Hola, soy Anselmo y lo que voy a contar sucedió cuando era muy joven, recién terminada la escuela secundaria y cumplidos los 18 años. Es una edad en la que todos tenemos las hormonas alborotadas. Sabía que me gustaban los hombres, pero aún no había tenido todavía ninguna experiencia sexual. Yo era delgado, alto para mi edad y bastante introvertido. Recuerdo que en esa época, en la ducha, pellizcaba mis pezones, tocaba mi culo y cada vez que podía me lo miraba en el espejo y acariciaba mis nalgas. Con el paso del tiempo comencé a meterme un dedo enjabonado y llegué al punto de introducirme el mango de un cepillo de pelo. En el barrio, en vacaciones, acostumbrábamos a reunirnos un grupo de amigos y nos sentábamos en los escalones de la casa de Roberto a charlar y a programar alguna salida. En ese entonces el papá de Roberto tendría unos 50 años. Era un hombre simpático, bronceado, entrecano, dueño de una ferretería que quedaba a tres cuadras. Cada vez que lo veía le sonreía y no le soltaba la mirada. Él tampoco a mí la suya Nunca había tenido intimidad con ningún hombre, pero yo intuía, a mis 18 años, que me gustaría algún día estar en los brazos de alguien como él. Por supuesto que él se daba cuenta de mi actitud cada vez que entraba y salía de la casa o se acercaba a charlar un rato con nosotros. Una tarde fui a la ferretería porque mi papá me había pedido que comprara un destapa cañerías. Llegué, me sonrió, le devolví la sonrisa y le pedí lo que me habían encargado. Al pagarle, comenzó a buscar cambio y me pidió que esperara que atendiera a otros dos clientes, que entraron junto conmigo, para ver si conseguía el cambio. Cuando esas personas se fueron me quedé solo con él y no salió a cambiar. Sacó dinero de la caja, me lo dio apretando mi mano y guiñándome un ojo. Yo me sonreí y él también. “Esperame que voy al baño y cierro, así salimos juntos” me dijo y fue a orinar a un bañito que estaba al costado del mostrador, sin cerrar la puerta. No se ubicó frente al inodoro, sino de costado. Vi cuando se abrió la bragueta y sacó su verga. Yo no dejaba de mirársela mientras él me hablaba. Quería tocársela, acariciarla, pero no atiné a nada. Mientras se la sobaba, cuando terminó, se fijaba en mi cara y veía como yo no le quitaba los ojos a esa verga que me parecía enorme. Estaba como hipnotizado. Él no dijo nada, la sacudió, se subió el cierre y salimos. En el camino me dijo: “ahora que estás de vacaciones, ¿no querés venir a la mañana a ayudarme a la ferretería, así de paso te ganás unos pesos? No creo que tus viejos se opongan” Llegué a casa, lo comenté y no hubo problemas. Nuestras familias se conocían desde hacía tiempo, así que había confianza. Al otro día fui a decirle que sí, que lo ayudaba. “Te espero mañana temprano. Ordenamos todo antes de abrir y me ayudás un par de horas”, fue su respuesta. Ya estaba, ya me tenía en sus manos. Ahora sólo era cuestión de hacer conmigo lo que estaba deseando.
Los primeros dos días conversábamos mientras acomodábamos todo para abrir el negocio. Me pedía que le alcanzara algunas cosas, que dispusiera otras sobre el mostrador. Entre tanto me preguntaba si iría de vacaciones con mi familia, si me gustaba alguna chica. A veces me hablaba mientras iba a orinar sin cerrar la puerta y mostraba su verga. Yo le contestaba sin poder disimular mi admiración. Cada vez que lo miraba me quedaba como aturdido. El tercer día sacó una revista porno bien explícita. La hojeamos y vi cosas que nunca me hubiera imaginado que se podrían hacer. La imagen que más me impactó fue la de una chica mamándosela a un tipo mientras otro le daba por el culo. A continuación me ofreció otra. Ésta era una porno gay. Estábamos viéndola yo apoyado en el mostrador y él atrás con las manos una a cada lado de mi cuerpo, casi sin dejarme mover. Me detuve absorto en una foto de un rubiecito empalado por un negro “¿Qué te parece lo que ves? ¿Te gusta, verdad?” me decía desde atrás mientras empezaba a pasar su mano por mi cabeza, cuello y hombros. Sofocado, colorado como un tomate y excitado con aquellas fotografías, le contesté que sí, moviendo la cabeza en señal afirmativa. “Ya sabía que te iban a gustar”, me decía sin dejar de acariciarme. Yo, paralizado por la vergüenza y excitado como estaba, no decía nada, lo dejaba hacer mientras iba hojeando muy nervioso esa revista. Llegó la hora de abrir, así que guardó las revistas y nos dispusimos a esperar a los clientes. En una de nuestras mañanas de hojear revistas pornográficas gay, de improviso, sacó su verga y comenzó a pajearse, invitándome a hacer lo mismo. Yo me quedé mirando perplejo su verga cabezona y bien parada hacia arriba. Me hizo tocarla, me agarró la mano, la puso en su verga y me indicó como pajearlo. Yo estaba asustado pero me gustó agarrársela. Me dijo: “¿Te gusta? ¿Viste qué dura se pone?”. Al rato empezó él a pajearme suavemente. “¿Me dejás tocarla?”, me dijo, y la agarró sin que yo dijera nada. La sobaba despacio hacia abajo y hacia arriba. Yo no lo podía creer, su mano tocando mi pija era un placer que nunca antes había sentido. La excitación fue tan fuerte para los dos que acabamos desparramando semen sobre un asiático perforado por un negro. Después de un momento me preguntó: “¿Yo te gusto como hombre?” Me quedé petrificado, muy nervioso, pero pensé: “Esto es lo que yo quería”, y le respondí: “Sí, mucho”. “Entonces, esto tenemos que hacerlo en otro lugar”, me dijo. Llegó el momento de atender el negocio, escondió las revistas, guardamos nuestras vergas e hicimos como si nada.
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