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Un fin de semana en el club

La semana pasó tranquila, con la rutina habitual ocupando los días, pero en el fondo, la expectativa por el fin de semana en el club seguía latente. El viernes por la mañana, mientras tomábamos mate en casa, le dije a María con tono relajado pero firme: "Che, prepará el mate y alguna ropa más, que nos vamos a quedar viernes y sábado en el club. Hace rato que no nos tomamos un finde para nosotros". Ella me miró con una mezcla de sorpresa y entusiasmo, y asintió con una sonrisa que ya dejaba entrever que estaba lista para disfrutar.


La vi moverse por la habitación mientras armaba el bolso. Primero sacó el termo y la yerba, asegurándose de que no nos faltara lo esencial. Luego, empezó a elegir la ropa, y no pude evitar fijarme en lo que iba guardando. Metió dos bikinis: uno negro, como el del otro día, y otro más claro, de un rojo intenso que sabía que le quedaba increíble. Pero lo que me llamó la atención fue cuando, casi con disimulo, agregó una ropa interior de color salmón, fatalmente pequeña, de esas que apenas cubren lo necesario y que parecen diseñadas más para provocar que para cumplir una función práctica. La miré de reojo mientras doblaba esa tela mínima y la guardaba en el bolso, y ella, al notar mi mirada, me guiñó un ojo sin decir nada.


Después de almorzar algo ligero —unos sándwiches y un jugo fresco para no llenarnos demasiado—, cargamos el auto y salimos rumbo al club. El trayecto fue tranquilo, con el sol de la tarde empezando a calentar el aire y la radio sonando de fondo. María iba callada, mirando por la ventana, pero había algo en su postura, en cómo jugaba con el borde de su short, que me decía que ella también estaba pensando en lo que podía pasar. Yo manejaba con una mano en el volante y la otra apoyada en su pierna, sintiendo la piel tibia bajo mis dedos, y en mi cabeza ya imaginaba el fin de semana: el mate, el sol, los dormis, y, por supuesto, la posibilidad de cruzarnos de nuevo con el guardia.


Llegamos al club cuando la luz del día todavía era fuerte, y el lugar estaba casi desierto, como siempre entre semana. Estacioné cerca de la recepción, donde alquilamos uno de los dormis: una cabaña sencilla pero cómoda, con una pequeña terraza que daba al sector más apartado del predio. Mientras descargábamos el bolso, le dije a María: "Vamos a instalarnos y después vemos qué hacemos, ¿te parece?". Ella asintió, y mientras llevaba las cosas adentro, noté que sus movimientos tenían una energía distinta, como si también estuviera anticipando algo más que un simple fin de semana de descanso.


El aire olía a césped recién cortado y a verano, y mientras preparaba el mate en la terraza, no pude evitar mirar hacia la caseta del guardia, preguntándome si estaría de turno. María salió del dormi con el bikini negro puesto y una camiseta suelta encima, lista para tomar sol, y me dijo: "Voy a buscar un lugar tranqui, vení cuando tengas el mate listo". La vi alejarse hacia el sector apartado donde habíamos estado la vez anterior, y supe que el fin de semana estaba a punto de empezar a tomar el mismo rumbo intenso y cargado de complicidad que la última vez.


Mientras estacionaba el auto cerca del dormi, noté por el retrovisor un movimiento cerca de la caseta del guardia. Era él, el mismo de la semana pasada, y por la forma en que levantó la cabeza al ver el auto, supe que nos había reconocido al instante. No hizo ningún gesto, solo se quedó ahí, observándonos descargar las cosas, con esa calma tensa que ya me resultaba familiar. María, ajena a eso o quizás fingiendo no notarlo, cargó la manta y el bolso con el mate, y me dijo: "Voy adelantándome, buscá el termo y vení". Asentí, y la vi caminar hacia el mismo sector alejado donde habíamos estado la vez anterior, con ese paso seguro que siempre tenía cuando sabía que estaba en su elemento.


Llegó al lugar y extendió la manta en el césped, bajo la sombra parcial de un árbol grande. Se había cambiado antes de salir del dormi y ahora llevaba solo un short de jean cortito, desgastado en los bordes, y la parte de arriba del bikini negro. La tela era tan pequeña que sus tetas, bien marcadas, parecían escaparse por los costados, desbordando el triángulo mínimo que apenas las contenía. Se sentó sobre la manta, apoyando las manos atrás y dejando que el sol le pegara en el pecho, proyectando una imagen que era imposible ignorar. Yo, desde la terraza del dormi, terminé de preparar el mate y la observé un momento antes de irme hacia ella, notando cómo la luz resaltaba cada curva de su cuerpo.


El guardia, desde su garita, no se había movido, pero sus ojos estaban fijos en María. Lo veía de reojo mientras cargaba el termo y la yerba, y aunque estaba a una distancia prudente, su postura dejaba claro que no se perdía detalle. No se acercó, no todavía, solo observaba desde ahí, como si estuviera evaluando el terreno, esperando el momento justo. Había algo en su inmovilidad que aumentaba la tensión, como si supiera que el juego ya había comenzado y que pronto se sumaría de alguna forma.


Caminé hacia María con el mate en la mano y me senté a su lado en la manta. Ella me sonrió, acomodándose un poco más, y me dijo: "Qué lindo día, ¿no?". Asentí, pasándole el primer mate, pero mi mirada se desvió un segundo hacia la garita. El guardia seguía ahí, inmóvil, con los brazos cruzados, pero su atención estaba clavada en ella, en cómo el bikini apenas contenía sus tetas y en cómo el short dejaba a la vista la mayor parte de sus piernas. María tomó el mate y se recostó un poco, apoyándose en los codos, lo que hizo que su pecho se elevara aún más, como si estuviera poniéndose en exhibición sin siquiera intentarlo.


No dije nada sobre el guardia, pero la sensación de que él estaba mirando, desde su puesto, me recorrió como una corriente. Le devolví una sonrisa a María y cebé otro mate, sabiendo que él estaba ahí, esperando, y que el fin de semana apenas estaba empezando. El aire entre nosotros tres ya empezaba a cargarse de esa misma electricidad que había sentido la vez anterior, y algo me decía que esta vez, con la noche por delante, las cosas podían ir mucho más lejos.


Después de varios mates, con el sol ya pegando fuerte y el aire cargado de ese calor pesado del verano, María dejó el mate a un lado y me miró con una sonrisa relajada. "Voy a tomar un poco de sol, me hace falta un poco de color", dijo, estirándose como si quisiera desperezarse. Yo asentí, cebando otro mate, mientras ella empezaba a moverse con esa mezcla de naturalidad y provocación que siempre me descolocaba.


Se puso de pie y, con una lentitud que parecía casi deliberada, empezó a quitarse el short de jean. Lo deslizó por sus piernas, dejando que cayera al césped, y quedó solo con la tanga roja del bikini, esa que había sacado del bolso con tanto cuidado. Era tan pequeña que apenas cubría lo esencial, una tira fina que se perdía entre sus curvas. Luego, se agachó para acomodar la manta, poniéndose en posición de perrito por un instante. Su culo, duro y perfecto, quedó a la vista, y la tanga, al tensarse, se hundió entre sus cachetes, dejando poco a la imaginación. Fue solo un segundo, pero suficiente para que la imagen se grabara en el aire.


El guardia, desde dentro de la garita, seguía todo el movimiento. No se asomaba, pero yo podía verlo a través de la ventana pequeña, su silueta inmóvil pero atenta. Sus ojos estaban fijos en María, en cómo la tanga roja resaltaba contra su piel bronceada, en cómo cada gesto suyo parecía alimentar la escena. No hacía ningún movimiento, solo observaba desde su posición, como si quisiera mantenerse en las sombras por ahora.


María, ajena a él o quizás plenamente consciente de su público, terminó de ajustar la manta y se acostó boca abajo, apoyando la cabeza sobre los brazos cruzados. El sol le pegaba directo, y su cuerpo, relajado pero expuesto, era una invitación silenciosa. Yo, sentado a su lado con el mate en la mano, levanté la vista hacia la garita justo en ese momento. El guardia, que hasta entonces había estado escondido, asomó apenas la cabeza por la ventana, lo suficiente para que nuestras miradas se cruzaran.


No había palabras, pero el mensaje estaba claro. Sus ojos brillaban con esa mezcla de deseo y agradecimiento que ya había visto antes, y yo, sosteniendo su mirada, le devolví un leve movimiento de cabeza, como diciendo: "Acá estamos otra vez". Él no sonrió, pero algo en su expresión me dijo que entendía el juego y que estaba listo para seguirlo. Volvió a meterse en la garita, pero supe que no iba a perderse nada de lo que pasaba.


María, desde la manta, murmuró algo sobre el calor, y yo le pasé una mano por la espalda, sintiendo su piel tibia bajo mis dedos. "Estás aprovechando bien el sol", le dije, con un tono que dejaba entrever más de lo que decía. Ella rió bajito, sin abrir los ojos, y yo me quedé ahí, cebando el mate, sabiendo que el guardia seguía mirando desde su escondite y que el día, con la noche aún por delante, prometía seguir escalando en intensidad.


María, recostada boca abajo bajo el sol, empezó a relajarse cada vez más mientras yo le acariciaba la espalda. Mis manos iban despacio, siguiendo la curva de su columna, y poco a poco bajé hasta su culo, jugando con los bordes de esa tanga roja. La tela era tan fina que apenas se sentía, y mis dedos se deslizaban por su piel tibia, subiendo y bajando la tira con movimientos suaves pero intencionados. Ella suspiró, y después de un rato, sus respiraciones se volvieron más profundas, acompañadas de unos ronquidos suaves que delataban que se había quedado dormida. El calor, el mate y mis caricias la habían llevado a un sueño tranquilo, dejándola completamente vulnerable sobre la manta.


Seguí acariciándola, más por inercia que por otra cosa, cuando noté un movimiento cerca de la garita. El guardia, que hasta ese momento había estado observándolo todo desde su escondite, decidió salir. Miró a los lados, asegurándose de que no hubiera nadie más en el sector, y empezó a acercarse con pasos lentos, casi sigilosos. No venía directo hacia nosotros, sino que tomaba una ruta que lo mantenía a unos pocos metros, lo suficientemente cerca para ver todo con detalle, pero lo bastante lejos como para no parecer invasivo.


Se paró a unos cinco o seis metros, medio oculto tras un árbol, y su mirada iba y venía entre el culo de María, apenas cubierto por esa tanga mínima, y yo, que seguía acariciándola sin parar. Sus ojos estaban cargados de una intensidad que no disimulaba, y mientras miraba, su mano derecha se deslizó hacia su entrepierna. Empezó a tocarse sobre el pantalón, con movimientos sutiles pero claros, apretando el bulto que ya se marcaba fuerte contra la tela. Era evidente que estaba duro, y la forma en que se acariciaba, sin apuro pero con ganas, dejaba poco a la imaginación.


Yo lo miré de reojo, sin cambiar mi ritmo. Mis dedos seguían jugando con la tanga de María, levantándola apenas para dejar más piel a la vista, y luego volviéndola a acomodar. Ella dormía plácidamente, sus ronquidos suaves rompiendo el silencio, ajena a lo que estaba pasando a su alrededor. El guardia y yo cruzamos miradas otra vez, y esta vez no hubo ni un gesto de cabeza, solo un entendimiento silencioso. Él sabía que yo lo estaba dejando mirar, y yo sabía que él estaba disfrutando cada segundo de esa escena.


Se quedó ahí, inmóvil salvo por esa mano que no paraba de moverse sobre su pantalón, y yo seguí acariciando a María, dejando que el momento se estirara. La tensión en el aire era palpable, una mezcla de deseo y complicidad que no necesitaba palabras. María seguía dormida, su cuerpo expuesto al sol y a las miradas de los dos, y el guardia, a pocos metros, parecía contenerse, como si quisiera acercarse más pero respetara ese límite invisible que aún manteníamos. Sabía que la situación podía escalar en cualquier momento, y esa certeza me aceleró el pulso mientras el día seguía avanzando.


María seguía dormida sobre la manta, su respiración suave y sus ronquidos apenas audibles bajo el sol de la tarde. Decidí dejarla descansar un momento y me levanté, pero no sin antes ajustar un poco más la escena. Con cuidado, tomé la tanga roja y la metí lo más profundo que pude entre sus nalgas, dejando que la tela fina se perdiera casi por completo en su culo. Quedó expuesta de una forma que rozaba lo desnudo, con sus cachetes duros y bronceados a la vista, apenas cubiertos por ese hilo mínimo. La dejé así, vulnerable y perfecta, y me alejé unos pasos.


Puse el mate en un banco cercano, saqué un cigarrillo del paquete y lo encendí, dando una calada larga mientras miraba directamente hacia el guardia. Él, que seguía a unos metros, captó mi movimiento y, después de un instante de duda, levantó una mano en un saludo discreto. Luego, empezó a acercarse con ese paso lento pero decidido que ya le conocía, mirando a los lados para asegurarse de que nadie más estuviera cerca.


Cuando llegó a mi lado, se paró a una distancia prudente y, con una voz baja pero cargada de intención, me dijo: "Tu mujer tiene un culo tremendamente rico y unas tetas hermosas. No sabés cómo me puso". Hizo una pausa, y mientras hablaba, su mano bajó de nuevo a su entrepierna, marcando el bulto que se notaba duro bajo el pantalón. "Me dejó la verga así de dura", agregó, casi como si quisiera que lo confirmara con mis propios ojos.


Yo di otra calada al cigarrillo, dejé salir el humo despacio y me reí bajito, sin incomodarme por su comentario. La situación ya estaba en un punto en el que las palabras solo confirmaban lo que los dos sabíamos. "Me alegra que te guste", le dije, mirándolo fijo. Luego, con un tono tranquilo pero cargado de intención, le propuse: "Esta noche, cuando salga a caminar con ella y a fumar un rato, estaría bueno que estés cerca. A ver qué pasa". Lo dejé en el aire, sin prometer nada, pero abriendo la puerta a lo que pudiera surgir.


Él sonrió de lado, tocándose la verga otra vez, esta vez con más descaro, apretando el contorno para que se notara bien lo que tenía ahí. "Todo esto puede ser de ella si vos lo permitís", dijo, bajando la voz como si fuera un secreto entre los dos. "Tu mujer me la pone muy gorda cada vez que la veo, no sabés lo que me provoca". Sus palabras eran crudas, pero había una sinceridad en ellas que no me molestó, al contrario, alimentaba esa adrenalina que venía creciendo desde que llegamos.


Le di una última calada al cigarrillo, tiré la colilla al césped y la pisé con el pie. "Bueno, entonces esta noche vemos", le dije, manteniendo la mirada firme. "Estate atento". Él asintió, con esa mezcla de respeto y deseo que ya era parte del juego entre nosotros. Se ajustó el pantalón, como intentando contener lo que claramente estaba a punto de desbordar, y dio un paso atrás, diciendo: "Ahí voy a estar".


Miré hacia María, que seguía dormida, su cuerpo expuesto bajo el sol, y supe que el día estaba tomando un rumbo que ninguno de los tres iba a olvidar. El guardia se alejó hacia su garita, pero antes de irse del todo, giró la cabeza para echarle un último vistazo a ella. Yo me quedé ahí, terminando de armar el plan en mi cabeza, sabiendo que la noche, con esa caminata y el cigarrillo como excusa, iba a ser el momento en que todo podía cambiar de ritmo.


Justo cuando estaba por volver hacia María, el guardia me llamó con un gesto sutil, levantando una mano apenas para no hacer ruido. Me acerqué un par de pasos, y en voz baja, casi susurrando, me dijo: "¿Puedo verla un poco más de cerca? Solo mirar, nada más". Lo miré un segundo, evaluando la situación, y le di el ok con un movimiento de cabeza. "Está bien, pero que no se despierte, no quiero romper esto", le advertí, señalando a María, que seguía dormida sobre la manta. Él asintió con seriedad, entendiendo el límite, y se acercó despacio, con pasos cuidadosos para no hacer crujir el césped.


Se paró a un metro, quizás menos, de donde María descansaba. Su culo, casi desnudo con la tanga roja metida entre las nalgas, estaba a plena vista, y él se quedó ahí, inmóvil al principio, absorbiendo cada detalle. Sus ojos recorrían su cuerpo con una intensidad que no disimulaba, fijándose en cómo la tela mínima dejaba todo expuesto. Volvió a mirar a los alrededores, asegurándose de que el sector estuviera vacío, y luego me buscó con la mirada, como pidiendo una confirmación silenciosa.


Entonces, sin decir nada, empezó a tocarse la verga sobre el pantalón otra vez, esta vez más cerca de ella. Sus movimientos eran lentos, pero firmes, apretando el bulto que ya se marcaba como si quisiera aliviar la presión. Yo me reí por lo bajo, saqué otro cigarrillo del paquete y lo encendí, dando una calada mientras lo observaba. Él, al notar mi reacción, levantó una ceja y, como pidiendo permiso, hizo un ademán con la mano hacia el cierre de su pantalón. No dije nada, solo lo miré, dejando que interpretara mi silencio como quisiera. Eso fue suficiente para él: bajó el cierre con cuidado, metió la mano y sacó una verga enorme, oscura, gruesa, que parecía aún más imponente al aire libre. La exhibió por un instante, sosteniéndola con orgullo, y luego la guardó rápido, ajustándose el pantalón como si nada.


Se acercó a mí, todavía con la respiración un poco agitada, y me dijo en voz baja pero cargada de intención: "Todo eso que viste se lo quiero meter a tu mujer por todos lados. Así la ves gozar como nunca. Esta noche no se la va a olvidar cuando la tenga metida en el culo". Sus palabras eran directas, crudas, pero había una mezcla de deseo y desafío en su tono que no me tomó por sorpresa. Me miró fijo, esperando mi reacción, pero yo solo di otra calada al cigarrillo y dejé salir el humo despacio, sin responder. Él no insistió; dio media vuelta y se fue caminando hacia su garita, con ese paso lento pero seguro que ya le conocía.


Me quedé ahí, con el cigarrillo en la mano, mirando cómo se alejaba. María seguía dormida, ajena a todo, su cuerpo expuesto bajo el sol, y el aire todavía vibraba con lo que acababa de pasar. Apagué el cigarrillo en el banco, lo tiré al césped y lo pisé, mientras en mi cabeza empezaba a imaginar cómo sería esa noche. La caminata, el cigarrillo, el guardia cerca… todo apuntaba a que las cosas podían subir de nivel, y la promesa de sus palabras seguía resonando, dejando una mezcla de curiosidad y adrenalina que no me soltaba. Sabía que lo que viniera después dependía de mí, pero por ahora, dejé que la tarde siguiera su curso, con María durmiendo y el guardia esperando su momento.


El sol ya estaba cayendo cuando María se despertó, parpadeando despacio mientras el calor del día empezaba a ceder. Se incorporó sobre la manta, estirándose con un suspiro, y me miró con una sonrisa somnolienta. "Me quedé frita", dijo, frotándose los ojos. Le pasé el mate que había quedado tibio y le dije: "Vamos al dormi a bañarnos y cambiarnos, así después cenamos tranquilos". Ella asintió, recogió la manta y caminamos juntos hacia la cabaña, con el aire fresco del atardecer empezando a reemplazar el bochorno.


En el dormi, mientras ella se duchaba, preparé algo rápido para la cena: unas empanadas que habíamos traído y una ensalada simple. María salió del baño con el pelo húmedo, envuelta en una toalla, y se cambió frente a mí sin apuro. Eligió una minifalda negra ajustada, una remera de tirantes finita y, debajo, ese corpiño salmón que dejaba poco a la imaginación, con la tanga a juego que había metido en el bolso. La miré mientras se vestía, y ella, notando mi atención, me guiñó un ojo antes de sentarse a la mesa.


La cena fue tranquila, con charlas suaves sobre el día y el club, pero yo tenía otros planes en mente. Abrí una botella de vino tinto y llené su copa varias veces, asegurándome de que se relajara bien. Ella reía más de lo habitual, con las mejillas sonrojadas por el alcohol, y cuando terminamos las empanadas, saqué una botella de espumante que había guardado en la heladera del dormi. "Para cerrar la noche", le dije, sirviéndole una copa generosa. María la tomó encantada, y entre risas y brindis, el espumante se acabó rápido, dejándola en ese estado de euforia despreocupada que el alcohol suele traer.


Después de recoger la mesa, le dije: "Vamos a caminar un rato, me fumo un cigarrillo y tomamos aire". Ella aceptó sin dudar, tambaleándose un poco al levantarse, y salimos del dormi tomados de la mano. La llevé hacia la oscuridad de los árboles, cerca de la garita, que estaba apagada y silenciosa, pero yo sabía que una figura conocida estaba ahí, observándonos desde las sombras. El guardia no se veía, pero su presencia era casi palpable, y eso me encendió aún más.


Mientras caminábamos entre los árboles, empecé a besarla, primero suave, luego con más ganas, apretándola contra mí. Mis manos bajaron a su culo, duro y firme bajo la minifalda, y lo apreté con fuerza, sintiendo cómo ella se dejaba llevar. Bajé los tirantes de su remera, dejándola caer hasta la cintura, exposing su corpiño salmón. Sus pezones, duros por la mezcla de la noche fresca y la excitación, se marcaban contra la tela fina, y yo los acaricié con los dedos antes de inclinarme a chuparlos, primero uno, luego el otro. María, producto del vino y el espumante, no opuso resistencia; al contrario, suspiró y se arqueó un poco, entregándose al momento.


Saqué un cigarrillo del paquete y lo encendí, dando una calada profunda mientras seguía chupándole las tetas, mi otra mano levantando su minifalda para dejar a la vista el pequeño triángulo de su tanga salmón. La tela apenas cubría nada, y la luz del encendedor iluminó por un instante su piel y la curva de su cuerpo. Esa fue la señal. Desde la oscuridad, el guardia empezó a acercarse, lento pero decidido, su silueta recortándose contra las sombras. No dijo nada, pero su paso era firme, y supe que había estado esperando ese momento toda la noche. Yo seguí fumando, con María entre mis brazos, sabiendo que él venía hacia nosotros y que lo que viniera después iba a cambiar el ritmo de todo.


En ese instante, di unos pasos hacia atrás, alejándome lo justo para terminar mi cigarrillo. El guardia, sin dudar, ocupó el espacio que dejé, avanzando con esa mezcla de decisión y urgencia que llevaba conteniendo todo el día. María, sorprendida por el cambio, giró la cabeza hacia mí, sus ojos abiertos de asombro mientras el alcohol todavía le nublaba un poco la reacción. Yo la miré tranquilo, con el cigarrillo en la boca, dando una calada lenta y dejando salir el humo, como si nada fuera fuera de lo normal.


El guardia no perdió tiempo. Agarró las tetas de María con las dos manos, apretándolas con fuerza sobre el corpiño salmón, y se inclinó para chuparlas como enloquecido. Su boca iba de un pezón a otro, succionando con una intensidad que hacía que María jadeara, primero por la sorpresa y luego por algo más. Sus manos bajaron rápido a su culo, apretándolo con ganas, levantando la minifalda aún más mientras sus dedos se hundían en la carne firme. María, excitada y todavía un poco aturdida, se dejó hacer, su cuerpo respondiendo casi por instinto al toque del guardia.


De repente, una de sus manos bajó más, rozando el bulto en el pantalón del guardia, y se encontró con su verga, dura y prominente bajo la tela. Sus ojos se abrieron aún más, y me miró de nuevo, esta vez con una mezcla de shock y curiosidad. Yo, con el cigarrillo todavía entre los labios, me reí bajito, dejando salir el humo por la nariz. Esa risa fue todo lo que necesitó. En ese momento, María entendió todo: el juego, la complicidad, lo que había estado creciendo entre los tres desde esa tarde en el club. No dijo nada, pero una sonrisa pequeña se le dibujó en la cara, y sus manos, en lugar de apartarse, se quedaron ahí, explorando el contorno de la verga del guardia mientras él seguía devorándole las tetas y apretándole el culo con una mezcla de deseo y posesión.


Yo tiré la colilla al suelo, la pisé con el pie y me quedé mirando, con las manos en los bolsillos, mientras el guardia tomaba el control y María, entregada al momento, dejaba que todo fluyera. La noche estaba oscura, los árboles nos cubrían, y el silencio solo se rompía por los jadeos de ella y los gruñidos bajos de él. Sabía que esto era solo el comienzo, y la forma en que María me había mirado me decía que ella también lo sabía.


María, con una mezcla de audacia y deseo alimentada por el alcohol y el momento, llevó las manos al pantalón del guardia. Sus dedos, temblorosos pero decididos, desprendieron el botón y bajaron el cierre con una lentitud que parecía premeditada. Cuando liberó lo que había dentro, la bestia contenida salió a la vista: una verga enorme, oscura y gruesa, que incluso en la penumbra de los árboles se notaba imponente. Yo, desde mi lugar a unos pasos, admiré su tamaño, esa misma que él había exhibido antes con tanto orgullo, ahora libre y dura como una roca.


Ella la miró un instante, como evaluándola, y luego, sin decir nada, bajó despacio, arrodillándose frente a él. Sus manos la sostuvieron primero, acariciándola, y después acercó la boca, abriendo los labios para metérsela. Era un esfuerzo evidente; el tamaño la obligaba a abrir bien la mandíbula, y sus movimientos eran torpes al principio, intentando abarcarla. Chupaba con ganas, la lengua deslizándose por el tronco mientras sus manos ayudaban en la base, y el guardia, con las manos en la nuca de María, dejaba escapar gruñidos de placer. Gozaba la boca de mi mujer con una intensidad que se notaba en cada músculo de su cuerpo, tenso y entregado al momento.


Yo miraba todo desde mi posición, el cigarrillo ya apagado, con una mezcla de fascinación y excitación. Los esfuerzos de María por chuparla, el sonido húmedo de su boca, y la forma en que el guardia se dejaba llevar eran como una escena que había estado esperando sin saberlo. Él la dejó hacer un rato, disfrutando cada segundo, hasta que, cuando sintió que estaba todo listo, la levantó con firmeza. La puso de pie, girándola para que quedara de espaldas a él, y con una mano le corrió la tanga salmón a un lado, dejándola expuesta.


María, deseosa y lista, no opuso resistencia. Se inclinó un poco hacia adelante, apoyándose en un árbol con las manos, y su respiración se volvió más rápida, anticipando lo que venía. El guardia, con la verga en la mano, se acercó más, preparándose para darle lo que ella claramente estaba esperando. La tensión en el aire era eléctrica, y yo, desde mi lugar, sabía que lo que seguía iba a ser el clímax de todo lo que había pasado ese día. Ella lo quería dentro, y él estaba más que dispuesto a dárselo.


El guardia, con María inclinada contra el árbol y la tanga salmón corrida a un lado, se acercó a su oído, su aliento caliente rozándole la piel. En un susurro cargado de deseo, le dijo: "Te voy a hacer gozar como nunca, tengo la verga dura desde la primera vez que vi tu culo". Las palabras eran crudas, directas, y antes de que ella pudiera responder, ajustó su posición y le enterró la pija en la concha, hinchada y húmeda por la excitación del momento. El primer empujón sacó un gemido fuerte de María, un sonido que rompió el silencio de la noche y que resonó entre los árboles, un sonido crudo que mezclaba sorpresa, placer y una pizca de dolor por el tamaño que ahora la llenaba por completo.


La penetraba con fuerza, cada embestida un choque violento de sus cuerpos que hacía temblar las piernas de María. Sus manos se aferraban a las caderas de ella, los dedos hundiéndose en la carne suave pero firme, dejando marcas rojas que se veían incluso en la penumbra. La verga entraba y salía con un ritmo brutal, profundo, llegando hasta el fondo con cada empujón, y los jugos de María, abundantes y calientes, empezaron a cubrirla, haciendo que brillara bajo la poca luz que se filtraba entre las ramas. El sonido húmedo de la penetración se mezclaba con los gemidos de ella, que subían de tono cada vez que él la embestía, y con los gruñidos bajos del guardia, que parecían salirle del pecho como si estuviera descargando días de deseo reprimido.


María, con las manos clavadas en la corteza áspera, intentaba sostenerse mientras su cuerpo cedía al placer. Sus tetas, todavía expuestas bajo el corpiño salmón que apenas las contenía, se balanceaban con cada golpe, los pezones duros rozando la tela fina y enviándole escalofríos que se sumaban a las olas de sensación que le subían desde abajo. El primer orgasmo la golpeó rápido, apenas unos minutos después de que él empezó: su respiración se cortó en un jadeo agudo, sus rodillas se doblaron ligeramente, y un grito ahogado escapó de su garganta mientras sus paredes se apretaban alrededor de la verga del guardia. Él lo sintió, gruñó más fuerte y siguió, sin darle tregua, hundiendo la pija aún más profundo mientras ella temblaba debajo de él.


La cojida no se detuvo ahí. Los minutos se estiraron, largos y agotadores, mientras María pasaba de un orgasmo a otro, cada uno más intenso que el anterior. El segundo llegó cuando el guardia cambió el ángulo, levantándole una pierna con una mano para abrirla más, dejando que la verga rozara un punto dentro de ella que la hizo arquearse tanto que casi pierde el agarre del árbol. Su voz se quebró en un gemido largo, y sus jugos, ahora más abundantes, chorrearon por sus muslos, empapando la base de la verga del guardia y goteando al suelo. El tercero fue más silencioso, pero igual de devastador: María mordió su propio labio, los ojos cerrados con fuerza, mientras su cuerpo entero se tensaba y luego se relajaba en una oleada de placer que la dejó jadeando, con el pelo pegado a la frente por el sudor.


El guardia seguía, implacable. Su verga, brillante y resbaladiza por los fluidos de María, entraba y salía con una cadencia que parecía imposible de mantener, pero él no aflojaba. Sus músculos, marcados bajo la camisa ajustada del uniforme, se tensaban con cada movimiento, y el sudor le corría por la cara, goteando desde la mandíbula hasta el suelo. Gruñía con cada embestida, un sonido gutural que hablaba de su propio placer, y sus manos, ahora más sueltas, subían de las caderas al culo de María, apretándolo con fuerza, abriéndolo un poco más para ver cómo su pija desaparecía dentro de ella.


La escena se prolongó por lo que parecieron eternidades, largos minutos de una intensidad cruda que dejaba a ambos al borde del agotamiento. María, con las piernas temblando y las manos resbalando en el árbol, seguía gimiendo, aunque su voz ya estaba ronca, agotada por los orgasmos que no paraban de llegar. El guardia, con la respiración entrecortada, empezó a desacelerar por fin, sus embestidas volviéndose más lentas pero igual de profundas, como si quisiera exprimir hasta la última gota de placer de ese momento. Dio un último empujón fuerte, enterrándose hasta el fondo, y María dejó escapar un gemido final, largo y tembloroso, antes de que sus rodillas cedieran y tuviera que apoyarse más en el árbol para no caer.


Él se quedó quieto un instante, todavía dentro de ella, respirando pesadamente mientras sus manos descansaban en las caderas de María. Luego, con cuidado, se retiró, dejando que su verga, todavía dura pero ahora brillante y empapada, saliera lentamente. María, exhausta, se deslizó un poco hacia abajo, apoyando la frente contra el tronco, su pecho subiendo y bajando rápido mientras intentaba recuperar el aliento. El guardia, igual de agotado, dio un paso atrás, ajustándose el pantalón con manos temblorosas, su cara marcada por una mezcla de satisfacción y cansancio.


Yo, desde mi lugar a unos pasos, los miraba en silencio, con las manos en los bolsillos y el eco de los gemidos todavía resonándome en los oídos. El aire entre los árboles vibraba con la intensidad de lo que acababa de pasar: el sudor, los fluidos, los sonidos, todo mezclado en una escena que había sido más cruda y visceral de lo que había imaginado. María, apoyada contra el árbol, levantó la vista hacia mí por un segundo, su mirada nublada pero con un brillo de complicidad, y el guardia, respirando hondo, me echó un vistazo rápido antes de empezar a retroceder hacia las sombras, como si supiera que el momento, por ahora, había terminado.


Después de tomarse unos instantes con la verga todavía dentro de María, el guardia, aún jadeando por el esfuerzo y con el cuerpo pegado al de ella, se inclinó de nuevo hacia su oído. Su voz salió baja, ronca, cargada de una promesa oscura: "Ahora te voy a coger el culo y te vas a llevar mi leche adentro para dormir con tu amado esposo". Las palabras fueron un susurro caliente contra su piel, y María, exhausta pero todavía sensible al tono de dominio en su voz, tembló ligeramente, su cuerpo reaccionando a pesar del cansancio.


Con cuidado pero sin dudar, el guardia empezó a moverse. Primero, retiró su verga lentamente de la concha de María, un movimiento pausado que dejó un hilo de humedad brillante conectándolos por un instante. La pija salió empapada, cubierta de los jugos espesos de ella, reluciendo en la penumbra como evidencia de lo que acababa de pasar. Él la sostuvo con una mano, admirándola un segundo, mientras con la otra recogía esa humedad cálida y viscosa. Sus dedos, fuertes y ásperos, se deslizaron hacia el ano de María, rozando primero el contorno rosado y apretado antes de empezar a lubricarlo. Lo hizo con una paciencia inesperada, untando los jugos de ella en círculos lentos, presionando suavemente para que la piel cediera poco a poco, preparándola para lo que venía.


María, apoyada contra el árbol con las manos temblorosas y el pecho subiendo y bajando rápido, dejó escapar un suspiro profundo cuando sintió los dedos de él explorar esa zona. No se resistió; el alcohol, los orgasmos previos y la entrega total del momento la tenían en un estado de sumisión casi instintiva. El guardia, atento a sus reacciones, trabajó con calma, introduciendo un dedo primero, luego dos, asegurándose de que el ano se relajara y se abriera lo suficiente. La humedad de su propia concha hacía que todo resbalara, y él gruñó bajito al sentir cómo ella empezaba a ceder bajo su toque.


Cuando estuvo satisfecho con la preparación, tomó su verga de nuevo, la enorme cabeza todavía hinchada y pulsante, y la acercó al ano de María. La apoyó contra la entrada, dejando que ella sintiera el calor y el peso de lo que estaba por venir. "Despacio", murmuró, más para sí mismo que para ella, y empezó a empujar con una lentitud deliberada. La cabeza, ancha y dura, presionó contra el anillo apretado, y María tensó el cuerpo por un instante, un gemido corto escapándole mientras su respiración se aceleraba. Él no forzó; esperó, dejando que ella se adaptara, avanzando milímetro a milímetro, hasta que la cabeza pasó el umbral y se alojó dentro.


María jadeó, sus manos clavándose en la corteza del árbol, pero el guardia mantuvo el control, sus manos firmes en las caderas de ella para guiarla. "Tranquila, vas a gozar esto", le susurró, y siguió metiéndola poco a poco, dejando que el grosor de su verga estirara el ano con cuidado. La humedad ayudaba, haciendo que el deslizamiento fuera más fácil, y después de unos segundos, cuando ya estaba a mitad de camino, María relajó los hombros y soltó un gemido más suave, una señal de que el placer empezaba a mezclarse con la presión inicial.


Él esperó un momento más, con la verga enterrada a medias, dándole tiempo para que se acostumbrara al tamaño. Podía sentir cómo el cuerpo de ella lo apretaba, caliente y tenso alrededor de él, y gruñó de satisfacción al notar que ella ya no se resistía. Entonces, cuando vio que María empezaba a mover las caderas apenas, como buscando más, comenzó a moverse. Las primeras embestidas fueron lentas, profundas, un vaivén suave que dejaba que ella sintiera cada centímetro sin abrumarla. Sus manos seguían aferradas a sus caderas, guiándola hacia atrás con cada empujón, mientras la verga se hundía más y más, hasta que finalmente entró por completo, llenándola de una forma que la hizo arquear la espalda y gemir con una mezcla de sorpresa y placer.


El ritmo aumentó poco a poco, pero siempre controlado, buscando que ella lo gozara sin sufrimiento. Los gemidos de María se volvieron más constantes, más graves, mientras el guardia la cogía con una precisión que mostraba experiencia. Su culo, firme y redondo, temblaba con cada embestida, y la verga, todavía brillante por los jugos de antes, se deslizaba ahora con más facilidad, lubricada por la mezcla de su excitación y el trabajo previo de sus dedos. Él gruñía con cada movimiento, el sudor corriéndole por la frente, mientras le daba lo que había prometido: un placer intenso, diferente, que la llevaba a un borde nuevo después de todo lo que ya había experimentado esa noche.


Después de varios minutos de un ritmo pausado pero constante, con la verga del guardia deslizándose dentro y fuera del ano de María, ella ya había perdido la cuenta de los orgasmos que la habían atravesado. Cada uno llegaba como una ola, haciendo que su cuerpo se tensara y temblara contra el árbol, sus gemidos graves y entrecortados llenando el aire nocturno. El guardia, sintiendo cómo ella se apretaba a su alrededor con cada clímax, empezó a acelerar los movimientos. Sus caderas chocaban contra el culo de María con más fuerza, metiendo la totalidad de su pija enorme en cada embestida, llenándola hasta el fondo de una forma que la hacía jadear y arquear la espalda aún más.


Mientras la cogía, el guardia inclinó la cabeza hacia ella, su aliento caliente rozándole el cuello, y empezó a hablarle entre gruñidos: "¿Te gusta? ¿La estás gozando, verdad?". Su voz era ronca, exigente, buscando una respuesta que María apenas podía articular entre gemidos. Ella asintió débilmente, las manos resbalándole en la corteza del árbol, el placer y el agotamiento mezclándose en su expresión. Él, satisfecho con eso, levantó una mano y le agarró las tetas por encima del corpiño salmón, apretándolas con fuerza mientras seguía moviéndose. Sus dedos encontraron los pezones duros, pellizcándolos a través de la tela fina, arrancándole nuevos jadeos que se mezclaban con el sonido húmedo de la penetración.


"Mira a tu esposo amado mientras mi verga te llena el culo", le ordenó, girándole la cabeza con un tirón suave pero firme del cabello. María, con los ojos entrecerrados y nublados por el placer, me buscó con la mirada. Nuestros ojos se cruzaron por un instante, y en su expresión había una mezcla de éxtasis, entrega y una chispa de complicidad que no necesitaba palabras. El guardia, notándolo, gruñó más fuerte, complacido por el juego, y alternaba entre apretarle las tetas y jalarle el pelo, manteniéndola en esa posición vulnerable mientras la embestía sin parar. Su verga, gruesa y brillante, entraba y salía con una furia controlada, el culo de María temblando con cada golpe, rojo por la fricción y abierto por completo para él.


María ya estaba al límite, su cuerpo temblando sin control, las piernas apenas sosteniéndola mientras se aferraba al árbol como si fuera lo único que la mantenía en pie. Los orgasmos seguían llegando, más rápidos ahora, cada uno acompañado por un gemido ronco que se le escapaba de la garganta. Sus muslos estaban empapados, una mezcla de sudor y sus propios jugos que seguían goteando desde antes, y el guardia, sintiendo que ella estaba al borde del colapso, aceleró aún más, sus movimientos volviéndose casi salvajes. El choque de sus cuerpos resonaba en la oscuridad, un ritmo frenético que hacía que las tetas de María rebotaran con violencia bajo sus manos.


Entonces, cuando el placer y el agotamiento ya eran insoportables para ella, el guardia se inclinó de nuevo hacia su oído, su respiración agitada rozándole la piel. "Te voy a llenar el culo de leche", le avisó, su voz baja y cargada de una promesa que estaba a punto de cumplir. María, temblando y jadeando, no respondió, pero su cuerpo se tensó en anticipación. Él dio unas últimas embestidas profundas, gruñendo con cada una, hasta que, con un empujón final que la hizo gritar, se quedó quieto dentro de ella. Su verga pulsó fuerte, y empezó a descargar, llenándole el ano con chorros calientes y espesos que María sintió claramente. El guardia apretó sus caderas con más fuerza, asegurándose de que todo quedara adentro, mientras gruñía de placer, su cuerpo temblando por la liberación.


María dejó escapar un gemido largo y débil, su cabeza cayendo hacia adelante mientras el calor de la leche del guardia la llenaba por completo. Sus piernas cedieron un poco más, y tuvo que apoyarse con todo su peso en el árbol, exhausta, con la respiración entrecortada y el cuerpo brillante de sudor. El guardia, todavía dentro de ella, esperó unos segundos, dejando que los últimos espasmos de su verga terminaran, antes de retirarse lentamente. Cuando salió, un hilo blanco y viscoso se deslizó desde el ano de María, goteando por sus muslos y cayendo al suelo, una prueba tangible de lo que acababa de pasar.


Él dio un paso atrás, ajustándose el pantalón con manos temblorosas, su pecho subiendo y bajando rápido mientras recuperaba el aliento. María, temblando y apoyada contra el árbol, levantó la vista hacia mí otra vez, su mirada agotada pero con un brillo de satisfacción que no podía esconder. Yo, desde mi lugar, con las manos en los bolsillos, la miré en silencio, el aire todavía vibrando con la intensidad de la escena. El guardia, tras un último vistazo a María, retrocedió hacia las sombras, dejando que el momento se asentara entre nosotros, sabiendo que lo que había pasado esa noche no se borraría fácilmente.


El guardia, aún respirando pesadamente después de haberse vaciado dentro de María, dio un paso hacia ella con una calma que contrastaba con la intensidad de lo que acababa de pasar. Con cuidado, le subió la minifalda que había quedado arrugada en su cintura, ajustándola sobre sus caderas temblorosas. Luego, tomó la tanga salmón, todavía corrida a un lado y empapada por la mezcla de sus jugos y su leche, y la acomodó en su lugar, deslizando la tela fina entre sus nallas con un movimiento lento, casi reverente. Sus dedos rozaron la piel sensible de María, y ella dejó escapar un suspiro débil, demasiado exhausta para reaccionar más.


Después, levantó la remera de tirantes que había caído hasta su cintura y empezó a colocársela. Antes de cubrirla por completo, se tomó un momento para acariciar sus tetas una última vez, sus manos grandes rodeándolas con suavidad, los pulgares rozando los pezones todavía duros bajo el corpiño salmón. Se inclinó y los besó, primero uno, luego el otro, un gesto lento y posesivo que hizo que María temblara ligeramente, su piel erizándose bajo el contacto. Ella, apoyada contra el árbol, apenas pudo mantener los ojos abiertos, pero no se apartó, dejando que él terminara de vestirla como si fuera parte del ritual.


Satisfecho, el guardia se enderezó y caminó hacia mí, trayendo a María con él. La sostenía por la cintura, porque sus piernas todavía flaqueaban, y cuando estuvo a mi lado, me la entregó con cuidado, como si me devolviera algo precioso. Se inclinó hacia ella una vez más, dándole un beso breve pero firme en los labios, un roce que ella apenas respondió por el cansancio. Luego me miró a mí, asintió con un gesto serio y dijo en voz baja: "Gracias a los dos". Su tono era directo, agradecido, y sin más, dio media vuelta y se alejó hacia su garita, su figura perdiéndose en las sombras de los árboles mientras retomaba su lugar de trabajo.


María y yo nos quedamos solos en la oscuridad. La rodeé con los brazos, sintiendo su cuerpo cálido y tembloroso contra el mío, y ella se dejó caer en mi pecho, agotada pero tranquila. Nos besamos despacio, un beso profundo que mezclaba el sabor del alcohol, el sudor y algo más, algo crudo y nuevo que venía de lo que acabábamos de compartir. Sus labios estaban suaves, pero su respiración seguía agitada, y mientras la abrazaba, podía sentir el calor que emanaba de su piel, marcada por el esfuerzo y el placer.


Caminamos lentamente hacia el dormi, tomados de la mano, sin prisa. Ella tropezaba un poco, sus pasos inseguros por el cansancio y los efectos del vino y el espumante, pero yo la sostenía firme, guiándola por el sendero apenas iluminado. Cuando llegamos a la cabaña, María no dijo nada; simplemente se dejó caer en la cama sin siquiera pensar en bañarse. Se acostó a mi lado, su cuerpo pesado contra el colchón, y yo me recosté junto a ella, sintiendo el calor que todavía desprendía.


El aroma era inconfundible. El aire entre nosotros olía a sexo, sudor y semen, un rastro potente y visceral de lo que el guardia había dejado en ella. Me acerqué más, pasando una mano por su cintura, y mis dedos bajaron hasta rozar la tanga salmón. La tela estaba empapada, pegajosa por la mezcla de sus jugos y la leche que él había descargado dentro de su culo, una humedad que se filtraba a través de la tela y me manchaba los dedos al tocarla. Acaricié esa zona despacio, sintiendo cómo ella suspiraba débilmente ante el contacto, demasiado agotada para moverse pero aún sensible a mi roce.


La miré un momento, su pelo desordenado sobre la almohada, los ojos cerrados y la respiración volviéndose más lenta. El sueño empezó a ganarnos a los dos casi al mismo tiempo. Mi mano seguía en su tanga, descansando sobre esa humedad que contaba toda la historia de la noche, y mientras mis párpados se cerraban, el aroma a sexo y semen llenaba el espacio entre nosotros, un recordatorio silencioso de lo que había pasado. Nos dormimos así, abrazados, exhaustos, con la intensidad de la experiencia todavía flotando en el aire del dormi.


3 comentarios - Un fin de semana en el club

cleryhanut1976
❤️ Hі) Мy nаme іs Bella, Іm 35 yеars оld) Bеginning SЕХ mоdel 18 ) І lоve bеing phоtographed іn thе nudе) Plеase ratе mi phоtos аt➤ https://erotits.fun
tazmagus
Exelente momento. Muy buen relato.. que regalo de la vida al guardia..sigan x mas