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La marca en la pared

Cuando colgó el teléfono supe que tenía una oportunidad. Josefina estaba con el camisolín transparente y la tanguita color vino enterradísima en el culo, ese culo inflado, redondo, tirando a grandecito sin llegar a tanto. No llevaba corpiño, por lo que era seguro que esperaba a un macho. A mí no me dejaban verla en tetas, y era una de las cosas que más lamentaba de los cambios que se habían dado en nuestro matrimonio. Si algo me gustaba de Josefina, además de su carita hermosa y emputecida, eran las tetotas gordas de pezones enormes y color café.
—Cornudito… —me informó ella a pura sonrisa, girando hacia mí— hoy vas a probar suerte. Quién te dice estés inspirado y me termines cogiendo…
Nada más escuchar que existía la posibilidad, mi pija pegó un respingo, aunque sabía que mis chances reales eran pocas.
—¿Quién viene hoy?
—David —Me estremecí ante la imagen. De todos los hijos de puta que se cogían regularmente a mi mujer, el tal David era su ex novio y la tenía increíblemente gruesa. Por suerte para mí, no era de los más lecheros—. Bueno, quizá vos hagas que no venga —agregó, y me guiñó un ojo.
Algo con lo que no contaba mi mujer era que hacía como un mes que yo no me pajeaba. Solía suceder que cuando se la cogían fuera de casa, me llamaba y me contaba cómo estaba vestida, y cómo era la habitación donde se la iban a clavar. En ocasiones dejaba el celular encendido y yo podía escuchar todo el garche, cómo la usaban, cómo la trataban de puta y también cada orgasmo de ella y del macho de turno con el que estaba. Era imposible no pajearse. 
Y si venían a cogérmela al departamento era peor. Sus machos hacían pie en nuestro hogar como si fueran los dueños de casa y yo un simple lacayo. No es que me basureaban ni me trataban de esclavo; era peor, porque apenas un macho entraba a casa, cada uno asumía su rol sin que nunca nadie dijera nada. Entonces yo le traía una cerveza fría o un vaso de whisky, les llevaba un almohadón cómodo para que se la clavara a mi mujer en el sillón con mayor confort, y el macho y Josefina me trataban con mucha condescendencia, como si fuera un empleado doméstico servil. Y terminaban cogiéndose a mi mujer allí mismo, en la habitación casi siempre, o en el living, o en la ducha. Y yo alrededor, levantando trastos o llevándoles cosas, asistiéndolos. ¿Cómo no clavarse una en esa situación, con los jadeos y orgasmos de ella como banda sonora? Yo me clavaba tres y a veces cuatro pajas.
Pero esta vez me había aguantado. Mi mujer no dejó de salir, me corneó todos los días, como a ella le gusta; incluso algunos días, más de una vez. Y yo —sin que ella lo supiera— a “paja cero”.
—Vení, cornudito… —me dijo amorosamente. Me tomó de la mano y me llevó caminando. 
En los momentos que me trata tan dulcemente me pregunto si en el fondo no querrá que me la coja más seguido, porque una vez cada año y medio puede ser poco.
Me llevó por el pasillo hasta el cuartito de servicio y en el trayecto le espié de cerca los pechos. El escote era grande, podía disfrutar visualmente de su piel, y la transparencia me insinuaba toda la curva de sus pechos. Los pezones marrones que tanto me enloquecían estaban medio ocultos, medio visibles, gentileza del fruncido ancho del borde del escote.
Llegamos al cuartito. El aire al abrir la puerta me llenó con el perfume que ella llevaba puesto, el de guerra, el que usaba para coger. Entramos y prendió la luz.
—Sentate —me pidió como si yo fuera una criatura, y me besó en la frente.
En el cuartito había un camastro y un par de muebles en desuso. Había muchísimos VHSs y varias cajas de DVDs grabados, y fotos y portarretratos con imágenes de sus machos y de las pijas de sus machos. Cuando nos mudamos, lo primero que me dijo fue que ese cuartito no se iba a usar, que iba a ser el Santuario de los Cuernos, un relicario gigante de todos los cuernos que iba a ponerme. Le dije que estaba loca, que qué pasaría si un día la de la limpieza, o peor aun, sus padres o los míos, lo descubrieran. Me pegó un sopapo en pleno rostro y no volvimos a discutir nunca más sobre el asunto.
Me senté en la camita, mirando a la pared ahí nomás, a menos de medio metro. El espacio entre la cama y la pared era del ancho de una persona, ideal para la prueba.
—¿Estás listo? —me preguntó, y se sentó junto a mí—. ¿Estás listo para demostrarme qué tan hombre sos?
Miré la pared enfrente mío y un manto de duda me invadió de pronto. No había forma de ganarle a esos machos. La pared estaba marcada a distintas alturas con un fibrón de tinta indeleble azul. Cada marca tenía un nombre, y había varias marcas y nombres. Había también aquí y allá cascaritas amarillentas, casi transparentes, como piel muerta a punto de caer. Las marcas estaban a distintas alturas, y arrancaban desde el metro cincuenta: Pablo, David, Pancho, que jugaba conmigo al básquet en el predio donde ella hacía spinning, Marcos, Bujía, Sr. Gaspar y unos cuantos más. Todos machos de ella. Todos quienes se prestaron en uno u otro momento a su jueguito morboso. Porque las rayas azules no eran otra cosa que marcas de los lechazos de sus machos. Por eso las cascaritas, aunque por supuesto yo había limpiado, pero a veces algo se me escapaba, o mi lengua la desparramaba más lejos.
—¿Vas a necesitar motivación? —Josefina me sonrió como una gata y me desabrochó el pantalón. Yo ya estaba al palo: mirar las alturas a las que habían llegado los hombres que se la cogían regularmente me calentaba por sí solo.
Todos esos tipos habían estado una vez allí, en esa misma camita, se habían cogido a mi mujer por horas, y al momento de acabar, habían arrojado el lechazo sobre la pared, tirándola bien alta. Luego yo había intentado lo mismo varias veces, solo que a pura paja, sin que Josefina me dejara cogerla. Al contrario, ella decía que solo me la podría coger si superaba a alguno de sus machos. Con el tiempo, la competencia terminó siendo solo contra el tipo que venía ese día a cogerla. Ella decía que era injusto que uno de sus machos tuviera que resignar de garchársela si yo, por caso, superaba la marca de otro.
Pero la verdad es que nunca había superado marca alguna. Ni siquiera la más baja. Esta vez, sin embargo, hacía un mes que no me pajeaba, tenía mucha leche a flor de piel.
Josefina me abarcó el miembro con una mano y lo liberó del pantalón. La suavidad de su contacto y la tibieza me estremecieron al punto que casi me hace derramar allí mismo.
—Vamos a ver si hoy por fin me demostrás que sí sos un hombre.
Me soltó y se levantó felinamente, despacio, arqueando la espalda y sacando punta a su culazo tremendo, clavado por esa tanguita color vino que el mismo culo tragaba como si fuera una arena movediza. Así arqueada como estaba se trepó a la pared, junto a las marcas, dándome la espalda. El camisolín se le subió y le dejó ver los nalgones todavía más.
Giró para mirarme. Le gustaba mirarme cuando yo me pajeaba con ella, porque todo el showcito suyo, arqueada y sacando culo, era para mí. Para mí y mi pajota que ya comenzaba.
Tenía ese culo hermoso delante mío, casi en mi rostro, ese culo que se cogían regularmente una docena de tipos y yo había hecho mío solo una vez, unos meses después de nuestro casamiento.
Fap! Fap! Fap! Fap! En medio del silencio de la habitación, los sonidos de mi paja tintineaban como latigazos, y la muy hija de puta de mi esposa se me reía en la cara al ver el esfuerzo que yo hacía por maximizarla.
—Ay, Gordi… —ronroneó— la pijita se te pierde en la mano… 
Y se reía.
—¡Hija de puta! —le dije, y me seguí agitando a pura paja, con la transpiración sobre mi frente. Pero era verdad, la pija se me escurría entre las manos, un poco porque no soy muy dotado, otro poco porque tengo manos grandes.
Fap! Fap! Fap! Fap! Me la lustraba, y babeaba como un pajero con la vista agonizando en su culazo de puta, que se lo acariciaba y estiraba.
—Hoy tengo ganitas de que me lo hagan… —me provocó—. Pero no sé, viste que David la tiene re ancha… 
Me humillaba sobremanera tener que pajearme en su presencia frente a viejos lechazos, pero más me humillaba que me hablara como si fuera una amiga. Quise reagrupar un poco de mi dignidad ninguneada.
—Yo… yo… —dije sin dejar de cascarme, agitado y desesperado—. Yo puedo hacértelo… Yo no la tengo ancha… Solo tengo que alcanzar la marca…
Mi mujer estalló en otra risa, y sacó más culo.
—¡Ay, mi amor! —me habló como a un retrasado mental— Ya sabés que mi culito y tu pijita… —Suspiró—. Por más que quieras nunca me van a dejar que te entregue la cola… Para pajas sí, mi amor, pero lo otro no sé… Es para hombres, ya te lo explicó una vez David —Su ex se había cansado de hacerle el culo, no solo cuando eran novios sino muy especialmente desde que se había casado conmigo, así que a veces me daba consejos de lo que nunca podría hacer—. Hay que tenerla bien bien dura, ya sabés, y por un buen rato… —Luego cambió de expresión y se entusiasmó como una nena— Pero igual me encanta que creas en vos… que te tengas esa fe y que estés lleno de ilusiones… 
—Hoy llego, mi amor… —Fap! Fap! Fap! Fap!— ¡Hoy te juro que llego!
—Sí, Gor… Seguro que sí… —Era pura y maldita condescendencia— Como siempre…
—No, como siempre, no. ¡Hoy llego, mi amor! ¡Hoy lo paso al turro de tu ex!
—David ya está viniendo. Sería la primera vez que le tendría que llamar para que se vuelva. ¡Sería un milagro! ¿Vos creés en los milagros, cornudito?
—Hace mucho que no acabo. —Fap! Fap! Fap! Fap!
—Ya sé, mi amor. Hace casi un año… Igual no te preocupes, a los dieciocho meses te toca sí o sí… Y no voy a ser tan guacha de no cumplir con mi palabra. ¿Vos pensás que yo soy así de guacha?
—¡Una puta sos! ¡Eso es lo que sos!
Josefina sonrió halagada, como cuando recibe un piropo en la calle.
—Hace un mes que no acabo… —Fap! Fap! Fap! Fap!— Un mes que ni me pajeo…
—¿Querés que te ayude? —Josefina se arrodilló delante mío y se apoyó en mis rodillas. Como quedó un poco por debajo le pude ver otra vez las tetotas juntas, llenas, y a punto de explotar. Tuve la tentación de tocárselas, de mordérselas, de acabarle allí mismo en esas ubres de ensueño. Pero me contuve. El corazón igual se me aceleró, lo mismo que la paja.
—N-no, gracias… quiero aguantarla… Quiero aguantarla así me salta más fuerte…
Josefina sonrió y juntó aun más sus pechos con los brazos. Luego estiró un dedo. Lo apoyó sobre mi muslo.
—O sea que si no te podés contener ahora… ¿te va a saltar menos?
La muy hija de puta comenzó a recorrerme el muslo hacia adentro, con el filo de la uña. La piel se me puso de gallina.
—¡Josefina, no! ¡Te lo suplico!
—Pero si yo no te hago nada.
Los ojos le destellaron con picardía.
—No me aceleres, turra. ¡Yo sé que hoy puedo llegar!
—Sí, Gordo —me dijo, y el dedo comenzó a bajar—. Y yo quiero que llegues…
—No seas yegua, no me toques abajo.
—Ay, bueno, pero si no es nada… —siguió bajando y como yo tenía la pija cubierta por completo con mi mano, fue a buscarme más abajo—. Me gustan tus huevitos… Son tan chiquitos…
Y me los rozó con el filo de la uña, y un latigazo amagó despertarse. Dejé de pajearme porque si no me iba en leche.
—¡Josefina, no seas hija de puta!
Me sonrió con malicia y en vez de soltarme, abrió la mano y me tomó los dos testículos. Sentí el roce, la suavidad y el goce, y un calor que me subía desde el centro del universo.
—Ay, Gordi, un solo testículo de David es más grande que los dos huevitos tuyos juntos…
—Josefina, por favor…
—¿Eso significará que sos la mitad de hombre que él?
La hija de puta de mi mujer me removió suavemente los huevos, como si los sopesara, y con el dedo gordo fue a buscar el contacto con mi pijita.
—¡Mi amor, no! —grité. Pero no pude contenerme más. Me levanté de un brinco porque me venía la leche y mi mujer quedó allí arrodillada entre mis piernas, y como ya me venía, tuve el impulso, la debilidad, la osadía de acabarle allí, en la cara, y en una fracción de segundo un chispazo de lucidez me llegó de algún lado y supe que si le acababa en la cara me castigaría con otros dieciocho meses de abstinencia, y tres años sin cogerme a mi esposa no lo iba a soportar.
La leche me venía y solo atiné a manotearme la pija, no podía dejar que me saltara sola porque no iba a llegar a la marca de David. Así de pie como estaba sentí la leche y me agarré la pija y me quité de la línea de mi mujer, y comencé a pajearme fuerte, desesperado, no por placer, ni por descarga, sino para darle impulso a ese lechazo que ya me explotaba. Devolverle el impulso que la muy turra de Josefina me había querido quitar con su maniobra.
Me sacudí la pija con una fuerza y violencia desmedida, casi con brutalidad, con mi mente en el culazo de ella, y en su conchita abovedada que era mi premio. Mi  premio  y mi  castigo .
Y la leche me vino. Me explotó entre los dedos y la largué. Y vi saltar por el aire ese millón de microscópicos cornuditos insignificantes volar y volar hacia la pared. Subiendo. Arriba. Bien alto. Y más arriba. Y vi el lechazo ir hacia las marcas en la pared. Pablo. David. Pancho. Todos los machos que para cogerse a mi esposa no debían pasar por pruebas, que para hacerle el culo solo debían pedirlo, o ni eso, solo puertearla.
La leche fue hacia la pared y mi corazón dio un salto. Allí iba el lechazo y la primera marca quedó atrás. Y siguió subiendo. Y pasó la segunda y también la tercera. Pablo, David y Pancho. Todos esos cogedores estaban quedando detrás mío. ¿Quién era el macho ahora, eh?
Hasta que mi lechazo dio contra la pintura y se abrió como una flor en medio de la nada.
Se quedó allí un segundo, como esperando que lo miren, y luego se hizo gota y se precipitó recorriendo la pared hacia abajo.
Lo vi caer y mi corazón dio un salto, el gotón cayó lentamente y un segundo después pasó por sobre una raya azul, una de las más bajas, a cuyo lado estaba escrito el nombre de David.
—¡Lo pasé! —grité. Y el tercer y cuarto lechazos me reventaron en la mano y me ensuciaron todo, hasta el pantalón—. ¡Lo pasé! ¡Lo pasé! —volví a gritar, feliz como un niño, emocionado no solo porque esa noche me iban a dejar cogerme a mi mujer sino porque esta nueva marca decía que yo también era un hombre. Un HOMBRE con mayúsculas.
Josefina también parecía contenta. Al menos sonreía.
—¡Lo logré, lo logré! ¡Yo sabía que hoy iba a poder! ¡Yo sabía! ¡Yo sabía!
Miré a mi mujer, que seguía sonriendo, pero esta vez vi mejor: su sonrisa no era de felicidad, era de sarcasmo.
—Mi amor, no sé cómo decirte esto, no quiero desilusionarte… —Pero se notaba que disfrutaba de desilusionarme —. Esa marca que acabás de hacer no es válida…
—¿Cómo que no es válida? ¡Lo pasé a David! Me eché un lechazo que…
Josefina estiró el centímetro y lo llevó desde el borde de la cama hasta la punta de mi pijita.
—Ya sabés, cornudito… el lechazo debe tomarse con el caballero sentado… 
Me miré y me vi de pie. Era cierto, con toda la emoción no me había dado cuenta de ese no tan pequeño detalle.
—A esa marquita tan simpática que hiciste hay que descontarle… —Josefina desplegó el centímetro y midió la distancia total, y le restó la distancia entre la cama y mi pijita—. Cincuenta y cinco centímetros…
—¡Pero mi amor, no! ¡Es que vos me estabas pajeando los huevos!
—Lo siento, Gordo, me encantaría que por fin hubieses llegado, pero reglas son reglas…
—¡No, Josefina, por favor no me hagas esto!
—Gor, sin las reglas ésta o cualquier pareja se desmoronaría… y yo no quiero eso para nosotros… 
—¡Josefina, no seas hija de puta!
Entonces sonó el timbre. Vi cómo el lechazo en la pared ya llegaba al sócalo y los tacos altos de mi mujer se movieron y comenzaron a andar, atentos y eléctricos.
—¡Ese debe ser David, mi amor! ¡Al fin un hombre de verdad!
—Josefina, por lo que más quieras…
Pero mi mujer ya salía del cuartito moviendo sus caderas, acomodándose las tetas y caminando bien bien puta, yendo a abrirle a su macho.
—Vamos a estar toda la noche en la habitación principal, cornudo, pero no te pongas mal… Vos seguí practicando acá que seguramente un día de estos…
Su voz se perdió llegando al living, y yo me quedé en el cuartito, solo, con mi pijita secándose y el gotón de la pared que ya tocaba el piso. 
Más abajo no iba a poder ir.

4 comentarios - La marca en la pared

pulporubio
Espectacular! Como no clavarse una paja con este relato ? Lastima. Solo puedo dejarte 10 puntos