Lo estaba deseando. Su boca se lanzó rauda a besar aquel precioso tesoro. Sus labios recorrieron toda la rajita. Estaba húmeda. Sacó la lengua y se inhundó de su jugo. Su sabor la embriagó. Estaba tan excitada que sintía la urgencia de tocarse su propio conejito, pero sabía que su Ama no lo permitiría. Lamió su clítoris y lo succionó entre sus labios. Mistress Patrizia estaba gimiendo. La estoy dando placer, se dijo orgullosa. Poco a poco, el deseo que intoxicaba la mente de la senadora iba haciendo que sus caricias lentas y dulces se fuesen tornando en impetuosos lengüetazos y vehementes penetraciones. Estaban solas en la sala y Mistress Patrizia gemía abiertamente gozando de la sumisión de la mujer arrodillada a sus pies y acercándose a un poderoso orgasmo. Finalmente, con un grito, la joven agarró los pelos de la mujer y presionó su cara contra su pubis corriendose sobre ella y empapandola de su néctar. Helen se dejó usar hasta que Mistress Patrizia le ordenó levantarse. El Ama pudo ver el deseo en sus ojos. Aquella mujer estaba desesperada por correrse. Sin embargo, no pensaba darle esa satisfacción.
Termina de vestirte –ordenó.
Sí, Ama –respondió la senadora
Se sintió frustrada. Esperaba que Mistress Patrizia le diese la oportunidad de correrse, pero no cuestionó sus órdenes. Se puso las medias, el liguero y el sujetador y después la falda, la blusa y los zapatos. Una vez vestida, el Ama la acompañó por el pasadizo hasta el reservado del restaurante público. Allí sentada esperaba Carla que la miró de forma extraña.
Toma –dijo Mistress Patrizia, entregandole una tarjeta – Es la dirección de un salón de belleza de mi confianza. El jueves te presentarás allí al mediodía. Te quiero sin un solo pelo.
Sí, Mistress –respondió la senadora.
La joven dominatrix dio media vuelta y desapareció por el pasadizo, seguida por Carla. Helen se quedó sola en el reservado. No lo dudó ni un segundo. Se subió la falda, se reclinó en el sofá y apartando la telilla húmeda de sus bragas se masajeó el clítoris. El orgasmo fue inmediato, potente e intenso y tuvo que morderse el labio para no gritar. Tras varios minutos de espasmos, su cuerpo se relajó sobre el sofá. Estaba satisfecha, pero poco a poco un sentimiento de culpabilidad se comenzó a apoderar de ella. Sabía que tenía una gran responsabilidad como senadora, como madre y como esposa, pero algo dentro de ella, algo que no conseguía controlar le hacía someterse a aquella joven de 23 años que podría ser su hija. Sólo esperaba que Mistress Patrizia no le hiciese elegir entre sus responsabilidades y ella porque sinceramente, en esos momentos no sabría qué hacer. ¿O sí lo sabía y se negaba a aceptarlo? Sintió cómo un escalofrío recorría su cuerpo.
¡Oh!, por Dios, Carla, sacame de aquí –consiguió decir, finalmente.
Relajate –se límitó a decir ésta- te acabarás acostumbrando.
¡Acostumbrarse! ¿A eso? Jamás. La senadora se cubrió el pubis y los pechos con las manos. Al menos taparía lo que pudiese. Sintió un tirón en el cuello.
Vamos, Mistress Patrizia nos espera.
Aquel lugar era un restaurante. Pequeño. Habría unas diez o doce mesas. Todas ocupadas. Helen se dio cuenta en seguida de que ella no era la única que estaba en cueros. En todas las mesas había mujeres desnudas comiendo con gente vestida. Divisó a Mistress Patrizia sentada en una mesa al fondo, sola. Carla la llevaba hacia allí. En el trayecto a través de las mesas, varias manos le sobaron el culo y una se animó incluso a darle un azote que le hizo soltar un gritito, más de sorpresa que de dolor. Estaba tan humillada que ni siquiera se atrevió a girarse y se limitó a seguir a Carla sin rechistar. Se sentía como una puta expuesta a la clientela. Ella, la honorable senadora Helen C. Taylor exhibida como una vulgar prostituta. Si aquellas personas supiesen quién era en realidad...
Finalmente, Carla se detuvo ante la mesa que ocupaba Mistress Patrizia.
Ama, aquí le traigo a la sumisa, tal y como ordenó – dijo, al tiempo de desenganchaba la correa del collar de cuero.
Hola, Helen – saludó la dominatrix, sin molestarse en responder a Carla.
Hola, Mistress – respondió la senadora, ajustandose con demasiada facilidad al tratamiento que Patrizia le había requerido por la mañana – Por favor, Mistress vayamonos de aquí. Alguien podría reconocerme.
Nadie te reconocerá – dijo el Ama con seguridad – Ahora, deja de comportarte como una chiquilla y pon los brazos tras la espalda.
Por favor, Mistress... –suplicó la senadora.
Espero no tener que repetirlo – el tono severo era evidente en la voz de la dominatrix.
Fue suficiente. Helen C. Taylor llevó sus manos a la espalda dejando de nuevo todo su cuerpo a la vista.
¡Ummm! Veo que has obedecido la primera parte de mis órdenes – dijo Mistress Patrizia mirando fijamente el coño rasurado de la senadora – ahora date la vuelta, arqueate y separa las nalgas. Veamos si has sido una niña buena.
Mistress, yo...quería hacerlo pero...yo sola....no podía –balbuceó la mujer.
¿Pretendes insinuar que no te has depilado como te ordené?
La senadora se puso roja ante la escrutadora mirada de la dominatrix.
Yo...no, Mistress. Quería hacerlo, de verdad, quería hacerlo – dijo asustada– pero no podía yo sola y no me atrevía a pedirselo a nadie.
Mistress Patrizia se puso seria.
Helen, Helen, has sido una niña mala – dijo en tono aleccionador- ¿Sabes lo que se les hace a las niñas que son malas?
Mistress, yo no...
¿Qué se les hace a las niñas que son malas, Helen? –insistió la dominatrix.
La senadora tragó saliva. La respuesta que Mistress Patrizia esperaba era obvia y no por ello menos humillante. Helen miró al suelo, rendida y dijo:
Se las castiga, Mistress.
La boca del Ama dibujó una sonrisa de satisfacción.
Así es, querida. Ahora, mira allí –dijo señalando un lugar en la sala.
La senadora siguió el dedo de Mistress Patrizia hasta lo que parecía una pizarra en la pared. En la parte superior ponía "CASTIGOS"; debajo, una tabla dejaba espacio para tres entradas: "esclavo", "amo" y "castigo". Sólo había una anotación: Esclava, Martha; Amo, Master Craig; Castigo, 20 azotes. Antes de que pudiese reaccionar, Mistress Patrizia volvió a hablar.
Apuntate. 30 azotes será tu castigo por desobedecer mis órdenes.
La senadora no podía creer lo que estaba oyendo. ¿La iban a azotar? ¿30 azotes? Aquello era demasiado. No pudo evitar responder.
Mistress Patrizia –dijo- ¿por qué me hace esto? ¿qué le he hecho yo a usted?
La dominatrix la miró fijamente durante varios segundos. Después, preguntó a su vez:
¿por qué lo haces tu, Helen?
Porque tiene a mi hija –respondió Helen como un rayo- porque fui lo bastante estúpida como para dejar que me sacara las fotos que me sacó.
Ven, acercate –ordenó la dominatrix.
La senadora dio unos pasos y se colocó junto a la silla que la joven ocupaba. Antes de que pudiese reaccionar, Mistress Patrizia introdujo un dedo en su coño, hasta la última falange, y lo sacó enseguida alzándolo ante ella. Estaba chorreando de flujo.
Para hacerlo a la fuerza se diría que lo disfrutas demasiado –dijo.
Helen, roja como un tomate, miraba al suelo sin atreverse a levantar la vista
Anda, ve a apuntar tu castigo
Sin rechistar, muerta de vergüenza y humillación, la senadora caminó hasta la pizarra y tomando la tiza escribió: Esclava, Helen; Ama, Mistress Patrizia; Castigo, 30 azotes. Después, sin dejar de mirar al suelo volvió junto a su Ama, que estaba ojeando la carta. Carla se había ido.
Sientate –ordenó la dominatrix
La senadora obedeció. El tacto del cuero negro de la silla sobre sus nalgas desnudas la hizo extremecer. Mistress Patrizia hizo un gesto a uno de los camareros y éste se acercó raudo.
Digame, señora – preguntó
Tomaré pato a la naranja con profiteroles y vino tinto. Ya sabes, el rioja que tanto me gusta.
Sí, señora.
¿Puedo ver la carta? –pidió Helen.
El camarero la miró con sorpresa y después miró a Mistress Patrizia.
Es la primera vez que viene, Johnny –dijo ésta a modo de excusa.
El camarero, un muchacho joven, rubio y musculoso, asintió. Entonces, dirigiendose a la senadora dijo:
Lo siento, sólo nos está permitido servir a los Amos y Amas.
Helen C. Taylor no daba crédito a sus oidos. Llevaba sin comer desde las doce. Estaba famélica.
Por favor, Mistress. Me muero de hambre –dijo.
Si quieres comer, tendrás que ganartelo.
La senadora miró a Patrizia sin comprender, mientras ésta se dirigía al joven camarero:
Johnny, ¿qué te parecen las tetas de Helen? ¿Te gustan?
Son fantásticas, Mistress Patrizia. –respondió el joven- ¿qué talla usa?
Helen, nuestro amigo quiere saber tu talla. Sé cortés y disela.
Uso una 105D –dijo la senadora sonrojandose.
¡Guau! –exclamó Johnny.
Helen, creo que le has impresionado. Por qué no le invitas a acariciartelas. Eso bien podría valer una cena.
La senadora miró al camarero. Era joven y guapo. Miro sus manos, grandes, varoniles. Se las imaginó sobre sus pechos, sobándolos. Un escalofrío de excitación recorrió su cuerpo. Muchas veces había fantaseado con jóvenes mientras se masturbaba. Tengo el antifaz, se dijo, nadie puede reconocerme.
Si...si... quieres puedes tocarlas– dijo finalmente, roja como un tomate.
Será un placer –respondió el muchacho con una sonrisa.
Alargó sus manos y comenzó a acariciar los melones de Helen, amasandolos con suavidad y estimulando con especial atención los inflados pezones. La senadora estaba tan cachonda que comenzó a gemir al instante. Johnny no parecía tener prisa, una y otra vez estrujaba aquellas tetorras entre sus manos, sentía el calor que desprendían y disfrutaba de los endurecidos pezones, pellizcandolos y estirandolos con maestría. El coñito de Helen estaba chorreando. La senadora podía notar la humedad debajo de sus nalgas y de sus muslos.
Oooooh, uuuuuuh, mmmmmmm –gemía sin parar.
Helen se mordía el labio inferior, conteniendo la respiracion, su cara sudorosa y roja por la congestión. Sus ojos, entrecerrados por la pasión se posaron en la pareja que ocupaba la mesa contigua. Un negrazo, grande, calvo y atractivo y una mujer blanca, rubia, y por supuesto, desnuda. Ambos la observaban. El con una sonrisa enigmática, ella humedeciendose los labios con la lengua. Movida por su excitación, Helen repitió aquel mismo gesto. Estaba excitadísima, fuera de sí. Vio cómo el negro le decía algo a la mujer y cómo ésta se levantaba y se dirigía hacia ella. ¡Dios! ¡Dios! ¡Qué va a pasar!, se dijo. La rubia tendría aproximadamente su misma edad y mientras se acercaba Helen no pudo evitar clavar los ojos en sus dos pezones perforados por anillas. No hubo ningún tipo de presentación. Tampoco hacía falta. La senadora estaba gimiendo, con sus pezones estirados por las hábiles manos de Johnny, cuando la rubia agarró su pelo y sin más le hundió la lengua hasta el gaznate morreandola con una pasión desconocida para ella. Helen no respondió al principio, un tanto aturdida, pero poco a poco su lengua comenzó a entrelazarse con la de la mujer. No sintió asco, todo lo contrario, estaba a punto de correrse del morbazo que le estaba dando la situación. Sintió la mano de la rubia deslizandose por su abdomen, llegando a su pubis y finalmente acariciando su clítoris. Lo sintió gordo, hinchado, sensible. Se iba a correr sin remedio. La otra mujer debió sentirlo porque detuvo sus caricias y rompiendo el pasional beso, le susurró al oido:
¿Tienes permiso para correrte?
¿Qué haces? Pensó la senadora, no pares, sigue, sigue
No, no lo tiene –se oyó la voz de Mistress Patrizia
La rubia se incorporó y mirando a Helen dijo:
Lo siento
La senadora estaba loca de excitación, cachonda perdida, necesitaba acabar. Johnny también había dejado de sobar sus tetas y esperaba paciente junto a la mesa. Desesperada, Helen no dudo en humillarse y suplicar.
Por favor, Mistress, por favor. No puede dejarme así.
Una buena esclava debe aprender a controlar sus orgasmos y a correrse sólo cuando su Ama se lo autoriza.
Yo no soy una esclava, Mistress –respondió indignada
¿De veras?
La senadora miró alternativamente a la dominatrix, a Johnny y a la mujer rubia. Sus gestos eran impasibles. La consideraban una esclava. Excitada aún, pero tremendamente humillada, Helen comenzó a llorar.
Johnny – dijo Mistress Patrizia – creo que la esclava se ha ganado su cena. Traele algo ligero. Una ensalada de pollo. Tiene que bajar algo de peso. Una botella de agua, también.
Sí, señora –dijo el joven, alejandose hacia la cocina.
Y tu, Martha, vuelve con tu Amo –le dijo a la rubia.
Sí, Mistress
La cena no tardó en llegar. Helen lloró y gimoteó durante un largo rato, pero finalmente consiguió calmarse. Mistress Patrizia la observó en silencio. Había vivido con frecuencia ese momento. Todas reaccionaban igual cuando interiorizaban su condición, pero después todo era más fácil. Lo asumían y eran más fáciles de manejar.
Tu hija está bien –dijo la dominatrix a mitad de la cena- volverá al final de sus vacaciones. Tal y como estaba previsto.
Helen dejó de masticar y levantó la vista del plato
¿Está libre? –preguntó.
No, aún no. Lo estará pronto –mintió Patrizia.
Entonces, ¿qué pasará conmigo? –preguntó la senadora temerosa de la respuesta.
La dominatrix guardó silencio durante unos segundos, entonces dijo muy despacio:
Tu, Helen, seguirás siendo mi esclava.
El coño de la senadora se llenó de líquido, su vulva ardía. ¡Dios Santo! ¿Por qué le pasaba aquello? Aquella mujer acababa de decirle que iba a ser su esclava, Dios sabe hasta cuándo. ¿Cómo podía excitarle aquello? ¿Qué clase de pervertida era? Ella era una honorable senadora. No quería ser esclava de nadie ¿Era la calentura que tenía la que le hacía reaccionar así? Sintió el pie desnudo de Mistress Patrizia acariciando su pantorrilla, subiendo hasta su rodilla, avanzando por su muslo. Abrió las piernas. ¿Por qué abría las piernas?
Veo que no te disgusta la idea –dijo la dominatrix apoyando los deditos de su pie sobre la vulva de la senadora y sintiendo lo húmeda que estaba.
¡Ooooooooooh! –fue lo único que salió de la boca de Helen.
¿Quieres que siga?
Oh, sí. Por favor, Mistress.
¿Te vas a portar como una buena esclava?
Sí, Mistress, sí. Haré todo lo que me pida.
Pellizcate los pezones, perra.
Helen se llevó las manos a las tetas y comenzó a estirarse los pezones con una pasión desbocada. El Ama le estaba masturbando con los dedos del pie. Era tan erótico...ummm, estaba chorreando.
¡Ooooh! Mistress ¡Aaaaah! no puedo más. ¿Puedo correrme?
¡Ajá! Vas aprendiendo, zorrita, pensó la dominatrix.
Aún no, aguanta un poco –dijo-
¡Ooooh! ¡siiiiiiii! ¡Qué bueno! –gemía la pobre Helen- No....puedo...aaaaah guantar más.
Sí puedes. Te lo ordena tu Ama
La senadora intentaba con toda su voluntad no correrse, pero esa contención la estaba volviendo loca de deseo. Su cuerpo se retorcía sobre la silla y sus gemidos estaban llamando la atención del resto de los comensales que la miraban divertidos.
¡Oooh, Mistress! ¡Oooh, Mistress! Por favor
Te permitiré correrte cuando grites que eres la esclava de Mistress Patrizia
¡Soy la esclava de Mistress Patrizia! –dijo en alto, sin dudarlo.
Oh, vamos, he dicho gritar.
Helen no podía aguantar más.
¡SOY LA ESCLAVA DE MISTRESS PATRIZIA! ¡SOY LA ESCLAVA DE MISTRESS PATRIZIA! –gritó entregada.
¡Correte, perra!
¡Siiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii! ¡Aaaaaaaaaaaaaaah! ¡Aaaaaaaaaaaaaah!
La senadora Helen C. Taylor comenzó a eyacular, bañando el pie de su Ama con su abundante néctar y deshaciendose en un expectacular orgasmo. Durante todo el tiempo que su cuerpo estuvo temblando y botando sobre la silla, su boca no dejaba de decir ¡Oh, Ama! ¡Oh, Ama!
Mistress Patrizia observó satisfecha el clímax de la senadora y se sintió embriagada por una tremenda sensación de poder. Iba a someter a aquella perra hasta convertirla en la más obediente y abnegada de las esclavas.
Poco a poco, Helen se fue relajando tras el orgasmo, aunque aún se sentía sexualmente excitada. Era algo que nunca antes le había pasado, aunque ya no podía extrañarle. ¡Se acababa de correr como una zorra en una habitación llena de gente! Sentía las miradas de todos sobre ella, pero no se atrevió a levantar la vista del suelo. Mistress Patrizia se levantó y doblando una de sus piernas apoyó el pie sobre la mesa, frente a ella. La otra pierna quedó estirada, larga, perfecta. El Ama tiene unas piernas preciosas, se dijo Helen. Mistress Patrizia llevaba un vestido de cuero rojo, ajustado, con medias de redecilla del mismo color y zapatos de aguja negros.
Limpiame el pie de tu jugo de guarra –ordenó
Sí, Mistress –respondió sumisa y humillada, sabiendo que todos estaban pendientes de ella
Helen C. Taylor lamió el pie de su joven Ama con entrega y admiración, mientras ésta acariciaba su pelo con suavidad.
Eso es, cariño, lameme el pie como una buena perrita. Demuestra a tu Ama el respeto que sientes por ella.
La senadora no se limitó a lamer, también succionó los deditos del Ama, y cubrió su tobillo de besitos. Y se dio cuenta que adorar el pie de Mistress Patrizia le había conseguido poner de nuevo tremendamente cachonda. La joven dominatrix no tenía ninguna prisa, le estaba gustando el trabajito que le estaba haciendo Helen y la habría dejado seguir un rato más si Master Kevin no hubiese anunciado el inició de los castigos.
Vamos, mi perrita –dijo- es la hora de la disciplina para las niñas que han sido desobedientes.
Sí, Ama –respondió la senadora sumisamente.
La orgullosa Helen C. Taylor, a sus 45 años había doblegado su voluntad a la de aquella dominante joven de 23. Con la cabeza gacha, mirando al suelo, dejó que Mistress Patrizia enganchase la correa al collar de cuero que rodeaba su cuello y la guiase a través de una de las puertas que se abrían a la estancia. Cuando la atravesaron se encontraron en una sala más pequeña, con sillones y una especie de escenario. Los Amos y Amas ocupaban los sillones y las esclavas permanecían arrodilladas a su lado, sentadas sobre sus piernas. Mistress Patrizia ocupó uno de los asientos y ordenó a Helen que se arrodillara junto a ella. Un hombre alto, con barba y mucho músculo subió al escenario en el que únicamente había una silla.
Queridos amigos –dijo- como todos sabeis es el momento de castigar a aquellas esclavas que no se han comportado correctamente. En primer lugar, Master Craig impondrá el castigo a su esclava Martha. Por favor, Craig, puedes subir.
Helen observó cómo el negro calvo y atractivo que había sido su vecino de mesa ascendía al escenario seguido por la mujer rubia. La senadora no sabía qué iba a pasar pero era presa de una gran excitación. Master Craig se sentó en la silla y se palmeó los muslos. Inmediatamente, Martha se tendió sobre ellos, boca abajo y con el trasero expuesto.
Esclava, ¿cuál fue tu falta? –pregunto el Amo en voz alta
Me corrí sin su permiso, Señor
Recibirás veinte azotes como castigo. La próxima vez serán cincuenta.
Lo que usted ordene, Amo.
Y sin más preámbulo una lluvia de azotes comenzó a caer sobre las nalgas de la mujer. Eran fuertes y certeros, sin ninguna compasión. Debían doler horrores y, sin embargo Helen se admiró del empaque con el que Martha los aceptaba. Sólo algunos gruñidos y pequeños chillidos. Finalmente, Master Craig se detuvo.
De espaldas a la pared. Brazos tras la cabeza –ordenó.
Martha se incorporó y fue hasta una de las esquinas del escenario. Una vez allí, puso las manos tras la cabeza y se quedó mirando a la pared, dando la espalda al público. La senadora contempló sus cachetes enrojecidos por el castigo y por alguna razón se sintió tremendamente excitada. Master Craig abandonó el escenario y el hombre barbudo volvió a tomar la palabra.
En segundo lugar, y para acabar, Mistress Patrizia va a castigar a su esclava Helen. Por favor, Patrizia, puedes subir.
La joven dominatrix se levantó y se dirigió hacia el escenario. La senadora se incorporó y siguió a su Ama. Podía sentir todos los ojos sobre ella. Se sentía humillada y avergonzada pero al mismo tiempo estaba caliente como una burra en celo. Mistress Patrizia se sentó en la silla. Antes de que pudiese proceder con el castigo, el hombre barbudo habló:
Mistress Patrizia, ¿esta esclava es nueva, verdad?
En efecto, Master Kevin. Sometida esta misma mañana.
Te felicito. Muy buena elección. Tiene unas tetas estupendas y sobre todo un espléndido culo. ¿Puedes decirnos algo más de ella?
Tiene 45 años, está casada y tiene una hija. Clase alta, acostumbrada a la buena vida.
Gracias, Patrizia. Te felicito de nuevo. Por favor, continúa con el castigo.
¡Esclava! –gritó la dominatrix- Informanos de tu falta.
He venido sin depilarme los pelitos del ano, desobedeciendo sus órdenes, Mistress.
Recibirás treinta azotes por ello. Tumbate sobre mi regazo.
Sí, Mistress.
A pesar de lo que estaba a punto de ocurrir, Helen nunca había estado tan cachonda. Una joven que podía ser su hija iba a azotarla ante una veintena de personas como si fuese una colegiala traviesa. No podía creer que aquello fuese a pasar. Estaba segura de que todo era un sueño. Pero entonces los azotes comenzaron a caer con virulencia sobre sus nalgas. La senadora intentaba mantener el tipo como minutos antes había hecho la esclava Martha, pero tan solo aguantó seis envites. Entonces comenzó primero a gemir, luego a gritar, y finalmente a chillar con desesperación y a patalear. Pero los golpes seguían cayendo y cada vez eran más dolorosos. A los catorce cachetazos, la senadora intentó levantarse y escapar, pero unas manos le agarraron por los tobillos y otras por el pelo, manteniendola en posición mientras la palma de Mistress Patrizia caía sin compasión. Helen estaba recibiendo la paliza de su vida. La dominatrix sonreía. Esta perra se lo va a pensar bien antes de volver a desobedecer, pensó mientras descargaba el último azote sobre el trasero de la senadora. La pobre siguió allí tendida, sin moverse, totalmente vencida y humillada. Ni siquiera parecían quedarle fuerzas para llorar o quejarse. Sus nalgas se habían tornado de un color rojo intenso. Mistress Patrizia posó su mano sobre ellas y las acarició suavemente sintiendo cómo el cuerpo de la senadora se extremecía. El pubis de Helen se apretaba contra el muslo derecho de la dominatrix y ésta había podido comprobar cómo a pesar del dolor, el coño de la mujer no había dejado de estar mojado en ningún momento. Mistress Patrizia estaba satisfecha con las reacciones de la senadora. Iba camino de convertirse en una buena esclava. Los expectadores comenzaron a levantarse y a abandonar la sala. La joven dejó que Helen se recuperase unos minutos más sobre sus piernas y luego la ayudó a incorporarse. Martha seguía en el rincón y Master Craig, sentado en uno de los sillones observaba la recuperación de Helen. Mistress Patrizia tomó la correa de cuero y guió a su esclava fuera de la sala y en dirección a la habitación donde había dejado la ropa. La senadora no emitió ni una sola palabra durante el trayecto y se limitó a seguir a la dominatrix con la cabeza gacha, mirando al suelo. En la habitación, algunas esclavas estaban terminando de vestirse. Mistress Patrizia retiró la correa y el collar de Helen y le dio permiso para vestirse. Mientras se ponía sus braguitas negras, la senadora levantó la mirada y pidió perdón por su comportamiento durante el castigo. Aquel gesto de sumisión satisfizo a la joven Mistress, que sin embargo se cuidó mucho de demostrarlo. Al contrario, le dio pie para dar otra vuelta de tuerca en el sometimiento de la senadora.
Tu comportamiento ha sido decepcionante –dijo-
Perdón, Mistress. Yo...no estoy acostumbrada a que me castiguen.
Tu coño estaba mojado. Qué tienes que decir.
Helen enrojeció.
Es verdad, Mistress. Estaba excitada. Llevo toda la noche excitada.
Yo también lo estoy
La senadora se mordió el labio. Su respiración se hizo agitada, con anticipación. Temblando, dijo:
¿Hay algo que yo pueda hacer, Mistress?
Ven aquí, arrodillate ante mi –ordenó la dominatrix
Helen C. Taylor obedeció. Sabía lo que iba a pasar y sentía un cosquilleo extraño en el estómago. Mistress Patrizia se levantó el vestido y dejó a la vista un diminuto tanga rojo que a duras penas cubría su raja.
Quitamelo – dijo
Con dedos temblorosos, la senadora deslizó el tanga por las piernas de la joven hasta que descansó sobre el suelo. Su coñito depilado quedó ante los ojos de Helen que, presa de una gran excitación, no paraba de humedecerse los labios, que se le secaban a cada instante. Jamás se había sentido atraída por otra mujer, pero Mistress Patrizia le hacía sentir cosas extrañas. Nunca había sentido ese deseo de obedecer, de complacer a alguien.
Adora el coño de tu Ama –ordenó la joven
Lo estaba deseando. Su boca se lanzó rauda a besar aquel precioso tesoro. Sus labios recorrieron toda la rajita. Estaba húmeda. Sacó la lengua y se inhundó de su jugo. Su sabor la embriagó. Estaba tan excitada que sintía la urgencia de tocarse su propio conejito, pero sabía que su Ama no lo permitiría. Lamió su clítoris y lo succionó entre sus labios. Mistress Patrizia estaba gimiendo. La estoy dando placer, se dijo orgullosa. Poco a poco, el deseo que intoxicaba la mente de la senadora iba haciendo que sus caricias lentas y dulces se fuesen tornando en impetuosos lengüetazos y vehementes penetraciones. Estaban solas en la sala y Mistress Patrizia gemía abiertamente gozando de la sumisión de la mujer arrodillada a sus pies y acercándose a un poderoso orgasmo. Finalmente, con un grito, la joven agarró los pelos de la mujer y presionó su cara contra su pubis corriendose sobre ella y empapandola de su néctar. Helen se dejó usar hasta que Mistress Patrizia le ordenó levantarse. El Ama pudo ver el deseo en sus ojos. Aquella mujer estaba desesperada por correrse. Sin embargo, no pensaba darle esa satisfacción.
Termina de vestirte –ordenó.
Sí, Ama –respondió la senadora
Se sintió frustrada. Esperaba que Mistress Patrizia le diese la oportunidad de correrse, pero no cuestionó sus órdenes. Se puso las medias, el liguero y el sujetador y después la falda, la blusa y los zapatos. Una vez vestida, el Ama la acompañó por el pasadizo hasta el reservado del restaurante público. Allí sentada esperaba Carla que la miró de forma extraña.
Toma –dijo Mistress Patrizia, entregandole una tarjeta – Es la dirección de un salón de belleza de mi confianza. El jueves te presentarás allí al mediodía. Te quiero sin un solo pelo.
Sí, Mistress –respondió la senadora.
La joven dominatrix dio media vuelta y desapareció por el pasadizo, seguida por Carla. Helen se quedó sola en el reservado. No lo dudó ni un segundo. Se subió la falda, se reclinó en el sofá y apartando la telilla húmeda de sus bragas se masajeó el clítoris. El orgasmo fue inmediato, potente e intenso y tuvo que morderse el labio para no gritar. Tras varios minutos de espasmos, su cuerpo se relajó sobre el sofá. Estaba satisfecha, pero poco a poco un sentimiento de culpabilidad se comenzó a apoderar de ella. Sabía que tenía una gran responsabilidad como senadora, como madre y como esposa, pero algo dentro de ella, algo que no conseguía controlar le hacía someterse a aquella joven de 23 años que podría ser su hija. Sólo esperaba que Mistress Patrizia no le hiciese elegir entre sus responsabilidades y ella porque sinceramente, en esos momentos no sabría qué hacer. ¿O sí lo sabía y se negaba a aceptarlo? Sintió cómo un escalofrío recorría su cuerpo.
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