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El repartidor del supermercado

Juan había regresado a casa con la intención de sorprender a María con una cena especial, pero quien fue sorprendido fue él mismo. La casa estaba envuelta en un silencio que solo amplificaba cada sonido, cada susurro proveniente del salón. Al acercarse, las palabras se desvanecieron, pero lo que vio a través de la puerta entreabierta fue una visión que lo paralizó en el acto.

María estaba en el sofá, su vestido, de un rojo intenso, parecía haber sido elegido para este momento, abrazando su cuerpo de una manera que solo la seducción podría explicar. El repartidor del supermercado  estaba frente a ella, su figura ahora no era la de un simple trabajador, sino de un amante inesperado. 

Las manos del joven, que hasta ahora solo habían manejado paquetes y carritos, se movían con una gracia que Juan nunca había visto en él. Primero, sus dedos rozaron el borde del escote de María, donde el vestido se abría ligeramente, dejando entrever la suavidad de su piel. Cada toque sobre el tejido era como si estuviera tocando directamente la piel de ella, la tela respondiendo con cada caricia, marcando los contornos de sus senos, destacando la turgencia de sus pezones a través del vestido.

Juan observó, su corazón latiendo con la fuerza de un tambor, cómo las manos del repartidor se aventuraban más abajo, deslizándose por la curva de su cintura hasta llegar a su culo. Aquí, las caricias se hicieron más audaces; el vestido se tensaba con cada apretón, revelando la redondez y firmeza de María. Cada movimiento era calculado, lento, permitiendo a María sentir cada detalle de la caricia a través del vestido, el cual ahora parecía más una invitación que una barrera.

La respiración de María se hizo más audible, un ritmo sincronizado con los toques que recibía, sus labios entreabiertos en un suspiro que era casi un gemido contenido. El repartidor, con una habilidad que hablaba de experiencia, jugaba con la tensión sexual, sus dedos delineando cada curva, cada contorno de su cuerpo sobre el vestido, como si estuvieran trazando un mapa del deseo.

Juan, oculto en las sombras, sentía una mezcla de celos y una atracción inconfesable hacia la escena. El vestido de María, ahora marcado por las huellas de esas caricias, parecía vivo, moviéndose con cada respiración profunda de ella, cada movimiento de sus caderas que respondían a los toques. La sensualidad del momento era palpable, el aire cargado de una electricidad que solo podía nacer de la pasión reprimida.

el repartidor deslizó el vestido de María con una lentitud que cada segundo era como un latido en la garganta de Juan. El vestido se abrió, revelando no solo la piel de María, sino una ropa interior negra, tan pequeña que parecía más una invitación que una cobertura, ajustándose perfectamente a cada curva, destacando la protuberancia de sus senos y la forma de su trasero.

El corazón de Juan latía con una mezcla de celos y excitación, observando cómo las caricias del repartidor se intensificaban. Sus manos, ahora libres de la barrera del vestido, tocaban la piel de María con una intimidad que solo podía ser descrita como erótica. Los dedos del repartidor siguieron la línea de la ropa interior, rozando el borde, provocando un escalofrío visible en la piel de María. Cada toque era una promesa de placer, cada caricia un susurro de deseo que hacía que la tensión sexual en la habitación se volviera casi palpable.

María respondió con una respiración profunda, sus labios entreabiertos en un suspiro que era casi un gemido, sus ojos semicerrados en una expresión de rendición total al placer. Las manos del hombre exploraban más, sus dedos delineando los pezones endurecidos a través de la tela de la ropa interior, luego bajando por la curva de su cintura, jugando con el borde de la tanga negra, provocando un movimiento involuntario de sus caderas.

La escena era un cuadro de deseo y erotismo, la ropa interior negra ahora no solo vista, sino sentida, cada caricia aumentando la tensión sexual en una espiral de deseo que llenaba la habitación. Juan, oculto en la sombra, sintió una atracción oscura, una mezcla de emociones que lo mantenía pegado al suelo, incapaz de apartar la mirada de la escena erótica que se desarrollaba ante sus ojos.

Con una audacia que hizo que el aire se congelara en los pulmones de Juan, el repartidor tomó las manos de María, sus dedos envolviendo los de ella con una firmeza que contrastaba con la suavidad de su piel. Guiando sus manos con una precisión que solo podía venir de un deseo ardiente, las colocó sobre su pantalón, justo donde su erección era una promesa tangible bajo la tela. Su verga gruesa se marcaba con una dureza que no dejaba lugar a dudas de su excitación, la cabeza claramente delineada incluso a través de la ropa.

Juan contuvo el aliento, observando cómo María, con una mezcla de sorpresa y una curiosidad que parecía despertar algo profundamente dormido en ella, dejó que sus dedos exploraran. Sus manos, guiadas por el repartidor, comenzaron a moverse con una lentitud que cargaba cada segundo de una tensión erótica palpable. Los dedos de María rozaron primero, delineando la forma y la longitud bajo el pantalón, cada toque un susurro de deseo que parecía resonar en la habitación.

Con cada caricia, la tela del pantalón se tensaba más, revelando la extensión y la dureza de su pija, su glande claramente definido, la circunferencia y la vena principal palpables incluso bajo la ropa. María, ahora más audaz por la invitación silenciosa, apretó suavemente, sus manos explorando, jugando, sintiendo cómo su toque provocaba reacciones en el cuerpo del experimentado hombre. Cada movimiento era una danza erótica, sus dedos subiendo y bajando, apretando y soltando, explorando cada vena, cada pulso de su erección a través de la tela, sintiendo cómo se endurecía aún más con cada caricia.

La respiración de María se hizo más profunda, sus labios entreabiertos en una expresión de placer y anticipación, sus ojos fijos en los del repartidor, compartiendo un momento de conexión erótica que iba más allá de las palabras. La ropa interior negra de María, ahora visible gracias al vestido desplazado, contrastaba con la escena, su propio cuerpo respondiendo al acto con una excitación visible, sus pezones endurecidos a través del fino encaje, su respiración haciendo que su pecho subiera y bajara con evidente deseo.

El repartidor, con una sonrisa que prometía más, observaba cómo María se entregaba a este juego erótico, sus manos moviéndose con una habilidad que hablaba de su propio deseo y curiosidad. La escena era una pintura viva de deseo, cada caricia una promesa de placer que solo María podía ofrecer en ese momento, sus manos frotando, acariciando con una intensidad que hacía que el miembro del repartidor pareciera aún más grande y duro bajo su pantalón, cada toque provocando movimientos involuntarios de sus caderas.

Con una audacia que dejó a Juan sin aliento, María, impulsada por el deseo evidente en la habitación, tomó la iniciativa. Sus manos, que habían explorado y jugado con la dureza bajo el pantalón del repartidor, ahora se movieron con determinación. Sus dedos encontraron el cierre , lo bajaron con una precisión cargada de intención, liberando una verga enorme y morena que se erguía ante ella, su tamaño y color una sorpresa erótica que Juan nunca había imaginado. Era largo, grueso, con venas marcadas y una punta ligeramente curvada que prometía placer.

Juan, oculto en la sombra, sintió que el mundo se detenía al ver a María, su esposa, acercando aquel miembro a sus labios sin dudar. Con una mezcla de sorpresa y una curiosidad que parecía despertar algo profundamente dormido en ella, María comenzó a darle placer al repartidor. Sus labios rozaron la cabeza gruesa como una ciruela por tamaño y color, su lengua saliendo para lamer delicadamente, explorando cada milímetro, saboreando la salinidad de la piel. Luego, tomó la cabeza en su boca, sus labios cerrándose alrededor, su lengua jugueteando con el glande, provocando un gemido audible del repartidor.

Cada movimiento era una danza erótica, sus labios moviéndose con una habilidad que hablaba de un deseo reprimido, sus ojos elevándose para encontrarse con los del repartidor, compartiendo un momento de conexión sexual que iba más allá de las palabras. María comenzó a mover su cabeza, tomando más de su longitud, sus labios estirándose para acomodar su circunferencia, su boca húmeda y cálida proporcionando un placer que el repartidor no podía ocultar.

La respiración de María se hizo más profunda, sus labios y lengua trabajando en una sinfonía de placer que provocaba reacciones visibles en el cuerpo del repartidor. Su erección, ahora libre de la tela, parecía aún más grande y dura con cada caricia, cada chupada que María le daba, su cabeza inclinándose y moviéndose con una destreza que hablaba de un deseo profundo y sin restricciones. La saliva de María facilitaba cada movimiento, sus manos acariciando la base del miembro, sincronizando sus acciones con el ritmo de su boca.

El maduro hombre, con una expresión de placer absoluto, no podía apartar la mirada de María, sus manos acariciando suavemente su cabello, guiándola, aunque era evidente que ella no necesitaba ninguna guía; su deseo y placer eran mutuos y palpables. La escena era una pintura de deseo en vivo, cada acción una promesa de placer que María estaba cumpliendo en ese momento, sus labios y su boca explorando, dando placer con una intensidad que llenaba la habitación de erotismo.


Con una audacia que dejó a Juan sin aliento, el repartidor, embriagado por el deseo palpable, tomó a María con una suavidad que contrastaba con la intensidad de lo que estaba por venir. La giró con cuidado, su espalda ahora hacia él, su cuerpo respondiendo al movimiento con una anticipación que Juan podía ver incluso desde su posición oculta. El repartidor, con una delicadeza que hablaba de un control y deseo meticulosos, deslizó las tiras del corpiño negro de María por sus hombros, liberando sus senos. La luz de la habitación capturaba la suavidad de su piel, la curva de sus pechos, sus pezones endureciéndose con la expectativa, respondiendo a la excitación del momento, la areola oscureciéndose ligeramente.

Luego, con una lentitud cargada de tensión erótica, corrió la pequeña tanga negra de María. El movimiento fue deliberado, la tela deslizándose por sus caderas, revelando completamente la intimidad de su cuerpo. La tanga, ahora apenas un hilo alrededor de una de sus piernas, exponía su sexo, ya húmedo con el deseo, los labios íntimos ligeramente hinchados y preparados para lo que vendría, un brillo de excitación visible entre ellos.

El repartidor, ahora libre de cualquier barrera, se posicionó detrás de ella. Su miembro, ya erguido y enorme, encontró su lugar con precisión. La penetró suave, lento, pero profundo, cada centímetro de su longitud explorando, llenando, provocando un gemido silencioso de María que resonó en la quietud de la habitación. La penetración fue meticulosa, la cabeza de su pene abriendo paso, estirando, mientras avanzaba con una lentitud que permitía a María sentir cada vena, cada pulso de su erección. Su pene, largo y grueso, llenaba cada espacio, provocando una sensación de plenitud que hizo que María arqueara la espalda, sus senos moviéndose con cada respiración profunda.

Juan, oculto en la sombra, sintió una mezcla de emociones que lo atravesaban como rayos. La visión de su esposa siendo penetrada, la manera en que su cuerpo respondía a cada empuje, cada músculo tensándose y relajándose, la intimidad de la escena, todo se grabó en su mente. La luz jugaba con las sombras sobre sus cuerpos, cada movimiento un ballet de deseo y placer, el sonido de la piel contra piel, los gemidos suaves de María, el ritmo de sus cuerpos uniendo en un acto de deseo puro.

El repartidor, con una cadencia que hablaba de control y deseo, continuó penetrándola, sus manos sujetando las caderas de María con firmeza, guiando cada empuje para que fuera más profundo, más íntimo. Cada entrada y salida era una afirmación de su deseo, sus dedos presionando ligeramente en su piel, marcando el ritmo de su unión. María, con sus senos libres moviéndose al ritmo de sus cuerpos, sus manos apoyándose en el sofá para recibirlo mejor, estaba entregada al momento, sus gemidos apenas contenidos, cada sonido una confirmación de su placer, la fricción y la plenitud provocando sensaciones que la hacían estremecerse, sus labios íntimos envolviendo su miembro con cada empuje.

El, embriagado por el deseo palpable, aumentó el ritmo de la penetración. Cada empuje se volvió más firme, más rápido, sus caderas chocando contra las de María, cada movimiento cargado de una pasión que llevaba a María hacia el éxtasis. Los gemidos de María se hicieron más audibles, su respiración entrecortada, cada empuje llevándola más cerca del borde del placer. Su cuerpo respondía con temblores, sus senos moviéndose con el ritmo frenético, sus manos aferrándose al sofá para soportar la intensidad del momento.

El clímax de María fue inminente, su cuerpo tenso, sus gemidos transformándose en un grito ahogado de placer cuando alcanzó el punto máximo. En ese instante, el repartidor, con una habilidad que hablaba de dominio y deseo, retiró su pene de la vagina de María, su miembro aún duro y brillante con la prueba de su excitación. Con una precisión cargada de intención, apuntó a su rosado ano, su entrada trasera que hasta ese momento había sido solo una promesa de placer.

Con una suavidad que contrastaba con el tamaño de su pene, comenzó a penetrarla analmente. La penetración fue lenta, cuidadosa, permitiendo a María ajustarse a la sensación, a la invasión de tal tamaño. Cada centímetro que avanzaba era una nueva exploración del placer, María jadeando con la novedad de la sensación, su cuerpo abriéndose, aceptando, el dolor inicial transformándose en un placer indescriptible. El repartidor controlaba cada movimiento, sus manos sujetando las caderas de María con firmeza, asegurándose de que cada empuje fuera una fuente de placer y no de dolor.

Juan, sintió una mezcla de emociones que lo atravesaban como rayos. La visión de su esposa experimentando tal nivel de placer, la manera en que su cuerpo respondía a esta nueva forma de penetración, cada músculo tensándose y relajándose, la intimidad de la escena, todo se grabó en su mente. La luz jugaba con las sombras sobre sus cuerpos, cada movimiento un ballet de deseo y placer, el sonido de la piel contra piel, los gemidos ahora mezclados con notas de sorpresa y deleite, el ritmo de sus cuerpos uniendo en un acto de deseo puro y exploración.

El repartidor, con una cadencia que hablaba de control y deseo, continuó penetrándola, llevando a María al máximo del placer, cada empuje una afirmación de su capacidad para darle placer más allá de lo que ella había conocido. María, ahora completamente entregada al momento, sus gemidos apenas contenidos, cada sonido una confirmación de su placer, la fricción y la plenitud provocando sensaciones que la hacían estremecerse, su cuerpo ajustándose a la nueva sensación, encontrando placer en la intensidad de la penetración.

Después de haber llevado a María a varios orgasmos, más intensos y numerosos de lo que Juan jamás había logrado, con cada contracción y grito de placer marcando su superioridad en ese momento, el repartidor sintió su propio clímax acercarse. Decidió cambiar la dinámica con una suavidad que contrastaba con la intensidad del acto; con cuidado, la giró nuevamente, sentándola en el sofá. Su pene, aún enorme y palpitante, estaba a la altura de la boca de María, la evidencia de su excitación y del placer compartido brillando en su longitud, las venas marcadas y la punta hinchada por la anticipación.

María, con una mirada de satisfacción y un deseo aún insatisfecho, aceptó la invitación sin dudarlo. Abrió sus labios, permitiendo que el enorme miembro del repartidor entrara en su boca, su lengua rodeando el glande hinchado, explorando cada centímetro, saboreando la mezcla de su propio deseo y el del repartidor. El repartidor, sintiendo el clímax inminente, comenzó a mover sus caderas lentamente, su respiración agitada, sus gemidos anunciando lo inevitable.

Cuando el clímax llegó, fue masivo. María intentó retener la mayor cantidad posible de su semen, sus labios sellados alrededor de su verga que apenas la abarcaba , su garganta trabajando para tragar, pero la intensidad y el volumen fueron abrumadores. Parte de la eyaculación se deslizó de su boca, primero por sus labios, deslizándose por su barbilla, formando gotas que cayeron sobre sus senos desnudos. Las gotas blancas y espesas se esparcieron, marcando su piel con el testimonio de su encuentro, algunas deslizándose entre sus pechos, otras colgando de sus pezones endurecidos por el placer y la excitación.

Juan, oculto en la sombra, sintió una mezcla de emociones que lo atravesaban como rayos. La visión de su esposa recibiendo y disfrutando de tal manera, la manera en que su boca y su cuerpo respondían al placer del repartidor, cada sonido y movimiento grabado en su mente. La luz jugaba con las sombras sobre sus cuerpos, cada movimiento ahora un testimonio de un deseo cumplido, el sonido de la respiración entrecortada del repartidor, los gemidos de satisfacción de María, todo resonando en la quietud de la habitación, el olor del sexo impregnando el aire.

El repartidor, con una sonrisa de satisfacción y deseo cumplido, se retiró lentamente, su pene aún semiduro, dejando a María con una mirada de satisfacción y una expresión de placer insatisfecho. La escena, cargada de erotismo y deseo, se grabó en la mente de Juan, quien ahora tendría que lidiar con las imágenes y sensaciones que había presenciado, las marcas del placer de María sobre su cuerpo una imagen que no podía borrar.

Juan espero que el maduro hombre se retirara de su casa no sin antes prometerle a la esposa volver para regalarle mas placer del que nunca tuvo en la vida matrimonial.
Ya en la puerta se despidió agarrando fuertemente de las nalgas a María haciendo que la pequeña tanga se pierda en la inmensidad de su cola.
María se sentó en el sofá tratándose de reponer y mirando el reloj recordó que estaba casada,juan llegaría pronto pensó,raudamente tomó el vestido su ropa interior manchada de semen antes tibio y ahora seco la puso en el Lavarropa y corrió al baño
Juan sale de escondite y hace ruido de llaves saluda a María que desde el baño le responde, llegaste amor te extrañe mucho hoy termino mi ducha y preparo tu cena que hoy será especial gracias a todo lo que compre en el supermercado, Juan cayó sentado en el sofá sin poder creer lo que escuchaba.

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