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En la cerca

En una sofocante noche de verano en Buenos Aires, María, la esposa de Juan, no podía soportar más el calor que invadía su dormitorio. Con Juan y los niños sumidos en un sueño profundo, decidió buscar un poco de alivio en el jardín. 

Caminando descalza por el pasto fresco, se detuvo bajo la sombra de un árbol, disfrutando de la brisa nocturna. Al levantar la vista, vio al vecino, un hombre de unos 65 años, conocido por ser un tanto ermitaño. Ahí estaba él, bajo la luz de una lámpara de jardín, fumando un cigarro, vestido tan solo con un bóxer ajustado. 

Lo que más llamó la atención de María fue lo que ese bóxer revelaba; una protuberancia tan grande y prominente que era imposible no notarla. La tela se ceñía a su figura, dejando ver con claridad esa parte de su anatomía que parecía desafiar las expectativas de lo común. María sintió cómo sus mejillas se encendían de un rojo intenso, su respiración se aceleró y una mezcla de sorpresa y fascinación


La visión la conmovió, provocando una mezcla de asombro y un deseo inconfesable. Sin pensarlo demasiado, y empujada por una mezcla de calor y curiosidad, María se desabrochó el short del pijama, dejándolo caer al suelo. Ahora solo llevaba una tanga roja que contrastaba vibrante contra su piel, apenas cubriendo lo esencial. La prenda era tan pequeña que más que ocultar, resaltaba cada curva de su cuerpo.

Arriba, una remera blanca que había escogido para dormir, se estiraba sobre sus enormes senos, incapaces de contener su volumen. Los pezones se marcaban claramente contra el tejido fino, evidenciando su excitación. La tela se elevaba y bajaba con cada respiración profunda que daba, haciendo que sus pechos se movieran de una manera que no podía pasar desapercibida.

María se quedó allí, observando al vecino, sintiendo cómo el aire fresco en su piel desnuda contrastaba con el calor interno que se estaba despertando en ella. La escena era tan íntima, tan cargada de una tensión silenciosa, que el mundo alrededor parecía haberse desvanecido. La noche de verano en Buenos Aires se había transformado en un momento de descubrimiento personal, donde el calor exterior y el calor de sus propias sensaciones se fusionaron en una experiencia inolvidable.


María se sentó bajo un árbol, abriendo las piernas en un acto que era tanto de alivio como de provocación. La tanga se estiró, revelando aún más, invitando a la brisa a acariciar su intimidad. Su respiración se hizo más profunda, los senos subiendo y bajando, capturando la atención de cualquiera que mirara.

El vecino, un hombre de 65 años, estaba allí, su cigarro casi olvidado entre los dedos. Al verla, su mirada se intensificó, sus ojos recorriendo cada detalle de esa tanga, imaginando lo que se escondía detrás de esa fina barrera de tela. Su bóxer negro, ya ajustado, no pudo ocultar la reacción de su cuerpo; se acomodó, haciendo que su erección se volviera aún más notoria, su miembro marcado y erecto contra la tela.

Sin poder resistir más, saludó a María con una voz que delataba su excitación, sus ojos aún fijos en la tanga que prometía tanto. Con cada paso que daba hacia la cerca, su bóxer apenas contenía su deseo, la tela estirándose al máximo, revelando cada pulgada de su excitación. La atmósfera entre ellos se cargó de una tensión erótica tan palpable que podía cortarse con un cuchillo, cada mirada, cada respiración, una promesa de lo que podría suceder si cruzaban esa línea invisible en la noche.

María y a su vecino en una atmósfera de deseo y sudor. La conversación entre ellos era casi irrelevante; el verdadero diálogo se llevaba a cabo con miradas cargadas de promesas y cuerpos que hablaban con más elocuencia que cualquier palabra.

La tanga roja de María, tan diminuta y reveladora, junto con el bóxer ajustado del vecino, hacían su trabajo a la perfección, creando una tensión sexual casi palpable. Cada respiración de María hacía que sus grandes senos se movieran bajo la remera blanca, y cada ajuste que el vecino hacía a su bóxer solo resaltaba más su evidente excitación.

María, con la boca seca no solo por el calor, ofreció al vecino algo fresco para beber, su voz un susurro que cortaba el aire caliente. "¿Quieres algo fresco por este calor?", preguntó, sus ojos mirándolo directamente, desafiándolo a aceptar no solo la bebida, sino todo lo que esa noche podría ofrecer.

El vecino aceptó sin dudarlo, su voz ronca por la excitación y el deseo. "Sí, por favor", respondió, aunque ambos sabían que lo que realmente anhelaba no era algo que se pudiera beber.

María se levantó de la silla con una gracia que solo la seducción podía otorgar. Al darse vuelta para dirigirse a la casa, ofreció al vecino una vista que lo dejó sin aliento: su trasero, redondo y firme, estaba casi completamente expuesto. La tanga roja apenas era una línea fina que se perdía entre sus nalgas, marcando cada curva y cada movimiento con una claridad que encendió aún más el deseo del vecino. 

Cada paso que daba María hacia la casa era un espectáculo en sí mismo; su piel brillaba con una capa de sudor que la hacía parecer aún más irresistible bajo la luz de la luna. La tanga, casi invisible desde atrás, no ocultaba nada, prometiendo mucho. Con cada movimiento de sus caderas, la tira roja jugaba a esconderse y mostrarse, una invitación silenciosa, una promesa de lo que podría suceder una vez que regresara con el alivio que ambos buscaban, aunque no fuera el alivio de la sed lo que realmente ansiaban.

María regresó del interior de la casa, sosteniendo un vaso de agua fría que parecía una burla al calor que los consumía a ambos. Al entregárselo al vecino, sus dedos se entrelazaron en un contacto que fue más que casual; fue una caricia cargada de intención, provocando una corriente eléctrica que recorrió sus cuerpos.

Al entregar el vaso, los ojos de María se clavaron en el bóxer del vecino, donde la forma de su enorme erección se dibujaba con una claridad casi pornográfica contra la tela ajustada. La visión era tan explícita, tan cruda, que María sintió cómo su boca se secaba de nuevo, no por el calor exterior, sino por un deseo que ardía dentro de ella. 

El vecino, notando la mirada de María fija en su erección, apenas podía contener su excitación. Preguntó con una voz que delataba su deseo, "¿Te sientes bien?" La pregunta era una mezcla de preocupación y provocación, sabiendo que la respuesta sería más que un simple asentimiento.

María, con la vista aún fija en esa imagen de deseo tan evidente, asintió lentamente con la cabeza. Su respiración era ahora más profunda, sus senos subiendo y bajando bajo la remera, los pezones marcados como si fueran una señal de su propio deseo. El contacto de sus dedos, la visión de esa verga tan palpable bajo el bóxer, y la pregunta cargada de una promesa sexual, habían transformado el simple acto de dar un vaso de agua en una invitación abierta a explorar los límites del deseo esa noche.

El frescor del agua podía calmar la sed física, pero nada podía apagar la sed de placer que ahora dominaba a ambos, una sed que solo podría ser saciada con algo mucho más íntimo y carnal.

María, con sus ojos fijos en la silueta de la erección del vecino, marcada tan claramente bajo su bóxer, sintió cómo su cuerpo reaccionaba con un deseo casi animal. El calor de esa noche de verano en Buenos Aires se había convertido en un mero telón de fondo para la intensidad erótica que los envolvía.

El vecino, sintiendo el momento y la tensión, tomó la mano de María con una audacia que solo el deseo podía justificar. La guió hacia su entrepierna, colocando su mano sobre el bulto que había sido el centro de su atención. La tela del bóxer era tan fina que María podía sentir cada detalle de ese miembro erecto, su calor, su pulso, su dureza. La sensación era intoxicante, su respiración se aceleró, sus dedos explorando cada pulgada a través del material.

Sin resistirse, María dejó que su curiosidad y su deseo la guiaran. Sus dedos jugaron con el contorno, sintiendo cómo la erección reaccionaba a su toque, volviéndose aún más dura, más palpable bajo su mano. Pero no se conformó con eso; con un movimiento decidido, deslizó su mano bajo el bóxer, liberando esa erección de su confinamiento.

Al verla, María se quedó sin aliento. La erección era impresionante, más grande de lo que la tela había insinuado, gruesa y larga, la piel tensa sobre la rigidez, la punta brillante con una gota de presemen que hablaba de su excitación. Era una visión erótica, casi pornográfica en su crudeza y belleza. María pudo ver las venas marcadas, el pulso de la sangre que la mantenía erecta, el tamaño que prometía un placer que iba más allá de lo imaginable.

El vecino, al observar la reacción de asombro y deseo en los ojos de María, no pudo evitar una sonrisa de satisfacción, su propia respiración acelerada por la anticipación. Ese momento, con la erección ahora libre y María explorando cada detalle, marcaba el inicio de una experiencia que ninguno de los dos olvidaría. La noche, ya caliente, se volvió incandescente con la promesa de lo que estaba por suceder, dos cuerpos unidos por un deseo que había roto todas las barreras de la decencia.

María, consumida por una lujuria que ya no podía contener, se levantó con una urgencia que solo el deseo más profundo puede provocar. Corrió silenciosamente hacia la casa, su cuerpo vibrando con anticipación y necesidad. Desde la ventana, vio a Juan en un sueño profundo, ajeno al huracán de pasión que su esposa estaba experimentando.

Decidida, María regresó hacia la cerca, y en ese corto trayecto, se liberó de su tanga, dejándola caer como un testimonio de su deseo incontrolable. Al llegar a la cerca, se giró, ofreciendo al vecino una vista completa de su vagina, ya húmeda y palpitante de deseo, una invitación muda pero clara a un acto de pasión sin cortapisas.

El vecino, con una mirada que reflejaba su propio deseo desatado, no perdió tiempo. Agarró a María por los cabellos, su mano enredándose en ellos, no con violencia, sino con una posesividad que hablaba del deseo de ambos. Con un movimiento de cadera que fue casi animal, la penetró de una sola vez, su miembro enorme deslizándose dentro de ella, llenándola completamente.

El impacto fue tan profundo, tan absoluto, que provocó un gemido fuerte que María intentó sofocar con su mano, consciente de la necesidad de mantener la discreción. El dolor inicial se mezcló rápidamente con un placer que la atravesó como un relámpago, su cuerpo adaptándose a esa invasión tan completa y satisfactoria. La sensación de estar totalmente llena, la profundidad de esa penetración, despertó en ella sensaciones que nunca había conocido, cada embate una promesa de más placer.

Ese primer golpe de cadera no solo la penetró físicamente, sino que también marcó el inicio de una unión donde el deseo y la lujuria se encontraban sin barreras, donde cada movimiento era un acto de entrega y de búsqueda del máximo placer. 


La que siguió fue una orgía de movimientos brutales, donde cada penetración era un asalto profundo a lo más íntimo de María. El vecino embestía con una ferocidad que hacía que cada entrada fuera una redefinición del placer, su verga, gruesa y larga, alcanzando puntos dentro de ella que parecían nunca haber sido tocados, cada empuje abriendo nuevas dimensiones de gozo.

Los orgasmos de María venían en oleadas, una tras otra, sin darle tregua a su cuerpo, como si su vagina fuera un volcán en erupción constante. Sentía cada orgasmo como un choque de éxtasis, sus gemidos -ahora más allá de su control- eran un canto a la lujuria, cada jadeo y grito sofocado resonando en la noche. Su cuerpo se retorcía con cada clímax, el placer tan intenso que parecía reescribir su comprensión del sexo.

La mano del vecino, liberando esos enormes senos, fue directo a sus pezones, ya duros y sensibles a la espera de su toque. Los manipulaba con una precisión que solo el deseo podía dictar, pellizcándolos, girándolos, haciendo que cada caricia enviara una corriente directa a su sexo, amplificando la intensidad de cada penetración. Era como si cada toque en sus pezones fuera un eco de lo que sucedía dentro de ella, creando una sinfonía de placer entre sus senos y su vagina.

Con los ojos cerrados, María se entregaba a la sensación de esa verga explorando cada rincón de su interior, descubriendo y despertando zonas de placer que ni siquiera sabía que existían. El sonido de su unión era casi obsceno en su belleza; el chocar de sus cuerpos, el sonido de la humedad de su excitación, los gemidos y suspiros que escapaban de ambos, llenaban el aire con una cruda realidad de su pasión.

Era un espectáculo de deseo desatado, donde cada movimiento del vecino, cada respuesta de María, cada gemido y cada suspiro, se sumaban a un acto de sexo tan puro y animal que parecía trascender lo físico. Esa noche, en ese jardín, bajo el manto de la luna, María y el vecino se perdieron en un acto de lujuria que redefinía los límites del placer, cada embate, cada orgasmo, cada toque, una nota en la sinfonía de su unión carnal.

Las piernas de María ya no la sostienen, el agotamiento y el éxtasis la han dejado temblando, sus músculos incapaces de mantenerla en pie. Pero el deseo de vivir ese último momento de placer la mantiene pegada al cuerpo del vecino. Con una voz que es casi un gruñido de placer, el vecino le anuncia que su semen está a punto de inundarla, su aviso un preludio a la culminación de su pasión.

María, con el último vestigio de fuerza que le queda, se pega aún más a él, su cuerpo abriéndose para recibir todo lo que él tiene para darle. Los disparos de semen comienzan, una eyaculación tras otra, llenándola con un calor y una intensidad que la hacen gemir con cada pulso. Mentalmente, cuenta cinco, luego seis descargas de semen, cada una enviando una nueva oleada de placer a través de su vagina, marcando su interior con la prueba de su deseo compartido.

El semen, espeso y caliente, comienza a bajar por sus piernas, un testimonio físico del acto salvaje que acaban de consumar. En ese momento de quietud después del frenesí, donde solo se escucha el sonido de sus respiraciones tratando de recuperar el ritmo, María, con una ternura que contrasta con la brutalidad de su unión, se inclina. Su lengua, suave y delicada, recorre el glande del vecino, ahora enrojecido e hinchado por el esfuerzo y el placer, limpiando los últimos rastros de semen que quedan.

Es un acto de amor post-coital, donde la lengua de María no solo limpia, sino que también acaricia, brindando un último toque de intimidad a su encuentro. Ese semen en sus piernas, el sabor salado en su boca, son testigos mudos de una pasión que ha trascendido lo físico, creando un vínculo entre ellos que es tan visceral como el acto mismo. Esa noche, en ese jardín, bajo el cielo nocturno de Buenos Aires, María y el vecino han compartido algo que los ha marcado, un recuerdo de placer que se quedará grabado en sus memorias y en sus cuerpos.

Después de todo lo sucedido, el vecino de María enciende otro cigarro, su silueta envuelta en el humo que se eleva hacia la noche estrellada. Su verga, aunque ahora flácida, mantiene un grosor que aún despierta deseo, una visión que podría tentar a cualquiera en la penumbra. Con un gesto cargado de intimidad y despedida, se inclina y deposita un beso en la frente de María, un sello silencioso a su encuentro ilícito.

Al regresar a su casa, maría se agacha para recoger la tanga que había dejado caer, regalándose una última visión del  trasero a su vecino , ahora apenas visible en la oscuridad, un recuerdo erótico que se lleva consigo. 

María,, vuelve a su hogar, su cuerpo aún vibrando con las sensaciones de la noche. Elige no pasar por el baño, deseando conservar cada vestigio de su aventura, cada gota de semen que aún baja por sus piernas como un testimonio de su pasión. Se desliza en la cama junto a su esposo, Juan, sin lavarse, queriendo retener esa noche como un secreto que solo ella conoce. 

Se duerme abrazando ese momento, su mente y cuerpo llenos de las imágenes y sensaciones de lo vivido, el olor del cigarro del vecino aún flotando en el aire, el sabor de su placer en su boca. Junto a Juan, María guarda ese recuerdo, un regalo que ha decidido no borrar, que la acompañará en sus sueños, una experiencia que ha marcado su piel y su espíritu.

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