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El cuarto amarillo

La casa de la abuela siempre era un buen escenario para dejar volar la imaginación o quizás no le quedaba otra alternativa ya que pasaba muchas horas al cuidado de doña Catalina
Ella era una niña inquieta y sociable, ya entrando en la adolescencia.
Durante el verano la hora de la siesta era sagrada. quienes no dormían estaban obligados a encontrar la manera de entretenerse.
Amelia amaba vestirse con las polleras de Cata y usar sus labiales y mirar las novelas que ella miraba comiendo sandwich de pan lactal con salame y queso.
Y así andaba por la casa, de polleras largas, labios pintados y muchas veces con los sentidos un poco alterados, quizás por tantas horas expuesta a la novela de la tarde.
Se encerraba en el baño y sin entender mucho ni cuestionar tampoco el tema, encontraba muy atractivo tocarse, levantar su remera, mirarse sus tetas hinchadas.
El baño era blanco y amarillo, la luz era blanca, la cortina amarilla y blanca. Cata solía comprar jabones que no salgan de esos tonos, a veces amarillos, a veces rosa pastel, otras verde.
Siempre había olor a jabón en el lugar.
Amalia pasaba largos ratos en el baño, hacía pis y tocaba ese pis al caer y con los dedos mojados, se tocaba los pezones, le daba miedo que alguien entre y la vea. Pero ese miedo le resultaba placentero. Se sentaba sobre el bidet como montando un caballo, pero sobre el filo del costado, para sentir ese frío en su vagina virgen, hinchada y meada. Sentía la necesidad de apretar o rasgar con algo sus pezones y miraba a un lado y otro del lugar buscando con que…un piene, la jabonera, la esponja vegetal…probaba con cada cosa, sus pezones estaba ya colorados, hinchados y algo húmedos aún, ella seguía sintiendo ese placer que la llevaba a seguir investigando.
Una vez se le ocurrió agacharse frente al inodoro con sus piernas abiertas para apoyar la vagina sobre el piso frío. Levantó la primera tapa (que era más liviana) y con la tapa del asiento apretó un pezón haciendo presión contra el frío del material del artefacto. Tuvo miedo de lastimarse, por un segundo pensó en que haría si eso pasara, pero no paso, y ese dolor le resultaba súper placentero, sintió deseos de hacer nuevamente pis, pero solo fue un pequeño chorrito que sirvió para volver a mojar ese pezón tan maltratado y hacerle sentir un poco de alivio.
Se limpio, acomodo todo y salió aliviada, alerta, algo avergonzada. Movió la pollera con vuelo, paso por la cocina por la otra mitad triangular del sándwich y volvió al sillón para el final de la novela de las 15 hs, esa de las mujeres presas que vestían delantales grises

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