El crujido de las hojas secas bajo mis zapatos de tacón resonaba en la quietud de la tarde. El vestido negro, un regalo de mi abuela, se movía con gracia a cada paso. Era un poco anticuado, sí, pero me sentía cómoda en él. Era el 31 de octubre, la fecha en la que la congregación se reunía para hablar sobre Halloween. Sabía que mi marido no podría acompañarme, ya que tuvo que trabajar.
Al llegar al salón del Reino de los testigos de Jehová, la sonrisa cálida del anciano me recibió. Siempre había habido una conexión muy especial entre nosotros, una amistad profunda que a veces se sentía un poco más... Mucho más.
La asamblea transcurrió como siempre, con la explicación detallada de por qué, como Testigos de Jehová, no celebramos Halloween. El anciano, con su voz grave y cálida, transmitía las enseñanzas con una pasión que me conmovía.
Al final, mientras salíamos juntos, el anciano me propuso acompañarme a casa. -"No me gusta que camines sola", dijo con una sonrisa pícara. Me tomo de la cintura y camino junto a mi.
En vez de tomar el camino a mi casa, caminamos hacia un hotel modesto, uno de esos que huelen a cigarrillo y detergente barato, un lugar que nunca antes habíamos visitado. -"Tengo una sorpresa para ti", me dijo con un brillo en los ojos.
En la habitación, el anciano sacó de su mochila un paquete. -"Es un disfraz de colegiala japonesa", explicó con una sonrisa perversa. Dudé un momento, pero la idea de romper con la rutina, de vivir un poco de la magia de Halloween, me atrajo.
Me puse el disfraz, sintiendo una mezcla de nervios y excitación. El me ayudó a peinarme con dos colas y me sugirió ponerme labial rojo y delinear mis ojos.
La tarde se convirtió en una danza de caricias, besos y susurros. Nunca antes me había penetrado tan fuerte y de forma tan salvaje, me dijo malas palabras, me dio nalgadas y me abofeteó con su pene. Me propuso inmortalizar nuestro encuentro y me tomo muchas fotos con su celular haciendo poses sexys y algunas vulgares en las que mostraba todo de mi. Me grabó chupando su pene y mientras me penetraba de forma desenfrenada en varias posiciones.
Al final con mis gemidos apagándose, el anciano me propuso salir a la calle. -"No te quites el disfraz", me pidió. Y así, con el disfraz de colegiala japonesa y sus fluidos escurriendo entre mis piernas, salimos a disfrutar del Halloween.
Caminar entre la multitud disfrazada, con el anciano a mi lado, era una experiencia surreal. Las risas de los niños, los disfraces extravagantes, la música estridente, todo me envolvía en un torbellino de colores y emociones.
Sentí un poco de incomodidad al principio, una sensación extraña al ver las miradas curiosas de la gente. Mi falda tan corta, la camisa blanca que dejaba ver mi ombligo, las medias blancas y la corbata azul me hacían sentir vulnerable, expuesta. Mi mente y cuerpo, acostumbrados a la sobriedad de mi vida cotidiana, luchaban por aceptar la situación.
-"No te preocupes, nadie te va a reconocer", me susurró el anciano al oído mientras acariciaba mis nalgas, su aliento cálido rozando mi mejilla me erizaba la piel. Pero sus palabras no lograron disipar mi inquietud.
Las miradas de los demás, algunas divertidas, otras lascivas, me hacían sentir como un objeto, un juguete en manos de la multitud. Mi corazón latía con fuerza, mis manos sudaban. "¿Qué está pasando?", me preguntaba a mí misma.
"No puedo creer que esté haciendo esto", pensé, "no me bastaba con ser infiel... Ahora estoy traicionando mis principios y mi fe". Pero la voz del anciano, su mirada cálida, me hacían olvidar mis dudas.
Me aferré a la mano del anciano, buscando su apoyo, su protección. Su presencia me daba un poco de seguridad, pero no era suficiente para disipar la sensación de desasosiego que me invadía.
Pero poco a poco, la música me contagió, las luces me hipnotizaron, y la alegría de la gente me envolvió.
Era como si estuviera en una película, viviendo una aventura que jamás hubiera imaginado.
El Halloween, una fecha que siempre había sido ajena a mi vida, se había convertido en un recuerdo mágico, un momento de complicidad y pasión compartida con el anciano. Después regresamos al hotel, me vesti nuevamente con mi ropa anticuada y fui a casa con mi marido.
Al llegar al salón del Reino de los testigos de Jehová, la sonrisa cálida del anciano me recibió. Siempre había habido una conexión muy especial entre nosotros, una amistad profunda que a veces se sentía un poco más... Mucho más.
La asamblea transcurrió como siempre, con la explicación detallada de por qué, como Testigos de Jehová, no celebramos Halloween. El anciano, con su voz grave y cálida, transmitía las enseñanzas con una pasión que me conmovía.
Al final, mientras salíamos juntos, el anciano me propuso acompañarme a casa. -"No me gusta que camines sola", dijo con una sonrisa pícara. Me tomo de la cintura y camino junto a mi.
En vez de tomar el camino a mi casa, caminamos hacia un hotel modesto, uno de esos que huelen a cigarrillo y detergente barato, un lugar que nunca antes habíamos visitado. -"Tengo una sorpresa para ti", me dijo con un brillo en los ojos.
En la habitación, el anciano sacó de su mochila un paquete. -"Es un disfraz de colegiala japonesa", explicó con una sonrisa perversa. Dudé un momento, pero la idea de romper con la rutina, de vivir un poco de la magia de Halloween, me atrajo.
Me puse el disfraz, sintiendo una mezcla de nervios y excitación. El me ayudó a peinarme con dos colas y me sugirió ponerme labial rojo y delinear mis ojos.
La tarde se convirtió en una danza de caricias, besos y susurros. Nunca antes me había penetrado tan fuerte y de forma tan salvaje, me dijo malas palabras, me dio nalgadas y me abofeteó con su pene. Me propuso inmortalizar nuestro encuentro y me tomo muchas fotos con su celular haciendo poses sexys y algunas vulgares en las que mostraba todo de mi. Me grabó chupando su pene y mientras me penetraba de forma desenfrenada en varias posiciones.
Al final con mis gemidos apagándose, el anciano me propuso salir a la calle. -"No te quites el disfraz", me pidió. Y así, con el disfraz de colegiala japonesa y sus fluidos escurriendo entre mis piernas, salimos a disfrutar del Halloween.
Caminar entre la multitud disfrazada, con el anciano a mi lado, era una experiencia surreal. Las risas de los niños, los disfraces extravagantes, la música estridente, todo me envolvía en un torbellino de colores y emociones.
Sentí un poco de incomodidad al principio, una sensación extraña al ver las miradas curiosas de la gente. Mi falda tan corta, la camisa blanca que dejaba ver mi ombligo, las medias blancas y la corbata azul me hacían sentir vulnerable, expuesta. Mi mente y cuerpo, acostumbrados a la sobriedad de mi vida cotidiana, luchaban por aceptar la situación.
-"No te preocupes, nadie te va a reconocer", me susurró el anciano al oído mientras acariciaba mis nalgas, su aliento cálido rozando mi mejilla me erizaba la piel. Pero sus palabras no lograron disipar mi inquietud.
Las miradas de los demás, algunas divertidas, otras lascivas, me hacían sentir como un objeto, un juguete en manos de la multitud. Mi corazón latía con fuerza, mis manos sudaban. "¿Qué está pasando?", me preguntaba a mí misma.
"No puedo creer que esté haciendo esto", pensé, "no me bastaba con ser infiel... Ahora estoy traicionando mis principios y mi fe". Pero la voz del anciano, su mirada cálida, me hacían olvidar mis dudas.
Me aferré a la mano del anciano, buscando su apoyo, su protección. Su presencia me daba un poco de seguridad, pero no era suficiente para disipar la sensación de desasosiego que me invadía.
Pero poco a poco, la música me contagió, las luces me hipnotizaron, y la alegría de la gente me envolvió.
Era como si estuviera en una película, viviendo una aventura que jamás hubiera imaginado.
El Halloween, una fecha que siempre había sido ajena a mi vida, se había convertido en un recuerdo mágico, un momento de complicidad y pasión compartida con el anciano. Después regresamos al hotel, me vesti nuevamente con mi ropa anticuada y fui a casa con mi marido.
1 comentarios - 31 de octubre...