Hacía más de un año que no la veía. Después de aquella tarde en la que le dije que no iba más, no habíamos vuelto a vernos. Alguna que otra vez me había llamado al celular con alguna excusa menor, pero eso había terminado hacía tiempo también. Tal vez ella seguía convencida que el problema había sido su edad, pero yo me empeñé en hacerle entender que sus diecinueve años no eran problema para mis veinticinco, y que algunas otras cosas eran el problema. Mi problema.
Si bien es cierto que no ocupaba en mi cabeza más lugar que el ocupaba cualquier otra relación pasada, es cierto también que esos dos meses habían sido explosivos y caliente como nunca lo había esperado. Si en lo afectivo no había logrado prosperar, en lo sexual era completamente inesperado y exquisito. Tuve con ella el mejor sexo que hasta el momento haya tenido, y eso no se olvida fácilmente. No sería de hombre negar que más de una vez me había masturbado recordándola en cuatro, con su culo iluminado por la luz de la luna, y yo por detrás apuntando con saña con la respiración agitada y los músculos tensos.
Sin embargo aquel día yo no iba pensando en eso. Ni en eso ni en nada parecido: iba sólo pensando que tenía mil cosas que hacer. Y de repente recordé que una de las cosas que tenía que hacer era un regalo. Uno de esos regalos que no da muchas ganas de producir, uno de esos que simplemente querés comprar y entregar. Estaba a media cuadra nada más cuando el asunto del regalo me embargó, y fue mientras lo pensaba que pasé por la puerta del local. De hecho, pasé de largo. Dos metros más allá de donde termina la vidriera me frené, como en las películas. Miré para atrás, y vi que ahí estaba el local de música. En un segundo decidí que eso resolvía lo del regalo, y volví sobre mis pasos. Entré y, mientras dejaba la mochila en el locker, recordé, repentinamente, que ella solía trabajar ahí. Había entrado a trabajar al mes que empezamos a salir. No sabía si seguía ahí o no, ni si era su turno, o su día, o el mío, pero ya no tenía ningún sentido volver atrás, y en cualquier caso, no había nada que evitar, no estábamos peleados ni nada de eso. Llegado el caso, saludaría, educado como soy, y listo.
Me adentré en el local pensando qué comprar. Y de prepo descubrí, prontamente, que eran su día y su turno. Una voz conocida me sacó de mi abstracción. “Hola, no?” dijo. Instintivamente me di vuelta, y ahí estaba, con su sonrisa de siempre, en una de las cajas. “Hola!” respondí espontánea y sinceramente, al tiempo que me acercaba a la caja.
Como estás tanto tiempo, y cómo estás vos, y qué bueno verte y todo eso, seguimos la rutina que ya todos conocemos. Pero las miradas no eran las de rutina. Yo no sé qué pensaba ella, pero yo pensaba que qué pena que en su momento la hubiera tenido que dejar ir, porque siempre, desde el primer día que la había visto, y hasta hoy (acababa de descubrir) me calentaba terriblemente, y de manera instantánea. Hablaba con ella y respondía sus preguntas, a la vez que formulaba las mías, en un estado de total esquizofrenia, en el cual quería, por un lado, quedarme por siempre y dar la vuelta por detrás del mostrador y cogerla diez veces como hacía mucho que no hacía, y por el otro, irme ya mismo de ahí porque me incomodaba estar hablando con ella sintiendo cómo la pija se me llenaba de sangre caliente y los huevos se me ponían cada vez más duros, y cómo la voz me temblaba cada vez más, y las respuestas tenían cada vez menos sentido. Si hubiera aparecido el genio en ese momento, no hubiera sabido qué pedirle: un polvo eterno, o un pasaje a Siberia.
“Voy al baño y en seguida vengo”, dijo la compañera, interrumpiendo nuestra conversación. “Sí, dale, no problem”, dijo ella con una sonrisa que mostraba más dientes de lo necesario. Y entonces, de pronto: “Y vos, estás con alguien?”. “No, y vos?” balbuceé. “Tampoco”. Y un silencio.
“Yo me acuerdo de vos seguido” deslizó, mientras arqueaba el cuerpo y bajaba las manos más allá del mostrador. Me miró como miran las mujeres, y siguió: “Fuiste mucho para mí, sabés?” susurró, y extendió una mano de amigo. Yo estiré la mía con una sonrisa, sólo para descubrir que dos dedos de su mano estaban húmedos, y su sonrisa más fatal que nunca. Sus ojos brillaban como hogueras, y mi corazón latía como loco. Bajo el pantalón, y disimulada contra el mostrador, mi verga se corcoveaba, pidiendo a gritos libertad y liberación. Con los huevos repletos de leche caliente y las piernas temblorosas, sólo atiné a devolver la mirada, asomar apenas la lengua, y apretar su mano bien fuerte. Estaba perdido. Alrededor mío, la gente iba y venía con CDs en las manos, y el de seguridad hablaba por handy.
Esa mirada pareció eterna, y fue, por suerte o desgracia, interrumpida por un cliente que, con un CD de Arjona en la mano, clamaba por pagar. Me hice a un lado, el cliente pagó, y se terminó el asunto. Volví a mi lugar, en silencio. “Andá al baño” me dijo. Por un segundo pensé que ella estaba pensando lo mismo que yo: andá al baño y hacete dos pajas bestiales, porque no podés caminar con la pija así arañanado el pantalón y la cabeza en cualquier lado. Tal vez ella leyó algo en mi cara de desconcierto: “Andá al baño y esperame ahí, en el segundo box”. Me volví a quedar mudo. “Al fondo, derecho, lo vas a ver, tiene un cartel, y las alarmas en la puerta. Dale”.
Mi cabeza no podía coordinar una sola idea. Absortó en la calentura o lo que fuera, me fue, derecho como me dijo, hasta el baño. Por un segundo creí que el baño no iba a existir, y que era todo un chiste. Pero el baño existía. Ahí estaba, enfrente mío, a escasos cinco metros. Miré para todos lados, como quien se roba una manzana, y entré. Rápidamente eché un vistazo, y me cercioré de que no había nadie. Me metí en el segundo box, y cerré la puerta. Colgué el bolso en el perchero que había en la pared, y respiré hondo. Pensé que era todo un chiste. Esperé. Nada. Seguí esperando. Nada. De golpe, escuché ruidos. El corazón me dio un vuelco. Escuché el meo del señor inundar el migitorio. Después, la canilla. Y el silencio. Me sentía el idiota número uno del mundo. Ella no iba a venir nunca, era todo un chiste, y yo ahí al palo, embobado por una sonrisa y dos palabras provocativas.
Puse el celular en silencio y me bajé la bragueta. Me acomodé el calzoncillo debajo de las bolas, y saqué la verga. Me la miré, gorda y dura, con la venas violeta a punto de estallar. Me vi la cabeza hinchada, con el agujero bien abierto, y la piel bien tirante. Estaba a punto de agarrarla con la izquierda y sacarme una paja sublime, cuando escuché ruidos. Me quedé inmóvil. La puerta que se había abierto se cerró, y hubo un silencio eterno. Yo, como un caballero de mentira, empuñaba una verga dura y caliente a modo de arma letal. Sentí un movimiento, y después de eso, dos suaves golpes en la puerta. Dudé por un milisegundo, y de golpe, sin saber lo que hacía, abrí la puerta de par en par. Frente a mi, la cara de poker de ella.
En un instante, cerró la puerta de un solo movimiento, y me miró fijo. “No lo puedo creer” dijo, y me siguió mirando. Yo seguía empuñando mi verga dura y temblorosa, y la miraba en silencio, casi temblando. Sin mediar palabra, se arrodilló y se sacó la remera. Dejó al descubierto su vieja costumbre de no usar corpiño, y sus hermosos 93 cm de las más hermosas y duras tetas. Sus pezones rosados apuntaron a mi cara, y sus tetas duras pidieron por favor un masaje. Me miró fijo de nuevo. Me agarró de las piernas, y de un solo y violento movimiento, se metió toda mi pija en la boca. Sentí su nariz apoyada en mi pelvis, y recordé aquellas épocas de mamadas en el parque o el colectivo, o la paja en el tren a Ramos.
Ahogué un suspiro y la agarré de los pelos. La empujé contra mis huevos y apreté fuerte. La sentí apretándome las piernas, y respirando fuerte. La sostuve de la cabeza con las dos manos, y le hice la mejor bombeada del mundo en la boca. Le cogí la boca como nunca, mientras le miraba las tetas sacudirse al vaivén de su fellatio. La levanté de la cabeza sin soltarle los pelos, porque sabía que le gustaba. Le mordí el pezón izquierdo, y la sentí ahogar un gemido. Con su mano derecha me pajeaba fuerte y duro, mientras yo chupaba esos pechos duros y amistosos, que se ponían más duros cuanto más los chupaba u mordía. Mi lengua loca jugueteaba con sus pezones, a la vez que mi mano derecha bajaba hacia su entrepierna. Y todo en el más perfecto silencio.
No sé quién ideó esos uniformes, pero creo que nunca pensó lo feliz que harían a un cliente que podía culearse a una empleada en el baño de la empresa, con sólo levantarle la pollera y sacarle la tanga. Le levanté la pollera, y no necesité ni siquiera sacarle la bombacha para sentir su humedad. La tanga estaba empapada de flujo caliente, y todo el box olía a sexo. No sé cómo no sucumbí a su mano derecha y le llené la camisa de leche. Con dos dedos tiré de la tanga, y empecé a bajarla. No se resistió: siguió pajeándome cada vez más rápido, mientras me besaba el cuello. Bajé la otra mano, y le saque la tanga. Me la guardé como pude en el bolsillo trasero del pantalón. Y le susurré al oído “Sabés que lo que más me gustó siempre es hacerte el orto”. Me mordió, y me apretó más la pija. “Ponete en cuatro” dije, como una orden. “Despacito” dijo, al tiempo que se apoyaba sobre el inodoro, y se mojaba el orto con su propia saliva mezclada con flujo. “Sí...” dije, embadurnándome la verga con mi propia saliva espesa de excitación. Me lubriqué hasta los huevos. Con la izquierda la agarré de los pelos, y con la derecha empuñe la verga. Se la apoyé en la puerta del orto. Deslizé la izquierda, y le tapé la boca, al tiempo que entraba por atrás, mientras sentía como su culo hermoso se abría para mí a cada centímetro que mi pija entraba, y sentía cómo ese culo divino, caliente, albergaba mi poronga húmeda hasta el fondo. Paré cuando sentí que mis huevos le golpeaban el clítoris, y pedía por favor respirar. De a poco le solté la boca, y de a poco empecé a embestirla. Con la derecha me acariciaba los huevos, con la izquierda se apoyaba en el inodoro. Con la izquierda le agarraba los pelos, con la derecha le amasaba las tetas, y le apretaba los pezones. Todo en el más absoluto de los silencios.
Pasé la izquierda al clítoris, y después a los pezones, y la derecha al orto. Le abrí más el culo y sentí cómo me entraba la verga hasta el final. Me dolía el roce con ese culo profundo, pero me latía todo el cuerpo esperando el orgasmo. Si bien no habían pasado más de dos minutos, yo tenía la verga hinchada y pidiendo a gritos acabar. Cada treinta segundos bajaba el ritmo, para poder aguantar un poco más. Ella insistía en masajearme los huevos, y a mi no me aydaba para nada: sentía que lo huevos me iban a explotar. Y la seguía bombeando.
De repente sentí que se incorporaba, al tiempo que me agarraba la verga bien fuerte: “Sabés que la leche me gustá en la boca”, dijo, y era cierto. Todavía recuerdo aquella vez, la primera, en la que me preguntó: “¿Te jode acabarme en la boca?”. Evidentemente tenía el orto tan entrenado (por mí, o al menos eso me gusta pensar, ya que, después de todo, yo lo inauguré) que se dio cuenta cuando la poronga me temblaba a más no poder. Se dio vuelta, y se arrodilló. Y me la chupó.
Me la chupó como si fuera el último día, como si de mi verga fuera a salir el elizir de la vida eterna, y ella no pudiera esperar. Como si hubiera un premio a la primera que se tragara mi leche espesa y caliente, así me la chupó. Me pajeó, y me acarició los huevos, y me la chupó y se la puso entre las tetas, y me hizo una turca hermosa, y se pajeó los pezones con mi verga, y con la izquierda se pajeó, y me untó la verga con su flujo, y me pajeó, y no aguanté más.
La agarré de los pelos y le metí la verga hasta la garganta un segundo antes de que empezaran las contracciones y los chorros de keche espesa y caliente. Sentí que me quedaban los huevos vaciós, sentí que no había lugar en esa boca para tanto semen caliente. Sentí, aunque tal vez no fue así, que acababa conmigo mientras le llenaba la boca de leche. La escuché tragar, una, dos, y hasta cinco veces. Sentí la verga más grande que nunca. Y acabé como nunca.
Hubo un silencio que duró ya ni sé cuánto. Me miró. La miré. Nos miramos. Quisimos culear de nuevo, pero no. Se levantó. Me miró. “Sueño con tu culo todo el tiempo, es el mejor orto del mundo” dije. “Tenés la leche más rica del mundo”, dijo con una sonrisa. “Mil veces me pajeo pensando en vos” admití. “Mil tipos me cogí pensando en vos” exageró. “¿Me devolvés mi bombacha?” preguntó. “No” respondí, con mi mejor sonrisa. Sonrió, y me besó en la boca. Se fue cerrando la puerta tras de sí.
El CD no lo compré, y su tanga está bien guardada en mi tercer cajón, y sale cada vez que se me para la pija y le quiero dedicar una paja. Debo admitir que todavía la extraño.
[Gracias a todos por leer, y por los comentarios.]
Si bien es cierto que no ocupaba en mi cabeza más lugar que el ocupaba cualquier otra relación pasada, es cierto también que esos dos meses habían sido explosivos y caliente como nunca lo había esperado. Si en lo afectivo no había logrado prosperar, en lo sexual era completamente inesperado y exquisito. Tuve con ella el mejor sexo que hasta el momento haya tenido, y eso no se olvida fácilmente. No sería de hombre negar que más de una vez me había masturbado recordándola en cuatro, con su culo iluminado por la luz de la luna, y yo por detrás apuntando con saña con la respiración agitada y los músculos tensos.
Sin embargo aquel día yo no iba pensando en eso. Ni en eso ni en nada parecido: iba sólo pensando que tenía mil cosas que hacer. Y de repente recordé que una de las cosas que tenía que hacer era un regalo. Uno de esos regalos que no da muchas ganas de producir, uno de esos que simplemente querés comprar y entregar. Estaba a media cuadra nada más cuando el asunto del regalo me embargó, y fue mientras lo pensaba que pasé por la puerta del local. De hecho, pasé de largo. Dos metros más allá de donde termina la vidriera me frené, como en las películas. Miré para atrás, y vi que ahí estaba el local de música. En un segundo decidí que eso resolvía lo del regalo, y volví sobre mis pasos. Entré y, mientras dejaba la mochila en el locker, recordé, repentinamente, que ella solía trabajar ahí. Había entrado a trabajar al mes que empezamos a salir. No sabía si seguía ahí o no, ni si era su turno, o su día, o el mío, pero ya no tenía ningún sentido volver atrás, y en cualquier caso, no había nada que evitar, no estábamos peleados ni nada de eso. Llegado el caso, saludaría, educado como soy, y listo.
Me adentré en el local pensando qué comprar. Y de prepo descubrí, prontamente, que eran su día y su turno. Una voz conocida me sacó de mi abstracción. “Hola, no?” dijo. Instintivamente me di vuelta, y ahí estaba, con su sonrisa de siempre, en una de las cajas. “Hola!” respondí espontánea y sinceramente, al tiempo que me acercaba a la caja.
Como estás tanto tiempo, y cómo estás vos, y qué bueno verte y todo eso, seguimos la rutina que ya todos conocemos. Pero las miradas no eran las de rutina. Yo no sé qué pensaba ella, pero yo pensaba que qué pena que en su momento la hubiera tenido que dejar ir, porque siempre, desde el primer día que la había visto, y hasta hoy (acababa de descubrir) me calentaba terriblemente, y de manera instantánea. Hablaba con ella y respondía sus preguntas, a la vez que formulaba las mías, en un estado de total esquizofrenia, en el cual quería, por un lado, quedarme por siempre y dar la vuelta por detrás del mostrador y cogerla diez veces como hacía mucho que no hacía, y por el otro, irme ya mismo de ahí porque me incomodaba estar hablando con ella sintiendo cómo la pija se me llenaba de sangre caliente y los huevos se me ponían cada vez más duros, y cómo la voz me temblaba cada vez más, y las respuestas tenían cada vez menos sentido. Si hubiera aparecido el genio en ese momento, no hubiera sabido qué pedirle: un polvo eterno, o un pasaje a Siberia.
“Voy al baño y en seguida vengo”, dijo la compañera, interrumpiendo nuestra conversación. “Sí, dale, no problem”, dijo ella con una sonrisa que mostraba más dientes de lo necesario. Y entonces, de pronto: “Y vos, estás con alguien?”. “No, y vos?” balbuceé. “Tampoco”. Y un silencio.
“Yo me acuerdo de vos seguido” deslizó, mientras arqueaba el cuerpo y bajaba las manos más allá del mostrador. Me miró como miran las mujeres, y siguió: “Fuiste mucho para mí, sabés?” susurró, y extendió una mano de amigo. Yo estiré la mía con una sonrisa, sólo para descubrir que dos dedos de su mano estaban húmedos, y su sonrisa más fatal que nunca. Sus ojos brillaban como hogueras, y mi corazón latía como loco. Bajo el pantalón, y disimulada contra el mostrador, mi verga se corcoveaba, pidiendo a gritos libertad y liberación. Con los huevos repletos de leche caliente y las piernas temblorosas, sólo atiné a devolver la mirada, asomar apenas la lengua, y apretar su mano bien fuerte. Estaba perdido. Alrededor mío, la gente iba y venía con CDs en las manos, y el de seguridad hablaba por handy.
Esa mirada pareció eterna, y fue, por suerte o desgracia, interrumpida por un cliente que, con un CD de Arjona en la mano, clamaba por pagar. Me hice a un lado, el cliente pagó, y se terminó el asunto. Volví a mi lugar, en silencio. “Andá al baño” me dijo. Por un segundo pensé que ella estaba pensando lo mismo que yo: andá al baño y hacete dos pajas bestiales, porque no podés caminar con la pija así arañanado el pantalón y la cabeza en cualquier lado. Tal vez ella leyó algo en mi cara de desconcierto: “Andá al baño y esperame ahí, en el segundo box”. Me volví a quedar mudo. “Al fondo, derecho, lo vas a ver, tiene un cartel, y las alarmas en la puerta. Dale”.
Mi cabeza no podía coordinar una sola idea. Absortó en la calentura o lo que fuera, me fue, derecho como me dijo, hasta el baño. Por un segundo creí que el baño no iba a existir, y que era todo un chiste. Pero el baño existía. Ahí estaba, enfrente mío, a escasos cinco metros. Miré para todos lados, como quien se roba una manzana, y entré. Rápidamente eché un vistazo, y me cercioré de que no había nadie. Me metí en el segundo box, y cerré la puerta. Colgué el bolso en el perchero que había en la pared, y respiré hondo. Pensé que era todo un chiste. Esperé. Nada. Seguí esperando. Nada. De golpe, escuché ruidos. El corazón me dio un vuelco. Escuché el meo del señor inundar el migitorio. Después, la canilla. Y el silencio. Me sentía el idiota número uno del mundo. Ella no iba a venir nunca, era todo un chiste, y yo ahí al palo, embobado por una sonrisa y dos palabras provocativas.
Puse el celular en silencio y me bajé la bragueta. Me acomodé el calzoncillo debajo de las bolas, y saqué la verga. Me la miré, gorda y dura, con la venas violeta a punto de estallar. Me vi la cabeza hinchada, con el agujero bien abierto, y la piel bien tirante. Estaba a punto de agarrarla con la izquierda y sacarme una paja sublime, cuando escuché ruidos. Me quedé inmóvil. La puerta que se había abierto se cerró, y hubo un silencio eterno. Yo, como un caballero de mentira, empuñaba una verga dura y caliente a modo de arma letal. Sentí un movimiento, y después de eso, dos suaves golpes en la puerta. Dudé por un milisegundo, y de golpe, sin saber lo que hacía, abrí la puerta de par en par. Frente a mi, la cara de poker de ella.
En un instante, cerró la puerta de un solo movimiento, y me miró fijo. “No lo puedo creer” dijo, y me siguió mirando. Yo seguía empuñando mi verga dura y temblorosa, y la miraba en silencio, casi temblando. Sin mediar palabra, se arrodilló y se sacó la remera. Dejó al descubierto su vieja costumbre de no usar corpiño, y sus hermosos 93 cm de las más hermosas y duras tetas. Sus pezones rosados apuntaron a mi cara, y sus tetas duras pidieron por favor un masaje. Me miró fijo de nuevo. Me agarró de las piernas, y de un solo y violento movimiento, se metió toda mi pija en la boca. Sentí su nariz apoyada en mi pelvis, y recordé aquellas épocas de mamadas en el parque o el colectivo, o la paja en el tren a Ramos.
Ahogué un suspiro y la agarré de los pelos. La empujé contra mis huevos y apreté fuerte. La sentí apretándome las piernas, y respirando fuerte. La sostuve de la cabeza con las dos manos, y le hice la mejor bombeada del mundo en la boca. Le cogí la boca como nunca, mientras le miraba las tetas sacudirse al vaivén de su fellatio. La levanté de la cabeza sin soltarle los pelos, porque sabía que le gustaba. Le mordí el pezón izquierdo, y la sentí ahogar un gemido. Con su mano derecha me pajeaba fuerte y duro, mientras yo chupaba esos pechos duros y amistosos, que se ponían más duros cuanto más los chupaba u mordía. Mi lengua loca jugueteaba con sus pezones, a la vez que mi mano derecha bajaba hacia su entrepierna. Y todo en el más perfecto silencio.
No sé quién ideó esos uniformes, pero creo que nunca pensó lo feliz que harían a un cliente que podía culearse a una empleada en el baño de la empresa, con sólo levantarle la pollera y sacarle la tanga. Le levanté la pollera, y no necesité ni siquiera sacarle la bombacha para sentir su humedad. La tanga estaba empapada de flujo caliente, y todo el box olía a sexo. No sé cómo no sucumbí a su mano derecha y le llené la camisa de leche. Con dos dedos tiré de la tanga, y empecé a bajarla. No se resistió: siguió pajeándome cada vez más rápido, mientras me besaba el cuello. Bajé la otra mano, y le saque la tanga. Me la guardé como pude en el bolsillo trasero del pantalón. Y le susurré al oído “Sabés que lo que más me gustó siempre es hacerte el orto”. Me mordió, y me apretó más la pija. “Ponete en cuatro” dije, como una orden. “Despacito” dijo, al tiempo que se apoyaba sobre el inodoro, y se mojaba el orto con su propia saliva mezclada con flujo. “Sí...” dije, embadurnándome la verga con mi propia saliva espesa de excitación. Me lubriqué hasta los huevos. Con la izquierda la agarré de los pelos, y con la derecha empuñe la verga. Se la apoyé en la puerta del orto. Deslizé la izquierda, y le tapé la boca, al tiempo que entraba por atrás, mientras sentía como su culo hermoso se abría para mí a cada centímetro que mi pija entraba, y sentía cómo ese culo divino, caliente, albergaba mi poronga húmeda hasta el fondo. Paré cuando sentí que mis huevos le golpeaban el clítoris, y pedía por favor respirar. De a poco le solté la boca, y de a poco empecé a embestirla. Con la derecha me acariciaba los huevos, con la izquierda se apoyaba en el inodoro. Con la izquierda le agarraba los pelos, con la derecha le amasaba las tetas, y le apretaba los pezones. Todo en el más absoluto de los silencios.
Pasé la izquierda al clítoris, y después a los pezones, y la derecha al orto. Le abrí más el culo y sentí cómo me entraba la verga hasta el final. Me dolía el roce con ese culo profundo, pero me latía todo el cuerpo esperando el orgasmo. Si bien no habían pasado más de dos minutos, yo tenía la verga hinchada y pidiendo a gritos acabar. Cada treinta segundos bajaba el ritmo, para poder aguantar un poco más. Ella insistía en masajearme los huevos, y a mi no me aydaba para nada: sentía que lo huevos me iban a explotar. Y la seguía bombeando.
De repente sentí que se incorporaba, al tiempo que me agarraba la verga bien fuerte: “Sabés que la leche me gustá en la boca”, dijo, y era cierto. Todavía recuerdo aquella vez, la primera, en la que me preguntó: “¿Te jode acabarme en la boca?”. Evidentemente tenía el orto tan entrenado (por mí, o al menos eso me gusta pensar, ya que, después de todo, yo lo inauguré) que se dio cuenta cuando la poronga me temblaba a más no poder. Se dio vuelta, y se arrodilló. Y me la chupó.
Me la chupó como si fuera el último día, como si de mi verga fuera a salir el elizir de la vida eterna, y ella no pudiera esperar. Como si hubiera un premio a la primera que se tragara mi leche espesa y caliente, así me la chupó. Me pajeó, y me acarició los huevos, y me la chupó y se la puso entre las tetas, y me hizo una turca hermosa, y se pajeó los pezones con mi verga, y con la izquierda se pajeó, y me untó la verga con su flujo, y me pajeó, y no aguanté más.
La agarré de los pelos y le metí la verga hasta la garganta un segundo antes de que empezaran las contracciones y los chorros de keche espesa y caliente. Sentí que me quedaban los huevos vaciós, sentí que no había lugar en esa boca para tanto semen caliente. Sentí, aunque tal vez no fue así, que acababa conmigo mientras le llenaba la boca de leche. La escuché tragar, una, dos, y hasta cinco veces. Sentí la verga más grande que nunca. Y acabé como nunca.
Hubo un silencio que duró ya ni sé cuánto. Me miró. La miré. Nos miramos. Quisimos culear de nuevo, pero no. Se levantó. Me miró. “Sueño con tu culo todo el tiempo, es el mejor orto del mundo” dije. “Tenés la leche más rica del mundo”, dijo con una sonrisa. “Mil veces me pajeo pensando en vos” admití. “Mil tipos me cogí pensando en vos” exageró. “¿Me devolvés mi bombacha?” preguntó. “No” respondí, con mi mejor sonrisa. Sonrió, y me besó en la boca. Se fue cerrando la puerta tras de sí.
El CD no lo compré, y su tanga está bien guardada en mi tercer cajón, y sale cada vez que se me para la pija y le quiero dedicar una paja. Debo admitir que todavía la extraño.
[Gracias a todos por leer, y por los comentarios.]
21 comentarios - Una historia común - Mi primer relato
Sí, qué lindas que son las minas, eh...
Creo.
😃
Saludos!
cappoP!
Fijate de no manchar por acá, eso sí...
Vamos a ver si podemos encontrar aquí el incentivo para seguir escribiendo.
Tengo la sensación de que la gente entra a ver minas, no a leer. Si descubro que estoy equivocado, con gusto escribiré más seguido.
Gracias a todos!!
Un cuentito muy bien contado para esta noche tan espesa. Que buen ritmo y que calentura la que producen sus líneas amigo guascaso. gracias
F 🙎♂️
ME GUSTO MUCHO!
BESITOS!
\"FRUTILLITA\" 😛 😛 😛 😛 😛
saludos
idem
Gracias por haber compartido esta historia.
Gracias che..!