Les pido disculpas por la demora en la publicación, pero tuve problemas con la compu y recién la tengo en funcionamiento de vuelta. Así que ahora los voy a atorar. Saludos
La senadora Helen C. Taylor miraba distraída los jardines que se extendían bajo su despacho oficial. Hacía tan solo unos minutos que el alcalde McCullan había abandonado la estancia. La reunión había supuesto una dura prueba para Helen. Su mente no había dejado de dar vueltas al secuestro de su hija y a las vejaciones a las que le había sometido Mistress Patrizia, y el alcalde la había pillado despistada en varias ocasiones.
Helen, ¿se puede saber qué te pasa? Parece como si tu cabeza estuviese en otro lugar.
Perdoname, John. No es nada. Por favor, sigamos.
La senadora tuvo que poner en juego toda su fuerza de voluntad para lograr concentrarse en las palabras del alcalde y utilizar toda su pericia para que la reunión no se prolongase eternamente. Finalmente, tras dos horas y media, el alcalde McCullan abandonó su despacho. Helen se levantó del sillón y contempló los jardines. Pensó en Mistress Patrizia. ¿Quién sería en realidad? ¿Dónde estaría en esos momentos?. Debería haberla hecho seguir, pensó. No, quizá no, estaba en juego la vida de su hija. No podía correr riesgos. Entonces pensó en las fotos. No recordaba todas las que le había sacado, pero sabía que eran suficientes y muy comprometidas. ¿Por qué no se lo había impedido? ¿Qué clase de locura se había adueñado de ella? ¡Dios, si hasta había colaborado!, pensó recordando cómo se había separado ella misma las nalgas para permitir que Mistress Patrizia fotografiase su ojete. Helen prefería creer que todo lo había hecho por proteger a su hija, pero en el fondo sabía que esa era sólo una verdad a medias. Quizá en un principio sí habia sido ese el motivo, pero luego...luego no, luego había obedecido porque le había excitado obedecer a aquella joven, le había excitado que la tratase de la forma en que lo había hecho. La senadora Taylor se desabrochó los botones de la blusa y abriendola miró la palabra "PUTA" escrita en su abdomen. ¿Es eso lo que soy? ¿Soy tu puta, Mistress Patrizia?, se preguntó. Sintió cómo su coño se humedecía, así que pasó una mano bajo la falda y dejó que sus dedos acariciasen levemente su clítoris. Suspiró. Recorrió la rajita con sus yemas. Estaba muy mojada. Sintió una necesidad imperiosa de masturbarse. No esta bien, se dijo, debo intentar controlarme. Pero en vez de eso, deslizó una de sus manos bajo el sujetador y comenzó a masajearse las tetas, estirando los pezones.
¡Ooooooh! –suspiró.
Se sentó de nuevo en el sillón, y desprendiéndose de las sandalias alzó las piernas y las dobló hasta apoyar las plantas de sus pies en el filo del escritorio. La falda se le subió hasta la cintura, dejando su coño totalmente expuesto. Sus labios vaginales estaban hinchados y cubiertos de flujo. Tenía la mano derecha sobre el pubis, manoseandose la raja con todos los dedos. El pulgar jugueteaba sobre su clítoris.
¡Uummmmmm! ¡mmmmmmmm! –gemía
Su cuerpo se retorcía sobre el sillón. Tengo que parar, razonaba, pero sus dedos se movían cada vez más rápido y su respiración era agitada y urgente. Arqueó el dedo más largo, el corazón, y lo introdujo dentro de la vagina. Todo, hasta la última falange. A los pocos segundos, se estaba follando vigorosamente con él. Entonces se dio cuenta de que no iba detenerse, de que iba a correrse como una perra cachonda. Su mente dejó de luchar, de resistirse. Las imágenes de Mistress Patrizia vejandola, humillandola, sobando sus tetas, obligandola a lamerle los pies, a enseñarle el ojete, pasaron por su cabeza.
¡Ooh! ¡Ooh! ¡Ooh!
Me corro, síiiiii, me corro. Lo sentía llegar. Era fuerte, potente. Se iba a vaciar. El corazón le latía tan rápido que parecía salirsele del pecho. La primera oleada de placer hizo que un chorro de flujo abandonase su vagina y se derramase sobre la palma de su mano. Usandolo como lubricante la senadora introdujo dos dedos más en su coño. Segundos después, su cuerpo se retorcía sobre el sillón y su almeja eyaculaba líquidos, mientras Helen C. Taylor se follaba vigorosamente con tres dedos, masajeaba su clítoris con el pulgar y se tiraba con fuerza de los pezones.
¡Oooooooh! ¡Diossss mio! ¡Joderrrrrrrr, qué gusto!
La senadora estaba acostumbrada a masturbarse. A pesar de sus ideas conservadoras, la necesidad le había obligado. El sexo con su marido era escaso y por qué no reconocerlo, poco gratificante. A pesar de ello, jamás había sido infiel. Eso sí, se masturbaba con frecuencia y ahí, en sus fantasías, sí se entregaba a otros hombres. Los orgasmos que se producía eran más intensos que los que le proporcionaba el sexo con su esposo, en las raras ocasiones en las que conseguía llegar al clímax con él. Sin embargo, el placer que se estaba proporcionando hoy estaba a otro nivel que le era desconocido hasta el momento. Todo su cuerpo vibraba por la excitación, y su coño parecía un surtidor, eyaculando grandes cantidades de flujo que resbalaban por sus muslos y mojaban la piel del sillón. Pero a Helen aquello le traía sin cuidado en esos momentos. Lo único que deseaba es que aquel placer no acabase jamás. Con los ojos cerrados, se estimulaba con pasión sin dejar de pensar en Mistress Patrizia. Era como si se estuviese masturbando para ella. Y por alguna razón, aquello le ponía a cien.
¡Oh, sí! ¡Oooooohh, sí! Me corro otra vez, siiiiiiiiiiiiii –gimió la senadora encadenando un nuevo orgasmo.
Durante varios minutos su cuerpo se retorció y se extremeció sobre el sillón de su despacho, luego, poco a poco se fue relajando hasta quedar exhausto. Helen abrió los ojos y la realidad le golpeó con crudeza. Se había corrido pensando en Mistress Patrizia. ¿Cómo había podido caer tan bajo?. Era obvio que aquella mujer o lo que le había hecho le excitaban, pero debía contenerse. Tener esos sentimientos era peligroso. Debía controlarlos. Se levantó contrariada. Entonces vio la enorme mancha húmeda en el sillón. ¡Dios Santo! Tomó un pañuelo de papel e intentó absorberla, sin conseguirlo. Cogió otro y se limpió los muslos, que aún estaban húmedos, el coño y la raja del culo. Entonces abrió el cajón inferior de su escritorio y extrajo sus bragas. Ya estaban secas, así que se las puso. Había decidido irse a casa. Necesitaba abandonar el despacho.
El coche traspasó la verja y avanzó hasta detenerse ante el umbral de la mansión. La senadora Taylor esperó a que uno de sus guardaespaldas le abriese la puerta y entonces bajó del vehículo. Su secretaria bajó tras ella y ambas se encaminaron hacia la vivienda.
Buenas tardes, senadora Taylor. Buenas tardes, señorita Johnson –saludó un mayordomo canoso y de porte aristocrático
Buenas tardes, George – saludaron las dos mujeres al unísono.
Senadora Taylor, su esposo está dandose un baño en la piscina.
Gracias, George – respondió Helen, atravesando por delante de Lisa el umbral de la puerta.
Ah, por cierto, senadora. Hace cosa de media hora una mujer ha traido un sobre para usted. Los chicos ya han descartado que contenga algo peligroso. Está sobre el escritorio de su despacho.
La senadora se revolvió inquieta.
¿Una mujer, dices? ¿qué aspecto tenía? ¿dejó algún nombre?
Era una joven, senadora. Morena, atractiva y elegante. Dijo que era amiga de su hija, aunque estoy seguro de que no la había visto antes por aquí. Lo recordaría. Me dio su nombre: M. Patrizia, dijo.
El cuerpo de Helen se extremeció. Mistress Patrizia había estado allí, en su casa. La mujer compuso el gesto como pudo y dijo:
Gracias, George. Sí, es amiga de Susan.
Y siguió hacia delante seguida por su secretaria a la que no se le había pasado por alto la turbación de su jefa. Cuando llegaron al rellano de la escalera Helen se despidió de Lisa y se dirigió a su despacho. La joven secretaria subió a su habitación reflexionando sobre el extraño comportamiento de la senadora. ¿Quién sería esa tal M. Patrizia? ¿Quizá la joven de la mañana? La descripción coincidía. ¿Por qué tenía tal efecto en su jefa? ¿Por qué el despacho de su jefa olía a sexo? Lisa estaba confundida.
La senadora cerró la puerta del despacho tras de sí y se dirigió apresuradamente hacia el escritorio. Allí estaba, sobre la mesa. Un sobre color beige, grande. Lo rasgó nerviosa y volteandolo vació su contenido sobre la mesa. Las fotos fueron lo primero que vio.
¡Dios Santo! –exclamó, pasando una tras otra las pruebas visuales de su sometimiento a Mistress Patrizia.
No faltaba nada y la calidad era excelente. Las piernas le temblaban y tuvo que apoyarse firmemente sobre la mesa. Entonces reparó en el resto de los objetos: un antifaz, una tarjeta de cartón con una "S" mayúscula dibujada en caracteres góticos y una carta. Tomó ésta última y comenzó a leer:
"Querida Helen,
Espero que hayas disfrutado de las fotos. Han salido muy bien, ¿verdad?. ¿Qué te parece si quedamos esta noche para celebrarlo? Hay un pequeño restaurante en la esquina de Jefferson con la treinta y dos, se llama "el lazo negro". Te presentarás allí a las siete. Una vez dentro, muestra la tarjeta de cartón al encargado, él te llevará hasta un reservado donde te estará esperando alguien de mi confianza. Ordena a tus guardaespaldas que vigilen fuera y que no te interrumpan bajo ninguna circunstancia. No olvides el antifaz, ni barajes la opción de no presentarte. Recuerda que aún tengo a tu hija y un puñado de fotos que no desearías se hiciesen públicas. ¡Ah! Una última cosa. Quiero que lleves el pubis rasurado y también la raja del culo y alrededor del ano. Esta mañana pude obsevar que tienes mucho vello y personalmente me gusta que mis putas lleven los genitales depilados. No me decepciones".
La senadora tiró con furia la carta sobre la mesa y apretó los puños con rabia. Esa zorra, pensó, qué se ha creído. Soy una senadora, tengo una agenda apretada, no puede pretender dirigir mi vida a su antojo. Por supuesto, sabía que no tenía otra opción que acudir a la cita. Enrabietada, recogió todos los contenidos del sobre y los guardó bajo llave en un cajón del escritorio. Entonces, subió a su habitación y tras desprenderse de la ropa se metió en la bañera. El agua tibia mojaba su cuerpo, mientras su mirada se deslizaba hasta el abundante vello rubio que cubría sus genitales. Jamás se lo había rasurado, aunque su marido se lo había pedido en más de una ocasión. Ironías del destino, ahora iba a hacerlo por una extraña. Una ola de excitación le recorrió el cuerpo. Oh, no, no puede ser, se dijo, estás enferma Helen. Intentó no pensar en ello mientras se enjabonaba el cuerpo, pero las caricias de sus manos sobre sus pechos, sus muslos y sus nalgas se prolongaron más de lo necesario. Cuando cerró el grifo, su estado de excitación era evidente. Salió de la bañera y se secó el cuerpo. Después, se sentó sobre el bidet y tomando una tijera de manicura comenzó a recortar cuidadosamente sus pelitos vaginales hasta que juzgó que los había dejado suficientemente cortos. Tomó entonces la espuma de afeitar de su esposo y con la ayuda de su mano derecha la aplicó sobre el pubis. La sensación de la espuma sobre su vulva le hizo extremecer, pero haciendo gala de una gran fuerza de voluntad cogió la maquinilla de su marido y comenzó a afeitarse con extremo cuidado. Una y otra vez pasaba la cuchilla sobre la piel retirando la espuma mezclada con abundantes pelitos rubios, hasta que unos minutos después no quedaba ni espuma, ni pelos. Entonces, Helen se levantó, se limpió con una toalla, se aplicó una loción y se miró al espejo. Su coño pelón quedó expuesto ante sus ojos, los labios abiertos, la raja rosada y húmeda. Así deben llevarlo las putas, pensó mientras se acariciaba la vulva y luchaba por no masturbarse de nuevo. Su mano derecha recorrió entonces la raja de su trasero. Allí también había vello y Mistress Patrizia quería que se lo quitase. No veía forma de hacerlo ella sola, sin ayuda. Pero a quién podía pedirselo. ¿A su marido? No, podía sospechar que tenía algo que ver con la cena de esta noche. ¿A Lisa? Por qué no. A fin de cuentas su secretaria ya sospechaba algo. Decidida, se puso un albornoz y saliendo del baño abandonó la habitación en dirección a la de su secretaria. Justo cuando estaba a punto de golpear su puerta con los nudillos se dio cuenta de un detalle importante. Aunque se había frotado vigorosamente con jabón, la palabra PUTA aún era claramente discernible en su barriga. Lisa no podía ver aquello. Dio media vuelta y se dirigió de nuevo a su cuarto. Ire sin depilar, se dijo, a fin de cuentas me he rasurado el pubis. Eso debe ser suficiente para satisfacer a Mistress Patrizia. Miró la hora. Eran casi las seis, tenía que darse prisa. Se arregló el pelo y se maquilló. Después fue hasta la cómoda y seleccionó unas braguitas negras de encaje, que acompañó con medias de seda y liguero del mismo color. El sujetador iba a juego con las bragas. Tuvo ciertas dudas para elegir el resto de su atuendo, pero al final se decidió por una blusa rosa y una falda negra ligeramente por encima de la rodilla. De calzado, unas sandalias negras de tacón alto.
Bajó a la planta baja y avisó a sus guardaespaladas de que iba a salir en seguida. Entonces se dirigió a la piscina. Richard leía en una hamaca.
Hola, cariño – saludó.
El hombre levantó los ojos del libro y sonrió a su esposa.
Hola, cielo. ¿ya has vuelto? –preguntó incorporandose y dandole un suave beso en los labios- Estás estupenda.
En realidad, me vuelvo a ir. Tengo una cena de negocios esta noche.
Vaya, no sabía nada –dijo contrariado.
Bueno, ha surgido de improviso. No pude avisarte. Lo siento.
¿Y con quién es? –se interesó Richard.
Con una empresaria local, no muy conocida, pero nunca se sabe... – mintió Helen. Era lo primero que se le había ocurrido.
Diviertete.
Gracias, cariño –respondió la senadora al tiempo que daba un beso de despedida a su esposo.
Se apresuró hacia su despacho y cogió la tarjeta de cartón con la "S" y el antifaz, que guardó en su bolso. Después se dirigió a la salida de la casa. Dos guardaespaldas la esperaban en el umbral. La acompañaron hasta el coche y montaron los tres.
Jefferson con la treinta y dos –dijo en dirección al chófer.
Sí, señora.
El vehículo atravesó la verja y enfiló la carretera. Quince minutos después aparcaban frente a "el lazo negro". Un guardaespaldas abrió la puerta y la senadora se apeó. Acompañada por los dos guaruras, Helen avanzó hacia el interior del restaurante mientras el chófer aparcaba el vehículo. Un hombre joven pulcramente vestido les salió al paso.
Buenas tardes, soy el encargado, en qué puedo ayudarles –preguntó, sin aparentemente reconocer a la senadora.
Buenas tardes –respondió ésta- tengo una cita a las siete.
Y sacando la tarjeta de cartón se la entregó al hombre. Este la miró detenidamente y tras unos segundos dijo:
Acompañenme, por favor.
Pasaron a través de una estancia elegantemente decorada y llena de mesas, algunas de ellas ocupadas por comensales. Al final del restaurante, una fila de escaleras daba acceso a un reservado.
Sus guardaespaldas pueden quedarse aquí –dijo el joven, señalando una mesa al pie de las escaleras.
Nos gustaría echar un vistazo ahí arriba –dijo el más viejo
Bueno, no sé, señora –respondió el hombre mirando a la senadora- ya hay alguien en el reservado y quizá le incomode la presencia de estos caballeros.
Señora, nuestro deber es protegerla –insistió el guardaespaldas dirigiendose a la senadora.
Por favor, podría preguntar a la persona que me espera si tiene algún inconveniente en que los muchachos echen un vistazo –preguntó Helen al encargado.
Un momento, señora –respondió y acto seguido subió las escaleras.
Volvió a los pocos segundos.
Esta bien –dijo- suban.
El reservado era pequeño, con una mesa ovalada y varias sillas. Estaba decorado con gusto, pero sin ostentación. Una mujer joven y atractiva, de cabello negro largo estaba sentada a la cabecera de la mesa. Tenía los ojos oscuros y los labios rojos y gruesos. Su piel morena no dejaba lugar a dudas sobre su ascendencia latina. Cuando entró la comitiva, se levantó y dirigiendose a Helen dijo:
Buenas tardes, senadora. Mi nombre es Carla y estoy al servicio de Mistress Patrizia.
Buenas tardes – respondió Helen cortesmente, estrechando su mano – mis guardaespaldas se han empeñado en echar un vistazo.
No hay problema, adelante.
Los dos hombres entraron y durante varios minutos escrutinaron cuidadosamente el reservado mientras las mujeres se mantenían en silencio. Después, aparentemente satisfechos se dispusieron a abandonar la habitación.
Señores, les rogamos que no vuelvan a interrumpirnos – dijo Carla – su señora estará bien y bajará cuando hayamos acabado la velada.
Los dos guaruras miraron a la senadora, esperando su confirmación.
Sí, si, esperad abajo y no nos interrumpais – dijo Helen C. Taylor
Como usted diga, senadora –respondieron.
Una vez a solas, Carla se levantó y se dirigió hacia una de las paredes. Vestía un top negro, ajustado que marcaba sus exhuberantes tetas y unos pantalones de licra, también negros que resaltaban su esbelta figura. La mujer giró una palanca oculta y Helen observó atónita cómo dos de los paneles de la pared se deslizaban silenciosamente y dejaban a la vista un pasillo iluminado.
Sigame, senadora –dijo la joven.
¿Dónde vamos? –preguntó Helen, insegura.
No haga preguntas y obedezca –respondió la mujer con seriedad.
Helen siguió a la joven por el pasillo y en breve llegaron a una habitación amplia. En las paredes de la misma la senadora pudo ver baldas marcadas con números, y en algunas de ellas ropa apilada. Carla se dirigió hacia la número 16 y se detuvo ante ella.
Desnudese y ponga la ropa en esta balda
Helen abrió los ojos como platos, incrédula.
No puede decirlo en serio –dijo.
Muy en serio, senadora
No pienso desnudarme.
En ese caso puede marcharse. Mistress Patrizia tomará las medidas oportunas.
Qué medidas
Usted lo sabe perfectamente.
La senadora suspiró. Sabía que no tenía otra opción.
Está bien, lo haré –dijo resignada.
La joven no hizo ningún comentario. Helen se quitó los zapatos y los puso sobre la balda. Después se desabrochó la blusa y se la sacó. La dobló con cuidado y la dejó sobre las sandalias.
Bonito sostén – comentó la mujer.
Gracias.
Quiteselo.
La senadora llevó las manos a la espalda, encontró el cierre y lo abrió. Después se deslizó las tiras del sujetador por los brazos y lo dejó sobre la balda. Sus tetas quedaron expuestas ante los ojos de la joven. Helen no podía creerlo. Sus pezones estaban hinchados y apuntaban obscenamente hacia arriba.
Ahora la falda – dijo la joven.
Helen llevó la mano derecha al lateral de la falda y bajó la cremallera. Entonces, contorneó las caderas y tiró de la prenda hasta que ésta cayó a sus tobillos. Se agachó a por ella y la dejó junto al resto de la ropa.
Su ropa interior es preciosa, senadora –dijo Carla admirando las braguitas y el liguero de Helen – lástima que las órdenes de Mistress Patrizia sean tan precisas. Por favor, quiteselos.
La honorable Helen C. Taylor liberó las medias del liguero y lentamente se las deslizó, primero por una y luego por la otra pierna. Después, se desprendió del liguero y finalmente, con cierto sonrojo se bajó las braguitas negras y se quedó totalmente en cueros ante aquella desconocida. Hubiese pagado por que fuese de otro modo, pero lo cierto es que su cuerpo temblaba de excitación. Sí, allí desnuda, su cuerpo expuesto ante una bella joven totalmente vestida, la senadora Helen C. Taylor estaba excitada.
Muy bien, senadora. Ahora entrelace sus manos tras la cabeza y separe las piernas.
Helen obedeció. La joven se acercó a ella y pasó la palma de su mano por el abdomen de la mujer. La senadora se extremeció.
Se le ha borrado un poco –dijo Carla, y sacando un rotulador de su bolso volvió a marcar la palabra "PUTA" en su barriga – así está mejor
Entonces los ojos de la joven se posaron sobre el pubis de la senadora. Extendió su mano y lo acarició.
Veo que ha cumplido las órdenes del Ama –dijo ante la ausencia de vello vaginal, y acto seguido comenzó a manosear el coño de Helen sin miramientos, sobando su mojada vulva y acariciando su sensible clítoris.
La senadora no osó detenerla. Se dejó tocar e intentó disfrutar con ello. A fin de cuentas, qué otra cosa podía hacer, se dijo. Pero Carla se detuvo en seguida.
Es una lastima que no pueda jugar un poquito más con usted, pero Mistress Patrizia le está esperando. Junte las piernas y agachese sin doblarlas hasta agarrar los tobillos.
Helen no entendía qué era lo que la joven pretendía pero obedeció. No estaba muy en forma y tuvo que doblar levemente las rodillas para alcanzar la posición. Sintió cómo Carla se situaba tras ella y cómo sus manos se posaban sobre sus nalgas y las abrían.
Su ano y su raja del culo están sin depilar –reprochó
No podía hacerlo yo sola.
Al Ama no le valen esas excusas. Cuando ordena algo lo quiere hecho. Es tu problema el cómo lo haces.
Pero....
Las explicaciones guardelas para el Ama. Las necesitará. Ahora levantesé. Es hora de ir a reunirnos con ella.
La senadora obedeció. Carla abrió su bolso y extrajo un collar negro de cuero, con el número 16 grabado, que ajustó alrededor del cuello de Helen. Era ancho, con aros alrededor. La joven pasó un cordel por uno de los aros delanteros y tiró de su cuello.
Vamos – dijo- Mistress Patrizia nos espera.
Helen C. Taylor avanzó guiada por Carla. Se sentía como una esclava a punto de ser vendida. Carla miró hacia atrás y contempló a la mujer que le seguia sumisamente. Tenía los pezones erectos y el coño abierto y húmedo. Su admiración por el Ama se hizó más intensa. Carla había visto a la senadora Taylor en televisión. Era una mujer segura de sí, decidida, con carácter. El Ama estaba consiguiendo convertirla en una puta. ¿Estaría en sus planes esclavizarla?, se preguntó.
Pongase el antifaz –dijo
Lo dejé en el bolso, sobre la balda
Carla fue a por él y se lo colocó sobre los ojos. Ahora nadie podría reconocerla. La joven tiró del collar y llevó a Helen hasta el extemo opuesto de la habitación, donde esperaba una puerta cerrada. Carla la abrió y guió a la senadora a través de ella.
La senadora Helen C. Taylor miraba distraída los jardines que se extendían bajo su despacho oficial. Hacía tan solo unos minutos que el alcalde McCullan había abandonado la estancia. La reunión había supuesto una dura prueba para Helen. Su mente no había dejado de dar vueltas al secuestro de su hija y a las vejaciones a las que le había sometido Mistress Patrizia, y el alcalde la había pillado despistada en varias ocasiones.
Helen, ¿se puede saber qué te pasa? Parece como si tu cabeza estuviese en otro lugar.
Perdoname, John. No es nada. Por favor, sigamos.
La senadora tuvo que poner en juego toda su fuerza de voluntad para lograr concentrarse en las palabras del alcalde y utilizar toda su pericia para que la reunión no se prolongase eternamente. Finalmente, tras dos horas y media, el alcalde McCullan abandonó su despacho. Helen se levantó del sillón y contempló los jardines. Pensó en Mistress Patrizia. ¿Quién sería en realidad? ¿Dónde estaría en esos momentos?. Debería haberla hecho seguir, pensó. No, quizá no, estaba en juego la vida de su hija. No podía correr riesgos. Entonces pensó en las fotos. No recordaba todas las que le había sacado, pero sabía que eran suficientes y muy comprometidas. ¿Por qué no se lo había impedido? ¿Qué clase de locura se había adueñado de ella? ¡Dios, si hasta había colaborado!, pensó recordando cómo se había separado ella misma las nalgas para permitir que Mistress Patrizia fotografiase su ojete. Helen prefería creer que todo lo había hecho por proteger a su hija, pero en el fondo sabía que esa era sólo una verdad a medias. Quizá en un principio sí habia sido ese el motivo, pero luego...luego no, luego había obedecido porque le había excitado obedecer a aquella joven, le había excitado que la tratase de la forma en que lo había hecho. La senadora Taylor se desabrochó los botones de la blusa y abriendola miró la palabra "PUTA" escrita en su abdomen. ¿Es eso lo que soy? ¿Soy tu puta, Mistress Patrizia?, se preguntó. Sintió cómo su coño se humedecía, así que pasó una mano bajo la falda y dejó que sus dedos acariciasen levemente su clítoris. Suspiró. Recorrió la rajita con sus yemas. Estaba muy mojada. Sintió una necesidad imperiosa de masturbarse. No esta bien, se dijo, debo intentar controlarme. Pero en vez de eso, deslizó una de sus manos bajo el sujetador y comenzó a masajearse las tetas, estirando los pezones.
¡Ooooooh! –suspiró.
Se sentó de nuevo en el sillón, y desprendiéndose de las sandalias alzó las piernas y las dobló hasta apoyar las plantas de sus pies en el filo del escritorio. La falda se le subió hasta la cintura, dejando su coño totalmente expuesto. Sus labios vaginales estaban hinchados y cubiertos de flujo. Tenía la mano derecha sobre el pubis, manoseandose la raja con todos los dedos. El pulgar jugueteaba sobre su clítoris.
¡Uummmmmm! ¡mmmmmmmm! –gemía
Su cuerpo se retorcía sobre el sillón. Tengo que parar, razonaba, pero sus dedos se movían cada vez más rápido y su respiración era agitada y urgente. Arqueó el dedo más largo, el corazón, y lo introdujo dentro de la vagina. Todo, hasta la última falange. A los pocos segundos, se estaba follando vigorosamente con él. Entonces se dio cuenta de que no iba detenerse, de que iba a correrse como una perra cachonda. Su mente dejó de luchar, de resistirse. Las imágenes de Mistress Patrizia vejandola, humillandola, sobando sus tetas, obligandola a lamerle los pies, a enseñarle el ojete, pasaron por su cabeza.
¡Ooh! ¡Ooh! ¡Ooh!
Me corro, síiiiii, me corro. Lo sentía llegar. Era fuerte, potente. Se iba a vaciar. El corazón le latía tan rápido que parecía salirsele del pecho. La primera oleada de placer hizo que un chorro de flujo abandonase su vagina y se derramase sobre la palma de su mano. Usandolo como lubricante la senadora introdujo dos dedos más en su coño. Segundos después, su cuerpo se retorcía sobre el sillón y su almeja eyaculaba líquidos, mientras Helen C. Taylor se follaba vigorosamente con tres dedos, masajeaba su clítoris con el pulgar y se tiraba con fuerza de los pezones.
¡Oooooooh! ¡Diossss mio! ¡Joderrrrrrrr, qué gusto!
La senadora estaba acostumbrada a masturbarse. A pesar de sus ideas conservadoras, la necesidad le había obligado. El sexo con su marido era escaso y por qué no reconocerlo, poco gratificante. A pesar de ello, jamás había sido infiel. Eso sí, se masturbaba con frecuencia y ahí, en sus fantasías, sí se entregaba a otros hombres. Los orgasmos que se producía eran más intensos que los que le proporcionaba el sexo con su esposo, en las raras ocasiones en las que conseguía llegar al clímax con él. Sin embargo, el placer que se estaba proporcionando hoy estaba a otro nivel que le era desconocido hasta el momento. Todo su cuerpo vibraba por la excitación, y su coño parecía un surtidor, eyaculando grandes cantidades de flujo que resbalaban por sus muslos y mojaban la piel del sillón. Pero a Helen aquello le traía sin cuidado en esos momentos. Lo único que deseaba es que aquel placer no acabase jamás. Con los ojos cerrados, se estimulaba con pasión sin dejar de pensar en Mistress Patrizia. Era como si se estuviese masturbando para ella. Y por alguna razón, aquello le ponía a cien.
¡Oh, sí! ¡Oooooohh, sí! Me corro otra vez, siiiiiiiiiiiiii –gimió la senadora encadenando un nuevo orgasmo.
Durante varios minutos su cuerpo se retorció y se extremeció sobre el sillón de su despacho, luego, poco a poco se fue relajando hasta quedar exhausto. Helen abrió los ojos y la realidad le golpeó con crudeza. Se había corrido pensando en Mistress Patrizia. ¿Cómo había podido caer tan bajo?. Era obvio que aquella mujer o lo que le había hecho le excitaban, pero debía contenerse. Tener esos sentimientos era peligroso. Debía controlarlos. Se levantó contrariada. Entonces vio la enorme mancha húmeda en el sillón. ¡Dios Santo! Tomó un pañuelo de papel e intentó absorberla, sin conseguirlo. Cogió otro y se limpió los muslos, que aún estaban húmedos, el coño y la raja del culo. Entonces abrió el cajón inferior de su escritorio y extrajo sus bragas. Ya estaban secas, así que se las puso. Había decidido irse a casa. Necesitaba abandonar el despacho.
El coche traspasó la verja y avanzó hasta detenerse ante el umbral de la mansión. La senadora Taylor esperó a que uno de sus guardaespaldas le abriese la puerta y entonces bajó del vehículo. Su secretaria bajó tras ella y ambas se encaminaron hacia la vivienda.
Buenas tardes, senadora Taylor. Buenas tardes, señorita Johnson –saludó un mayordomo canoso y de porte aristocrático
Buenas tardes, George – saludaron las dos mujeres al unísono.
Senadora Taylor, su esposo está dandose un baño en la piscina.
Gracias, George – respondió Helen, atravesando por delante de Lisa el umbral de la puerta.
Ah, por cierto, senadora. Hace cosa de media hora una mujer ha traido un sobre para usted. Los chicos ya han descartado que contenga algo peligroso. Está sobre el escritorio de su despacho.
La senadora se revolvió inquieta.
¿Una mujer, dices? ¿qué aspecto tenía? ¿dejó algún nombre?
Era una joven, senadora. Morena, atractiva y elegante. Dijo que era amiga de su hija, aunque estoy seguro de que no la había visto antes por aquí. Lo recordaría. Me dio su nombre: M. Patrizia, dijo.
El cuerpo de Helen se extremeció. Mistress Patrizia había estado allí, en su casa. La mujer compuso el gesto como pudo y dijo:
Gracias, George. Sí, es amiga de Susan.
Y siguió hacia delante seguida por su secretaria a la que no se le había pasado por alto la turbación de su jefa. Cuando llegaron al rellano de la escalera Helen se despidió de Lisa y se dirigió a su despacho. La joven secretaria subió a su habitación reflexionando sobre el extraño comportamiento de la senadora. ¿Quién sería esa tal M. Patrizia? ¿Quizá la joven de la mañana? La descripción coincidía. ¿Por qué tenía tal efecto en su jefa? ¿Por qué el despacho de su jefa olía a sexo? Lisa estaba confundida.
La senadora cerró la puerta del despacho tras de sí y se dirigió apresuradamente hacia el escritorio. Allí estaba, sobre la mesa. Un sobre color beige, grande. Lo rasgó nerviosa y volteandolo vació su contenido sobre la mesa. Las fotos fueron lo primero que vio.
¡Dios Santo! –exclamó, pasando una tras otra las pruebas visuales de su sometimiento a Mistress Patrizia.
No faltaba nada y la calidad era excelente. Las piernas le temblaban y tuvo que apoyarse firmemente sobre la mesa. Entonces reparó en el resto de los objetos: un antifaz, una tarjeta de cartón con una "S" mayúscula dibujada en caracteres góticos y una carta. Tomó ésta última y comenzó a leer:
"Querida Helen,
Espero que hayas disfrutado de las fotos. Han salido muy bien, ¿verdad?. ¿Qué te parece si quedamos esta noche para celebrarlo? Hay un pequeño restaurante en la esquina de Jefferson con la treinta y dos, se llama "el lazo negro". Te presentarás allí a las siete. Una vez dentro, muestra la tarjeta de cartón al encargado, él te llevará hasta un reservado donde te estará esperando alguien de mi confianza. Ordena a tus guardaespaldas que vigilen fuera y que no te interrumpan bajo ninguna circunstancia. No olvides el antifaz, ni barajes la opción de no presentarte. Recuerda que aún tengo a tu hija y un puñado de fotos que no desearías se hiciesen públicas. ¡Ah! Una última cosa. Quiero que lleves el pubis rasurado y también la raja del culo y alrededor del ano. Esta mañana pude obsevar que tienes mucho vello y personalmente me gusta que mis putas lleven los genitales depilados. No me decepciones".
La senadora tiró con furia la carta sobre la mesa y apretó los puños con rabia. Esa zorra, pensó, qué se ha creído. Soy una senadora, tengo una agenda apretada, no puede pretender dirigir mi vida a su antojo. Por supuesto, sabía que no tenía otra opción que acudir a la cita. Enrabietada, recogió todos los contenidos del sobre y los guardó bajo llave en un cajón del escritorio. Entonces, subió a su habitación y tras desprenderse de la ropa se metió en la bañera. El agua tibia mojaba su cuerpo, mientras su mirada se deslizaba hasta el abundante vello rubio que cubría sus genitales. Jamás se lo había rasurado, aunque su marido se lo había pedido en más de una ocasión. Ironías del destino, ahora iba a hacerlo por una extraña. Una ola de excitación le recorrió el cuerpo. Oh, no, no puede ser, se dijo, estás enferma Helen. Intentó no pensar en ello mientras se enjabonaba el cuerpo, pero las caricias de sus manos sobre sus pechos, sus muslos y sus nalgas se prolongaron más de lo necesario. Cuando cerró el grifo, su estado de excitación era evidente. Salió de la bañera y se secó el cuerpo. Después, se sentó sobre el bidet y tomando una tijera de manicura comenzó a recortar cuidadosamente sus pelitos vaginales hasta que juzgó que los había dejado suficientemente cortos. Tomó entonces la espuma de afeitar de su esposo y con la ayuda de su mano derecha la aplicó sobre el pubis. La sensación de la espuma sobre su vulva le hizo extremecer, pero haciendo gala de una gran fuerza de voluntad cogió la maquinilla de su marido y comenzó a afeitarse con extremo cuidado. Una y otra vez pasaba la cuchilla sobre la piel retirando la espuma mezclada con abundantes pelitos rubios, hasta que unos minutos después no quedaba ni espuma, ni pelos. Entonces, Helen se levantó, se limpió con una toalla, se aplicó una loción y se miró al espejo. Su coño pelón quedó expuesto ante sus ojos, los labios abiertos, la raja rosada y húmeda. Así deben llevarlo las putas, pensó mientras se acariciaba la vulva y luchaba por no masturbarse de nuevo. Su mano derecha recorrió entonces la raja de su trasero. Allí también había vello y Mistress Patrizia quería que se lo quitase. No veía forma de hacerlo ella sola, sin ayuda. Pero a quién podía pedirselo. ¿A su marido? No, podía sospechar que tenía algo que ver con la cena de esta noche. ¿A Lisa? Por qué no. A fin de cuentas su secretaria ya sospechaba algo. Decidida, se puso un albornoz y saliendo del baño abandonó la habitación en dirección a la de su secretaria. Justo cuando estaba a punto de golpear su puerta con los nudillos se dio cuenta de un detalle importante. Aunque se había frotado vigorosamente con jabón, la palabra PUTA aún era claramente discernible en su barriga. Lisa no podía ver aquello. Dio media vuelta y se dirigió de nuevo a su cuarto. Ire sin depilar, se dijo, a fin de cuentas me he rasurado el pubis. Eso debe ser suficiente para satisfacer a Mistress Patrizia. Miró la hora. Eran casi las seis, tenía que darse prisa. Se arregló el pelo y se maquilló. Después fue hasta la cómoda y seleccionó unas braguitas negras de encaje, que acompañó con medias de seda y liguero del mismo color. El sujetador iba a juego con las bragas. Tuvo ciertas dudas para elegir el resto de su atuendo, pero al final se decidió por una blusa rosa y una falda negra ligeramente por encima de la rodilla. De calzado, unas sandalias negras de tacón alto.
Bajó a la planta baja y avisó a sus guardaespaladas de que iba a salir en seguida. Entonces se dirigió a la piscina. Richard leía en una hamaca.
Hola, cariño – saludó.
El hombre levantó los ojos del libro y sonrió a su esposa.
Hola, cielo. ¿ya has vuelto? –preguntó incorporandose y dandole un suave beso en los labios- Estás estupenda.
En realidad, me vuelvo a ir. Tengo una cena de negocios esta noche.
Vaya, no sabía nada –dijo contrariado.
Bueno, ha surgido de improviso. No pude avisarte. Lo siento.
¿Y con quién es? –se interesó Richard.
Con una empresaria local, no muy conocida, pero nunca se sabe... – mintió Helen. Era lo primero que se le había ocurrido.
Diviertete.
Gracias, cariño –respondió la senadora al tiempo que daba un beso de despedida a su esposo.
Se apresuró hacia su despacho y cogió la tarjeta de cartón con la "S" y el antifaz, que guardó en su bolso. Después se dirigió a la salida de la casa. Dos guardaespaldas la esperaban en el umbral. La acompañaron hasta el coche y montaron los tres.
Jefferson con la treinta y dos –dijo en dirección al chófer.
Sí, señora.
El vehículo atravesó la verja y enfiló la carretera. Quince minutos después aparcaban frente a "el lazo negro". Un guardaespaldas abrió la puerta y la senadora se apeó. Acompañada por los dos guaruras, Helen avanzó hacia el interior del restaurante mientras el chófer aparcaba el vehículo. Un hombre joven pulcramente vestido les salió al paso.
Buenas tardes, soy el encargado, en qué puedo ayudarles –preguntó, sin aparentemente reconocer a la senadora.
Buenas tardes –respondió ésta- tengo una cita a las siete.
Y sacando la tarjeta de cartón se la entregó al hombre. Este la miró detenidamente y tras unos segundos dijo:
Acompañenme, por favor.
Pasaron a través de una estancia elegantemente decorada y llena de mesas, algunas de ellas ocupadas por comensales. Al final del restaurante, una fila de escaleras daba acceso a un reservado.
Sus guardaespaldas pueden quedarse aquí –dijo el joven, señalando una mesa al pie de las escaleras.
Nos gustaría echar un vistazo ahí arriba –dijo el más viejo
Bueno, no sé, señora –respondió el hombre mirando a la senadora- ya hay alguien en el reservado y quizá le incomode la presencia de estos caballeros.
Señora, nuestro deber es protegerla –insistió el guardaespaldas dirigiendose a la senadora.
Por favor, podría preguntar a la persona que me espera si tiene algún inconveniente en que los muchachos echen un vistazo –preguntó Helen al encargado.
Un momento, señora –respondió y acto seguido subió las escaleras.
Volvió a los pocos segundos.
Esta bien –dijo- suban.
El reservado era pequeño, con una mesa ovalada y varias sillas. Estaba decorado con gusto, pero sin ostentación. Una mujer joven y atractiva, de cabello negro largo estaba sentada a la cabecera de la mesa. Tenía los ojos oscuros y los labios rojos y gruesos. Su piel morena no dejaba lugar a dudas sobre su ascendencia latina. Cuando entró la comitiva, se levantó y dirigiendose a Helen dijo:
Buenas tardes, senadora. Mi nombre es Carla y estoy al servicio de Mistress Patrizia.
Buenas tardes – respondió Helen cortesmente, estrechando su mano – mis guardaespaldas se han empeñado en echar un vistazo.
No hay problema, adelante.
Los dos hombres entraron y durante varios minutos escrutinaron cuidadosamente el reservado mientras las mujeres se mantenían en silencio. Después, aparentemente satisfechos se dispusieron a abandonar la habitación.
Señores, les rogamos que no vuelvan a interrumpirnos – dijo Carla – su señora estará bien y bajará cuando hayamos acabado la velada.
Los dos guaruras miraron a la senadora, esperando su confirmación.
Sí, si, esperad abajo y no nos interrumpais – dijo Helen C. Taylor
Como usted diga, senadora –respondieron.
Una vez a solas, Carla se levantó y se dirigió hacia una de las paredes. Vestía un top negro, ajustado que marcaba sus exhuberantes tetas y unos pantalones de licra, también negros que resaltaban su esbelta figura. La mujer giró una palanca oculta y Helen observó atónita cómo dos de los paneles de la pared se deslizaban silenciosamente y dejaban a la vista un pasillo iluminado.
Sigame, senadora –dijo la joven.
¿Dónde vamos? –preguntó Helen, insegura.
No haga preguntas y obedezca –respondió la mujer con seriedad.
Helen siguió a la joven por el pasillo y en breve llegaron a una habitación amplia. En las paredes de la misma la senadora pudo ver baldas marcadas con números, y en algunas de ellas ropa apilada. Carla se dirigió hacia la número 16 y se detuvo ante ella.
Desnudese y ponga la ropa en esta balda
Helen abrió los ojos como platos, incrédula.
No puede decirlo en serio –dijo.
Muy en serio, senadora
No pienso desnudarme.
En ese caso puede marcharse. Mistress Patrizia tomará las medidas oportunas.
Qué medidas
Usted lo sabe perfectamente.
La senadora suspiró. Sabía que no tenía otra opción.
Está bien, lo haré –dijo resignada.
La joven no hizo ningún comentario. Helen se quitó los zapatos y los puso sobre la balda. Después se desabrochó la blusa y se la sacó. La dobló con cuidado y la dejó sobre las sandalias.
Bonito sostén – comentó la mujer.
Gracias.
Quiteselo.
La senadora llevó las manos a la espalda, encontró el cierre y lo abrió. Después se deslizó las tiras del sujetador por los brazos y lo dejó sobre la balda. Sus tetas quedaron expuestas ante los ojos de la joven. Helen no podía creerlo. Sus pezones estaban hinchados y apuntaban obscenamente hacia arriba.
Ahora la falda – dijo la joven.
Helen llevó la mano derecha al lateral de la falda y bajó la cremallera. Entonces, contorneó las caderas y tiró de la prenda hasta que ésta cayó a sus tobillos. Se agachó a por ella y la dejó junto al resto de la ropa.
Su ropa interior es preciosa, senadora –dijo Carla admirando las braguitas y el liguero de Helen – lástima que las órdenes de Mistress Patrizia sean tan precisas. Por favor, quiteselos.
La honorable Helen C. Taylor liberó las medias del liguero y lentamente se las deslizó, primero por una y luego por la otra pierna. Después, se desprendió del liguero y finalmente, con cierto sonrojo se bajó las braguitas negras y se quedó totalmente en cueros ante aquella desconocida. Hubiese pagado por que fuese de otro modo, pero lo cierto es que su cuerpo temblaba de excitación. Sí, allí desnuda, su cuerpo expuesto ante una bella joven totalmente vestida, la senadora Helen C. Taylor estaba excitada.
Muy bien, senadora. Ahora entrelace sus manos tras la cabeza y separe las piernas.
Helen obedeció. La joven se acercó a ella y pasó la palma de su mano por el abdomen de la mujer. La senadora se extremeció.
Se le ha borrado un poco –dijo Carla, y sacando un rotulador de su bolso volvió a marcar la palabra "PUTA" en su barriga – así está mejor
Entonces los ojos de la joven se posaron sobre el pubis de la senadora. Extendió su mano y lo acarició.
Veo que ha cumplido las órdenes del Ama –dijo ante la ausencia de vello vaginal, y acto seguido comenzó a manosear el coño de Helen sin miramientos, sobando su mojada vulva y acariciando su sensible clítoris.
La senadora no osó detenerla. Se dejó tocar e intentó disfrutar con ello. A fin de cuentas, qué otra cosa podía hacer, se dijo. Pero Carla se detuvo en seguida.
Es una lastima que no pueda jugar un poquito más con usted, pero Mistress Patrizia le está esperando. Junte las piernas y agachese sin doblarlas hasta agarrar los tobillos.
Helen no entendía qué era lo que la joven pretendía pero obedeció. No estaba muy en forma y tuvo que doblar levemente las rodillas para alcanzar la posición. Sintió cómo Carla se situaba tras ella y cómo sus manos se posaban sobre sus nalgas y las abrían.
Su ano y su raja del culo están sin depilar –reprochó
No podía hacerlo yo sola.
Al Ama no le valen esas excusas. Cuando ordena algo lo quiere hecho. Es tu problema el cómo lo haces.
Pero....
Las explicaciones guardelas para el Ama. Las necesitará. Ahora levantesé. Es hora de ir a reunirnos con ella.
La senadora obedeció. Carla abrió su bolso y extrajo un collar negro de cuero, con el número 16 grabado, que ajustó alrededor del cuello de Helen. Era ancho, con aros alrededor. La joven pasó un cordel por uno de los aros delanteros y tiró de su cuello.
Vamos – dijo- Mistress Patrizia nos espera.
Helen C. Taylor avanzó guiada por Carla. Se sentía como una esclava a punto de ser vendida. Carla miró hacia atrás y contempló a la mujer que le seguia sumisamente. Tenía los pezones erectos y el coño abierto y húmedo. Su admiración por el Ama se hizó más intensa. Carla había visto a la senadora Taylor en televisión. Era una mujer segura de sí, decidida, con carácter. El Ama estaba consiguiendo convertirla en una puta. ¿Estaría en sus planes esclavizarla?, se preguntó.
Pongase el antifaz –dijo
Lo dejé en el bolso, sobre la balda
Carla fue a por él y se lo colocó sobre los ojos. Ahora nadie podría reconocerla. La joven tiró del collar y llevó a Helen hasta el extemo opuesto de la habitación, donde esperaba una puerta cerrada. Carla la abrió y guió a la senadora a través de ella.
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