La miré a los ojos y ella, en silencio, me volvió la espalda.
Eso me molestó un poco, hasta que noté un leve balanceo de sus caderas.
Quería que yo mirara otra cosa aún mejor que sus hermosos ojos.
Supe que me estaba mostrando su arma secreta, esa que nadie podía ver, enfundada en ese ajustado vestido de seda.
Mis manos se estiraron para acariciar ese tesoro oculto.
Era algo muy firme, muy terso y muy maleable.
Suspiré junto a su oído, le di un beso en la nuca y susurré: “puta”…
Ella sonrió y se dejó hacer, mientras mis manos ahora subían y bajaban.
La empujé contra la pared y ella apoyó sus manos allí. Seguía en silencio.
Arrollé mi falda en mi cintura y me calcé esas correas de cuero.
Le dije que probaríamos un juguete nuevo y que le iba a encantar.
Por fin habló, para preguntar si le dolería así, sin lubricante.
Le retruqué que a las putas nunca les duele y sonrió conforme.
Empujé mis caderas hacia adelante y disfruté de ver cómo ella abría sus sensuales labios en un rictus de dolor; ningún sonido salió de su boca.
Otra vez la había engañado, pensé, mientras comenzaba a empujar con más vigor. Ya no me importaba que le doliera; alguna vez aprendería…
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