Todo comenzó una tarde común, en la que salí a comprar algunas cosas para mi casa. Durante el trayecto, pasé frente a una sex shop. Aunque siempre me había dado curiosidad entrar, la vergüenza y el miedo al "qué dirán" me detenían. Sin embargo, ese día fue diferente. Algo en mi interior me decía que era el momento.
Ya montado en mi moto, frené de golpe y di la vuelta. Decidido y nervioso, entré al local tratando de aparentar tranquilidad, aunque mi corazón latía como loco. Al cruzar la puerta, me recibió un chico joven en el mostrador, que me lanzó una mirada curiosa, casi como si estuviera tratando de adivinar qué tipo de cliente era.
Recorrí las estanterías hasta que una canasta llamó mi atención: estaba llena de artículos en descuento, con dildos de todos tamaños y formas. Sus cajas estaban algo maltratadas o simplemente venían en bolsas de plástico. Me acerqué, sintiendo que mis mejillas ardían de la vergüenza, pero al mismo tiempo, una sensación de picardía y deseo me invadía. "Hoy voy a probar algo nuevo", pensé.
Empecé a rebuscar entre los juguetes. Había unos gigantes, de hasta 15 pulgadas, pero me intimidaban demasiado. Finalmente, escogí uno pequeño, discreto, que costaba unos 100 pesos, y otro un poco más grande, de alrededor de 160 pesos. Aunque en mi mente luchaba contra la idea de llevar más, la zorra dentro de mí no pudo resistir.
El chico del mostrador me observaba con interés, como si supiera exactamente lo que estaba pensando. Cuando me acerqué a pagar, me ofreció lubricantes. Nervioso, pedí uno vaginal, a pesar de que lo usaría para algo completamente distinto. Una vez que terminé la compra, salí de la tienda apresuradamente, con el corazón acelerado y una mezcla de vergüenza y emoción.
Esa noche no podía sacarme los dildos de la cabeza. La curiosidad me devoraba. Apenas vi que todos en casa se habían dormido, cerré mi puerta con seguro y saqué mis nuevos juguetes. El más pequeño sería el primero en explorar mi interior.
Usé un poco del lubricante que había comprado, aunque todavía no sabía bien cómo manejar la situación. Mis primeras experiencias habían sido tímidas, usando mis dedos o incluso un tubo de burbujas. Pero esto era diferente, algo mucho más intenso.
Al principio, dolió. Sentía cómo mi cuerpo se resistía, pero respiré profundo y traté de relajarme. Poco a poco, el juguete comenzó a deslizarse más fácil. Y entonces, algo cambió. La sensación se transformó en un placer tan intenso que me estremecí. Cada movimiento despertaba en mí un deseo incontrolable.
El momento culminante llegó rápido. Mi cuerpo se arqueó y me corrí tan fuerte que hasta mi rostro quedó salpicado. Pero no terminó ahí. El placer era tan adictivo que lo hice tres veces más esa misma noche. Había descubierto algo nuevo sobre mí, algo que me encantaba y que no pensaba dejar de explorar.
Desde entonces, cada vez que paso por esa sex shop, no puedo evitar sonreír. Ese día no solo compré dildos, sino también una llave a un nuevo mundo de placer.
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Ya montado en mi moto, frené de golpe y di la vuelta. Decidido y nervioso, entré al local tratando de aparentar tranquilidad, aunque mi corazón latía como loco. Al cruzar la puerta, me recibió un chico joven en el mostrador, que me lanzó una mirada curiosa, casi como si estuviera tratando de adivinar qué tipo de cliente era.
Recorrí las estanterías hasta que una canasta llamó mi atención: estaba llena de artículos en descuento, con dildos de todos tamaños y formas. Sus cajas estaban algo maltratadas o simplemente venían en bolsas de plástico. Me acerqué, sintiendo que mis mejillas ardían de la vergüenza, pero al mismo tiempo, una sensación de picardía y deseo me invadía. "Hoy voy a probar algo nuevo", pensé.
Empecé a rebuscar entre los juguetes. Había unos gigantes, de hasta 15 pulgadas, pero me intimidaban demasiado. Finalmente, escogí uno pequeño, discreto, que costaba unos 100 pesos, y otro un poco más grande, de alrededor de 160 pesos. Aunque en mi mente luchaba contra la idea de llevar más, la zorra dentro de mí no pudo resistir.
El chico del mostrador me observaba con interés, como si supiera exactamente lo que estaba pensando. Cuando me acerqué a pagar, me ofreció lubricantes. Nervioso, pedí uno vaginal, a pesar de que lo usaría para algo completamente distinto. Una vez que terminé la compra, salí de la tienda apresuradamente, con el corazón acelerado y una mezcla de vergüenza y emoción.
Esa noche no podía sacarme los dildos de la cabeza. La curiosidad me devoraba. Apenas vi que todos en casa se habían dormido, cerré mi puerta con seguro y saqué mis nuevos juguetes. El más pequeño sería el primero en explorar mi interior.
Usé un poco del lubricante que había comprado, aunque todavía no sabía bien cómo manejar la situación. Mis primeras experiencias habían sido tímidas, usando mis dedos o incluso un tubo de burbujas. Pero esto era diferente, algo mucho más intenso.
Al principio, dolió. Sentía cómo mi cuerpo se resistía, pero respiré profundo y traté de relajarme. Poco a poco, el juguete comenzó a deslizarse más fácil. Y entonces, algo cambió. La sensación se transformó en un placer tan intenso que me estremecí. Cada movimiento despertaba en mí un deseo incontrolable.
El momento culminante llegó rápido. Mi cuerpo se arqueó y me corrí tan fuerte que hasta mi rostro quedó salpicado. Pero no terminó ahí. El placer era tan adictivo que lo hice tres veces más esa misma noche. Había descubierto algo nuevo sobre mí, algo que me encantaba y que no pensaba dejar de explorar.
Desde entonces, cada vez que paso por esa sex shop, no puedo evitar sonreír. Ese día no solo compré dildos, sino también una llave a un nuevo mundo de placer.
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0 comentarios - Mi primera vez explorando con un consolador