Otro articulo de las misma autora!!
Rose Mary Espinosa 01 de Agosto del 2011
Art -lipstick -agosto
Ignacio Huízar
Lo primero que me quité fue el reloj. En cuanto lo vi sobre la mesa, supe que a lo largo de mi cita colocaría además un arete, después otro, mi anillo de plata, el brazalete que suelo llevar en la muñeca izquierda…
Ya había hecho esa suerte de striptease en algún programa de radio o durante mis sesiones de terapia. Me había liberado de la carga no sólo física sino emotiva de mis pertenencias. Un cierto desapego tanto de su valor económico –como lo haría ante un asaltante— como de sus “poderes”: si habían sido legadas generación tras generación, si me remitían a una época en particular, si me conferían buenas vibras… A fin de cuentas no eran más que eso: accesorios.
Sin embargo, esta vez no estaba ante un micrófono o ante un terapeuta que esperaran de mí soltura o revelación, sino que me había reunido con mi pareja de entonces para poner “los puntos sobre las íes”. Él se quitó el saco, aflojó el nudo de la corbata, y acomodó el celular y los anteojos a un lado del plato.
Tête à tête: estábamos resueltos a escuchar, hablar sin tapujos, hacer propuestas insólitas, soltar reclamos legendarios… ¿Dialogar? ¿Ceder? Más allá de nuestra determinación, en breve nos dimos cuenta de que nos encontrábamos empantanados. La que prometía ser una plática definitoria no era más que la malograda puesta en escena de un conflicto, quizá no irresoluble, pero repetido y mediocre: una especie de gira itinerante de nuestras recriminaciones.
¿De qué asirse? Las parejas que conocíamos no nos servían de modelo, al menos no cabalmente. Por más que las analizáramos, por más que nos dieran tips, en nuestra convivencia diaria estábamos solos. Eso en el mejor de los casos. En el peor, nos acompañaban nuestras propias expectativas, nuestros silencios y concesiones, nuestras responsabilidades a la par de nuestros futuros profesionales, y nuestros gritos de auxilio, siempre sofocados, pues, antes de pedir ayuda, había que mostrarse fuertes, autosuficientes, adultos…
De poco servían las moralejas de las series que habíamos devorado en días de asueto, enfermedad o depresión. Todas se antojaban inútiles: tanto las que prometían que “ser fabuloso” curaría todos los males (devotion to fabulousness, le llaman las autoras Kindersley y Vine) como aquellas dramáticas que, aun cuando se permitían descender al fango de la psique, resultaban grises, casi suicidas, al mostrarnos personajes de “carne y hueso” que habían dejado de soñar.
Su calidad, la investigación que las precedía, el esmero en hacerlas lo más próximas a la vida, nada de eso estaba en duda, si bien no dejaban de ser productos: perfectos, redondos, acabados, pero productos al fin. Quizá Morrissey no exageró cuando dijo que durante sus viajes al extranjero echaba de menos la televisión británica porque, según él, la estadounidense estaba hecha para niños.
¿Y nosotros? Aun cuando no éramos niños, héroes abatidos ni individuos “fabulosos”, tampoco estábamos exentos de reproducir los gestos y los diálogos de algunos personajes. Me distraje de la discusión. Anudaba y desanudaba la servilleta de tela que resguardaba mis alhajas y, cuando me volví a él, noté un dejo de agotamiento que, no obstante, lo hacía ver más atractivo que nunca. Redescubrí su perfil, su quijada y hasta la curva de sus cejas. Me recordó a Cary Grant.
Lo imaginé librando la persecución de un avión fumigador al modo de Roger Thornhill en North by Northwest. O en shock, mas sin perder el encanto, como cuando Mortimer Brewster descubre un cadáver en Arsenic and Old Lace. O, quizá lo más urgente y disfrutable, incorporando la magia a su vida.
“Cary Grant está a la puerta”, era una voz que corría a finales de los 60 entre curiosos y asiduos de Magic Castle, club nocturno en Hollywood, cuyo cadenero, al que se creía un doble de Grant o incluso un efecto de ilusionismo, era en realidad el propio actor.
Un horizonte de último momento se abrió ante mí. También nosotros éramos los mismos, aun cuando aparentáramos ser remedos o frutos de ilusión óptica. Tomé de la mesa mis pertenencias y me las puse nuevamente, segura de que el espectáculo estaba apenas por comenzar. Sin importar cuál fuera la siguiente escena, volvería a despojarme de todo, por principio de cuentas, del reloj.
Rose Mary Espinosa 01 de Agosto del 2011
Art -lipstick -agosto
Ignacio Huízar
Lo primero que me quité fue el reloj. En cuanto lo vi sobre la mesa, supe que a lo largo de mi cita colocaría además un arete, después otro, mi anillo de plata, el brazalete que suelo llevar en la muñeca izquierda…
Ya había hecho esa suerte de striptease en algún programa de radio o durante mis sesiones de terapia. Me había liberado de la carga no sólo física sino emotiva de mis pertenencias. Un cierto desapego tanto de su valor económico –como lo haría ante un asaltante— como de sus “poderes”: si habían sido legadas generación tras generación, si me remitían a una época en particular, si me conferían buenas vibras… A fin de cuentas no eran más que eso: accesorios.
Sin embargo, esta vez no estaba ante un micrófono o ante un terapeuta que esperaran de mí soltura o revelación, sino que me había reunido con mi pareja de entonces para poner “los puntos sobre las íes”. Él se quitó el saco, aflojó el nudo de la corbata, y acomodó el celular y los anteojos a un lado del plato.
Tête à tête: estábamos resueltos a escuchar, hablar sin tapujos, hacer propuestas insólitas, soltar reclamos legendarios… ¿Dialogar? ¿Ceder? Más allá de nuestra determinación, en breve nos dimos cuenta de que nos encontrábamos empantanados. La que prometía ser una plática definitoria no era más que la malograda puesta en escena de un conflicto, quizá no irresoluble, pero repetido y mediocre: una especie de gira itinerante de nuestras recriminaciones.
¿De qué asirse? Las parejas que conocíamos no nos servían de modelo, al menos no cabalmente. Por más que las analizáramos, por más que nos dieran tips, en nuestra convivencia diaria estábamos solos. Eso en el mejor de los casos. En el peor, nos acompañaban nuestras propias expectativas, nuestros silencios y concesiones, nuestras responsabilidades a la par de nuestros futuros profesionales, y nuestros gritos de auxilio, siempre sofocados, pues, antes de pedir ayuda, había que mostrarse fuertes, autosuficientes, adultos…
De poco servían las moralejas de las series que habíamos devorado en días de asueto, enfermedad o depresión. Todas se antojaban inútiles: tanto las que prometían que “ser fabuloso” curaría todos los males (devotion to fabulousness, le llaman las autoras Kindersley y Vine) como aquellas dramáticas que, aun cuando se permitían descender al fango de la psique, resultaban grises, casi suicidas, al mostrarnos personajes de “carne y hueso” que habían dejado de soñar.
Su calidad, la investigación que las precedía, el esmero en hacerlas lo más próximas a la vida, nada de eso estaba en duda, si bien no dejaban de ser productos: perfectos, redondos, acabados, pero productos al fin. Quizá Morrissey no exageró cuando dijo que durante sus viajes al extranjero echaba de menos la televisión británica porque, según él, la estadounidense estaba hecha para niños.
¿Y nosotros? Aun cuando no éramos niños, héroes abatidos ni individuos “fabulosos”, tampoco estábamos exentos de reproducir los gestos y los diálogos de algunos personajes. Me distraje de la discusión. Anudaba y desanudaba la servilleta de tela que resguardaba mis alhajas y, cuando me volví a él, noté un dejo de agotamiento que, no obstante, lo hacía ver más atractivo que nunca. Redescubrí su perfil, su quijada y hasta la curva de sus cejas. Me recordó a Cary Grant.
Lo imaginé librando la persecución de un avión fumigador al modo de Roger Thornhill en North by Northwest. O en shock, mas sin perder el encanto, como cuando Mortimer Brewster descubre un cadáver en Arsenic and Old Lace. O, quizá lo más urgente y disfrutable, incorporando la magia a su vida.
“Cary Grant está a la puerta”, era una voz que corría a finales de los 60 entre curiosos y asiduos de Magic Castle, club nocturno en Hollywood, cuyo cadenero, al que se creía un doble de Grant o incluso un efecto de ilusionismo, era en realidad el propio actor.
Un horizonte de último momento se abrió ante mí. También nosotros éramos los mismos, aun cuando aparentáramos ser remedos o frutos de ilusión óptica. Tomé de la mesa mis pertenencias y me las puse nuevamente, segura de que el espectáculo estaba apenas por comenzar. Sin importar cuál fuera la siguiente escena, volvería a despojarme de todo, por principio de cuentas, del reloj.
1 comentarios - Urgente y disfrutable