Luis despertó de golpe. Un relámpago iluminó su habitación y la lluvia golpeaba la ventana con furia. Se incorporó, sintiendo un escalofrío recorrerle la espalda. Había algo raro en el aire, una sensación de inquietud que le revolvía el estómago.
Se levantó descalzo y avanzó por el pasillo. La casa estaba en penumbras, solo interrumpidas por los destellos de la tormenta. Se detuvo frente a la puerta de su madre. Estaba entreabierta. Algo lo obligó a empujarla con cuidado.
La escena que se reveló ante sus ojos lo dejó sin aliento.
Su madre yacía desnuda sobre la cama, su cuerpo cubierto de un brillo sudoroso, con su pecho subiendo y bajando pesadamente. A su lado, el vecino, un hombre robusto y de piel oscura, dormía con una expresión de satisfacción. Luis sintió un temblor recorrerle el cuerpo. Su madre, aquella figura protectora, estaba completamente entregada a alguien que no era su padre. Pero lo que lo paralizó fue la sensación pegajosa en sus pies.
Bajó la mirada. El suelo estaba manchado de líquido blanquecino. Trastabilló hacia atrás, sintiendo una náusea subirle a la garganta. Justo cuando iba a girar para salir, sintió un golpe seco en la cabeza.
El mundo se oscureció.
Cuando despertó, estaba en su cama. Su corazón latía con violencia. Intentó moverse, pero un dolor punzante en la cabeza lo detuvo. Miró su mano, húmeda de sangre seca.
Se levantó tambaleante y salió al pasillo. Todo parecía normal. Demasiado normal. Se acercó a la habitación de su madre, pero esta vez la puerta estaba cerrada. La adrenalina le nublaba la mente. Empujó con fuerza. La cama estaba vacía.
Un frío recorrió su espina dorsal. Algo no encajaba. Avanzó lentamente hasta la esquina de la habitación y allí, en la alfombra, vio el condón roto, la evidencia de lo que había sucedido. Se agachó y lo tomó con las manos temblorosas. Pero no estaba solo.
La voz de su madre lo sobresaltó:
—Luis, ¿qué haces aquí?
Se giró de golpe. Ella estaba en la puerta, con una bata ligera. Sus ojos eran impenetrables, sin rastros de sorpresa ni culpa. Detrás de ella, la silueta del vecino emergió con una sonrisa ladeada.
—Tuvo una pesadilla —dijo el hombre, con voz grave. —Debe descansar.
Luis sintió un escalofrío. No era una pesadilla. Había sido real.
Pero el vecino dio un paso al frente y colocó una mano en su hombro. La presión fue firme, casi amenazante. Su madre sonrió, pero algo en sus ojos reflejaba algo oscuro, algo que Luis no lograba descifrar.
Esa noche no pudo dormir. Algo le decía que había despertado en una realidad que no podría controlar. Y que su madre y el vecino ocultaban un secreto mucho más siniestro del que imaginaba.
Al día siguiente, Luis decidió fingir normalidad. Observaba a su madre, quien actuaba como si nada hubiese pasado. Preparaba el desayuno, hablaba de cosas triviales, mientras el vecino se marchaba con una sonrisa de satisfacción. Luis sintió un nudo en el estómago.
En su mente, las preguntas se acumulaban. ¿Cuánto tiempo llevaba ocurriendo esto? ¿Por qué su madre no mostraba ni un indicio de remordimiento? Y, lo más inquietante de todo: ¿qué le habían hecho exactamente mientras estaba inconsciente?
Con el pasar de los días, Luis comenzó a notar extraños cambios. Su madre desaparecía por horas sin decir a dónde iba. Había noches en las que se despertaba con la sensación de que alguien lo observaba. La puerta de su habitación, que siempre cerraba con seguro, aparecía entreabierta por las mañanas. Y una noche, despertó con un susurro junto a su oído:
—Duerme, Luis. Todo está bien.
Abrió los ojos de golpe, pero no había nadie allí. Su respiración era errática. El terror lo paralizó.
Entonces lo comprendió: no solo había descubierto algo que nunca debió ver, sino que ahora era parte de ello. Y no había manera de escapar.
Se levantó descalzo y avanzó por el pasillo. La casa estaba en penumbras, solo interrumpidas por los destellos de la tormenta. Se detuvo frente a la puerta de su madre. Estaba entreabierta. Algo lo obligó a empujarla con cuidado.
La escena que se reveló ante sus ojos lo dejó sin aliento.
Su madre yacía desnuda sobre la cama, su cuerpo cubierto de un brillo sudoroso, con su pecho subiendo y bajando pesadamente. A su lado, el vecino, un hombre robusto y de piel oscura, dormía con una expresión de satisfacción. Luis sintió un temblor recorrerle el cuerpo. Su madre, aquella figura protectora, estaba completamente entregada a alguien que no era su padre. Pero lo que lo paralizó fue la sensación pegajosa en sus pies.
Bajó la mirada. El suelo estaba manchado de líquido blanquecino. Trastabilló hacia atrás, sintiendo una náusea subirle a la garganta. Justo cuando iba a girar para salir, sintió un golpe seco en la cabeza.
El mundo se oscureció.
Cuando despertó, estaba en su cama. Su corazón latía con violencia. Intentó moverse, pero un dolor punzante en la cabeza lo detuvo. Miró su mano, húmeda de sangre seca.
Se levantó tambaleante y salió al pasillo. Todo parecía normal. Demasiado normal. Se acercó a la habitación de su madre, pero esta vez la puerta estaba cerrada. La adrenalina le nublaba la mente. Empujó con fuerza. La cama estaba vacía.
Un frío recorrió su espina dorsal. Algo no encajaba. Avanzó lentamente hasta la esquina de la habitación y allí, en la alfombra, vio el condón roto, la evidencia de lo que había sucedido. Se agachó y lo tomó con las manos temblorosas. Pero no estaba solo.
La voz de su madre lo sobresaltó:
—Luis, ¿qué haces aquí?
Se giró de golpe. Ella estaba en la puerta, con una bata ligera. Sus ojos eran impenetrables, sin rastros de sorpresa ni culpa. Detrás de ella, la silueta del vecino emergió con una sonrisa ladeada.
—Tuvo una pesadilla —dijo el hombre, con voz grave. —Debe descansar.
Luis sintió un escalofrío. No era una pesadilla. Había sido real.
Pero el vecino dio un paso al frente y colocó una mano en su hombro. La presión fue firme, casi amenazante. Su madre sonrió, pero algo en sus ojos reflejaba algo oscuro, algo que Luis no lograba descifrar.
Esa noche no pudo dormir. Algo le decía que había despertado en una realidad que no podría controlar. Y que su madre y el vecino ocultaban un secreto mucho más siniestro del que imaginaba.
Al día siguiente, Luis decidió fingir normalidad. Observaba a su madre, quien actuaba como si nada hubiese pasado. Preparaba el desayuno, hablaba de cosas triviales, mientras el vecino se marchaba con una sonrisa de satisfacción. Luis sintió un nudo en el estómago.
En su mente, las preguntas se acumulaban. ¿Cuánto tiempo llevaba ocurriendo esto? ¿Por qué su madre no mostraba ni un indicio de remordimiento? Y, lo más inquietante de todo: ¿qué le habían hecho exactamente mientras estaba inconsciente?
Con el pasar de los días, Luis comenzó a notar extraños cambios. Su madre desaparecía por horas sin decir a dónde iba. Había noches en las que se despertaba con la sensación de que alguien lo observaba. La puerta de su habitación, que siempre cerraba con seguro, aparecía entreabierta por las mañanas. Y una noche, despertó con un susurro junto a su oído:
—Duerme, Luis. Todo está bien.
Abrió los ojos de golpe, pero no había nadie allí. Su respiración era errática. El terror lo paralizó.
Entonces lo comprendió: no solo había descubierto algo que nunca debió ver, sino que ahora era parte de ello. Y no había manera de escapar.
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