Les dejo este articulo que lei y me gusto!
Rose Mary Espinosa 01 de Junio del 2011
Mi pelvis y su rodilla
Ignacio Huízar
Enrojecido, robusto y penetrante té quiero. Anhelo cerrar los ojos y soplar. Amoldar mis labios, recibirlo y arrastrar con la lengua esa primera, esa última brizna cremosa y blanca.
Todo indica que me quedaré con las ganas. El vendedor abre las latas que despliegan aromas de anís y cardamomo, clavo y pimienta, jengibre y canela. Nada de Rooibos por ahora: Chai Rouge fue una mezcla de ocasión que estará disponible hasta dentro de un mes y no tengo más remedio que sentarme a la barra y probar las otras preparaciones.
Percibo acentos de naranja, cedro y rosas. ¿Acaso mi olfato ha perdido el radar? A mi lado se sienta un hombre que viste jeans y una camisa negra de lino. Flechada por su silueta y su perfume, me concentro en el libro que lleva consigo: Alone Together, de Sherry Turkle, un análisis muy interesante de cómo la hiperconectividad afecta nuestras vidas.
Cuánto disfruto los encuentros en la barra. Puedo verlo por el rabillo del ojo sin mirarlo. Lo que haría si este hombre me correspondiera aun en lo más mínimo. Me pondría de pie, me abrazaría a su espalda, lamería su oreja, le besaría el cuello.
O aproximaría nuestras sillas Koncord en color lavanda: mis muslos juntos, mis rodillas apretadas y dirigidas a su entrepierna. Palparía con ellas su dureza; me replegaría a medida que él se impulsara y presionara suavemente en pos de abrirme. Sus dedos estarían húmedos de mi sudor y terminaría por apoyarme en el respaldo sin recato alguno, enteramente expuesta y receptiva.
Pero no es mi pareja, ni siquiera lo conozco y mucho menos corresponde mis miradas.
Me percato de que la barra, iluminada y de cristal, proyecta los cuerpos opacos. Arrimo mi silla lo más que puedo hacia delante a fin de colocar mis piernas frente a las suyas y jugar a las sombras chinas: trazo un péndulo cada vez más rápido y vigoroso y, sin querer, lo pateo. Él suelta el libro. Me disculpo. Me observa con extrañeza. Me levanto del asiento con tal desatino (¿o con tal tino?) que mi pelvis se roza con su rodilla.
En eso escucho una voz de ultratumba: Don’t be a pussy woman! En medio de la secuencia apoteósica que estoy viviendo, es esa la frase que resuena en mi cabeza, advertencia que tiempo atrás me hizo uno de mis profesores, para quien, aun cuando la provocación sexual fuera soportable en la vida, en un relato resultaba inadmisible.
De algún modo, lo que me había dicho era que las mujeres no debían hablar de sexo de forma desenfadada, como lo hacían los hombres, so pena de caer en un estilo mundano y menor, onanista y hasta risible. Para él, la incitación y la ligereza no tenían ningún valor ni revestían interés alguno, si acaso socavaban el ánimo feminista, acallaban la voz libertaria y reducían la propia búsqueda a la de un depredador.
Recordé entonces una escena de la película The Aviator, de Martin Scorsese, en la cual, ante el desprecio que los familiares de Katharine Hepburn (Cate Blanchett) muestran hacia el capital, Howard Hughes (Leonardo DiCaprio) replica: “A ustedes no les interesa el dinero porque siempre lo han tenido. Ni a mi entonces gurú ni a su círculo de eruditos les interesaba que una mujer relatara sin empacho sus deseos y aventuras sexuales por ser un tratamiento que sólo a ellos correspondía”.
Not to be a pussy woman? En atardeceres como éste no deseo ser otra cosa, en especial cuando descubro una presencia electrizante como la del hombre a mi lado, que huele a Terre d’Hermès y porta una camisa Vilebrequin.
Prefiero pensar en la sensualidad y el flirteo como fuentes de diversión y deleite, tal y como señala Lois Pineau: “No es la provocación, sino sus enemigos, lo que constituye un peligro para el mundo”.
Lo miro fijamente y pronuncio con claridad de tal manera que él pueda escucharme: “Enrojecido, robusto, penetrante”. Tan pronto se vuelve a mí, aclaro: “Hablo del té, no de ti”. Algo en su sonrisa me dice que esta vez no habré de quedarme con las ganas. Acerca su silla a la mía. Las piernas me tiemblan mas no opongo resistencia: cierro los ojos y amoldo mis labios.
Rose Mary Espinosa 01 de Junio del 2011
Mi pelvis y su rodilla
Ignacio Huízar
Enrojecido, robusto y penetrante té quiero. Anhelo cerrar los ojos y soplar. Amoldar mis labios, recibirlo y arrastrar con la lengua esa primera, esa última brizna cremosa y blanca.
Todo indica que me quedaré con las ganas. El vendedor abre las latas que despliegan aromas de anís y cardamomo, clavo y pimienta, jengibre y canela. Nada de Rooibos por ahora: Chai Rouge fue una mezcla de ocasión que estará disponible hasta dentro de un mes y no tengo más remedio que sentarme a la barra y probar las otras preparaciones.
Percibo acentos de naranja, cedro y rosas. ¿Acaso mi olfato ha perdido el radar? A mi lado se sienta un hombre que viste jeans y una camisa negra de lino. Flechada por su silueta y su perfume, me concentro en el libro que lleva consigo: Alone Together, de Sherry Turkle, un análisis muy interesante de cómo la hiperconectividad afecta nuestras vidas.
Cuánto disfruto los encuentros en la barra. Puedo verlo por el rabillo del ojo sin mirarlo. Lo que haría si este hombre me correspondiera aun en lo más mínimo. Me pondría de pie, me abrazaría a su espalda, lamería su oreja, le besaría el cuello.
O aproximaría nuestras sillas Koncord en color lavanda: mis muslos juntos, mis rodillas apretadas y dirigidas a su entrepierna. Palparía con ellas su dureza; me replegaría a medida que él se impulsara y presionara suavemente en pos de abrirme. Sus dedos estarían húmedos de mi sudor y terminaría por apoyarme en el respaldo sin recato alguno, enteramente expuesta y receptiva.
Pero no es mi pareja, ni siquiera lo conozco y mucho menos corresponde mis miradas.
Me percato de que la barra, iluminada y de cristal, proyecta los cuerpos opacos. Arrimo mi silla lo más que puedo hacia delante a fin de colocar mis piernas frente a las suyas y jugar a las sombras chinas: trazo un péndulo cada vez más rápido y vigoroso y, sin querer, lo pateo. Él suelta el libro. Me disculpo. Me observa con extrañeza. Me levanto del asiento con tal desatino (¿o con tal tino?) que mi pelvis se roza con su rodilla.
En eso escucho una voz de ultratumba: Don’t be a pussy woman! En medio de la secuencia apoteósica que estoy viviendo, es esa la frase que resuena en mi cabeza, advertencia que tiempo atrás me hizo uno de mis profesores, para quien, aun cuando la provocación sexual fuera soportable en la vida, en un relato resultaba inadmisible.
De algún modo, lo que me había dicho era que las mujeres no debían hablar de sexo de forma desenfadada, como lo hacían los hombres, so pena de caer en un estilo mundano y menor, onanista y hasta risible. Para él, la incitación y la ligereza no tenían ningún valor ni revestían interés alguno, si acaso socavaban el ánimo feminista, acallaban la voz libertaria y reducían la propia búsqueda a la de un depredador.
Recordé entonces una escena de la película The Aviator, de Martin Scorsese, en la cual, ante el desprecio que los familiares de Katharine Hepburn (Cate Blanchett) muestran hacia el capital, Howard Hughes (Leonardo DiCaprio) replica: “A ustedes no les interesa el dinero porque siempre lo han tenido. Ni a mi entonces gurú ni a su círculo de eruditos les interesaba que una mujer relatara sin empacho sus deseos y aventuras sexuales por ser un tratamiento que sólo a ellos correspondía”.
Not to be a pussy woman? En atardeceres como éste no deseo ser otra cosa, en especial cuando descubro una presencia electrizante como la del hombre a mi lado, que huele a Terre d’Hermès y porta una camisa Vilebrequin.
Prefiero pensar en la sensualidad y el flirteo como fuentes de diversión y deleite, tal y como señala Lois Pineau: “No es la provocación, sino sus enemigos, lo que constituye un peligro para el mundo”.
Lo miro fijamente y pronuncio con claridad de tal manera que él pueda escucharme: “Enrojecido, robusto, penetrante”. Tan pronto se vuelve a mí, aclaro: “Hablo del té, no de ti”. Algo en su sonrisa me dice que esta vez no habré de quedarme con las ganas. Acerca su silla a la mía. Las piernas me tiemblan mas no opongo resistencia: cierro los ojos y amoldo mis labios.
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