Conocí a Luis en un chat. Yo empezaba a entrar con culpa, sí, pero agobiada por un matrimonio que me encerraba, un marido para el que yo le era indiferente, y donde la comunicación más habitual eran las discusiones y los reproches.
Advertí en Luis alguien distinto, en su modo de tratarme supo atraerme al principio con una supuesta intención inocente de amistad, y la misma necesidad de abrirnos una ventana en la rutina. Pero en secreto, claro.
Chateamos mucho, cruzamos mails, y de a poco el trato cariñoso se hizo constante y necesario. Llegó el día de conocernos finalmente. Una mañana entre semana, con la excusa de hacer unas compras, viajé y quedamos en un bar. Me agradó desde el principio. Ahí estaba él, con su saco oscuro, su camisa, la barbita candado que tenía en ese tiempo, y un gesto serio que cuando cambiaba a la sonrisa iluminaba.
Asumo que me gustó, sobre todo porque confirmó su dulce manera de tratarme. Salimos sin querer despegarnos, porque él tenía que volver a su trabajo. Pero como estábamos en la calle nada iba a pasar. Por eso será que acepté subir a su auto con la excusa de hacer unas cuadras más y charlar otro poquito. Apenas hicimos una cuadra, Luis frenó en una cortada y me besó sin avisarme. Un beso directo, labios sobre labios, que me sorprendió y me asustó, pero que no rechacé.
Mis remordimientos religiosos fueron superados después de lidiar en mi cabeza por el ardiente deseo de entregarme a Luis.
En el encuentro siguiente, luego de haber conversado mucho previamente, acepté ir a un motel.
Entrar por primera vez a aquella habitación fue inolvidable. Por fin pudimos besarnos apasionadamente y sin temor a ser vistos. Nuestras lenguas se entrelazaron, y nuestras manos nos recorrieron afiebradas.
Confirmé cuánto me gusta que me besen las tetas, porque Luis se dedicó hambriento a lamerlas, a apretarme, a mordisquear mis pezones y hundir su cara entre ellas. Tanta lujuria me hacía gemir, y dejé de pensar en mi marido y en la culpa de estar ese jueves a las dos de la tarde en un hotel con otro hombre que ahora me estaba devorando las tetas y me bajaba el pantalón.
Me dejé hacer, y grande fue mi sorpresa al ver lo que me iba haciendo Luis. Descubrí que era muy experimentado, y no podía dejar de compararlo con la desabrida forma de coger de mi marido.
Luis se puso a olerme la vagina como un toro alzado. Le decía cosas dulces, le hablaba y le hacía mimitos a mi concha como si fuera otra persona. Y cuando sentí su lengua abrirse paso entre mis labios y lo sentí buscarme el clítoris, me deshice de placer. Me sentí muy húmeda e involuntariamente abrí mis piernas para que pudiera chuparme toda, a su antojo.
Nunca mi marido había osado hacerme eso, y yo ahora lo estaba descubriendo. Mi amante me hacía tocar el cielo. Creo que acabé dos veces mientras él no ahorraba lengüetazos por toda mi vagina, me exploraba adentro, me provocaba el botoncito y yo temblaba de placer.
Ahí estaba yo, esposa, madre, fiel religiosa, toda desnuda en la cama de un hotel, con un hombre también desnudo que no era mi marido.
Me encantó descubrir la desnudez de Luis, un cuerpo distinto, un pene que enseguida asomó erecto y duro. Llevármelo a la boca fue natural para mí. Y me encantó prodigarle esos mimos. Lo chupé largo rato, saboreé sus testículos, lamí y relamí su glande.
Luis me hizo dar vuelta y se dedicó a mi cola. Nunca había sentido besos tan íntimos, nunca una lengua me había hurgado el ano. Lo que Luis me hizo no tiene nombre. Me hizo delirar por lo atrevido de su amor, me dio unos chupones en el culo que me hicieron temer por que se me escapara un pedito y lo arruinara. Pero a él parecía no importarle nada.
Yo ya le rogaba que me cogiera, no soportaba más tanta lujuria y no ser saciada por su verga clavada en mí.
Por fin me puso en cuatro, me atrapó de las caderas, apoyó la punta de su verga en mi conchita y me la fue metiendo, despacito y sin pausa. Fue la gloria. La primera de tantas veces que me hizo suya, que lo hice mío, a escondidas durante casi tres años de amor clandestino y lujuria.
Advertí en Luis alguien distinto, en su modo de tratarme supo atraerme al principio con una supuesta intención inocente de amistad, y la misma necesidad de abrirnos una ventana en la rutina. Pero en secreto, claro.
Chateamos mucho, cruzamos mails, y de a poco el trato cariñoso se hizo constante y necesario. Llegó el día de conocernos finalmente. Una mañana entre semana, con la excusa de hacer unas compras, viajé y quedamos en un bar. Me agradó desde el principio. Ahí estaba él, con su saco oscuro, su camisa, la barbita candado que tenía en ese tiempo, y un gesto serio que cuando cambiaba a la sonrisa iluminaba.
Asumo que me gustó, sobre todo porque confirmó su dulce manera de tratarme. Salimos sin querer despegarnos, porque él tenía que volver a su trabajo. Pero como estábamos en la calle nada iba a pasar. Por eso será que acepté subir a su auto con la excusa de hacer unas cuadras más y charlar otro poquito. Apenas hicimos una cuadra, Luis frenó en una cortada y me besó sin avisarme. Un beso directo, labios sobre labios, que me sorprendió y me asustó, pero que no rechacé.
Mis remordimientos religiosos fueron superados después de lidiar en mi cabeza por el ardiente deseo de entregarme a Luis.
En el encuentro siguiente, luego de haber conversado mucho previamente, acepté ir a un motel.
Entrar por primera vez a aquella habitación fue inolvidable. Por fin pudimos besarnos apasionadamente y sin temor a ser vistos. Nuestras lenguas se entrelazaron, y nuestras manos nos recorrieron afiebradas.
Confirmé cuánto me gusta que me besen las tetas, porque Luis se dedicó hambriento a lamerlas, a apretarme, a mordisquear mis pezones y hundir su cara entre ellas. Tanta lujuria me hacía gemir, y dejé de pensar en mi marido y en la culpa de estar ese jueves a las dos de la tarde en un hotel con otro hombre que ahora me estaba devorando las tetas y me bajaba el pantalón.
Me dejé hacer, y grande fue mi sorpresa al ver lo que me iba haciendo Luis. Descubrí que era muy experimentado, y no podía dejar de compararlo con la desabrida forma de coger de mi marido.
Luis se puso a olerme la vagina como un toro alzado. Le decía cosas dulces, le hablaba y le hacía mimitos a mi concha como si fuera otra persona. Y cuando sentí su lengua abrirse paso entre mis labios y lo sentí buscarme el clítoris, me deshice de placer. Me sentí muy húmeda e involuntariamente abrí mis piernas para que pudiera chuparme toda, a su antojo.
Nunca mi marido había osado hacerme eso, y yo ahora lo estaba descubriendo. Mi amante me hacía tocar el cielo. Creo que acabé dos veces mientras él no ahorraba lengüetazos por toda mi vagina, me exploraba adentro, me provocaba el botoncito y yo temblaba de placer.
Ahí estaba yo, esposa, madre, fiel religiosa, toda desnuda en la cama de un hotel, con un hombre también desnudo que no era mi marido.
Me encantó descubrir la desnudez de Luis, un cuerpo distinto, un pene que enseguida asomó erecto y duro. Llevármelo a la boca fue natural para mí. Y me encantó prodigarle esos mimos. Lo chupé largo rato, saboreé sus testículos, lamí y relamí su glande.
Luis me hizo dar vuelta y se dedicó a mi cola. Nunca había sentido besos tan íntimos, nunca una lengua me había hurgado el ano. Lo que Luis me hizo no tiene nombre. Me hizo delirar por lo atrevido de su amor, me dio unos chupones en el culo que me hicieron temer por que se me escapara un pedito y lo arruinara. Pero a él parecía no importarle nada.
Yo ya le rogaba que me cogiera, no soportaba más tanta lujuria y no ser saciada por su verga clavada en mí.
Por fin me puso en cuatro, me atrapó de las caderas, apoyó la punta de su verga en mi conchita y me la fue metiendo, despacito y sin pausa. Fue la gloria. La primera de tantas veces que me hizo suya, que lo hice mío, a escondidas durante casi tres años de amor clandestino y lujuria.
1 comentarios - Mi amante, mi descubridor
van 10