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El eco de la pasión

La fábrica retumbaba con el ritmo monótono de las máquinas. El olor a metal caliente y aceite se mezclaba con el aroma a sudor y cansancio. Yo, recién contratada como edecán para un evento de la empresa, me sentía fuera de lugar entre el estruendo y la atmósfera industrial. Antonio Medellín, un simple obrero de mantenimiento, con sus manos curtidas y su mirada tímida, trabajaba en un rincón, casi invisible entre el bullicio. Pero sus ojos, cuando se cruzaron con los míos, me dejaron sin aliento. Una chispa, un destello de admiración que me hizo sentir bien, por primera vez en ese lugar hostil, me sentí algo más que una simple edecán.

Recuerdo el vestido que llevaba ese día: un traje sastre blanco de falda y saco, impecable, que contrastaba con el gris monótono de la fábrica. El contacto de la tela con mi piel, fresca y suave, era un lujo en medio de aquel ambiente áspero. Antonio, a pesar de su timidez, se acercó al final del evento. Su voz, apenas un susurro entre el ruido, me invitó a tomar un café. Su mirada, intensa y llena de una admiración que me halagaba, me robó el aliento. A partir de ese café, comenzó nuestra apasionada historia.

Nuestra relación fue un torbellino de pasión y lujuria. Él, un hombre maduro y ferviente católico; yo, una joven Testigo de Jehová atada a su fé y su familia. Nuestras creencias nos separaron, pero la pasión que nos unía era más fuerte que cualquier dogma. El recuerdo de sus manos, ásperas pero delicadas, sobre mi piel, aún me hace estremecer y humedecer. La memoria de sus besos, profundos y apasionados, me persiguen hasta el día de hoy.

Años después, su nombre apareció en mi teléfono. Antonio, mi exnovio, me buscaba en Facebook. El mensaje me provocó una mezcla de emociones: alegría, miedo, culpa. Él quería verme, cerrar un capítulo. Yo, "felizmente casada", luchaba contra la culpa y el deseo intentando justificar mi futura acción.  Para convencer a mi esposo, tejí una mentira: le dije que dormiría en casa de Ana, una amiga cercana. Le aseguré que tal vez no regresaría a casa esa noche, que no me esperara. Él, confiado, aceptó sin cuestionar. La culpa me carcomía, pero el deseo por Antonio era más fuerte. La duda me aplastaba: ¿era correcto? ¿Era justo para mi esposo? Mi fe me decía que no, pero mi cuerpo, mi corazón, gritaban lo contrario.

Finalmente, acepté la cita. Elegí un vestido largo sencillo, de algodón azul marino, modesto pero sensual que marcaba ligeramente las curvas de mi cuerpo. Use un toque de labial rojo, apenas perceptible y me dispuse a salir. Nos encontramos en un parque. Verlo fue como abrir un libro que nunca quise cerrar. Platicamos durante varios minutos, reímos y recordamos nuestro pasado hasta que nuestra plática se tornó más íntima, recordamos nuestras experiencias en la cama, el como disfrutábamos y gozamos nuestra intimidad, las posiciones, los besos, las caricias. 

Ambos sentimos esa necesidad física de estar nuevamente juntos. Antonio propuso irnos a un lugar más privado, en donde pudiéramos revivir con hechos nuestro pasado y no solo con palabras. La excitación en mi era muy notoria, la humedad entre mis piernas me delataba al igual que la dureza de mis pezones... Antonio aún que intentaba ocultarlo no podía disimular la mancha de humedad en su pantalón.

Fuimos a un hotel, sencillo pero con una atmósfera íntima, la pasión nos envolvió en cuanto entramos a la habitación. La iluminación tenue, los susurros del aire acondicionado, la música suave de la radio… todo contribuyó a crear un ambiente de intimidad. Recuerdo sus manos recorriendo mi cuerpo, sus dedos rozando mi piel con una familiaridad que me hacía estremecer. La textura suave y cálida de su piel contrastaba con la suavidad de la mía.

Sus besos, profundos y apasionados, me dejaban sin aliento. Sus labios recorriendo mi cuello, mi pecho, mi vientre…  Sentí el calor de su cuerpo, la fuerza de sus brazos, mientras mis manos se aferraban a él.  Sus caricias, cada vez más audaces, me llevaban a un estado de éxtasis.  La sensación de su cuerpo contra el mío, el calor de su piel, la fricción de nuestras pieles… era una sinfonía de sensaciones que me dejaban sin aliento.  El placer, intenso y abrumador, me inundaba por completo.  Esa noche, nuestros cuerpos se unieron en un abrazo apasionado, un último baile de amor.  Cada movimiento, cada suspiro, cada gemido, era una expresión de un deseo profundo y antiguo.

La sensación de tener nuevamente su miembro en mi boca, poder sentir su sabor, su aroma... Me estremecía. Sus manos acariciando mi cabello mientras saboreaba frenéticamente su pene me hacían sentir deseada. Mi vestido, ropa interior y zapatos terminaron aventados en el tocador de aquella habitación. La ropa de Antonio tirada en el suelo era un reflejo del enorme deseo que teníamos el uno por el otro.

Me recostó sobre la cama, pasó su lengua por mi vagina, abrió mis piernas como hacía mucho tiempo no se abrían, las levantó, las besó, las acarició. Me penetró en diferentes posiciones, me hizo suya a su antojo. Penetró no solo mi vagina... También penetró mi ano, me hizo gemir y gritar de placer. Provocó en mi cinco húmedos orgasmos, mi cuerpo, cansado, estaba desecho por el placer pero no dejaba de pedir más...

Al amanecer, nos despedimos. No hubo promesas, solo el reconocimiento de lo que había sido: real, profundo, eterno en su brevedad. El regreso a casa fue tortuoso. La culpa me carcomía, pero el recuerdo de la pasión vivida era tan intenso que opacaba cualquier remordimiento. Al ver a mi esposo, sentí una punzada de culpa, pero también un deseo incontrolable de borrar la distancia que se había creado entre nosotros. Lo besé, un beso largo y apasionado, con el eco de la noche anterior aún resonando en mi memoria y mi aliento. Un beso que intentaba reparar el daño, un beso que intentaba borrar la culpa, pero que al mismo tiempo, mantenía viva la llama de la pasión.

Antonio y yo nos separamos de nuevo, pero esta vez con la certeza de que nuestro amor, aunque efímero, había dejado una huella imborrable. Una huella que, a pesar de todo, me hacía sentir viva y deseada.

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