Salimos de la sala y volvimos a la zona del puerto cogidos por la cintura. Hablamos mucho y de muchas cosas, desde cómo afrontar la convivencia a partir de ahora, hasta confesiones íntimas de carácter sexual, pasando por nuestros planes personales para el futuro. Los dos estábamos a gusto y no nos dimos cuenta del tiempo que habíamos estado paseando, hasta que miré mi móvil. ¡Eran casi las tres!. Buscamos el coche, nos emplazamos para hablar mañana a primera hora con nuestros respectivos y volvimos al chalé.
Me levanté temprano y preparé mi desayuno y el de mi padre. Nos lo tomamos en silencio en la mesa de la cocina. Cuando estábamos acabando, vimos bajar a Carlos y a mi madre. Venían vestidos de calle. En cuanto pisaron la estancia, mi padre tomó la palabra, pero su discurso fue breve:
- Laura, hemos de hablar. Esto no puede seguir así. Creo que…
Mi madre le interrumpió y levantó los brazos pidiendo silencio. Carlos se mantenía en segundo plano, parapetado detrás suyo, sin abrir boca.
- Johan, Julia, dejadme hablar. Aún no sé cómo ha pasado, pero ha pasado. Carlos y yo nos compenetramos y queremos vivir juntos. No nos pidáis explicaciones, porque ni yo soy capaz de dármelas a mí misma. Es lo que hay y punto.
Iba a contestarle lo que había preparado cuidadosamente durante la noche, después de la conversación con papá, pero me lo pensé mejor: ¡A tomar por culo, joder!. Si una piensa con el chocho y el otro con la polla, ya se lo harán. Así que yo también fui breve:
- Perfecto, mamá. Pero, dinos, ¿qué pensáis hacer?.
- Nos vamos a ir ahora mismo a Madrid. Nos instalaremos en casa mientras buscamos algo y cuando lo hayamos encontrado, me llevaré mis cosas y os dejaremos el piso para vosotros.
- Laura, hemos de volver a Madrid el veinticinco. Cuando lleguemos, no quiero encontraros en casa. Espero que el piso esté en orden y no te hayas llevado nada que no sea tuyo.
- Eres un materialista, Johan. Tú dedícate a follarte jovencitas y no te preocupes por eso, a partir de ahora, voy a viajar ligera. Si te parece, dentro de unos meses quedamos para arreglar las cosas legales y todo eso.
- Dame un beso, hija, que nos vamos.
A mi madre le di un beso, que para eso seguía siendo mi madre. A Carlos, una patada en los huevos, sin pasarme. La noche anterior ya habían hecho las maletas y las habían cargado en los coches, así que montaron cada uno en un vehículo y emprendieron un viaje que abría una nueva etapa en sus vidas. Y en las nuestras.
Mi padre y yo, nos sentamos unos minutos en la mesa y nos miramos sin saber qué decirnos. Fui yo la que tomé el toro por los cuernos:
- Venga, papá, seguro que has oído el ese refrán que dice: “El muerto al hoyo y el vivo al bollo”. Pues eso, Pasemos página, que la vida sigue y nos queda mucho por hacer.
- Hablas como toda una mujer, hija. Gracias. Me hacía falta oír cosas como estas.
- Me alegro de poder ayudarte. Ahora vamos a recoger la cocina y saldremos a tomar el sol y bañarnos un rato. Luego ya veremos lo que hacemos.
Arreglamos la cocina y subimos a ordenar las habitaciones. Decidí cambiar las sábanas de la habitación de mis padres, para que él volviese a ocuparla. Al abrir la puerta ya olía a sexo, pero lo que me encontré no tenía nombre. Las sábanas estaban pringosas, llenas de semen, flujos femeninos e incluso manchas marrones con aspecto de chorretones de mierda seca. ¡Menuda guarrada!. Había condones usados en el suelo. Su aspecto y color combinaba con el de las manchas marrones de la sábana y delataba el uso que les habían dado. Me encontré el consolador negro de mamá encima de la mesita sin limpiar y pañuelos de papel usados para vete a saber qué por doquier.
¿Qué le pasaba a mi madre?. ¿Cómo esa mujer cuidadosa, limpia y siempre meticulosa se había convertido en una cerda capaz de irse dejando la habitación así?. ¿Y a Carlos?. El finolis que no quería comerme el coño si se había corrido dentro, ahora podía sodomizar a su suegra con el culo lleno de mierda. Por Dios, ¿qué les había pasado a esos dos?.
Dejé las elucubraciones estériles y pasé a la acción: abrí todas las ventanas, aparté la bajera para tirarla directamente a la basura, saqué la otra sábana, el cubrecama, el protege colchón, las almohadas, las fundas interiores de los cojines y toda la ropa de casa que encontré en el baño y la bajé a la lavadora. Puse el programa intensivo a noventa grados y me fui a la cocina a por unos guantes. Subí con el cubo de la basura y tiré todas las porquerías que encontré, dildo y bajera incluidos. Volví con el cubo de fregar lleno de agua caliente y lejía a mogollón y fregué el suelo dos veces, por lo que pudiera ser. No contenta, repasé los muebles con desinfectante. Puse toda la ropa de cama limpia, toallas y demás. Entonces busqué a papá y le ayudé a volver a su habitación.
Al entrar lo repasó todo con la mirada.
- He cambiado toda la ropa y he limpiado los muebles y el suelo, papa. En los armarios no queda nada de mamá. Vuelve a ser tu habitación.
- Gracias, Julia. No sé qué haría sin ti.
- No te pongas metafísico. Vamos a darnos un baño y a tumbarnos al sol un rato. Hoy hace un día precioso y tenemos que aprovecharlo. Arreglo mi habitación y bajo enseguida.
Hice la cama, recogí la ropa para lavar, tomé mi libro de la mesilla y la toalla de baño y bajé a la alberca. Me encontré a papá estirado en una tumbona leyendo algo en su tablet. Me hizo ilusión que hubiese elegido el bóxer naranja de baño de D&G que le regalé hace un par de años. Al verme llegar levantó la vista y me saludó. Dejé las cosas al lado de mi tumbona y me quité la camisola que llevaba desde que me había levantado.
- Pero hija, ¿piensas ir desnuda?.
- Sí, y tu deberías hacer lo mismo. Matilde ya no viene, así que no veo qué problema hay.
Se quedó pensativo, viendo como extendía la toalla sobre la hamaca y me ponía bloqueador. Tardó un poco, pero al fin levantó el culo y se bajó el bañador. Me miró con una sonrisa picarona y dijo:
- Ya sabes lo que dicen: “Haz lo que vieres donde fueres”, así que aquí me tienes, delante de mi princesa con las vergüenzas al aire.
- Yo creo que el refrán es al revés, pero no importa. Sabes que me gusta tomar el sol en bolas, papá, y a ti también, así que no busques excusas baratas. Y no me mires así, porque ni te voy a poner crema, ni me la vas a dar a mí, no sea que se te ponga alegre la cosita.
- Hija, cosita, cosita…
- Cómo sois lo hombres, ¿quieres que te la mida?. Anda, dejemos de hablar de tu pene y leamos un rato, que te veo muy dicharachero.
Nos pasamos un par de horas, uno con la tablet y otra con el libro, tostándonos al sol. Nos bañamos un rato y ya secos, nos pusimos la ropa con que habíamos bajado al jardín y entramos para hacer la comida. A la tarde jugamos unas partidas a un juego de cartas, pero a dos tenía poco recorrido, así que cambiamos al ajedrez. Yo juego bastante bien, no es por decirlo, y dejé a papá para el arrastre, a pesar de que fue él quien me enseñó de pequeña.
Cenamos en casa y vimos una película de culto: Reservoir Dogs, de Quentin Tarantino. Ambos la habíamos visto antes más de una vez, pero a mi padre le gustaba mucho y siempre encontraba algún detalle nuevo en cada pase.
Después de comer, él se había cambiado el bañador por algo más de ir por casa. Yo no había subido al piso de arriba en toda la tarde y seguía con la misma camisola. Ambos estábamos tirados en el sofá frente a la pantalla, comentando la película mientras comíamos unas almendras fritas saladas. Mientras veíamos en la pantalla la escena en que el señor Rubio corta la oreja del rehén, me estiré como una gata, el cuerpo se me fue hacia delante y la camisa se quedó dónde estaba. Al no llevar nada debajo, mi padre pudo ver el chochete tan guapo que tenía su niña y eso se ve que lo alteró.
- Julia, vigila un poco, lo enseñas todo.
- Todo, todo, no papá. Eso era en la alberca. No te preocupes, ya me bajo la camisola, no sea que tu cosita se convierta en una cosota y tengas que aliviarte antes de tiempo.
Quiso quitarle importancia a la situación y se rio, pero su ya cosota, creció un poco más. Me apoyé en su hombro y jugando, jugando, acabé con la mano sobre su entrepierna.
- Cuando ves cosas bonitas, el nabo se te pone contento, eh bribón.
- Hija, por favor, que no soy de piedra.
- Yo tampoco, papá. ¿Qué haremos ahora con el sexo?. Yo esperaba que Carlos me bajase los picores del coño y tú que mamá te dejase para el arrastre a golpe de polvo. Y ya nos ves, ellos dos follando como macacos y nosotros viendo a Tarantino, más calientes que una plancha y sin nadie con quien montárnoslo.
- Bueno… Mañana podemos salir a dar una vuelta y ver si ligamos. Si quieres puedo ayudarte a entrar un perfil molón en alguna aplicación. Unas funcionan más que otras, según lo que busques. Ahora somos personas sin compromiso.
- Mira papá, te lo digo una vez y no más: olvídate de una puta vez de buscar a niñatas de dieciocho añitos para hacer vete a saber qué. No vas a follar ni una sola vez más con ninguna de las que te tiras hace tiempo, ni vas a intentar quedar con otra de esas casquivanas que buscas con las apps. Anda, coge el móvil y borra todos tus perfiles. ¡Ya!.
En la pantalla de la sala, Joe dirigía su pistola al señor Naranja y el señor Blanco la suya a Joe, Eddie apuntaba su arma al señor Blanco y el señor Rosa se escondía como podía. Mientras, mi padre cogía el móvil y seleccionaba “Borrar” y le daba al “OK” cuando le preguntaban “¿Está usted seguro?” una y otra vez. En el plasma, Eddie y Joe morían y el señor Rosa cogía los diamantes y huía en el momento en que papá le daba al “OK” final de la última app. No había sido fácil. Tampoco para el señor Rosa.
La mañana siguiente bajamos a la playa. A mi preferida, por supuesto. No pensaba volver a Madrid con marcas del bikini sobre la piel. Pasamos una mañana fantástica, hablando de nosotros, de política, de pelis,… Nos bañamos y jugamos en el agua como niños y cuando a papá se le iban los ojos al cuerpo de alguna jovencita, le llamaba al orden, tal vez sin ser consciente, o sí, de lo que provocaba:
- Papá, en vez de mirar el coñito o las tetas de esa chica a la que doblas, y más, la edad, mira los míos. A ver si así se te pasa ese insano descontrol. Pervertido.
- Fíjate en la mujer que está con el tío de la polla gorda. Está un rato buena y se la ve una tía dispuesta a darle una alegría al cuerpo. Debe tener pocos años menos que tú. A ver si te la levantas. La mujer, eh, no a tu cosota, no me vayas a montar un número.
Yo creo que era perfectamente consciente que con esas palabras incitaba a que mi padre mirase a su princesa con otros ojos, pero me gustaba hacerlo y prefería esconderme a mí misma las consecuencias que podían conllevar, tal vez por deseadas, aunque fuese en mi subconsciente.
Sobre las dos del mediodía, recogimos las cosas y volvimos a casa. Cogí toallas de la caseta del jardín, y de paso, unos pareos que mamá debía haber dejado allí, vete a saber cuándo. Nos dimos un remojón en la alberca para quitarnos la sal y una vez secos, le di un pareo a mi padre y me enrollé el otro a la cintura. Al ver que me quedaba en tetas, me miró de arriba abajo.
- Princesa, no me acostumbro a verte desnuda. Estás muy guapa.
- Pues vete acostumbrando, porque aquí o en la playa, cada día estoy más a gusto sin ropa. Tú tampoco estás nada mal y te he de confesar que verte así, también me altera un poquito.
Lo dejamos aquí y entramos a la cocina. Pienso que los dos queríamos algo más, pero no estábamos preparados. Lo del Carlos y mamá era muy reciente. Nos levantaba algunas barreras, cierto, pero también era un toque de atención sobre las consecuencias de las relaciones más allá de lo socialmente aceptado. Aparte de ser un hombre y una mujer, éramos padre e hija y, además, pretendía que superase su fijación con las jovencitas y, claro, yo era una de ellas. ¡Menudo embrollo!.
Dejé que preparase él la comida: Ensalada de tomate con burrata, albahaca fresca y aceitunas negras marinadas y unos entrecots a la parrilla. Yo procuraba cuidarme, pero él aún más. Nos tomamos unas fresas con zumo de naranja de postre y después del obligado café, cada uno se fue a su habitación a hacer la siesta.
No creo que ninguno durmiésemos. Teníamos mucha calentura acumulada en el cuerpo y demasiadas cosas en que pensar. No sé él, pero yo empecé por hacerme un dedo y luego me quedé reviviendo los frenéticos acontecimientos de los últimos días. Las imágenes que pasaban por mi mente me ponían como una moto, pero lo peor fue imaginarme lo que podía venir. En ese punto, claudiqué: tomé el Satisfyer del cajón de la mesilla, me lo apliqué, me machaqué los pezones y me corrí como una guarra. Me tomé cinco minutos para digerir el orgasmo y bajé a refrescarme. Encontré a mi padre tendido sobre una de las tumbonas, leyendo el periódico con el pito señalando el azul del cielo.
- Hola Judit. No podía dormir y he bajado a hacer un poco el gandul mientras hojeaba la prensa.
- Debe ser cosa del calor, porque yo tampoco he dormido nada. Al final, me he hecho un dedito en la cama y he bajado más relajada. Tú también tendrías que hacer algo. Por lo que veo, creo que te convendría un buen apaño.
- Hoy ya llevo dos, cariño.
- ¡Joder papá!. Eres un salido.
- Mira quien habla. Debe ser cosa de familia.
- Será.
Al cabo de un rato nos vestimos y nos sentamos en la mesa del jardín para entretenernos jugando a algo. Estábamos a gusto los dos y al ser ambos los perjudicados del órdago de Carlos y mi madre, queríamos digerirlo juntos.
No hay muchos juegos divertidos para dos. Aparte de esos, malpensados. Al final decidimos probar con la brisca. Acordamos que quien ganase las ocho rondas de cada partida, debía llevarse algo y que, al acabar de jugar cinco partidas, contaríamos quién había ganado más y el vencedor se llevaría el premio gordo. Apostar dinero era muy cutre, jugarnos las prendas no tenía sentido cuando ya nos veíamos desnudos en la playa o la alberca. Después de una divertida discusión, en la que abundaron propuestas bastante subiditas de tono, optamos por escribir los “premios” que se llevarían los ganadores en papelitos y guardarlos bien doblados en una caja. Para darle más emoción, los abriríamos la mañana siguiente.
Escribí números correlativos del uno al cinco en sendos trozos de papel y nos jugamos a la carta más alta quien empezaba a escribir en que consistiría el primer premio. Le tocó a papá. Además, escribí “El Gordo” en dos papelitos más, para que cada uno rellenase el suyo. La cosa consistía en que el ganador de cada partida disfrutaría del premio que estaba escrito en el papel a costa del perdedor. No se podía poner nada que costase pasta o algo similar y para el premio gordo, el ganador podría escoger su propuesta o la del contrario, el pago, siempre a cargo del perdedor, por supuesto.
Cogí mis papeletas: la dos y la cuatro y una del gordo. Me puse a pensar qué premios iba darle a mi padre en el caso de que ganase la ronda. No era cosa fácil, porque si la ganaba yo, me tendría que dar él el premio, así que debía escoger algo que nos pudiese gustar a ambos. Empecé a pensar en diferentes chorradas: desde cargarle tareas de la casa, hasta ir a algún sitio divertido o hacer idioteces en lugares públicos.
Me fijé en qué hacía mi padre y lo que vi, fue una cara cargada de lascivia y su mirada yendo de mi escote, a lo poco que se podía intuir entre mis piernas. Si valoraba así los premios que iba a escribir… Le miré con mi mejor cara de rompebraguetas, me mordí el labio inferior y lo tuve claro: ¡Qué fuese lo que tuviese que ser!. Él lo quería y yo también. Enterré todos mis fantasmas y tabús y fui escribiendo los papelitos, uno detrás del otro. Cuando llegué al gordo, levanté la mirada y le enseñé el papel en blanco a mi padre. Él tomo el suyo e hizo lo mismo. Nos reímos los dos y cada uno escribió el premio mayor para el ganador absoluto.
Unas partidas a la brisca pueden tener su qué, pero como sabíamos lo que nos jugábamos, o al menos la mitad, y al parecer tanto él como yo íbamos fuertes, acabaron siendo muy reñidas y excitantes. No sé cómo se lo tomaba mi padre, pero en mi caso, a cada ronda, mojaba más las bragas. Al final, acabé ganando tres rondas y él dos, así que también me llevé “El Gordo”. Para algo tenían que servir las tardes en el bar de la facultad, digo yo. Abracé a papá y colgándome de su cuello, lo morreé. Nada de piquitos y eso. Un buen morreo en toda regla, mientras gritaba: ¡he ganado!, ¡he ganado!. Mañana me tendrás que dar todos los premios y no te vas a escaquear ni un pijo. El reía y se acariciaba el paquete con disimulo.
Cuando quisimos darnos cuenta, eran las once de la noche. Preparamos unas fajitas y helado para cenar y lo tomamos frente al televisor. Esa noche tocaban Tom Cruise y Nicole Kidman en la obra póstuma del gran Kubrick: Eyes Wide Shut. Es una excelente película, con un guion transgresor y un cierto contenido erótico. Durante la escena en que Bill, Tom Cruise, se pasea a través de varias salas de la mansión en la que tiene lugar la orgía ritual, observando actos sexuales entre hombres y mujeres sin distinción, papá me pasó el brazo por detrás del cuello y me acarició el hombro.
Sus carantoñas no iban más lejos, pero yo quería más y aunque no era el momento, me creía con derecho a un anticipo. Tomé su mano, ahuequé el escote de la camiseta de tirantes que llevaba y la deposité sobre uno de mis pechos. Él no dijo nada y siguió mirando cómo en la pantalla, Bill era llevado ante el maestro de ceremonias. Metí mi mano dentro de su pantalón de estar por casa. Era de punto y no llevaba nada debajo, así que no me costó tomarle los genitales con la mano. Se los acaricié una vez y la dejé quieta, degustando su hermosa erección.
Ni el uno ni la otra hacíamos ningún movimiento. Uno sobaba teta y yo, absorbía el calor que desprendía el miembro. Continuamos así hasta que aparecieron los títulos de crédito en la pantalla. Entonces apartamos las manos y comentamos la película como lo hubiésemos hecho unos meses antes, sin asumir que había sucedido lo que acabábamos de vivir.
Finalmente, nos levantamos y nos deseamos buenas noches. Yo le di un pico y un cachete en el culo, subí al lavabo, me aseé, me metí en la cama y me dormí con la sonrisa en los labios de una de mujer satisfecha. Él tomó una cerveza de la nevera y se quedó en la sala meditando. Seguramente, tratando de asumir lo que sabía que iba a suceder por la mañana. No debía ser una cosa fácil para un padre.
Cuando me levanté, me encontré con un impresionante desayuno en la mesa del jardín y papá esperándome.
- Buenos días, princesa. Como hoy Matilde no va a venir, te he preparado un desayuno como los que te hace ella.
Me lancé a su cuello y lo besé. Lo besé de verdad, como una mujer besa a un hombre. Me devolvió el beso y me convirtió en una mujer feliz.
- Gracias, Johan. Me encanta que me consientas tanto. Siéntate conmigo. Hemos de desayunar fuerte, luego tenemos mucho que hacer.
Mi padre me miró extrañado. Nunca le llamaba por el nombre y el cambio, consciente o no, era evidente que presagiaba algo trascendente. Al acabar de desayunar, fui a buscar la caja donde habíamos dejado los papelitos de los premios y le pregunté:
- ¿Prefieres que la abramos aquí o al lado de la alberca?.
- Mejor en la alberca, preciosa.
Uy, uy ,uy, así que preciosa. Sólo mamá me decía eso, y muy de tanto en tanto. La cosa presagiaba emociones fuertes. Nos sentamos cara a cara en las tumbonas, rebusqué el papelito con el número uno y lo leí en voz alta:
- “El perdedor o perdedora embetunará con crema hidratante o bloqueador solar el cuerpo al completo del ganador o ganadora. La acción durará cinco minutos”.
- Este lo has escrito tú, papá. Eres un pillín. Lo que no me queda claro es eso de “al completo”. Has de explicármelo bien.
- Mejor te estiras con una toalla debajo y lo compruebas por tu misma, preciosa.
Uy, uy, uy, dos veces en tan poco tiempo es mucho. Me quité la camiseta que me había puesto al salir de la cama y me estiré cuan larga era boca abajo. Siempre es aconsejable dejar la mejor parte para el final.
- ¿Leche hidratante o bloqueador?.
- Leche. Y pon el crono del móvil, que hace tiempo que te conozco.
Me repasó a fondo espalda, cuello, nalgas y piernas. No hace falta que os preguntéis qué parte trabajó con más ahínco. Conocéis la respuesta. Cuando consideró que había magreado toda la piel a su abasto, me dio una palmada en el culo y me di la vuelta. Yo creo que cumplir la segunda parte de su pena, le costó aún menos . Para empezar, se centró en los pechos. Dejé que se propasase un poco. A mí me daba gusto y a él se le encabritaba y eso, también me gustaba. Subió a los hombros y volvió hacia abajo. Me untó la panza y justo cuando iba por el pubis, preparando la mano para reseguir la vulva y todo lo que había por ahí cerca, sonó la alarma.
- ¡Tiempo, tiempo!. Ya era hora, golfo. Estabas a punto de pasarte dos pueblos. Has empezado bien, pero al final, un poco más y me la metes. Suerte que ha sonado ese chisme.
- Pero si aún voy vestido, cariño.
- La mano, la mano. ¿En qué estabas pensando?. Eres un salido, papá. Deja que me levante, ahora me toca a mí pagar la deuda.
De pie frente a él, volví a ponerme la camiseta y él sacó el siguiente papel. El dos lo había escrito yo. Sabía perfectamente lo que decía y después del estreno de mi padre, iba a quedar como una estrecha. Lo abrió y leyó:
- “No ponerse gayumbos o bragas durante una semana”.
- Va a ser bonito tenerte una semana cerca con el coñito al viento, aunque me parece a mí que, conociéndote, más que un castigo, para ti va a ser un premio.
- Eres un guarro, papá, pero no puedo ocultarte que cada día me pone más enseñar. Carlos me metió el gusanillo en el cuerpo y… Dejémoslo, no quiero seguir pensando en ese desgraciado. Venga, saca el tres que ahora te toca tragar de tu propia medicina.
Lo abrí y al leerlo me eché un hartón de reír. Mi padre quería saber si a su niña le iba la carne y el pescado, pero le había salido el tiro por la culata, porque el pringado era él. Empecé a hablar y al mirarle, vi cómo le subían los colores con cada palabra.
- “El perdedor o perdedora contará de forma precisa las relaciones distintas de las heterosexuales con otra única persona que haya mantenido a lo largo de su vida”.
- Joder, mira que eres rebuscado escribiendo, papá. Para que yo lo entienda: me has de contar los rollos que hayas tenido con tíos y los tríos o juergas con más gente. Lo que no me queda claro es si eso incluye los tríos y demás cuando aparte de ti, sólo participaban mujeres.
- Déjalo, hija. Empiezo y ya irá saliendo. Me da vergüenza hablar de eso.
- Pues ya me dirás por qué has elegido ese castigo. Tú te lo guisas, tú te lo comes, guapo.
- Es que había calculado que…
- Déjalo, ya acabo yo: …le tocaría largar a tu niña. Chafardear en la vida sexual de tu princesita, te pone un montón. Eres un viejo verde, papá.
Sin entrar en demasiados detalles, resulta que mi padre, ese que iba de semental empotrador detrás de las jovencitas, en la época universitaria la había metido en más de un culo peludo y el suyo había degustado bastante verga. Me confesó que lo había disfrutado, pero que lo suyo eran las mujeres y cuando empezó a salir con mamá, cortó sus ínfulas bisexuales. Lo que me sorprendió fue que, con mi madre, en los primeros tiempos de casados, cuando por motivo del post-doc que hizo ella, vivieron un tiempo en Berlín, hacían tríos e intercambios, incluso estando mamá embarazada. Y en esas partouzes, él no despreciaba una buena verga. ¡Eso mi madre no me lo había contado nunca!.
- No soy yo la castigada, pero ya que has sido tan sincero, te voy a confesar que yo también me he acostado con chicas y creo que, si se da la ocasión, seguiré haciéndolo. Montármelo con más de una persona debe ser cosa de familia, porque me encanta, aunque el gilipollas de Carlos no quería. Sólo para él, y ahora mira. Dejemos las lágrimas y pasémoslo lo mejor que sepamos sin ataduras. Me toca pagar. Venga, lee el cuarto.
- “Masaje tántrico”. Lo tuyo sí que es la brevedad, cariño.
- Ya lo dijo Gracián: Lo bueno, si breve, dos veces bueno. Vete quitando la ropa y estírate de panza. Voy a buscar algún aceite de esos que tenéis en el baño para hacer guarraditas.
Al volver me encontré a papá cuan largo era sobre la tumbona, con su culo de osito por bandera. Se había acordado de extender una toalla grande debajo. Tomé otra de manos, la doblé y se la puse bajo la frente. Le recogí los brazos y le acomodé la barbilla sobre las manos. Casi lo tenía a punto. Le hice un signo de silencio con el dedo, seleccioné en Spotify música de esa de meditación hindú, la pasé al ampli bluetooth que traje conmigo y con dos botes de aceite a mano y una toalla, me quité la camiseta y me puse a la faena.
No soy una experta en masajes, y mucho menos de esos “tántricos”. De hecho, nunca me ha dado uno así un profesional. Pero la cosa no era ir de experta, sino de sobar a mi padre con la excusa y de paso, ponerme el coño contentillo.
Escancié una buena dosis de aceite. Empecé a repartirlo, pasando las manos por toda su piel y cuando no quedó nada por untar, volqué un buen reguero entre mis pechos. Me situé en posición transversal, lateralmente a su cuerpo, y apoyé las tetas sobre su espalda. No sé si eso era tántrico o no, pero lujurioso, un rato. Moví el tronco en círculos sobre su cuerpo, desde los hombros, hasta las pantorrillas. Con el avance, los senos iban acariciando a mi padre y excitando a su hija a partes iguales. Inicialmente había pensado hacer un viaje de ida y vuelta, pero tenía una postura muy poco ergonómica y empezaba a dolerme la espalda. ¡Lo que hace no dominar los entresijos de la profesión!.
Cambié de lado y decidí centrarme en las zonas erógenas. Creo que en eso consisten estos masajes, y si no fuese así, tampoco me importaba. Le di un buen repaso a ese culete fibrado y peludito. Cuando acabé con las nalgas, metí la mano entre las piernas y le masajeé el agujerito, la raja y la parte trasera del escroto. Se ve que le gustaba, porque me pareció oír algo como: “mmm, qué me haces hija, mmm, qué bueno preciosa”. Paré, no fuese que lo enviciase, y le pedí que se diese la vuelta.
Me miraba como ido de este mundo. Sonreí y le di un piquito. Le coloqué de nuevo la toalla bajo la cabeza y tomé otra pequeña para cubrirle la cara. Repetí los pases que acababa de hacerle en la espalda. Al pasarle el busto sobre sus genitales, movió la mano para acariciarme la grupa y tuve que reprenderle. Se llevó un buen manotazo en el rabo. No debió ser grave, porque su respuesta sonó más a murmullo de placer, que a queja. Seguí el tratamiento hasta los empeines y decidí que era el momento de pasar al toque final y dar por acabado el castigo.
- Papá, voy a terminar dándole unos toques especiales a tu lingam, para activarlo. No sé si lo sabes, pero es dónde se localiza el chakra sexual de los hombres. Un buen masaje tántrico, no puede acabar sin atender esa parte como se merece.
- Lo que tú digas, hija, pero vigila, porque estás a punto de vaciarme todos los chakras del universo entero, cariño.
- Eso no ocurrirá.
Le embadurné con mucho aceite el lingam, eso que entre las amigas siempre llamamos “paquete”, pero si la cosa va de tántrico, no voy a quedar mal por el nombre. Le tomé los huevos con la izquierda y el tallo del cipote con la derecha. Empecé a subir y bajar la mano buena, mientras rotaba la izquierda, acariciando el escroto y perdiendo el índice, de tanto en tanto entre los anillos del esfínter. Su chakra debía sentirse eufórica, porque el pobre empezó a rebufar como un semental en plena monta. En ese momento lo tuve claro: el masaje había llegado a su punto álgido y era el momento de acabar, no fuese que las chakras sexuales abandonasen el cuerpo terrenal por el extremo con agujero del lingam paterno.
Le dejé descansar, reprimiendo las ganas de activarme el yoni y todas sus chakras, y ya puesta, darme un buen repaso a los pezones. Estaba como una moto. Ya no podía ocultarme a mí misma ni un minuto más que mi padre me ponía a cien. Pero como sabía que todo tenía su momento y el mío no iba a tardar en llegar, quité la toalla que le cubría el rostro y le bajé los humos, porque lo que es la polla, se quedó tan tiesa como lo estaba desde que se tumbó en la hamaca.
- Venga, vamos a ducharnos que estamos empapados en aceite. Aún tienes castigos por cumplir y no pienso dejar que te escaquees.
El pobre, ni contestó. Me tomó de la mano y cimbrel en ristre, nos metimos en la ducha del jardín. Nos enjabonamos uno frente al otro sin tocarnos. Sólo me acerqué a él cuando ya estábamos enjuagados para besarle los labios, con más cariño que lascivia.
Nos olvidamos de la tumbona tántrica cubierta con la toalla anegada de aceite, pusimos los pareos doblados sobre los sillones reclinables y nos sentamos. La penitencia número cinco y última, la había escrito y tenía que llevarla a cabo él. Cogí el papelito de la caja, lo abrí y leí:
- “El perdedor o perdedora besará intensamente la parte del cuerpo del ganador o ganadora que el propio ganador o ganadora decida. La acción durará cinco minutos”.
- Coño, papá, mira que llegas a ser barroco escribiendo. Si fuese la profe de Derecho Romano de primero, te suspendería sin leer el examen.
- Hay que ser preciso con el lenguaje, cariño. ¿Dónde quieres el beso?.
Qué beso y qué leches. ¡Con lo que me había contado mamá sobre sus comiditas de bajos, iba yo a pedirle un morreo!. Me repantingué sobre el sillón, levanté las piernas y las pasé sobre los reposabrazos. En esa posición, el chocho me quedaba abierto de par en par, así que no tuve que dar demasiadas explicaciones. De hecho, bastó una palabra:
- Aquí.
- Hija, ¿seguro?.
Ni me molesté en contestar, pero lo entendió. Su verga aún más.
Se sentó en el suelo con las piernas entre las patas de mi sillón, me tomó las nalgas para colocarme en la posición óptima, me miró a los ojos, moví la cabeza afirmativamente, sonrió, saco la lengua y la apoyó contra mis labios menores. Lo que vino a continuación, fue la mejor comida de coño que me habían hecho en la vida. Me vine una vez tras otra. Menudas corridas. A la tercera, o cuarta, qué sé yo, solté juguitos para aburrir. Le dejé los morros empantanados a mi padre, pero a él no pareció importarle y siguió dándome lengua como un campeón.
Soy bastante mojona, pero nunca había llegado a algo parecido en menos de cinco minutos. Os lo puedo certificar porque, lamentablemente, puso el cronómetro del móvil y cuando ya me veía con la miel en la boca, o más bien en el clítoris, en las puertas del siguiente orgasmo, y ese era de los gordos, seguro, va y suena la alarma. El muy cabrón sacó la lengua del bollo, se levantó y no se le ocurrió decirme otra cosa que: “Se siente, se siente”. Si no fuese por el placer que me había dado y lo mucho que le quería, le hubiese matado.
Me quedé derrengada, patiabierta en el sillón, con la mano entre los pliegues de la vulva, sin fuerzas para moverla. Tanto placer me había cortado el resuello y a la vez me había dejado una cautivadora sonrisa, cargada de paz y equilibrio interior. Al fin me levanté, abracé a mi padre, lo besé y le dije bajito, boca a oreja: Gracias, papá. A ti, hija, me contestó.
Sudados y más o menos cubiertos por otros humores corporales, pasamos de todo y nos tiramos de cabeza a la alberca. Jugamos en el agua, nos besamos y nos hicimos carantoñas. Después de lo que habíamos compartido esa mañana, ya todo estaba permitido entre nosotros y yo quería llegar al final. Conociendo lo que contenía mi papel del premio gordo, me preparé para asumir su contenido, pero mi padre se me adelantó:
- Preciosa, sabes que aún tienes pendiente el premio gordo. ¿No quieres abrirlo?.
- Por supuesto, aunque no sé si vas a estar a la altura del castigo. Venga lee, perdedor. Empieza por el tuyo.
Salimos del agua y una vez secos, papá cogió los dos papelitos y, hecho un manojo de nervios, abrió el que había escrito él:
- “El perdedor o perdedora hará el amor al ganador o ganadora. Prevalecerán los deseos y sugerencias del ganador o ganadora y ambos buscarán el máximo placer del otro”.
Me reí por los descosidos al escuchar lo que leía mi padre. Por la formalidad con que escribía una cosa como esa, y por la sorpresa que se llevaría al leer mi papel. No hizo falta que le dijese nada. Lo cogió y leyó:
- “Follar hasta acabar baldados”.
Ahora era él el que se reía por los cuatro costados. Yo creo que fue una risa liberadora. Se la había jugado, pero después de los días que habíamos pasado solos, era muy obvio lo que ambos queríamos.
- Para ya, papá. He de escoger. ¡Tachán, tachán…!. Elijo el tuyo, cariño. Hoy quiero hacer el amor contigo, papá. Nuestra primera vez ha de ser algo hermoso, cariñoso, muy sensual y gratificante. Algo para contarnos nuestros gustos, filias y fobias en la cama. Para amarnos. Ya tendremos tiempo de follar y de hartarnos de sexo.
- Eres toda una mujer, Judit. No sé qué va a ser de nosotros, porque lo que estamos viviendo no es normal. Disfrutemos del tiempo que dure, sin plantearnos cosas para las que no encontraremos respuesta.
- Hecho. Dame un beso. Te espero en tu cama en veinte minutos.
Me duché y adecenté mis oquedades para estar preparada para cualquier evento. Me di crema hidratante y me puse un toque de mi perfume de guerra en el cuello, bajo los pechos y en los pelitos del pubis. Busqué la ropa interior más sexi que tenía. Encontré poca cosa, porque entre que odiaba los tangas y esas cosas que se te remeten en la raja y pocos sujetadores usaba en verano, la colección consistía en una docena de braguitas básicas de algodón, un tanga de licra un poco ajado y un par de sujetadores de triangulo que habían vivido mejores tiempos. Lo tuve claro.
Cuando mi padre, mejor dicho, mi amante, entró en su habitación, se encontró una mujer cubierta de arriba abajo por la sábana. Sólo se me veía la cabecita, apoyada en la almohada. Había acomodado la ropa de tal forma que dibujase mi silueta. Aunque no podía apreciarlo, debía parecer una estatua recubierta de una fina película blanca, dispuesta sobre un lienzo con los brazos en cruz, las piernas separadas y los senos, coronados por los pezones erectos, pinchando la tela.
Él también se había aseado. Olía al clásico gel de La Toja y se había puesto un polo y los pantalones que debía haber encontrado en la habitación de la plancha. Escrutó la cámara con la mirada, centrándose en mi figura. No se le pasó por alto el dildo realista de generosas dimensiones, los preservativos y un envase de lubricante acuoso que había sobre la mesilla de noche.
- Desnúdate, Johan. Métete en la cama y hazme feliz.
No me contestó con palabras. Soló afirmó con un gesto y apartó la sábana. Lo que vino a continuación fue la experiencia más maravillosa que había vivido hasta ese momento. Yo, una chica de veintidós años, bastante experimentada y curtida en las cosas del sexo, esperaba que un máquina como mi padre, me tomase enérgicamente y me condujese a cotas de placer que sólo pueden alcanzarse con los refinamientos propios de amantes muy experimentados y poco pudorosos, guarros y atentos a partes iguales.
No hubo nada de eso. Esa mañana mi padre me hizo el amor como a una novia con la flor sin abrir. Nada de virguerías acrobáticas, nada de prácticas elaboradas. Caricias y más caricias. Una penetración suave, lenta, disfrutando del momento. Yo abajo, de espaldas y él sobre mí, metiendo y sacando su hombría de mi sexo sin prisas, con delicadeza. Muchos besos, mucho amor.
Me vine lánguidamente, sin los estertores propios de un orgasmo entre iniciados. Él retuvo su simiente. Quería más. Yo también. Lo besé y le pedí que se estirase boca arriba. Lo monté y cabalgué su miembro despacito, llegando al límite antes de volver a unir nuestros pubis. Entretanto, él me acariciaba los pechos con maestría. Cuando noté que se le aceleraba la respiración, incrementé las acometidas y se corrió en un suspiro. Yo también.
Saqué su pene de la vaina y cuando me disponía a tomar el bálano con los labios, me paró:
- Hoy no, princesa.
- ¿Quieres darme por el culito, papá?. Sabes que eso me gusta un montón y me he preparado el agujerito para ti. ¿Prefieres que te meta ese juguetito por detrás mientras…?.
- Hoy no, princesa.
Le miré el rostro y entendí el mensaje. ¡Qué vergüenza!. Me creía tan mujer, tan experimentada y sólo era una cría que no sabía distinguir el sexo del amor.
- Claro, papá. Tiempo habrá.
Nos desperezamos en la cama y nos duchamos juntos, pero no revueltos. Entendámonos, besos y caricias, muchas, pero no más sexo. Esa mañana aprendí más sobre lo que une a una pareja, que en los casi dos años que llevaba con Carlos.
A partir de ese momento nuestras vidas cambiaron. Nos sentíamos pareja. No sabíamos muy bien como conjugarlo con nuestro vínculo paternofilial, pero aprenderíamos. Nos conocíamos desde que nací, pero ahora debíamos descubrirnos cómo hombre y mujer.
Pasamos la tarde tirados en el sofá hablando de nuestro futuro. El día siguiente fuimos de excursión al arenal que queda al este de la Playa del Coto, al final de Matalascañas. Aparcamos y echamos a andar cerca de la orilla. Tal como nos alejábamos de la civilización y nos adentrábamos en los dominios del Parque de Doñana, nos encontrábamos a menos gente. Cuando el calor empezó a apretar, guardamos las camisetas, su short y mi slip de baño en las bolsas. Paramos para bañarnos, continuamos andando y vuelta al agua. Avanzábamos a caballo entre la arena húmeda y las lenguas de agua de mar que la barrían, discutiendo lo que haríamos los días siguientes, entre besos y arrumacos ocasionales.
Mi padre tenía una reunión importante cerca de Barcelona la tarde del próximo día y tenía que quedarse al menos otro más. Como no quería separarme de él y quedaban siete días hasta que tuviésemos que volver a Madrid el veinticinco, le convencí para acompañarle a Barcelona. Yo me quedaría con Carmen los dos días que él tenía ocupados y luego, iríamos a recorrer con un coche alquilado las calitas de la Costa Brava en pareja.
Andando, andando, enfrascados en la conversación, acabamos a la altura de la Torre Carbonero, a dos pasos de la Playa de Castilla. Hacía rato que no nos habíamos encontrado a nadie, así que decidí que podía ser un poco mala. Me colgué del cuello de mi padre y lo besé lascivamente. Bajé las manos por su cuerpo, acariciándole de la forma más sensual que fui capaz, para finalmente tomarle el carajo entre los dedos. Cuando lo tuve en estado de gracia, le miré con cara de buena niña y le solté:
- Hoy quiero que te folles a tu niña, papá. Los polvos al aire libre me dan un morbazo que te cagas.
- Estás loca, princesa.
Miró a lado y lado. No vio a nadie hasta donde llegaba la vista. Se encogió de hombros y recorrimos los poco más de doscientos metros que separan la orilla de la torre cogidos de la mano. Me llevó tras la edificación. Extendió su toalla en la arena y me ayudó a estirar. Separé los muslos y sin más preámbulos se puso a lamerme el coño. Al ver que ya tenía la raja anegada, me dobló las piernas y me las subió hasta que las rodillas prácticamente me tocaban las tetas. Cubrió mi cuerpo, me penetró con su ariete a plena potencia y empezó a bombear. A los pocos minutos, cuando ambos estábamos fuera de este mundo, sumergidos en las mieles del placer, oímos la voz de un hombre:
- Señores, están ustedes dentro de un Parque Nacional. Aunque esté autorizado caminar libremente por la playa, no se pueden acercar a la torre. Nidifican parejas de halcón peregrino en ella. Les ruego que dejen lo que estén haciendo, se vistan y abandonen la zona.
Al girarnos, nos encontramos con un guarda rural uniformado. Su compañero aguardaba en un todoterreno parado a poco más de treinta metros. Debíamos estar muy concentrados para no oírlos llegar. Le pedimos disculpas, nos vestimos y volvimos por donde habíamos venido. En cuanto nos alejamos, me eche a reír:
- Menudo coitus interruptus. ¿Has visto la cara de circunstancias que ponía el tipo?. Mucho halcón peregrino, pero al pobrecito, lo que le preocupaba era mirar cómo me entraba tu garrote en el chochete. Y cuando nos ha largado el sermón, hablaba sin apartar la vista de mis tetas, ja, ja.
- Judit, no sé cómo puedes tomártelo tan a la ligera. Si la gente se enterase que te acuestas con tu padre, que encima te más que dobla la edad, acabaríamos siendo unos proscritos sociales. Ni tan sólo tengo claro que debamos seguir con esto, pero mientras me lo pienso, al menos seamos discretos.
- Debemos estar locos, pero es maravilloso, así que entierra tus estúpidas dudas y ve buscando un rincón para acabar lo que has empezado.
En el camino de vuelta encontré unos cuantos sitios convenientes para dar rienda suelta a nuestra libido, pero papá se negó en redondo y no quiso seguir con nuestros jueguecitos hasta abrazar la intimidad del chalé.
A la mañana siguiente tomamos el avión en Sevilla y volamos a Barcelona. Recogimos el coche que habíamos alquilado en el aeropuerto de El Prat. Me dejó en casa de Carmen y siguió hasta las oficinas de su cliente en Sant Cugat, una ciudad pija cerca de la capital. Cuando hablamos del viaje, le dije que pasaría las noches en su hotel. Me contestó: ni hablar, de forma tajante. Sabía que tenía razón, porque yo era la primera que siempre quería quedarme en casa de mi amiga y no era cosa de levantar la liebre, pero el poder hacer el amor cada noche con papá, me perdía.
Me levanté temprano y preparé mi desayuno y el de mi padre. Nos lo tomamos en silencio en la mesa de la cocina. Cuando estábamos acabando, vimos bajar a Carlos y a mi madre. Venían vestidos de calle. En cuanto pisaron la estancia, mi padre tomó la palabra, pero su discurso fue breve:
- Laura, hemos de hablar. Esto no puede seguir así. Creo que…
Mi madre le interrumpió y levantó los brazos pidiendo silencio. Carlos se mantenía en segundo plano, parapetado detrás suyo, sin abrir boca.
- Johan, Julia, dejadme hablar. Aún no sé cómo ha pasado, pero ha pasado. Carlos y yo nos compenetramos y queremos vivir juntos. No nos pidáis explicaciones, porque ni yo soy capaz de dármelas a mí misma. Es lo que hay y punto.
Iba a contestarle lo que había preparado cuidadosamente durante la noche, después de la conversación con papá, pero me lo pensé mejor: ¡A tomar por culo, joder!. Si una piensa con el chocho y el otro con la polla, ya se lo harán. Así que yo también fui breve:
- Perfecto, mamá. Pero, dinos, ¿qué pensáis hacer?.
- Nos vamos a ir ahora mismo a Madrid. Nos instalaremos en casa mientras buscamos algo y cuando lo hayamos encontrado, me llevaré mis cosas y os dejaremos el piso para vosotros.
- Laura, hemos de volver a Madrid el veinticinco. Cuando lleguemos, no quiero encontraros en casa. Espero que el piso esté en orden y no te hayas llevado nada que no sea tuyo.
- Eres un materialista, Johan. Tú dedícate a follarte jovencitas y no te preocupes por eso, a partir de ahora, voy a viajar ligera. Si te parece, dentro de unos meses quedamos para arreglar las cosas legales y todo eso.
- Dame un beso, hija, que nos vamos.
A mi madre le di un beso, que para eso seguía siendo mi madre. A Carlos, una patada en los huevos, sin pasarme. La noche anterior ya habían hecho las maletas y las habían cargado en los coches, así que montaron cada uno en un vehículo y emprendieron un viaje que abría una nueva etapa en sus vidas. Y en las nuestras.
Mi padre y yo, nos sentamos unos minutos en la mesa y nos miramos sin saber qué decirnos. Fui yo la que tomé el toro por los cuernos:
- Venga, papá, seguro que has oído el ese refrán que dice: “El muerto al hoyo y el vivo al bollo”. Pues eso, Pasemos página, que la vida sigue y nos queda mucho por hacer.
- Hablas como toda una mujer, hija. Gracias. Me hacía falta oír cosas como estas.
- Me alegro de poder ayudarte. Ahora vamos a recoger la cocina y saldremos a tomar el sol y bañarnos un rato. Luego ya veremos lo que hacemos.
Arreglamos la cocina y subimos a ordenar las habitaciones. Decidí cambiar las sábanas de la habitación de mis padres, para que él volviese a ocuparla. Al abrir la puerta ya olía a sexo, pero lo que me encontré no tenía nombre. Las sábanas estaban pringosas, llenas de semen, flujos femeninos e incluso manchas marrones con aspecto de chorretones de mierda seca. ¡Menuda guarrada!. Había condones usados en el suelo. Su aspecto y color combinaba con el de las manchas marrones de la sábana y delataba el uso que les habían dado. Me encontré el consolador negro de mamá encima de la mesita sin limpiar y pañuelos de papel usados para vete a saber qué por doquier.
¿Qué le pasaba a mi madre?. ¿Cómo esa mujer cuidadosa, limpia y siempre meticulosa se había convertido en una cerda capaz de irse dejando la habitación así?. ¿Y a Carlos?. El finolis que no quería comerme el coño si se había corrido dentro, ahora podía sodomizar a su suegra con el culo lleno de mierda. Por Dios, ¿qué les había pasado a esos dos?.
Dejé las elucubraciones estériles y pasé a la acción: abrí todas las ventanas, aparté la bajera para tirarla directamente a la basura, saqué la otra sábana, el cubrecama, el protege colchón, las almohadas, las fundas interiores de los cojines y toda la ropa de casa que encontré en el baño y la bajé a la lavadora. Puse el programa intensivo a noventa grados y me fui a la cocina a por unos guantes. Subí con el cubo de la basura y tiré todas las porquerías que encontré, dildo y bajera incluidos. Volví con el cubo de fregar lleno de agua caliente y lejía a mogollón y fregué el suelo dos veces, por lo que pudiera ser. No contenta, repasé los muebles con desinfectante. Puse toda la ropa de cama limpia, toallas y demás. Entonces busqué a papá y le ayudé a volver a su habitación.
Al entrar lo repasó todo con la mirada.
- He cambiado toda la ropa y he limpiado los muebles y el suelo, papa. En los armarios no queda nada de mamá. Vuelve a ser tu habitación.
- Gracias, Julia. No sé qué haría sin ti.
- No te pongas metafísico. Vamos a darnos un baño y a tumbarnos al sol un rato. Hoy hace un día precioso y tenemos que aprovecharlo. Arreglo mi habitación y bajo enseguida.
Hice la cama, recogí la ropa para lavar, tomé mi libro de la mesilla y la toalla de baño y bajé a la alberca. Me encontré a papá estirado en una tumbona leyendo algo en su tablet. Me hizo ilusión que hubiese elegido el bóxer naranja de baño de D&G que le regalé hace un par de años. Al verme llegar levantó la vista y me saludó. Dejé las cosas al lado de mi tumbona y me quité la camisola que llevaba desde que me había levantado.
- Pero hija, ¿piensas ir desnuda?.
- Sí, y tu deberías hacer lo mismo. Matilde ya no viene, así que no veo qué problema hay.
Se quedó pensativo, viendo como extendía la toalla sobre la hamaca y me ponía bloqueador. Tardó un poco, pero al fin levantó el culo y se bajó el bañador. Me miró con una sonrisa picarona y dijo:
- Ya sabes lo que dicen: “Haz lo que vieres donde fueres”, así que aquí me tienes, delante de mi princesa con las vergüenzas al aire.
- Yo creo que el refrán es al revés, pero no importa. Sabes que me gusta tomar el sol en bolas, papá, y a ti también, así que no busques excusas baratas. Y no me mires así, porque ni te voy a poner crema, ni me la vas a dar a mí, no sea que se te ponga alegre la cosita.
- Hija, cosita, cosita…
- Cómo sois lo hombres, ¿quieres que te la mida?. Anda, dejemos de hablar de tu pene y leamos un rato, que te veo muy dicharachero.
Nos pasamos un par de horas, uno con la tablet y otra con el libro, tostándonos al sol. Nos bañamos un rato y ya secos, nos pusimos la ropa con que habíamos bajado al jardín y entramos para hacer la comida. A la tarde jugamos unas partidas a un juego de cartas, pero a dos tenía poco recorrido, así que cambiamos al ajedrez. Yo juego bastante bien, no es por decirlo, y dejé a papá para el arrastre, a pesar de que fue él quien me enseñó de pequeña.
Cenamos en casa y vimos una película de culto: Reservoir Dogs, de Quentin Tarantino. Ambos la habíamos visto antes más de una vez, pero a mi padre le gustaba mucho y siempre encontraba algún detalle nuevo en cada pase.
Después de comer, él se había cambiado el bañador por algo más de ir por casa. Yo no había subido al piso de arriba en toda la tarde y seguía con la misma camisola. Ambos estábamos tirados en el sofá frente a la pantalla, comentando la película mientras comíamos unas almendras fritas saladas. Mientras veíamos en la pantalla la escena en que el señor Rubio corta la oreja del rehén, me estiré como una gata, el cuerpo se me fue hacia delante y la camisa se quedó dónde estaba. Al no llevar nada debajo, mi padre pudo ver el chochete tan guapo que tenía su niña y eso se ve que lo alteró.
- Julia, vigila un poco, lo enseñas todo.
- Todo, todo, no papá. Eso era en la alberca. No te preocupes, ya me bajo la camisola, no sea que tu cosita se convierta en una cosota y tengas que aliviarte antes de tiempo.
Quiso quitarle importancia a la situación y se rio, pero su ya cosota, creció un poco más. Me apoyé en su hombro y jugando, jugando, acabé con la mano sobre su entrepierna.
- Cuando ves cosas bonitas, el nabo se te pone contento, eh bribón.
- Hija, por favor, que no soy de piedra.
- Yo tampoco, papá. ¿Qué haremos ahora con el sexo?. Yo esperaba que Carlos me bajase los picores del coño y tú que mamá te dejase para el arrastre a golpe de polvo. Y ya nos ves, ellos dos follando como macacos y nosotros viendo a Tarantino, más calientes que una plancha y sin nadie con quien montárnoslo.
- Bueno… Mañana podemos salir a dar una vuelta y ver si ligamos. Si quieres puedo ayudarte a entrar un perfil molón en alguna aplicación. Unas funcionan más que otras, según lo que busques. Ahora somos personas sin compromiso.
- Mira papá, te lo digo una vez y no más: olvídate de una puta vez de buscar a niñatas de dieciocho añitos para hacer vete a saber qué. No vas a follar ni una sola vez más con ninguna de las que te tiras hace tiempo, ni vas a intentar quedar con otra de esas casquivanas que buscas con las apps. Anda, coge el móvil y borra todos tus perfiles. ¡Ya!.
En la pantalla de la sala, Joe dirigía su pistola al señor Naranja y el señor Blanco la suya a Joe, Eddie apuntaba su arma al señor Blanco y el señor Rosa se escondía como podía. Mientras, mi padre cogía el móvil y seleccionaba “Borrar” y le daba al “OK” cuando le preguntaban “¿Está usted seguro?” una y otra vez. En el plasma, Eddie y Joe morían y el señor Rosa cogía los diamantes y huía en el momento en que papá le daba al “OK” final de la última app. No había sido fácil. Tampoco para el señor Rosa.
La mañana siguiente bajamos a la playa. A mi preferida, por supuesto. No pensaba volver a Madrid con marcas del bikini sobre la piel. Pasamos una mañana fantástica, hablando de nosotros, de política, de pelis,… Nos bañamos y jugamos en el agua como niños y cuando a papá se le iban los ojos al cuerpo de alguna jovencita, le llamaba al orden, tal vez sin ser consciente, o sí, de lo que provocaba:
- Papá, en vez de mirar el coñito o las tetas de esa chica a la que doblas, y más, la edad, mira los míos. A ver si así se te pasa ese insano descontrol. Pervertido.
- Fíjate en la mujer que está con el tío de la polla gorda. Está un rato buena y se la ve una tía dispuesta a darle una alegría al cuerpo. Debe tener pocos años menos que tú. A ver si te la levantas. La mujer, eh, no a tu cosota, no me vayas a montar un número.
Yo creo que era perfectamente consciente que con esas palabras incitaba a que mi padre mirase a su princesa con otros ojos, pero me gustaba hacerlo y prefería esconderme a mí misma las consecuencias que podían conllevar, tal vez por deseadas, aunque fuese en mi subconsciente.
Sobre las dos del mediodía, recogimos las cosas y volvimos a casa. Cogí toallas de la caseta del jardín, y de paso, unos pareos que mamá debía haber dejado allí, vete a saber cuándo. Nos dimos un remojón en la alberca para quitarnos la sal y una vez secos, le di un pareo a mi padre y me enrollé el otro a la cintura. Al ver que me quedaba en tetas, me miró de arriba abajo.
- Princesa, no me acostumbro a verte desnuda. Estás muy guapa.
- Pues vete acostumbrando, porque aquí o en la playa, cada día estoy más a gusto sin ropa. Tú tampoco estás nada mal y te he de confesar que verte así, también me altera un poquito.
Lo dejamos aquí y entramos a la cocina. Pienso que los dos queríamos algo más, pero no estábamos preparados. Lo del Carlos y mamá era muy reciente. Nos levantaba algunas barreras, cierto, pero también era un toque de atención sobre las consecuencias de las relaciones más allá de lo socialmente aceptado. Aparte de ser un hombre y una mujer, éramos padre e hija y, además, pretendía que superase su fijación con las jovencitas y, claro, yo era una de ellas. ¡Menudo embrollo!.
Dejé que preparase él la comida: Ensalada de tomate con burrata, albahaca fresca y aceitunas negras marinadas y unos entrecots a la parrilla. Yo procuraba cuidarme, pero él aún más. Nos tomamos unas fresas con zumo de naranja de postre y después del obligado café, cada uno se fue a su habitación a hacer la siesta.
No creo que ninguno durmiésemos. Teníamos mucha calentura acumulada en el cuerpo y demasiadas cosas en que pensar. No sé él, pero yo empecé por hacerme un dedo y luego me quedé reviviendo los frenéticos acontecimientos de los últimos días. Las imágenes que pasaban por mi mente me ponían como una moto, pero lo peor fue imaginarme lo que podía venir. En ese punto, claudiqué: tomé el Satisfyer del cajón de la mesilla, me lo apliqué, me machaqué los pezones y me corrí como una guarra. Me tomé cinco minutos para digerir el orgasmo y bajé a refrescarme. Encontré a mi padre tendido sobre una de las tumbonas, leyendo el periódico con el pito señalando el azul del cielo.
- Hola Judit. No podía dormir y he bajado a hacer un poco el gandul mientras hojeaba la prensa.
- Debe ser cosa del calor, porque yo tampoco he dormido nada. Al final, me he hecho un dedito en la cama y he bajado más relajada. Tú también tendrías que hacer algo. Por lo que veo, creo que te convendría un buen apaño.
- Hoy ya llevo dos, cariño.
- ¡Joder papá!. Eres un salido.
- Mira quien habla. Debe ser cosa de familia.
- Será.
Al cabo de un rato nos vestimos y nos sentamos en la mesa del jardín para entretenernos jugando a algo. Estábamos a gusto los dos y al ser ambos los perjudicados del órdago de Carlos y mi madre, queríamos digerirlo juntos.
No hay muchos juegos divertidos para dos. Aparte de esos, malpensados. Al final decidimos probar con la brisca. Acordamos que quien ganase las ocho rondas de cada partida, debía llevarse algo y que, al acabar de jugar cinco partidas, contaríamos quién había ganado más y el vencedor se llevaría el premio gordo. Apostar dinero era muy cutre, jugarnos las prendas no tenía sentido cuando ya nos veíamos desnudos en la playa o la alberca. Después de una divertida discusión, en la que abundaron propuestas bastante subiditas de tono, optamos por escribir los “premios” que se llevarían los ganadores en papelitos y guardarlos bien doblados en una caja. Para darle más emoción, los abriríamos la mañana siguiente.
Escribí números correlativos del uno al cinco en sendos trozos de papel y nos jugamos a la carta más alta quien empezaba a escribir en que consistiría el primer premio. Le tocó a papá. Además, escribí “El Gordo” en dos papelitos más, para que cada uno rellenase el suyo. La cosa consistía en que el ganador de cada partida disfrutaría del premio que estaba escrito en el papel a costa del perdedor. No se podía poner nada que costase pasta o algo similar y para el premio gordo, el ganador podría escoger su propuesta o la del contrario, el pago, siempre a cargo del perdedor, por supuesto.
Cogí mis papeletas: la dos y la cuatro y una del gordo. Me puse a pensar qué premios iba darle a mi padre en el caso de que ganase la ronda. No era cosa fácil, porque si la ganaba yo, me tendría que dar él el premio, así que debía escoger algo que nos pudiese gustar a ambos. Empecé a pensar en diferentes chorradas: desde cargarle tareas de la casa, hasta ir a algún sitio divertido o hacer idioteces en lugares públicos.
Me fijé en qué hacía mi padre y lo que vi, fue una cara cargada de lascivia y su mirada yendo de mi escote, a lo poco que se podía intuir entre mis piernas. Si valoraba así los premios que iba a escribir… Le miré con mi mejor cara de rompebraguetas, me mordí el labio inferior y lo tuve claro: ¡Qué fuese lo que tuviese que ser!. Él lo quería y yo también. Enterré todos mis fantasmas y tabús y fui escribiendo los papelitos, uno detrás del otro. Cuando llegué al gordo, levanté la mirada y le enseñé el papel en blanco a mi padre. Él tomo el suyo e hizo lo mismo. Nos reímos los dos y cada uno escribió el premio mayor para el ganador absoluto.
Unas partidas a la brisca pueden tener su qué, pero como sabíamos lo que nos jugábamos, o al menos la mitad, y al parecer tanto él como yo íbamos fuertes, acabaron siendo muy reñidas y excitantes. No sé cómo se lo tomaba mi padre, pero en mi caso, a cada ronda, mojaba más las bragas. Al final, acabé ganando tres rondas y él dos, así que también me llevé “El Gordo”. Para algo tenían que servir las tardes en el bar de la facultad, digo yo. Abracé a papá y colgándome de su cuello, lo morreé. Nada de piquitos y eso. Un buen morreo en toda regla, mientras gritaba: ¡he ganado!, ¡he ganado!. Mañana me tendrás que dar todos los premios y no te vas a escaquear ni un pijo. El reía y se acariciaba el paquete con disimulo.
Cuando quisimos darnos cuenta, eran las once de la noche. Preparamos unas fajitas y helado para cenar y lo tomamos frente al televisor. Esa noche tocaban Tom Cruise y Nicole Kidman en la obra póstuma del gran Kubrick: Eyes Wide Shut. Es una excelente película, con un guion transgresor y un cierto contenido erótico. Durante la escena en que Bill, Tom Cruise, se pasea a través de varias salas de la mansión en la que tiene lugar la orgía ritual, observando actos sexuales entre hombres y mujeres sin distinción, papá me pasó el brazo por detrás del cuello y me acarició el hombro.
Sus carantoñas no iban más lejos, pero yo quería más y aunque no era el momento, me creía con derecho a un anticipo. Tomé su mano, ahuequé el escote de la camiseta de tirantes que llevaba y la deposité sobre uno de mis pechos. Él no dijo nada y siguió mirando cómo en la pantalla, Bill era llevado ante el maestro de ceremonias. Metí mi mano dentro de su pantalón de estar por casa. Era de punto y no llevaba nada debajo, así que no me costó tomarle los genitales con la mano. Se los acaricié una vez y la dejé quieta, degustando su hermosa erección.
Ni el uno ni la otra hacíamos ningún movimiento. Uno sobaba teta y yo, absorbía el calor que desprendía el miembro. Continuamos así hasta que aparecieron los títulos de crédito en la pantalla. Entonces apartamos las manos y comentamos la película como lo hubiésemos hecho unos meses antes, sin asumir que había sucedido lo que acabábamos de vivir.
Finalmente, nos levantamos y nos deseamos buenas noches. Yo le di un pico y un cachete en el culo, subí al lavabo, me aseé, me metí en la cama y me dormí con la sonrisa en los labios de una de mujer satisfecha. Él tomó una cerveza de la nevera y se quedó en la sala meditando. Seguramente, tratando de asumir lo que sabía que iba a suceder por la mañana. No debía ser una cosa fácil para un padre.
Cuando me levanté, me encontré con un impresionante desayuno en la mesa del jardín y papá esperándome.
- Buenos días, princesa. Como hoy Matilde no va a venir, te he preparado un desayuno como los que te hace ella.
Me lancé a su cuello y lo besé. Lo besé de verdad, como una mujer besa a un hombre. Me devolvió el beso y me convirtió en una mujer feliz.
- Gracias, Johan. Me encanta que me consientas tanto. Siéntate conmigo. Hemos de desayunar fuerte, luego tenemos mucho que hacer.
Mi padre me miró extrañado. Nunca le llamaba por el nombre y el cambio, consciente o no, era evidente que presagiaba algo trascendente. Al acabar de desayunar, fui a buscar la caja donde habíamos dejado los papelitos de los premios y le pregunté:
- ¿Prefieres que la abramos aquí o al lado de la alberca?.
- Mejor en la alberca, preciosa.
Uy, uy ,uy, así que preciosa. Sólo mamá me decía eso, y muy de tanto en tanto. La cosa presagiaba emociones fuertes. Nos sentamos cara a cara en las tumbonas, rebusqué el papelito con el número uno y lo leí en voz alta:
- “El perdedor o perdedora embetunará con crema hidratante o bloqueador solar el cuerpo al completo del ganador o ganadora. La acción durará cinco minutos”.
- Este lo has escrito tú, papá. Eres un pillín. Lo que no me queda claro es eso de “al completo”. Has de explicármelo bien.
- Mejor te estiras con una toalla debajo y lo compruebas por tu misma, preciosa.
Uy, uy, uy, dos veces en tan poco tiempo es mucho. Me quité la camiseta que me había puesto al salir de la cama y me estiré cuan larga era boca abajo. Siempre es aconsejable dejar la mejor parte para el final.
- ¿Leche hidratante o bloqueador?.
- Leche. Y pon el crono del móvil, que hace tiempo que te conozco.
Me repasó a fondo espalda, cuello, nalgas y piernas. No hace falta que os preguntéis qué parte trabajó con más ahínco. Conocéis la respuesta. Cuando consideró que había magreado toda la piel a su abasto, me dio una palmada en el culo y me di la vuelta. Yo creo que cumplir la segunda parte de su pena, le costó aún menos . Para empezar, se centró en los pechos. Dejé que se propasase un poco. A mí me daba gusto y a él se le encabritaba y eso, también me gustaba. Subió a los hombros y volvió hacia abajo. Me untó la panza y justo cuando iba por el pubis, preparando la mano para reseguir la vulva y todo lo que había por ahí cerca, sonó la alarma.
- ¡Tiempo, tiempo!. Ya era hora, golfo. Estabas a punto de pasarte dos pueblos. Has empezado bien, pero al final, un poco más y me la metes. Suerte que ha sonado ese chisme.
- Pero si aún voy vestido, cariño.
- La mano, la mano. ¿En qué estabas pensando?. Eres un salido, papá. Deja que me levante, ahora me toca a mí pagar la deuda.
De pie frente a él, volví a ponerme la camiseta y él sacó el siguiente papel. El dos lo había escrito yo. Sabía perfectamente lo que decía y después del estreno de mi padre, iba a quedar como una estrecha. Lo abrió y leyó:
- “No ponerse gayumbos o bragas durante una semana”.
- Va a ser bonito tenerte una semana cerca con el coñito al viento, aunque me parece a mí que, conociéndote, más que un castigo, para ti va a ser un premio.
- Eres un guarro, papá, pero no puedo ocultarte que cada día me pone más enseñar. Carlos me metió el gusanillo en el cuerpo y… Dejémoslo, no quiero seguir pensando en ese desgraciado. Venga, saca el tres que ahora te toca tragar de tu propia medicina.
Lo abrí y al leerlo me eché un hartón de reír. Mi padre quería saber si a su niña le iba la carne y el pescado, pero le había salido el tiro por la culata, porque el pringado era él. Empecé a hablar y al mirarle, vi cómo le subían los colores con cada palabra.
- “El perdedor o perdedora contará de forma precisa las relaciones distintas de las heterosexuales con otra única persona que haya mantenido a lo largo de su vida”.
- Joder, mira que eres rebuscado escribiendo, papá. Para que yo lo entienda: me has de contar los rollos que hayas tenido con tíos y los tríos o juergas con más gente. Lo que no me queda claro es si eso incluye los tríos y demás cuando aparte de ti, sólo participaban mujeres.
- Déjalo, hija. Empiezo y ya irá saliendo. Me da vergüenza hablar de eso.
- Pues ya me dirás por qué has elegido ese castigo. Tú te lo guisas, tú te lo comes, guapo.
- Es que había calculado que…
- Déjalo, ya acabo yo: …le tocaría largar a tu niña. Chafardear en la vida sexual de tu princesita, te pone un montón. Eres un viejo verde, papá.
Sin entrar en demasiados detalles, resulta que mi padre, ese que iba de semental empotrador detrás de las jovencitas, en la época universitaria la había metido en más de un culo peludo y el suyo había degustado bastante verga. Me confesó que lo había disfrutado, pero que lo suyo eran las mujeres y cuando empezó a salir con mamá, cortó sus ínfulas bisexuales. Lo que me sorprendió fue que, con mi madre, en los primeros tiempos de casados, cuando por motivo del post-doc que hizo ella, vivieron un tiempo en Berlín, hacían tríos e intercambios, incluso estando mamá embarazada. Y en esas partouzes, él no despreciaba una buena verga. ¡Eso mi madre no me lo había contado nunca!.
- No soy yo la castigada, pero ya que has sido tan sincero, te voy a confesar que yo también me he acostado con chicas y creo que, si se da la ocasión, seguiré haciéndolo. Montármelo con más de una persona debe ser cosa de familia, porque me encanta, aunque el gilipollas de Carlos no quería. Sólo para él, y ahora mira. Dejemos las lágrimas y pasémoslo lo mejor que sepamos sin ataduras. Me toca pagar. Venga, lee el cuarto.
- “Masaje tántrico”. Lo tuyo sí que es la brevedad, cariño.
- Ya lo dijo Gracián: Lo bueno, si breve, dos veces bueno. Vete quitando la ropa y estírate de panza. Voy a buscar algún aceite de esos que tenéis en el baño para hacer guarraditas.
Al volver me encontré a papá cuan largo era sobre la tumbona, con su culo de osito por bandera. Se había acordado de extender una toalla grande debajo. Tomé otra de manos, la doblé y se la puse bajo la frente. Le recogí los brazos y le acomodé la barbilla sobre las manos. Casi lo tenía a punto. Le hice un signo de silencio con el dedo, seleccioné en Spotify música de esa de meditación hindú, la pasé al ampli bluetooth que traje conmigo y con dos botes de aceite a mano y una toalla, me quité la camiseta y me puse a la faena.
No soy una experta en masajes, y mucho menos de esos “tántricos”. De hecho, nunca me ha dado uno así un profesional. Pero la cosa no era ir de experta, sino de sobar a mi padre con la excusa y de paso, ponerme el coño contentillo.
Escancié una buena dosis de aceite. Empecé a repartirlo, pasando las manos por toda su piel y cuando no quedó nada por untar, volqué un buen reguero entre mis pechos. Me situé en posición transversal, lateralmente a su cuerpo, y apoyé las tetas sobre su espalda. No sé si eso era tántrico o no, pero lujurioso, un rato. Moví el tronco en círculos sobre su cuerpo, desde los hombros, hasta las pantorrillas. Con el avance, los senos iban acariciando a mi padre y excitando a su hija a partes iguales. Inicialmente había pensado hacer un viaje de ida y vuelta, pero tenía una postura muy poco ergonómica y empezaba a dolerme la espalda. ¡Lo que hace no dominar los entresijos de la profesión!.
Cambié de lado y decidí centrarme en las zonas erógenas. Creo que en eso consisten estos masajes, y si no fuese así, tampoco me importaba. Le di un buen repaso a ese culete fibrado y peludito. Cuando acabé con las nalgas, metí la mano entre las piernas y le masajeé el agujerito, la raja y la parte trasera del escroto. Se ve que le gustaba, porque me pareció oír algo como: “mmm, qué me haces hija, mmm, qué bueno preciosa”. Paré, no fuese que lo enviciase, y le pedí que se diese la vuelta.
Me miraba como ido de este mundo. Sonreí y le di un piquito. Le coloqué de nuevo la toalla bajo la cabeza y tomé otra pequeña para cubrirle la cara. Repetí los pases que acababa de hacerle en la espalda. Al pasarle el busto sobre sus genitales, movió la mano para acariciarme la grupa y tuve que reprenderle. Se llevó un buen manotazo en el rabo. No debió ser grave, porque su respuesta sonó más a murmullo de placer, que a queja. Seguí el tratamiento hasta los empeines y decidí que era el momento de pasar al toque final y dar por acabado el castigo.
- Papá, voy a terminar dándole unos toques especiales a tu lingam, para activarlo. No sé si lo sabes, pero es dónde se localiza el chakra sexual de los hombres. Un buen masaje tántrico, no puede acabar sin atender esa parte como se merece.
- Lo que tú digas, hija, pero vigila, porque estás a punto de vaciarme todos los chakras del universo entero, cariño.
- Eso no ocurrirá.
Le embadurné con mucho aceite el lingam, eso que entre las amigas siempre llamamos “paquete”, pero si la cosa va de tántrico, no voy a quedar mal por el nombre. Le tomé los huevos con la izquierda y el tallo del cipote con la derecha. Empecé a subir y bajar la mano buena, mientras rotaba la izquierda, acariciando el escroto y perdiendo el índice, de tanto en tanto entre los anillos del esfínter. Su chakra debía sentirse eufórica, porque el pobre empezó a rebufar como un semental en plena monta. En ese momento lo tuve claro: el masaje había llegado a su punto álgido y era el momento de acabar, no fuese que las chakras sexuales abandonasen el cuerpo terrenal por el extremo con agujero del lingam paterno.
Le dejé descansar, reprimiendo las ganas de activarme el yoni y todas sus chakras, y ya puesta, darme un buen repaso a los pezones. Estaba como una moto. Ya no podía ocultarme a mí misma ni un minuto más que mi padre me ponía a cien. Pero como sabía que todo tenía su momento y el mío no iba a tardar en llegar, quité la toalla que le cubría el rostro y le bajé los humos, porque lo que es la polla, se quedó tan tiesa como lo estaba desde que se tumbó en la hamaca.
- Venga, vamos a ducharnos que estamos empapados en aceite. Aún tienes castigos por cumplir y no pienso dejar que te escaquees.
El pobre, ni contestó. Me tomó de la mano y cimbrel en ristre, nos metimos en la ducha del jardín. Nos enjabonamos uno frente al otro sin tocarnos. Sólo me acerqué a él cuando ya estábamos enjuagados para besarle los labios, con más cariño que lascivia.
Nos olvidamos de la tumbona tántrica cubierta con la toalla anegada de aceite, pusimos los pareos doblados sobre los sillones reclinables y nos sentamos. La penitencia número cinco y última, la había escrito y tenía que llevarla a cabo él. Cogí el papelito de la caja, lo abrí y leí:
- “El perdedor o perdedora besará intensamente la parte del cuerpo del ganador o ganadora que el propio ganador o ganadora decida. La acción durará cinco minutos”.
- Coño, papá, mira que llegas a ser barroco escribiendo. Si fuese la profe de Derecho Romano de primero, te suspendería sin leer el examen.
- Hay que ser preciso con el lenguaje, cariño. ¿Dónde quieres el beso?.
Qué beso y qué leches. ¡Con lo que me había contado mamá sobre sus comiditas de bajos, iba yo a pedirle un morreo!. Me repantingué sobre el sillón, levanté las piernas y las pasé sobre los reposabrazos. En esa posición, el chocho me quedaba abierto de par en par, así que no tuve que dar demasiadas explicaciones. De hecho, bastó una palabra:
- Aquí.
- Hija, ¿seguro?.
Ni me molesté en contestar, pero lo entendió. Su verga aún más.
Se sentó en el suelo con las piernas entre las patas de mi sillón, me tomó las nalgas para colocarme en la posición óptima, me miró a los ojos, moví la cabeza afirmativamente, sonrió, saco la lengua y la apoyó contra mis labios menores. Lo que vino a continuación, fue la mejor comida de coño que me habían hecho en la vida. Me vine una vez tras otra. Menudas corridas. A la tercera, o cuarta, qué sé yo, solté juguitos para aburrir. Le dejé los morros empantanados a mi padre, pero a él no pareció importarle y siguió dándome lengua como un campeón.
Soy bastante mojona, pero nunca había llegado a algo parecido en menos de cinco minutos. Os lo puedo certificar porque, lamentablemente, puso el cronómetro del móvil y cuando ya me veía con la miel en la boca, o más bien en el clítoris, en las puertas del siguiente orgasmo, y ese era de los gordos, seguro, va y suena la alarma. El muy cabrón sacó la lengua del bollo, se levantó y no se le ocurrió decirme otra cosa que: “Se siente, se siente”. Si no fuese por el placer que me había dado y lo mucho que le quería, le hubiese matado.
Me quedé derrengada, patiabierta en el sillón, con la mano entre los pliegues de la vulva, sin fuerzas para moverla. Tanto placer me había cortado el resuello y a la vez me había dejado una cautivadora sonrisa, cargada de paz y equilibrio interior. Al fin me levanté, abracé a mi padre, lo besé y le dije bajito, boca a oreja: Gracias, papá. A ti, hija, me contestó.
Sudados y más o menos cubiertos por otros humores corporales, pasamos de todo y nos tiramos de cabeza a la alberca. Jugamos en el agua, nos besamos y nos hicimos carantoñas. Después de lo que habíamos compartido esa mañana, ya todo estaba permitido entre nosotros y yo quería llegar al final. Conociendo lo que contenía mi papel del premio gordo, me preparé para asumir su contenido, pero mi padre se me adelantó:
- Preciosa, sabes que aún tienes pendiente el premio gordo. ¿No quieres abrirlo?.
- Por supuesto, aunque no sé si vas a estar a la altura del castigo. Venga lee, perdedor. Empieza por el tuyo.
Salimos del agua y una vez secos, papá cogió los dos papelitos y, hecho un manojo de nervios, abrió el que había escrito él:
- “El perdedor o perdedora hará el amor al ganador o ganadora. Prevalecerán los deseos y sugerencias del ganador o ganadora y ambos buscarán el máximo placer del otro”.
Me reí por los descosidos al escuchar lo que leía mi padre. Por la formalidad con que escribía una cosa como esa, y por la sorpresa que se llevaría al leer mi papel. No hizo falta que le dijese nada. Lo cogió y leyó:
- “Follar hasta acabar baldados”.
Ahora era él el que se reía por los cuatro costados. Yo creo que fue una risa liberadora. Se la había jugado, pero después de los días que habíamos pasado solos, era muy obvio lo que ambos queríamos.
- Para ya, papá. He de escoger. ¡Tachán, tachán…!. Elijo el tuyo, cariño. Hoy quiero hacer el amor contigo, papá. Nuestra primera vez ha de ser algo hermoso, cariñoso, muy sensual y gratificante. Algo para contarnos nuestros gustos, filias y fobias en la cama. Para amarnos. Ya tendremos tiempo de follar y de hartarnos de sexo.
- Eres toda una mujer, Judit. No sé qué va a ser de nosotros, porque lo que estamos viviendo no es normal. Disfrutemos del tiempo que dure, sin plantearnos cosas para las que no encontraremos respuesta.
- Hecho. Dame un beso. Te espero en tu cama en veinte minutos.
Me duché y adecenté mis oquedades para estar preparada para cualquier evento. Me di crema hidratante y me puse un toque de mi perfume de guerra en el cuello, bajo los pechos y en los pelitos del pubis. Busqué la ropa interior más sexi que tenía. Encontré poca cosa, porque entre que odiaba los tangas y esas cosas que se te remeten en la raja y pocos sujetadores usaba en verano, la colección consistía en una docena de braguitas básicas de algodón, un tanga de licra un poco ajado y un par de sujetadores de triangulo que habían vivido mejores tiempos. Lo tuve claro.
Cuando mi padre, mejor dicho, mi amante, entró en su habitación, se encontró una mujer cubierta de arriba abajo por la sábana. Sólo se me veía la cabecita, apoyada en la almohada. Había acomodado la ropa de tal forma que dibujase mi silueta. Aunque no podía apreciarlo, debía parecer una estatua recubierta de una fina película blanca, dispuesta sobre un lienzo con los brazos en cruz, las piernas separadas y los senos, coronados por los pezones erectos, pinchando la tela.
Él también se había aseado. Olía al clásico gel de La Toja y se había puesto un polo y los pantalones que debía haber encontrado en la habitación de la plancha. Escrutó la cámara con la mirada, centrándose en mi figura. No se le pasó por alto el dildo realista de generosas dimensiones, los preservativos y un envase de lubricante acuoso que había sobre la mesilla de noche.
- Desnúdate, Johan. Métete en la cama y hazme feliz.
No me contestó con palabras. Soló afirmó con un gesto y apartó la sábana. Lo que vino a continuación fue la experiencia más maravillosa que había vivido hasta ese momento. Yo, una chica de veintidós años, bastante experimentada y curtida en las cosas del sexo, esperaba que un máquina como mi padre, me tomase enérgicamente y me condujese a cotas de placer que sólo pueden alcanzarse con los refinamientos propios de amantes muy experimentados y poco pudorosos, guarros y atentos a partes iguales.
No hubo nada de eso. Esa mañana mi padre me hizo el amor como a una novia con la flor sin abrir. Nada de virguerías acrobáticas, nada de prácticas elaboradas. Caricias y más caricias. Una penetración suave, lenta, disfrutando del momento. Yo abajo, de espaldas y él sobre mí, metiendo y sacando su hombría de mi sexo sin prisas, con delicadeza. Muchos besos, mucho amor.
Me vine lánguidamente, sin los estertores propios de un orgasmo entre iniciados. Él retuvo su simiente. Quería más. Yo también. Lo besé y le pedí que se estirase boca arriba. Lo monté y cabalgué su miembro despacito, llegando al límite antes de volver a unir nuestros pubis. Entretanto, él me acariciaba los pechos con maestría. Cuando noté que se le aceleraba la respiración, incrementé las acometidas y se corrió en un suspiro. Yo también.
Saqué su pene de la vaina y cuando me disponía a tomar el bálano con los labios, me paró:
- Hoy no, princesa.
- ¿Quieres darme por el culito, papá?. Sabes que eso me gusta un montón y me he preparado el agujerito para ti. ¿Prefieres que te meta ese juguetito por detrás mientras…?.
- Hoy no, princesa.
Le miré el rostro y entendí el mensaje. ¡Qué vergüenza!. Me creía tan mujer, tan experimentada y sólo era una cría que no sabía distinguir el sexo del amor.
- Claro, papá. Tiempo habrá.
Nos desperezamos en la cama y nos duchamos juntos, pero no revueltos. Entendámonos, besos y caricias, muchas, pero no más sexo. Esa mañana aprendí más sobre lo que une a una pareja, que en los casi dos años que llevaba con Carlos.
A partir de ese momento nuestras vidas cambiaron. Nos sentíamos pareja. No sabíamos muy bien como conjugarlo con nuestro vínculo paternofilial, pero aprenderíamos. Nos conocíamos desde que nací, pero ahora debíamos descubrirnos cómo hombre y mujer.
Pasamos la tarde tirados en el sofá hablando de nuestro futuro. El día siguiente fuimos de excursión al arenal que queda al este de la Playa del Coto, al final de Matalascañas. Aparcamos y echamos a andar cerca de la orilla. Tal como nos alejábamos de la civilización y nos adentrábamos en los dominios del Parque de Doñana, nos encontrábamos a menos gente. Cuando el calor empezó a apretar, guardamos las camisetas, su short y mi slip de baño en las bolsas. Paramos para bañarnos, continuamos andando y vuelta al agua. Avanzábamos a caballo entre la arena húmeda y las lenguas de agua de mar que la barrían, discutiendo lo que haríamos los días siguientes, entre besos y arrumacos ocasionales.
Mi padre tenía una reunión importante cerca de Barcelona la tarde del próximo día y tenía que quedarse al menos otro más. Como no quería separarme de él y quedaban siete días hasta que tuviésemos que volver a Madrid el veinticinco, le convencí para acompañarle a Barcelona. Yo me quedaría con Carmen los dos días que él tenía ocupados y luego, iríamos a recorrer con un coche alquilado las calitas de la Costa Brava en pareja.
Andando, andando, enfrascados en la conversación, acabamos a la altura de la Torre Carbonero, a dos pasos de la Playa de Castilla. Hacía rato que no nos habíamos encontrado a nadie, así que decidí que podía ser un poco mala. Me colgué del cuello de mi padre y lo besé lascivamente. Bajé las manos por su cuerpo, acariciándole de la forma más sensual que fui capaz, para finalmente tomarle el carajo entre los dedos. Cuando lo tuve en estado de gracia, le miré con cara de buena niña y le solté:
- Hoy quiero que te folles a tu niña, papá. Los polvos al aire libre me dan un morbazo que te cagas.
- Estás loca, princesa.
Miró a lado y lado. No vio a nadie hasta donde llegaba la vista. Se encogió de hombros y recorrimos los poco más de doscientos metros que separan la orilla de la torre cogidos de la mano. Me llevó tras la edificación. Extendió su toalla en la arena y me ayudó a estirar. Separé los muslos y sin más preámbulos se puso a lamerme el coño. Al ver que ya tenía la raja anegada, me dobló las piernas y me las subió hasta que las rodillas prácticamente me tocaban las tetas. Cubrió mi cuerpo, me penetró con su ariete a plena potencia y empezó a bombear. A los pocos minutos, cuando ambos estábamos fuera de este mundo, sumergidos en las mieles del placer, oímos la voz de un hombre:
- Señores, están ustedes dentro de un Parque Nacional. Aunque esté autorizado caminar libremente por la playa, no se pueden acercar a la torre. Nidifican parejas de halcón peregrino en ella. Les ruego que dejen lo que estén haciendo, se vistan y abandonen la zona.
Al girarnos, nos encontramos con un guarda rural uniformado. Su compañero aguardaba en un todoterreno parado a poco más de treinta metros. Debíamos estar muy concentrados para no oírlos llegar. Le pedimos disculpas, nos vestimos y volvimos por donde habíamos venido. En cuanto nos alejamos, me eche a reír:
- Menudo coitus interruptus. ¿Has visto la cara de circunstancias que ponía el tipo?. Mucho halcón peregrino, pero al pobrecito, lo que le preocupaba era mirar cómo me entraba tu garrote en el chochete. Y cuando nos ha largado el sermón, hablaba sin apartar la vista de mis tetas, ja, ja.
- Judit, no sé cómo puedes tomártelo tan a la ligera. Si la gente se enterase que te acuestas con tu padre, que encima te más que dobla la edad, acabaríamos siendo unos proscritos sociales. Ni tan sólo tengo claro que debamos seguir con esto, pero mientras me lo pienso, al menos seamos discretos.
- Debemos estar locos, pero es maravilloso, así que entierra tus estúpidas dudas y ve buscando un rincón para acabar lo que has empezado.
En el camino de vuelta encontré unos cuantos sitios convenientes para dar rienda suelta a nuestra libido, pero papá se negó en redondo y no quiso seguir con nuestros jueguecitos hasta abrazar la intimidad del chalé.
A la mañana siguiente tomamos el avión en Sevilla y volamos a Barcelona. Recogimos el coche que habíamos alquilado en el aeropuerto de El Prat. Me dejó en casa de Carmen y siguió hasta las oficinas de su cliente en Sant Cugat, una ciudad pija cerca de la capital. Cuando hablamos del viaje, le dije que pasaría las noches en su hotel. Me contestó: ni hablar, de forma tajante. Sabía que tenía razón, porque yo era la primera que siempre quería quedarme en casa de mi amiga y no era cosa de levantar la liebre, pero el poder hacer el amor cada noche con papá, me perdía.
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