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Once años después… (IV)




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Compendio III


AFLICCIONES DE MI AMOROSA CUÑADA CASADA

Fue una gran sorpresa para mí enterarme que mi Amelia, mi dulce, preciosa, tierna e inocente Amelia se había casado. Y no solo eso, sino que también era madre de 2 niños preciosos.

Poniéndoles al día, Amelia, la hermana de Marisol, también se había enamorado de mí al igual que mi esposa, con la salvedad que su timidez era demasiado grande para atreverse a declarar sus sentimientos.

Once años después… (IV)

Tiempo después, cuando mi ruiseñor y yo empezamos a vivir juntos y salió el problema con la investigación de mi Magister, pude ver a Amelia (junto con su madre y a su prima, Pamela) con otros ojos al tener que irme a vivir a su casa en el norte, donde me volví su primer amante.

En esos tiempos, mi cuñada Amelia era una chica tierna e inocente, pero físicamente desarrollada, con un enorme busto que acomplejaba a mi futura esposa (puesto que antes de embarazarse, mi ruiseñor era bastante plana). El profesor de educación física intentó aprovecharse de Amelia, por lo que salté en su defensa y terminé ganándome su corazón. Compartimos un tierno romance, donde le enseñé a hacer el amor, a dar y recibir sexo oral, y también, le terminé estrenando la colita, placer que al igual que a mi esposa y a mi suegra, le terminó encantando…

Pero han pasado 11 años y mi dulce Amelia se casó con su pololo de la universidad, Ramiro.

Con Marisol, tuvimos que atravesar la ciudad para llegar al barrio donde vive mi cuñada. No estoy diciendo que donde vive mi suegra y mis padres sea un barrio elegante o algo por el estilo. Pero sí tengo que admitir que, en el barrio de mi cuñada, hay muchos inmigrantes.

La casa de mi cuñada parecía una reliquia olvidada y deprimente, con una fachada de ladrillos gris y apática, descuidada por el paso de los años. Las ventanas, protegidas con persianas de madera café, filtraban la luz ambiental, a la vez que la mantenían oculta de los vecinos. En el interior, el aire era deprimente, con pisos de madera desgastados crujiendo a cada paso y su brillo natural perdido hace décadas.

El mobiliario tampoco era el mejor: un sofá viejo con cojines desgastados y polvorientos, un comedor que en otro tiempo fue nuevo, una cocina y refrigerador arcaicos. El único contraste con la modernidad era un enorme televisor de pantalla plana colgando en la pared.

En este deprimente lugar nos recibió Ramiro, un hombre delgado y cansino, con la apariencia de un hombre entre 35 y 40 años, cuando en realidad apenas tiene 30. Alto y delgado, su presencia carecía de cualquier muestra de fuerza o vigor, como si la vida le hubiese quitado la energía para armarse a sí mismo. Sus ojos cafés, gentiles y humildes, reflejaban una bondad y sumisión silenciosa, una humildad que lo hacían abordable, pero también reflejaban una falta de carácter que lo hace ver pusilánime. Al igual que con Guillermo, la pareja de mi suegra, no había actitud ni presencia de mando en los ojos de Ramiro, sino que un hombre desgastado por la responsabilidad, cuyo obstinado orgullo lo mantenía preso a un hogar deprimente.

Y contrastando con él, estaba Amelia. Las esmeraldas de sus ojos reflejaban una vida atrapada en un lugar que buscaba sacarle el espíritu.

motel

Su reacción al verme fue impactante. Su mirada adquirió un destello esperanza y malicia, de una mujer que buscaba hambrienta algo más allá de las paredes de su deplorable hogar. La humildad de su precaria situación económica la hacía ver apetecible para los hombres: una sudadera que parecía desbordar con sus jugosos y carnosos pechos, del tamaño de melones maduros; una cintura firme y esbelta, y unos leggins ajustados, que resaltaban su cautivante retaguardia, todo esto coronado con una cola de caballo castaña, en un tono levemente más oscuro que el de mi ruiseñor, haciéndola ver como una potra fiera e indomable.

En retrospectiva, es difícil saber si se vistió así de provocativa para recibirnos (Amelia sabe que babeo por mujeres tetonas con cola de caballo) o porque esas prendas son más baratas. Pero lo que sí sé es que, aunque aparentaba ser la inocente mujer que dejé años atrás, ahora estaba disfrutando la atención de sentirse vista.

El apretado abrazo que nos dimos aclaró todas mis dudas sobre cuánto me extrañaba. Marisol apenas levantó una ceja, recordando lo mucho que yo le gustaba a su hermana y que incluso, antes de irnos al extranjero, las hermanas me habían compartido en tríos ocasionales. Pero, así y todo, la idea de rememorar esos encuentros fue germinando en la mente de mi ruiseñor.

Conforme fuimos conversando con la pareja mientras sus hijos jugaban con sus regalos, la frustración en Amelia se fue manifestando de a poco: aunque ella completó sus estudios en idiomas, Ramiro es de ese tipo de personas que piensa que la mujer debe hacerse cargo de la casa y del cuidado de los niños, sin considerar que sus pocos ingresos los tengan viviendo casi en la marginalidad y obligando a Amelia a permanecer en una prisión apática.

Ramiro nos fue contando que aparte de estar mal pagado y trabajando horas extras, no solamente debía trabajar turnos largos, sino que también debía estar disponible para llamadas laborales urgentes, punto que terminó por cabrear a Amelia, quien me tomó de la mano y me arrastró hacia la puerta con la excusa que necesitaban comprar mercadería.

Con un ojo en el camino, no podía quitarle la vista a mi cuñada, cuyo cuerpo entero se sacudía en furia. Peor fue cuando empezó a contarme sobre su frustración sexual, dado que Ramiro es una persona que puede tener sexo una o dos veces a la semana de la manera tradicional, siendo que Amelia necesitaba verga a diario. Incluso me confesó los celos que siente por Marisol, al ser de conocimiento común para mi familia política que satisfago a mi ruiseñor al menos 5 veces a la semana.

Mi pantalón se ponía más ajustado a medida que Amelia confesaba sus deseos de chupar un pene grande y grueso como el mío y de ser cogida por horas y horas, hasta el cansancio, como lo hacíamos en el pasado.

Hasta que nuestros ojos se encontraron.

Mientras mi ruiseñor jugaba entretenida con sus sobrinos y mi cuñado aprovechaba de dormir una siesta, Amelia y yo nos estábamos maquinalmente besando, recordando nuestros acalorados encuentros del pasado.

Amelia me confesó que Ramiro es muy parecido a mí en lo que respecta a valores: honesto, recto, esforzado, romántico y valiente. Sin embargo, en lo que respecta a sexualidad, es muy conservador. Incluso me confesó que no está segura si sus hijos son de Ramiro o no.

La revelación me tomó de sorpresa, porque tiempo atrás, era igual de idealista que Ramiro. Lo que cambió mi situación fueron los avances que hizo mi suegra conmigo, que me hizo explorar la sexualidad más allá de la forma cariñosa y protegida que solía tener con Marisol y explorar los ámbitos de los instintos y deseos.

•¿Te acuerdas de la vez que lo hicimos en la ducha, para mi cumpleaños? – comentó melosa, con una caliente sonrisa y sus preciosos ojos verdes perdidos en los recuerdos. – Esa vez fuiste tan brusco… como nunca lo habías sido conmigo.

Mi erección se hinchó más ante esa memoria.

cunada

-¿Cómo podría olvidarlo? – Admití, sacudiéndome incómodo en mi asiento. – Eras joven, inexperta… tu cuerpo era tan sexy… y estabas tan mojada, suplicando que la metiera.

Su sonrisa y sus ojos soltaron un destello al verme recordar aquello, como un faro de puerto se alegra de dar cobijo a un barco perdido en el mar.

•¡Necesito eso de nuevo, Marco! – exclamó Amelia en una voz madura y urgente. - Necesito tirarme unos buenos polvos contigo de nuevo…

Y de alguna manera, la mano de Amelia se las arregló para apretar mi muslo, cortándome la respiración mientras manejaba, pero con una radiante sonrisa, al ver para dónde marchaban las cosas.

-¿Qué estás diciendo, Amelia? – pregunté atónito.

Su codiciosa mano se deslizó sobre mi hinchada erección y empezó a sobarme por encima del pantalón.

•¡Estoy diciendo que te necesito ahora! ¡Ya! – demandó ella, introduciendo una mano dentro de mi bermuda.

La tensión entre nosotros era palpable y ninguno de los 2 nos aguantábamos las ganas. Pulsé “motel” en el GPS y enfilé al más cercano.

Una vez que conseguimos una habitación, no podíamos quitarnos las manos de encima.

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El busto de Amelia es enorme. Si bien, Marisol tiene una buena delantera, Amelia los debe tener fácilmente 3 tallas más grandes y carnosas. Sus senos desbordaban mi mano a través de los dedos con holgura. Pero mientras nos besábamos apasionadamente, le bajé los leggins y un par de “inocentes” calzoncitos blancos de algodón hicieron su aparición, revelando un trasero redondo y relleno. Se notaba el esfuerzo de mi cuñada manteniéndose en forma trotando, o al menos, yendo al gimnasio, haciéndome divagar sobre los pensamientos lujuriosos que una mujer como ella podía desatar en otros.

Una vez acostada, se abrió de piernas y sin muchos miramientos, la fui introduciendo de a poco, llenándola completamente.

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Es difícil saber si estuvo con otros hombres o con Ramiro después que me fui, dado que estaba casi tan apretada como la última vez que estuvimos juntos. Lo que sí es cierto es que los gemidos rellenaban la habitación mientras hacíamos el amor como animales, nuestros cuerpos azotándose rítmicamente a un compás que los 2 recordábamos bastante bien.

Yo estaba muy consciente que no debía estar haciendo aquello. En especial, sin usar ningún tipo de protección, pero habiendo conocido a Amelia por tanto tiempo, ella no lo habría aceptado de otra manera.

Mientras le daba duro, metí mis dedos para estimular su pepita hasta hacerla aullar, pudiendo sentir cómo su ardiente cuerpo apretaba el mío.

Mi cuñada lo necesitaba. Amelia parecía una leona salvaje que estuvo enjaulada mucho tiempo. Echó su cabeza hacia atrás mientras me montaba, meneando esos imponentes pasteles en sus pechos de una manera que me desorbitaba los ojos, con su largo cabello castaño sacudiéndose como una tormentosa cascada y no pude resistirme a chupar uno de sus senos, chupando y remordiendo sus pezones erectos, haciéndole gritar.

Once años después… (IV)

El dormitorio resonaba con el constante vaivén de la crujiente cama, la humedad de nuestros cuerpos azotándose mutuamente y nuestros gemidos desesperados.

Quería venirme encima de sus deliciosos pechos y justo cuando le di un breve descanso para poder sacarla, ella protestó:

•¡No! ¡La quiero dentro! – ordenó en una voz coqueta, enfadada y sensual.

Y un maravilloso portento, comparable a un eclipse solar, ocurrió frente a mí: mi sensual cuñada se volteó, ofreciendo ese enorme y carnoso culazo con forma de manzana que no veía en más de una década.

Su apretado y rosado agujerito parecía decirme lo mucho que me había estado esperando. Amelia soltó un suave gemido al sentir el glande tensando su esfínter. Pero inconscientemente, empezó a mecer su cuerpo favoreciendo la penetración.

motel

Y la empecé a meter de a poco. Al principio, por su falta de práctica, empecé despacio. Pero a los minutos, ya le estaba dando con todo, machacando su colita como lo había hecho con su sexo antes. Amelia echó su cuerpo para atrás ansiosa para recibirme entera, sintiendo cada centímetro de mi ser, pero la sensación de mi pene llenando su colita la tenía hipnotizada. Un placer enorme que no había recibido en años. El calor de su culito apretado era celestial.

Mostrando que yo también había perfeccionado mis técnicas, empecé a masajear su clítoris de forma circular mientras la iba bombeando. Los orgasmos que empezó a sentir Amelia se volvieron devastadores con cada sacudida.

•¡Marco! ¡Marco! ¡Ahh! ¡Ahh! ¡Qué rico! – proclamaba su alivio a los cuatro vientos.

Entonces, me puse serio y la agarré firme de la cintura. Dejó escapar un soplido profundo al sentir cómo la metía hasta el fondo, en un ritmo infernal que sacudía la cama y sus pechos sin darle descanso.

-¡Así! ¡Así, mi niña! ¡Córrete por mí! – le incité, sintiendo su conchita apretar mis dedos con codicia, haciendo su cuerpo entero en regocijo y un aullido profundo y gutural escapaba de sus labios.

Agarrándola de la cintura, estrujando uno de sus enormes pechos y besando el contorno de su mejilla, mientras le daba y le daba como si no hubiese mañana, diciéndole al oído lo apretada que estaba, haciendo que a los pocos segundos, cuantiosas gotitas cayeron de su entrepierna.

Nos miramos a los ojos. Una pasión desatada, carnal que dejaba de lado la tierna relación que un momento tuvimos. En esos momentos, yo sabía que para ella, era su macho y ni su marido, hermana ni familia existían y me aseguraría que lo olvidara por un buen rato.

Le empecé a dar más fuerte, mis testículos azotando su colita con cada sacudida. Amelia se puso en cuatro, engrifada, con la respiración entrecortada y lágrimas, disfrutando de un placer que con cada segundo se hacía más intenso.

Aunque no lo admitiría nunca a Ramiro, Amelia, al igual que su madre y mi ruiseñor, era otra viciosa más del sexo anal. El dolor se combinaba perfectamente con el placer que ella sentía. Mis manos, firmes sobre su cintura, la sujetaban mientras la marcaba de la manera más íntima. Una manera en la cual Ramiro nunca estuvo interesado, pero yo sí.

Sus pechos se deslizaban de lado a lado, con ella apenas sujetándose con las manos conteniendo mis sacudidas soltando potentes gemidos de placer. Amelia podía sentir su conchita palpitar, mojándose cada segundo mientras que mi castigo infatigable sobre su colita la hacía sentir la más linda y viva.

Le seguí recalcando lo apretado que la sentía, haciéndola mojarse cada vez más. Y nos miramos a los ojos, el mismo fuego en los míos. Amelia sabía que siempre sería mía y quería dejarle claro que nunca se olvidará de mí.

Le di más duro todavía. Las uñas de Amelia se aferraban a la cama, trazando pequeñas “medias lunas” en las sábanas del motel.

Su orgasmo era inminente y los dos sabíamos que sería explosivo.

•¡Me voy a venir! – Avisó en un momento, por lo que subí el ritmo y le di con todo.

Su cuerpo entero convulsionó y me vine dentro de ella, llenándole la colita con mi semilla ardiente. Quedamos agotados en la cama, sudados y jadeando, nuestros cuerpos enredados.

Curiosamente, no le dimos espacio a los remordimientos. Amelia había reencontrado algo que su marido no le podía dar. Y aunque estábamos agotados, pegajosos y sacudiéndonos por nuestro encuentro, los 2 sabíamos que ese era el primero de muchos encuentros.

Salimos de la cama con la respiración acelerada. Como un caballero, le tomé la mano a mi cuñada como si fuera una princesa y Amelia me miraba cautivada por mis ojos negros. Nunca se lo pedí, pero apenas empezamos a bañarnos, Amelia se arrodilló y me dio una cariñosa mamada.

cunada

Se notaba lo mucho que me había extrañado. Peor todavía, Ramiro piensa que las mamadas denigran a la mujer y a pesar de que Amelia tenía sus amantes, ninguno se comparaba conmigo.

infidelidad consentida

Empezó a hacerme una garganta profunda, su boca recordando poco a poco la sensación, haciéndome sentir un placer increíble.

Le sujeté la cabeza, guiando sus movimientos mientras la metía y sacaba de su boca vertiginosamente, sus mejillas retrayéndose al chuparme tan duro. Ella sabía cómo volverme loco, al punto que le suplicaba que se lo tragara.

El agua tibia caía sobre nosotros volviendo el momento erótico entre nosotros. Las burbujas de jabón envolvían nuestra piel, haciendo el contacto entre nuestros cuerpos resbaladizo.

No pude aguantar más y la saqué de su boca, soltando mi carga en todo su rostro y sus pechos. Los ojos de Amelia brillaban de alegría y se relamía los labios, saboreando mi semen. Nos limpiamos mutuamente, la incomodidad de la situación temporalmente olvidada tras el regocijo de nuestra pasión.

En el camino a casa, Amelia insistió en darme una mamada todo el camino, al punto que tuve que parar en una gasolinera para comprar algo que enmascarase el olor a pene de su boca. Pero al llegar al domicilio de mi cuñada (tras una salida de 3 horas), Marisol tenía una buena idea sobre lo que había pasado con su hermana y conmigo, gracias al increíble cambio de actitud en Amelia y le sonrió.

Ramiro se mostró preocupado, Marisol convenciéndole que Amelia estaba agobiada y necesitaba liberar tensiones, por lo que me pidió disculpas al tener que lidiar con sus problemas, pero Amelia simplemente lo abrazó y le besó. No se sentía culpable por ponerle los cuernos, ya que necesitaba una burbuja de alivio para su vida. Después de todo, amaba y estaba enamorada de Ramiro, apreciando sus esfuerzos por proveer por ella y sus hijos.

Y el resto de la visita nos resultó tensa, con Amelia y conmigo evitando levantar sospechas. Conversamos y jugamos con los niños, pero cada vez que nos mirábamos, el recuerdo de nuestro encuentro en el motel nos hacía suspirar, sabiendo que en nuestros próximos encuentros, no nos podríamos controlar.


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1 comentarios - Once años después… (IV)

fobnirimen1970
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