Aclaración: cuando publiqué por primera vez esta historia se generó bastante revuelo. Es polémica, lo sé. Si sos sensible a temas de moral tal vez te afecte. Al margen de cómo se dan las cosas que te voy a contar, no se puede negar que la conclusión es satisfactoriamente excitante. ¿Te animas a leerla? Descargame tu opinión después.
Sobre ciertas situaciones que suceden en la vida es difícil opinar o tomar posición. Yo les voy a contar lo que pasó y ustedes saquen sus propias conclusiones. Son libres de dejarme su visión en los comentarios.
El barrio donde vivo es un barrio típico del buenos aires que se aleja un poco del concurrido centro de la ciudad (no quiero dar mucha presición, entenderán por qué). La zona está más bien compuesta por casas que no superan las dos plantas, algunos edificios de no más de 4 pisos y muchas propiedades que se ubican entrando por un pasillo, más o menos largo, que alberga 3, 4 o, a veces, más departamentos consecutivos.
En un departamento de estas características (el segundo entrando desde la calle) vivo, cómodamente, hace varios años, con mi hermosa mujer y mis hijos. Uno pequeño y dos en edad escolar.
Digo 'mi hermosa mujer' porque así lo siento, a pesar de los años que llevamos juntos. Mujer fuerte, directa. Maneja su vida y sus cosas con determinación. Nunca duda. Siempre tiene una respuesta precisa para cada cosa. Jamás se equivoca. Es realmente admirable.
Los años no hicieron más que mejorarla. Su atractivo está intacto. Al día de hoy, su elegante andar representa para los más burdos caminantes, la oportunidad de regodearse, tanto al verla venir como al verla irse. Y, a pesar de los tiempos de cambio que vivimos, siempre se topa con algún improvisado poeta callejero que define con palabras más o menos soeces lo que el físico de mi mujer despierta en él.
Disculpen ustedes si no la describo con mayor detalles. Considero a mi esposa como algo sagrado, no de mi pertenencia, pero sí de mi privacidad. Además no es sobre ella la historia.
Debo aclarar tambien, si es que aún no lo notaron, que soy una persona formada en valores que hoy en día muchos tachan de antiguos o anticuados.
Padre de familia, marido ejemplar, amigo incondicional, miembro honorable de la cooperadora de la escuela y de la dirigencia del club al que concurren mis hijos, etc. Son las actividades, y mi desempeño en ellas, lo que mejor me definen.
Además, por creencia, fe y gusto personal, asisto a la iglesia todos los domingos y días festivos. No solo como oyente, sino que eventualmente me ofrezco para dar una mano en lo que se precise. Con el tiempo, aunque no hice carrera religiosa, me volví un referente, un pilar de la congregación. Muchos me ven como una persona cuyo consejo es válido y alentador en situaciones complicadas de su vida.
Hasta acá hablé de mí. Ahora les comienzo a contar lo que sucedió. Como les dije, yo vivo en el segundo departamento del pasillo. En el tercero vive una señora grande, sola, que muy de vez en cuando recibe alguna visita familiar. El cuarto departamento, el último al fondo, se encuentran vacío hace mucho tiempo. Y adelante, en el primer departamento vive Hernán.
Bueno, no solamente Hernán. Vive también su mujer. O su novia, no sé bien cómo llamarla. Rocío es su nombre. No hace mucho que están juntos (pocos meses, diría) aunque ya conviven y son padres de una criatura de unos seis meses o poco más. Tal vez ese es el verdadero motivo de la convivencia tan apresurada.
Conozco a Hernán hace muchos años. Desde que me mudé a esta casa. Era el hijo de Zulma, la propietaria del departamento. Cuando lo conocí estaba casado pero, sorprendentemente para su corta edad, en proceso de separación. Por eso, al tiempo, se mudó adelante, con su madre, hasta que ella falleció (cosas de la vida) y él terminó siendo dueño de su propio espacio, donde poder disfrutar a pleno de su recuperada soltería.
Ví desfilar muchas chicas por ese departamento. Muchas y muy bien formadas. Realmente, Hernán, se había convertido en la envidia de todo aquel al que le gusta pasar su vida explorando las delicias de la compañía femenina, sin compromiso. Gastando vanamente sus días en poseer los cuerpos de aquellas mujeres de las más variadas y extravagantes formas. Devorando esos cuerpos, jóvenes y bellos, hasta el hartazgo y luego descartandolos para saciar su sed en otro cuerpo de igual o mayor voluptuosidad, o tal vez en busca de pieles menos experimentadas, o vaya uno a saber qué.
Muchas pasaron por ese departamento. Con algunas me tocó cruzarme en el pasillo alguna mañana al salir a trabajar. He visto sus caras y sus cuerpos y tengo que admitir que he sentido, en la mayoría de los casos, pena. Pena, de ver a estas chicas de tan hermosa figura y porte, derrochando el momento más valioso de su juventud. Entregadas, pareciera que con gusto, al destrato que mi vecino les proporcionaba. Pena, de ver en sus caras trasnochadas, luego de una noche plena de lujuria, la desazón de no tener un rumbo...
Muchas noches hemos escuchado con mi mujer, a través de las paredes, gritos y gemidos de los más variados, que desde la casa de adelante llegaban, más o menos fuerte, hasta nuestros oídos.
Esa, era una situación que a veces nos causaba gracia, a veces indignación y a veces (por qué no admitirlo, después de todo vivimos nuestra felicidad de pareja de la manera que corresponde) estímulo. Quiero decir, nos levantaba el candor necesario para disfrutar de nuestros cuerpos, con pasión. Pero siempre con respeto y responsabilidad, con afecto y contención mutua. Por supuesto, muy distinto , por lo que se escuchaba, a la manera en que, del otro lado de la pared, se desarrollaban las cosas.
Siempre certera, mi mujer, me comentaba al respecto, la tristeza que le generaba el sinsentido con el cuál el vecino llevaba su vida, la reprochable liberalidad de sus 'amiguitas' (la mayoría no duraba mucho tiempo y eran, en general, personas desagradables, desfachatadas). "Que bien le vendría a Hernán encontrar alguien con quién sentar cabeza...". Opiniones como éstas, llenas de sabiduría, eran comunes en mi mujer. No solo al respecto del vecino: al respecto de todo. Todo el día. Siempre admiré su elocuencia y su capacidad de expresar, a cada situación que se le presentara, su parecer tan lleno de bondad y precisión.
Claro que no todas las mujeres que pasaron por el departamento de mi vecino generaban rechazo o antipatía. Por ejemplo, con Rocío, la actual pareja, la cosa fue distinta desde el principio. Ella era distinta. No me refiero solamente a su condición física, que, como la mayoría de las 'amigas' de Hernán, genera una inmediata admiración visual. La belleza de ella no se limita únicamente a sus más que evidentes grandes y armoniosas curvas, sino también a su carácter, a su simpatía.
Rubia de cabellos largos y lacio, ojos cristalinos, sonrisa amplia y sincera. Aparentaba ser casi una niña, aún. Transmitía inocencia y paz.
Siempre recuerdo la primera vez que me la crucé. "Buen día, señor", me dijo. Yo me reí y le dije algo así como que me había agregado varios años gratuitamente. Entonces ví relucir sus blancos dientes enmarcados en esa boca rosa, brillante de rimel, y formar la sonrisa más hermosa que jamás haya visto. Recuerdo el impacto de la sorpresa y el magnetismo que me causó ver su mirada de grandes y claros ojos verdes. Recuerdo cómo los entrecerró un instante, al sonreír, y la desesperación que me golpeó el pecho por querer verlos abiertos nuevamente, mirándome.
No fue mucho más que eso nuestro encuentro pero al pensar en ella la recuerdo así, ataviada en ese vestido de tono intenso que se ajustaba a presión sobre el contorno de sus caderas, moldeando su cintura y apretando y realzando sus pechos, a la vez que, a la altura de sus muslos, la tela, más suelta, se liberaba al vaivén del viento, desnudando sus torneadas piernas, casi hasta su ropa interior. Esa imagen ocupo gran parte de mi mente ese día y los días siguientes.
Varias veces tuve el agrado de cruzármela en ese entonces. Y digo agrado porque, realmente, Rocío, es una persona dulce y afectiva. Bastante centrada y pura en su forma de pensar, lo que me generaba cierta extrañeza, al intentar imaginar cómo había llegado a estar en pareja con el irresponsable de mi vecino. En fin, Dios a veces se mueve de formas misteriosas.
En una de esas charlas que tuvimos la noté interesada en varias de las actividades que me tocan ejercer y tuvimos un intercambio de redes sociales. Por eso, puedo asegurarles que Rocío no es como otras mujeres que rondaron a mi vecino. En las fotos que publica en sus redes está la prueba. Sí, hay fotos de ella en mallas diminutas, de esas dónde muy poca piel queda cubierta, pero siempre se dan en alguna situación de veraneo. No como las otras que no dudan subir imagenes en ropa interior para que cualquiera las pueda ver. Tampoco tiene esas selfies sacando la lengua o tocandose con un dedo la boca o los dientes que tantas otras amiguitas de Hernán usan de imagen de perfil. Ella no. En su imagen de perfil brillan sus diafanos ojos y destaca su prístina sonrisa. Aunque use vestidos osados, es recatada. Se nota. Lo que no impide ver su belleza. Al contrario, la engrandece. La hace más linda aún.
Hay un tiempo para todo. Eso lo aprendí de chico y lo comprobé con el paso de los años. La obsesión con Rocío (aquella preciosa y pequeña muchacha que estaba en pareja con mi vecino Hernán. Aquella que, a pesar de la notoria diferencia de edad que nos distanciaba, se apoderó, absurdamente, de mis pensamientos), la detecté a tiempo, y deduje que era algo que no podía durar.
No para mí. Para una persona de mi posición. Con los pies fijos en la tierra y la vista, firme, en el cielo.
Mi mujer, mis hijos, mis actividades y compromisos con la sociedad, son la prioridad.
Pasados varios meses me enteré de su embarazo y de su mudanza al departamento de adelante. La sensación fue ambigua. Por un lado me alegraba de tenerla cerca (la considero una persona valiosa, con potencial), además que esta situación significaba una nueva vida para Hernán, una oportunidad donde podría, finalmente, madurar a la altura de una persona acorde con su edad. Por otro lado sentí cierta inexplicable desazón . Quizá era el intuir que las cosas podrían no salir tan perfectas como era mi sincero deseo para ambos...
En fin, el tiempo fue pasando y la pareja se veía bien. Ella, hermosa como siempre, llevaba su panza, cada vez más grande, con soltura y gracia. Era una delicia poder admirar esa joven piel, brillante y sedosa, aumentar de volumen, albergando el milagro de la vida en su interior.
Las situaciones empezaron poco después. Cuando el bebé ya había nacido. Primero fueron leves desacuerdos, en donde uno u otro, muy de vez en cuando, levantaba la voz. Todo parecía denotar que algo no andaba bien ahí.
Los excitantes gritos que solíamos escuchar a través de esas paredes fueron suplantados por fuertes discusiones, a veces cargadas de insultos, que no siempre dejaban en claro quién tenía razón. El ritmo y el volumen de aquellos planteos crecían a la par del bebé.
A veces, tras un par de días de paz, volvían a la carga con más ímpetu. Esta situación nos tenía mal a mi mujer y a mí. Pero ¿que se puede hacer en situaciones así? Si bien eran nuestros vecinos, no eran nuestros amigos. Tampoco podíamos ir, de repente, a decirles que estábamos al tanto de todo lo que se decían entre ellos porque era, un poco, invadir su privacidad. No nos quedaba otra opción más que rezar y desear que la situación se remediara de la mejor manera posible.
Pero eso, a mí, no me dejaba dormir tranquilo. Tarde en la madrugada escuchaba los reproches que mi vecino le hacía a su pareja casi a diario. Recuerdo esa oportunidad donde el enojo era porque, aparentemente, ella no uso corpiño por debajo de la ropa esa tarde, y él, que había recibido unos amigos de visita, la acusaba de haber andado demasiado libremente por la casa, dejando entrever sus pezones, que se transparentaban por debajo de la ropa puesta, a la vista de cualquiera. La trataba de fácil, de calientapijas, de querer levantarse a sus amigos. Ella lloraba y se defendía "¿Que querés que haga? Si estoy amamantando..."
No podría tomar posición en esa discusión. Realmente, imaginar esos pechos, grandes de por sí, aumentados en su tamaño por estar generando leche, con unos pezones, también crecidos y formados por la situación, marcando a presión una tela ínfima que no puede ocultarlos (quizá hasta humedeciéndola), es algo que a cualquier hombre sin autoestima puede excitar. Imagino la desazón de mi vecino, pero entiendo también que a la hora de amamantar, estar con los pechos listos y dispuestos es algo necesario. En fin, no podría tomar una posición...
Discusiones de ese tono hubo muchas. Él siempre le reprochaba algo a ella y le insinuaba que en realidad era una puta. A mí me dolía escucharlo hablandole así. Ella siempre lloraba. A mi entender él no sabía llevar adelante el papel que le había tocado jugar y extrañaba la vida fácil de poder estar con quién quisiera, cuando quisiera. De alguna manera la culpaba a ella por haber quedado embarazada imprevistamente y haber forzado está convivencia tan inesperada... Eso era, lo que en realidad, le había cambiado la vida. Seguramente se sintiera invadido en su propia casa.
La verdad era que yo no tenía motivos tampoco para descreer de sus desplantes. ¿Qué sabía de Rocío realmente? ¿Y si era cierto que buscaba un tonto para quedar embarazada y conseguir un lugar en qué vivir? ¿Por qué no se iba?¿Por qué se aguantaba ese maltrato?
De todas maneras, al escucharla llorar cada noche, se me partía el corazón.
Las cosas que me pasaban por la mente eran muchas... Pero todo se amoldó un sábado por la noche cuando los escuché discutir nuevamente.
Como siempre, alguna situación que se había generado en la cena, con amigos de él invitados a cenar, lo motivaban a tratarla a ella de trola y de tener ganas de pija.
Cuando, por primera vez, la oí defenderse a ella, agudicé el oído para escucharla bien.
- Claro que tengo ganas de pija. - decía sacada- ¡Si vos hace meses que no me cojés! Me muero de ganas de pija... Pero no voy a andar buscando en otro lado. Mucho menos a tus amigos. No sé cómo haces vos, te estarás cogiendo a alguna por ahí, pero yo no. Me paso el día entero atendiendo al bebé, de noche casi ni duermo... Y a pesar del cansancio... ¡Mira! ¿No ves...? ¿No ves la tanga que me puse hoy, después de 8 meses? ¡Me la puse para vos! ¡Para cojer con vos! ¡Mirame! ¡Mirame la concha que estoy caliente! Claro que quiero cojer. Pero vos preferís hacerte el boludo y acusarme de que me quiero levantar a tus amigos para no tener que cogerme...
A ese descargo siguió un silencio total. A mi lado, mi mujer dormía sin enterarse de nada. Ya me la imaginaba comentándome lo fácil y liberal que había resultado, también, la vecinita, de haber escuchado lo que dijo.
En seguida, ya que no obtuvo respuesta, se la escuchó a ella decir:
- Sos un hijo de puta. No siquiera podes mirarme. ¿Para qué me maté estos tres meses en el gimnasio para recuperar el cuerpo, eh? ¿Para qué? ¿Qué te pasa? ¿No te gusto más? Mirame las tetas. ¡Miralas, cagón! ¿Me vas a decir que no me las querés chupar? Mira que éstas no son solo para amamantar al bebé. Yo también necesito que me las coman con calentura, que me las chupen bien... Mirame la cola... ¿Qué pasa?¿Ya no me la querés meter? ¡Tengo 20 años! ¡La tengo re parada todavía! ¡Contestame!... Dejame por lo menos chuparte la pija. Déjame, dale...
Se escuchaba un forcejeo y la voz de él diciéndole: "¡Pará! ¡Estás loca! ¡No quiero!¡Cortala!" Y cosas así.
Como cada noche, después de un instante de silencio, se escuchó el llanto de Rocío.
Ahí fue que me decidí a aconsejarlos, aunque no me lo hayan pedido. Los largos años de vida y experiencia que tuve, inculcados en la correción y la piedad, tenían que servir para algo.
Era domingo y nos estábamos preparando, como siempre, para ir a la iglesia en familia. Tenía puesto el traje y una de mis mejores camisas, estaba anudando mi corbata. Al salir lo encuentro a Hernán en la puerta de la calle, fumando. Solo bastó una mirada a mi mujer para que entendiera que iba a tomarme un tiempo para hablar con él. Ella partió, con los chicos y yo me quedé charlando con el vecino. Estaba sensible y no me costó sacarle el tema. Cuando la gente necesita hablar, un oído dispuesto basta para desahogarse...
Pronto supe de su sensación de asfixia, de la falta de ganas que tenía de seguir con esta vida que no había buscado. Y que de alguna manera entendía que las cosas se le estaba llendo de las manos. Me contó que con Rocío discutían por todo. Que ahora, por ejemplo, él había desistido de encontrarse con sus amigos a jugar a la pelota y comer un asado en una quinta, por ella. Para que no se lo echara en cara después.
Ahí lo frené. Lo noté angustiado. Le expliqué que las cosas de pareja son así. Difíciles. Que hay un tiempo para todo. Que si bien él ahora era padre, no por eso dejaba de ser amigo o de cumplir con cualquier otro rol en su vida. Que si la situación lo asfixiaba, lo mejor que podía hacer era tomar distancia, permitirse un tiempo tranquilo. Lo animé a ir con sus amigos. Le aseguré que después de haber pasado un día distendido iba a volver con una visión renovada. Con nuevos aires, para tomar desiciones. Cualesquiera que esas decisiones fueran. Que el tiempo de ser padre y pareja no le tenían que quitar su propio tiempo de ocio y amistad, bajo ninguna circunstancia.
Su cara fue aflojando a medida que la conversación avanzaba. Pronto entendí que me daba la razón. Asentía con la cabeza a cada frase mía.
Lo dejé solo para que lo meditara pero no me fuí lejos aún, por si necesitaba mi consejo. Decidí volver a mi casa y esperar un tiempo prudencial.
Una vez adentro me dirigí directamente a mi habitación para escuchar la charla, al otro lado de la pared, que mis palabras habían motivado, y rezar por ellos.
En medio de mis súplicas los escuché discutir. Ella realmente no quería que él se fuera, tenía el plan de sacar la cuna de la habitación para recuperar la intimidad en el lecho. Él le daba poca cabida a sus reclamos y terminó llendose de un portazo, diciendo: "a la noche la seguimos..."
Nuevamente los sollozos de mi vecina dominaron la escena. Mi corazón, astillado de pena, rogó por su bienestar y en el intento de hacer más fácil el transe, me dirigí con desición hasta la puerta del departamento de adelante.
Tras cerciorarme de que Hernán había partido efectivamente toqué el timbre.
Bella, como es, Rocío abrió la puerta y, a pesar del rostro compungido y los resabios de las lágrimas que había derramado, me sonrió con esa tierna sonrisa tan suya...
Estaba como recién levantada, vestida de entrecasa. Una remera muy gastada (que realmente transparentaba la forma de sus pechos) y un short cortito y de tela liviana, donde podía verse asomar, un poco, la tirita de una ropa interior bastante pequeña...
Tras la sonrisa, pude ver su cara de sorpresa o desconcierto al encontrarme al otro lado de la puerta.
Le pregunté por el bebé y me dijo que a esta hora de la mañana y tras pasar una noche de muy mal sueño, recién, lograba dormirlo, que esperaba, si la suerte la acompañaba, tener dos o tres horas libres.
Le pedí disculpas por molestarla y decidí ser franco y directo con mis intenciones. Le expliqué que estaba al tanto de las desavenencias de la pareja y que si no lo tomaba a mal, me gustaría poder hablar unas palabras con ella...
Le pregunté si no me invitaba algo para tomar mientras charlabamos y, antes de que ella reaccionara y se negara a mi ayuda, entré en la casa y me acomodé en su sofá.
Ella, sin entender bien lo que estaba pasando, me dijo que no tenía nada preparado...
- No te preocupes. Vení, sentate. Charlemos.
Rocío se sentó en el centro del sofá, la tenía a un metro de distancia.
- Vení, acercate. No me tengas miedo...
Ella obedecía automáticamente a lo que yo le pedía, parecía no tener voluntad. O estar muy confundida por la inesperada situación.
Le expliqué que había sido testigo inintencional de sus discusiones con Hernán. Ella se sonrojó al principio pero, al igual que con él, tras prestarle oído a sus problemas logré que se desahogara. La contuve sosteniéndole una mano entre las mías. Realmente estaba angustiada, pobre ángel, por las situaciones que Hernán le hacía vivir.
Le hable sobre lo importante en la pareja: el poder contenerse y ayudarse mutuamente, el poder complementarse, en cada necesidad de la vida, el uno al otro. Le dije que hay un tiempo para todo y que ser madre no debía quitarle su tiempo de ser mujer.
Pronto me confesó las cosas que le faltaban. Las que sentía que Hernán no complementaba. Me habló de la falta de ayuda con el bebé, de que él se la pasaba afuera de la casa y que cuando estaba, o venía con amigos o estaba de mal humor. Que no se sentía querida. Que ni siquiera se sentía apreciada en el tremendo esfuerzo que hacía día a día en la casa...
- ¿Y como mujer?- la interrumpí y le pregunté directamente, para no seguir demorandonos en quejas incongruentes.
Ella pareció no entender la pregunta.
- Digo. Como mujer. ¿Cómo estás? ¿Recuperaste tu intimidad como mujer después del bebé? No hablo de la madre, que debe ser lo que más acapara tu tiempo en estos dias. Hablo de vos. De Rocío mujer. De tu cuerpo... ¿Sabes? Es muy importante que recuperes tu autonomía física. Que la recuperes y que disfrutes...
Ella bajó la cabeza y en voz baja admitió: "de eso nada..."
- Pero...¿Cómo? ¿Acaso Hernán no te busca? Es función del hombre lograr que la mujer recupere esa parte de su vida.
- No. Hernán parece no estar interesado en eso... Al menos conmigo...
Con una mano acariciaba el forro del sofá. Sus rodillas juntas, casi pegadas, daban la sensación de dibujar la imagen de cómo habían estado en los últimos meses. Yo apreté más fuerte la mano que le sostenía. Ella me miró fijo. Yo también la miré.
- ¿Sabés? Hay un tiempo para todo en la vida. Tu tiempo de ser mujer y de disfrutar de tu cuerpo es un regalo de Dios. No podes desperdiciar eso, solo, porque un imbécil no sabe apreciar la belleza de tu ser o porque está confundido. Vos, tras todo el sacrificio que haces, te debes ese regalo...
A pesar de no sacarle la vista de los ojos, pronto noté dos cosas: sus pezones se endurecieron punzando la remera y sus rodillas, que estaban apretadas a presión, se distendieron.
- Soy un hombre grande. Maduro. Tengo mi experiencia en estos planos...- le decía mientras acercaba una mano a su mejilla y la acariciaba- Dejate llevar... Vas a ver cómo vas a recuperar tu estima después de esto...
Ella parecía confundida. Caliente, sí. Pero no segura como para dar el siguiente paso. Acaricié sus mejillas con ambas manos, bajé por la línea de su cuello, los hombros y terminé tomando sus pechos. Eran grandes, pesados. Los estrujé. Ella lanzó un grito, pero se la notaba inmóvil, insegura. Levanté su remera y admiré esos pechos preciosos, húmedos, brillantes y esos pezones grandes, en punta. Ella seguía estática.
Yo me levanté y le dije mientras me bajaba el cierre del pantalón: - Nena, ¿querias pija? ¡Acá tenés pija!
La saqué, ya dura, y se la acerqué a la cara, que había quedado a esa altura. Se la puse entre la boca y la nariz. Los huevos quedaron sobre su mentón. Se la apreté contra la cara. Ella no se movía, pero no abría la boca. "Olela" le dije y le llevé la punta de la pija a su naríz, metiendosela un poco en cada agujero. Mi pija, que desbordaba calentura, le mojó un poco la comisura de la boca.
"Mirame" le dije. Ella me miró.
"Abrí la boca y chupame la pija..."
Me daba un poco de bronca que se hiciera la recatada cuando yo sabía que lo que quería era eso. Pensé en mi mujer, que nunca había probado el sabor de mi pija y que ahora me estaría esperando en la iglesia cantando alabanzas. "Dale, nena. Que no tengo todo el día..." La forcé un poco pero logré metérsela en la boca.
Ella chupo, primero con tímidez, pero después resueltamente. Pronto me lamía todo el tronco, incluso los huevos se llevó a la boca.
"Te gusta ¿No? Putita. ¡Te encanta...! Aprovecha la pija. Aprovechala"
De las orejas la agarré y le enterré la pija hasta el fondo. Sentí el golpe que dió en su garganta y la arcada que le provoqué. Ver sus verdes ojos enrojecidos me ensegueció. Tres o cuatro veces más le enterré la pija entera hasta el fondo de la boca, cada vez lo hacía por más tiempo. Vi la baba acumulada en su mentón chorrear sobre sus pechos que liberaban leche, por momento, de a chorros.
"¿Te gusta mi pija, linda? ¿Te gusta...?" Le decía cuando sabía que no podía contestarme por la sensación de ahogo que le provocaba.
El short y la tanga se los saqué de un tirón, rasgando la tela. La muy puta tenía la concha abierta y mojada. "Sí que necesitabas pija..." Le dije y no pude evitar agacharme y hundir mi cara entre sus piernas. Sacudí mi cabeza hasta lograr hundir mi nariz en esa concha viscosa y deliciosa. Ella me dejaba hacer. Lamí sus jugos con una locura que no me conocía, mi mujer apenas acepta que le toque la zona.
Llevé mi lengua y mi nariz, penetrándola con ellas, hasta donde fuí capaz. Creo que la oí acabar más de una vez. Poco me importó, yo estaba absorto en lo que hacía. Cuando reaccioné, la escuché gritándome "cogeme, cogeme...por favor, méteme la pija..."
Me recosté sobre ella y la penetré así, sin protección. Sentí el ardor del canal interno de su vagina. Mientras la embestía y la escuchaba disfrutar, me detuve a besar sus pechos. Chorros de leche tibia me golpeaban la cara. Con fuerza apretaba esos senos queriendo vaciarlos en mi boca, nunca había logrado hacer eso con mi mujer.
Tras oírla acabar y sintiendo que la poronga ya no me respondía de la excitación, saqué la pija y asi, chorreando de flujo se la puse en la boca y le ordené que me sacara la leche a mí ahora. Ella no se demoró en chuparla está vez.
Verla así, linda como siempre, con esa cara tan inocente, y tan puta como me la imaginaba me sacó de quisio. Ella lamía la cabeza de mi pija con desesperación, cuando el primer chorro, uno bien espeso, cayó bajo su naríz. Pronto el segundo le surcó la mejilla. Ella reaccionó y se metió toda la pija en la boca. Tres o cuatro descargas más lancé directamente en el interior de su boca. Me miraba fijo, la hija de puta.
Con dos dedos junte la leche que le marcaba la cara y de la puse en la boca. Ella limpió mis dedos a fondo, regalandome esa sonrisa que tan bien conocía. "¿Esta rica?" Le pregunté con sincera curiosidad, era la primera mujer que probaba el gusto de mi semen. Ella asintió.
Me recosté sobre ella y la besé. Nos besamos. Fué como los primeros besos de mi vida, llenos de calentura y deseo.
Agitada todavía por la seguidilla de orgasmos ella me dijo: "Gracias. Me hacía falta esto."
En ese momento se dió el milagro, sin dudas una bendición en reconocimiento por la buena acción cometida: descubrí que a pesar de haber acabado recién, aún tenía la pija erecta y dura. Sin dudarlo, así acostados como estábamos la dí vuelta y empecé a buscar el agujero de su culo. Ese culo gordo y duro. Quiso frenarme pero no la dejé. Con un brazo la sostuve a ella, con la otra mano le apoyé la cabeza de la chota y apretaba, pero no pasaba nada. Ella me decía "No. No. Esperá..." Pero yo no le hacía caso.
Junte saliva en mi mano y le masajee el orto hasta lograrle meter la puntita de un dedo. La pija latiendo caliente, me ardía, me apuraba. Forcé un poco y llevé un dedo hasta el fondo. Ella gritó. Después me escupí la mano y la volví a lubricar. Cuando el dedo entró sin esfuerzo, le metí dos.
Me gustaba verla sufrí. Era, un poco, un escarmiento, una lección, por haber cedido tan fácilmente a las pasiones del cuerpo.
Los gritos que daba habían ya despertado al bebé. No quería demorarme más. Apenas logré meterle dos dedos, me llené la pija de saliva y se la metí por el culo. Costó. Bastante. Pero una vez que pasó la cabeza, el empujón hasta el fondo fue sencillo, al menos para mí.
Lo apretado que se sintió fue increíble. Creo que ni cuando desvirgué a mi mujer, hace tantos años atrás ya, había sentido esa presión apretándome el miembro.
Con fuerza la sostenía de ambos brazos. Claro que ella gritaba que le dolía o no se qué y no paraba de retorcerse, pero a mí poco me importaba. Es más creo que si esa sensación de presión sobre mi pija no me hizo acabar al instante de meterla fue por sus gritos. Me gustaba oírlos. Los conocía del otro lado de la pared. Me gustaba ser yo el que los generaba.
De todas maneras, fui cuidadoso. La movía despacio para no lastimarla, al principio. Al rato me di cuenta que las embestidas eran bestiales.
Cuando los gritos del bebé reclamando a su mamá en la otra habitación igualaron en volumen a los Rocío, decidí largarle la leche bien adentro del orto y dejarla ir a atenderlo. En definitiva hay que entender que hay un tiempo y lugar para cada cosa. La miré irse caminando lentamente, adolorida, chorreando la leche que, desde el culo le salía a borbotones y bajaba deslizándose por sus piernas. El cuerpo entero bañado en una mezcla del sudor de nuestros cuerpos y el alimento que había brotado de sus pechos, llendo a hacerse cargo de su rol de madre.
Ese domingo, si bien llegué tarde a la iglesia, tenía mucho que agradecer.
Al día de hoy. Aunque pasaron meses de aquella situación, los vecinos siguen juntos y aún los escuchamos discutir al otro lado de la pared. Claro que cuando la cosa se pone muy intensa me hago un hueco en mi agitada agenda y me acerco a aconsejar a mi vecina que siempre me recibe con esa sonrisa tan dulce. Todo sea por el bien de esa pareja...
Gracias por leer hasta el final.
Si llegaste y algo te generó esta historia, creo que vale un comentario de tu parte. Descárgate tranquilo acá abajo.
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Sobre ciertas situaciones que suceden en la vida es difícil opinar o tomar posición. Yo les voy a contar lo que pasó y ustedes saquen sus propias conclusiones. Son libres de dejarme su visión en los comentarios.
El barrio donde vivo es un barrio típico del buenos aires que se aleja un poco del concurrido centro de la ciudad (no quiero dar mucha presición, entenderán por qué). La zona está más bien compuesta por casas que no superan las dos plantas, algunos edificios de no más de 4 pisos y muchas propiedades que se ubican entrando por un pasillo, más o menos largo, que alberga 3, 4 o, a veces, más departamentos consecutivos.
En un departamento de estas características (el segundo entrando desde la calle) vivo, cómodamente, hace varios años, con mi hermosa mujer y mis hijos. Uno pequeño y dos en edad escolar.
Digo 'mi hermosa mujer' porque así lo siento, a pesar de los años que llevamos juntos. Mujer fuerte, directa. Maneja su vida y sus cosas con determinación. Nunca duda. Siempre tiene una respuesta precisa para cada cosa. Jamás se equivoca. Es realmente admirable.
Los años no hicieron más que mejorarla. Su atractivo está intacto. Al día de hoy, su elegante andar representa para los más burdos caminantes, la oportunidad de regodearse, tanto al verla venir como al verla irse. Y, a pesar de los tiempos de cambio que vivimos, siempre se topa con algún improvisado poeta callejero que define con palabras más o menos soeces lo que el físico de mi mujer despierta en él.
Disculpen ustedes si no la describo con mayor detalles. Considero a mi esposa como algo sagrado, no de mi pertenencia, pero sí de mi privacidad. Además no es sobre ella la historia.
Debo aclarar tambien, si es que aún no lo notaron, que soy una persona formada en valores que hoy en día muchos tachan de antiguos o anticuados.
Padre de familia, marido ejemplar, amigo incondicional, miembro honorable de la cooperadora de la escuela y de la dirigencia del club al que concurren mis hijos, etc. Son las actividades, y mi desempeño en ellas, lo que mejor me definen.
Además, por creencia, fe y gusto personal, asisto a la iglesia todos los domingos y días festivos. No solo como oyente, sino que eventualmente me ofrezco para dar una mano en lo que se precise. Con el tiempo, aunque no hice carrera religiosa, me volví un referente, un pilar de la congregación. Muchos me ven como una persona cuyo consejo es válido y alentador en situaciones complicadas de su vida.
Hasta acá hablé de mí. Ahora les comienzo a contar lo que sucedió. Como les dije, yo vivo en el segundo departamento del pasillo. En el tercero vive una señora grande, sola, que muy de vez en cuando recibe alguna visita familiar. El cuarto departamento, el último al fondo, se encuentran vacío hace mucho tiempo. Y adelante, en el primer departamento vive Hernán.
Bueno, no solamente Hernán. Vive también su mujer. O su novia, no sé bien cómo llamarla. Rocío es su nombre. No hace mucho que están juntos (pocos meses, diría) aunque ya conviven y son padres de una criatura de unos seis meses o poco más. Tal vez ese es el verdadero motivo de la convivencia tan apresurada.
Conozco a Hernán hace muchos años. Desde que me mudé a esta casa. Era el hijo de Zulma, la propietaria del departamento. Cuando lo conocí estaba casado pero, sorprendentemente para su corta edad, en proceso de separación. Por eso, al tiempo, se mudó adelante, con su madre, hasta que ella falleció (cosas de la vida) y él terminó siendo dueño de su propio espacio, donde poder disfrutar a pleno de su recuperada soltería.
Ví desfilar muchas chicas por ese departamento. Muchas y muy bien formadas. Realmente, Hernán, se había convertido en la envidia de todo aquel al que le gusta pasar su vida explorando las delicias de la compañía femenina, sin compromiso. Gastando vanamente sus días en poseer los cuerpos de aquellas mujeres de las más variadas y extravagantes formas. Devorando esos cuerpos, jóvenes y bellos, hasta el hartazgo y luego descartandolos para saciar su sed en otro cuerpo de igual o mayor voluptuosidad, o tal vez en busca de pieles menos experimentadas, o vaya uno a saber qué.
Muchas pasaron por ese departamento. Con algunas me tocó cruzarme en el pasillo alguna mañana al salir a trabajar. He visto sus caras y sus cuerpos y tengo que admitir que he sentido, en la mayoría de los casos, pena. Pena, de ver a estas chicas de tan hermosa figura y porte, derrochando el momento más valioso de su juventud. Entregadas, pareciera que con gusto, al destrato que mi vecino les proporcionaba. Pena, de ver en sus caras trasnochadas, luego de una noche plena de lujuria, la desazón de no tener un rumbo...
Muchas noches hemos escuchado con mi mujer, a través de las paredes, gritos y gemidos de los más variados, que desde la casa de adelante llegaban, más o menos fuerte, hasta nuestros oídos.
Esa, era una situación que a veces nos causaba gracia, a veces indignación y a veces (por qué no admitirlo, después de todo vivimos nuestra felicidad de pareja de la manera que corresponde) estímulo. Quiero decir, nos levantaba el candor necesario para disfrutar de nuestros cuerpos, con pasión. Pero siempre con respeto y responsabilidad, con afecto y contención mutua. Por supuesto, muy distinto , por lo que se escuchaba, a la manera en que, del otro lado de la pared, se desarrollaban las cosas.
Siempre certera, mi mujer, me comentaba al respecto, la tristeza que le generaba el sinsentido con el cuál el vecino llevaba su vida, la reprochable liberalidad de sus 'amiguitas' (la mayoría no duraba mucho tiempo y eran, en general, personas desagradables, desfachatadas). "Que bien le vendría a Hernán encontrar alguien con quién sentar cabeza...". Opiniones como éstas, llenas de sabiduría, eran comunes en mi mujer. No solo al respecto del vecino: al respecto de todo. Todo el día. Siempre admiré su elocuencia y su capacidad de expresar, a cada situación que se le presentara, su parecer tan lleno de bondad y precisión.
Claro que no todas las mujeres que pasaron por el departamento de mi vecino generaban rechazo o antipatía. Por ejemplo, con Rocío, la actual pareja, la cosa fue distinta desde el principio. Ella era distinta. No me refiero solamente a su condición física, que, como la mayoría de las 'amigas' de Hernán, genera una inmediata admiración visual. La belleza de ella no se limita únicamente a sus más que evidentes grandes y armoniosas curvas, sino también a su carácter, a su simpatía.
Rubia de cabellos largos y lacio, ojos cristalinos, sonrisa amplia y sincera. Aparentaba ser casi una niña, aún. Transmitía inocencia y paz.
Siempre recuerdo la primera vez que me la crucé. "Buen día, señor", me dijo. Yo me reí y le dije algo así como que me había agregado varios años gratuitamente. Entonces ví relucir sus blancos dientes enmarcados en esa boca rosa, brillante de rimel, y formar la sonrisa más hermosa que jamás haya visto. Recuerdo el impacto de la sorpresa y el magnetismo que me causó ver su mirada de grandes y claros ojos verdes. Recuerdo cómo los entrecerró un instante, al sonreír, y la desesperación que me golpeó el pecho por querer verlos abiertos nuevamente, mirándome.
No fue mucho más que eso nuestro encuentro pero al pensar en ella la recuerdo así, ataviada en ese vestido de tono intenso que se ajustaba a presión sobre el contorno de sus caderas, moldeando su cintura y apretando y realzando sus pechos, a la vez que, a la altura de sus muslos, la tela, más suelta, se liberaba al vaivén del viento, desnudando sus torneadas piernas, casi hasta su ropa interior. Esa imagen ocupo gran parte de mi mente ese día y los días siguientes.
Varias veces tuve el agrado de cruzármela en ese entonces. Y digo agrado porque, realmente, Rocío, es una persona dulce y afectiva. Bastante centrada y pura en su forma de pensar, lo que me generaba cierta extrañeza, al intentar imaginar cómo había llegado a estar en pareja con el irresponsable de mi vecino. En fin, Dios a veces se mueve de formas misteriosas.
En una de esas charlas que tuvimos la noté interesada en varias de las actividades que me tocan ejercer y tuvimos un intercambio de redes sociales. Por eso, puedo asegurarles que Rocío no es como otras mujeres que rondaron a mi vecino. En las fotos que publica en sus redes está la prueba. Sí, hay fotos de ella en mallas diminutas, de esas dónde muy poca piel queda cubierta, pero siempre se dan en alguna situación de veraneo. No como las otras que no dudan subir imagenes en ropa interior para que cualquiera las pueda ver. Tampoco tiene esas selfies sacando la lengua o tocandose con un dedo la boca o los dientes que tantas otras amiguitas de Hernán usan de imagen de perfil. Ella no. En su imagen de perfil brillan sus diafanos ojos y destaca su prístina sonrisa. Aunque use vestidos osados, es recatada. Se nota. Lo que no impide ver su belleza. Al contrario, la engrandece. La hace más linda aún.
Hay un tiempo para todo. Eso lo aprendí de chico y lo comprobé con el paso de los años. La obsesión con Rocío (aquella preciosa y pequeña muchacha que estaba en pareja con mi vecino Hernán. Aquella que, a pesar de la notoria diferencia de edad que nos distanciaba, se apoderó, absurdamente, de mis pensamientos), la detecté a tiempo, y deduje que era algo que no podía durar.
No para mí. Para una persona de mi posición. Con los pies fijos en la tierra y la vista, firme, en el cielo.
Mi mujer, mis hijos, mis actividades y compromisos con la sociedad, son la prioridad.
Pasados varios meses me enteré de su embarazo y de su mudanza al departamento de adelante. La sensación fue ambigua. Por un lado me alegraba de tenerla cerca (la considero una persona valiosa, con potencial), además que esta situación significaba una nueva vida para Hernán, una oportunidad donde podría, finalmente, madurar a la altura de una persona acorde con su edad. Por otro lado sentí cierta inexplicable desazón . Quizá era el intuir que las cosas podrían no salir tan perfectas como era mi sincero deseo para ambos...
En fin, el tiempo fue pasando y la pareja se veía bien. Ella, hermosa como siempre, llevaba su panza, cada vez más grande, con soltura y gracia. Era una delicia poder admirar esa joven piel, brillante y sedosa, aumentar de volumen, albergando el milagro de la vida en su interior.
Las situaciones empezaron poco después. Cuando el bebé ya había nacido. Primero fueron leves desacuerdos, en donde uno u otro, muy de vez en cuando, levantaba la voz. Todo parecía denotar que algo no andaba bien ahí.
Los excitantes gritos que solíamos escuchar a través de esas paredes fueron suplantados por fuertes discusiones, a veces cargadas de insultos, que no siempre dejaban en claro quién tenía razón. El ritmo y el volumen de aquellos planteos crecían a la par del bebé.
A veces, tras un par de días de paz, volvían a la carga con más ímpetu. Esta situación nos tenía mal a mi mujer y a mí. Pero ¿que se puede hacer en situaciones así? Si bien eran nuestros vecinos, no eran nuestros amigos. Tampoco podíamos ir, de repente, a decirles que estábamos al tanto de todo lo que se decían entre ellos porque era, un poco, invadir su privacidad. No nos quedaba otra opción más que rezar y desear que la situación se remediara de la mejor manera posible.
Pero eso, a mí, no me dejaba dormir tranquilo. Tarde en la madrugada escuchaba los reproches que mi vecino le hacía a su pareja casi a diario. Recuerdo esa oportunidad donde el enojo era porque, aparentemente, ella no uso corpiño por debajo de la ropa esa tarde, y él, que había recibido unos amigos de visita, la acusaba de haber andado demasiado libremente por la casa, dejando entrever sus pezones, que se transparentaban por debajo de la ropa puesta, a la vista de cualquiera. La trataba de fácil, de calientapijas, de querer levantarse a sus amigos. Ella lloraba y se defendía "¿Que querés que haga? Si estoy amamantando..."
No podría tomar posición en esa discusión. Realmente, imaginar esos pechos, grandes de por sí, aumentados en su tamaño por estar generando leche, con unos pezones, también crecidos y formados por la situación, marcando a presión una tela ínfima que no puede ocultarlos (quizá hasta humedeciéndola), es algo que a cualquier hombre sin autoestima puede excitar. Imagino la desazón de mi vecino, pero entiendo también que a la hora de amamantar, estar con los pechos listos y dispuestos es algo necesario. En fin, no podría tomar una posición...
Discusiones de ese tono hubo muchas. Él siempre le reprochaba algo a ella y le insinuaba que en realidad era una puta. A mí me dolía escucharlo hablandole así. Ella siempre lloraba. A mi entender él no sabía llevar adelante el papel que le había tocado jugar y extrañaba la vida fácil de poder estar con quién quisiera, cuando quisiera. De alguna manera la culpaba a ella por haber quedado embarazada imprevistamente y haber forzado está convivencia tan inesperada... Eso era, lo que en realidad, le había cambiado la vida. Seguramente se sintiera invadido en su propia casa.
La verdad era que yo no tenía motivos tampoco para descreer de sus desplantes. ¿Qué sabía de Rocío realmente? ¿Y si era cierto que buscaba un tonto para quedar embarazada y conseguir un lugar en qué vivir? ¿Por qué no se iba?¿Por qué se aguantaba ese maltrato?
De todas maneras, al escucharla llorar cada noche, se me partía el corazón.
Las cosas que me pasaban por la mente eran muchas... Pero todo se amoldó un sábado por la noche cuando los escuché discutir nuevamente.
Como siempre, alguna situación que se había generado en la cena, con amigos de él invitados a cenar, lo motivaban a tratarla a ella de trola y de tener ganas de pija.
Cuando, por primera vez, la oí defenderse a ella, agudicé el oído para escucharla bien.
- Claro que tengo ganas de pija. - decía sacada- ¡Si vos hace meses que no me cojés! Me muero de ganas de pija... Pero no voy a andar buscando en otro lado. Mucho menos a tus amigos. No sé cómo haces vos, te estarás cogiendo a alguna por ahí, pero yo no. Me paso el día entero atendiendo al bebé, de noche casi ni duermo... Y a pesar del cansancio... ¡Mira! ¿No ves...? ¿No ves la tanga que me puse hoy, después de 8 meses? ¡Me la puse para vos! ¡Para cojer con vos! ¡Mirame! ¡Mirame la concha que estoy caliente! Claro que quiero cojer. Pero vos preferís hacerte el boludo y acusarme de que me quiero levantar a tus amigos para no tener que cogerme...
A ese descargo siguió un silencio total. A mi lado, mi mujer dormía sin enterarse de nada. Ya me la imaginaba comentándome lo fácil y liberal que había resultado, también, la vecinita, de haber escuchado lo que dijo.
En seguida, ya que no obtuvo respuesta, se la escuchó a ella decir:
- Sos un hijo de puta. No siquiera podes mirarme. ¿Para qué me maté estos tres meses en el gimnasio para recuperar el cuerpo, eh? ¿Para qué? ¿Qué te pasa? ¿No te gusto más? Mirame las tetas. ¡Miralas, cagón! ¿Me vas a decir que no me las querés chupar? Mira que éstas no son solo para amamantar al bebé. Yo también necesito que me las coman con calentura, que me las chupen bien... Mirame la cola... ¿Qué pasa?¿Ya no me la querés meter? ¡Tengo 20 años! ¡La tengo re parada todavía! ¡Contestame!... Dejame por lo menos chuparte la pija. Déjame, dale...
Se escuchaba un forcejeo y la voz de él diciéndole: "¡Pará! ¡Estás loca! ¡No quiero!¡Cortala!" Y cosas así.
Como cada noche, después de un instante de silencio, se escuchó el llanto de Rocío.
Ahí fue que me decidí a aconsejarlos, aunque no me lo hayan pedido. Los largos años de vida y experiencia que tuve, inculcados en la correción y la piedad, tenían que servir para algo.
Era domingo y nos estábamos preparando, como siempre, para ir a la iglesia en familia. Tenía puesto el traje y una de mis mejores camisas, estaba anudando mi corbata. Al salir lo encuentro a Hernán en la puerta de la calle, fumando. Solo bastó una mirada a mi mujer para que entendiera que iba a tomarme un tiempo para hablar con él. Ella partió, con los chicos y yo me quedé charlando con el vecino. Estaba sensible y no me costó sacarle el tema. Cuando la gente necesita hablar, un oído dispuesto basta para desahogarse...
Pronto supe de su sensación de asfixia, de la falta de ganas que tenía de seguir con esta vida que no había buscado. Y que de alguna manera entendía que las cosas se le estaba llendo de las manos. Me contó que con Rocío discutían por todo. Que ahora, por ejemplo, él había desistido de encontrarse con sus amigos a jugar a la pelota y comer un asado en una quinta, por ella. Para que no se lo echara en cara después.
Ahí lo frené. Lo noté angustiado. Le expliqué que las cosas de pareja son así. Difíciles. Que hay un tiempo para todo. Que si bien él ahora era padre, no por eso dejaba de ser amigo o de cumplir con cualquier otro rol en su vida. Que si la situación lo asfixiaba, lo mejor que podía hacer era tomar distancia, permitirse un tiempo tranquilo. Lo animé a ir con sus amigos. Le aseguré que después de haber pasado un día distendido iba a volver con una visión renovada. Con nuevos aires, para tomar desiciones. Cualesquiera que esas decisiones fueran. Que el tiempo de ser padre y pareja no le tenían que quitar su propio tiempo de ocio y amistad, bajo ninguna circunstancia.
Su cara fue aflojando a medida que la conversación avanzaba. Pronto entendí que me daba la razón. Asentía con la cabeza a cada frase mía.
Lo dejé solo para que lo meditara pero no me fuí lejos aún, por si necesitaba mi consejo. Decidí volver a mi casa y esperar un tiempo prudencial.
Una vez adentro me dirigí directamente a mi habitación para escuchar la charla, al otro lado de la pared, que mis palabras habían motivado, y rezar por ellos.
En medio de mis súplicas los escuché discutir. Ella realmente no quería que él se fuera, tenía el plan de sacar la cuna de la habitación para recuperar la intimidad en el lecho. Él le daba poca cabida a sus reclamos y terminó llendose de un portazo, diciendo: "a la noche la seguimos..."
Nuevamente los sollozos de mi vecina dominaron la escena. Mi corazón, astillado de pena, rogó por su bienestar y en el intento de hacer más fácil el transe, me dirigí con desición hasta la puerta del departamento de adelante.
Tras cerciorarme de que Hernán había partido efectivamente toqué el timbre.
Bella, como es, Rocío abrió la puerta y, a pesar del rostro compungido y los resabios de las lágrimas que había derramado, me sonrió con esa tierna sonrisa tan suya...
Estaba como recién levantada, vestida de entrecasa. Una remera muy gastada (que realmente transparentaba la forma de sus pechos) y un short cortito y de tela liviana, donde podía verse asomar, un poco, la tirita de una ropa interior bastante pequeña...
Tras la sonrisa, pude ver su cara de sorpresa o desconcierto al encontrarme al otro lado de la puerta.
Le pregunté por el bebé y me dijo que a esta hora de la mañana y tras pasar una noche de muy mal sueño, recién, lograba dormirlo, que esperaba, si la suerte la acompañaba, tener dos o tres horas libres.
Le pedí disculpas por molestarla y decidí ser franco y directo con mis intenciones. Le expliqué que estaba al tanto de las desavenencias de la pareja y que si no lo tomaba a mal, me gustaría poder hablar unas palabras con ella...
Le pregunté si no me invitaba algo para tomar mientras charlabamos y, antes de que ella reaccionara y se negara a mi ayuda, entré en la casa y me acomodé en su sofá.
Ella, sin entender bien lo que estaba pasando, me dijo que no tenía nada preparado...
- No te preocupes. Vení, sentate. Charlemos.
Rocío se sentó en el centro del sofá, la tenía a un metro de distancia.
- Vení, acercate. No me tengas miedo...
Ella obedecía automáticamente a lo que yo le pedía, parecía no tener voluntad. O estar muy confundida por la inesperada situación.
Le expliqué que había sido testigo inintencional de sus discusiones con Hernán. Ella se sonrojó al principio pero, al igual que con él, tras prestarle oído a sus problemas logré que se desahogara. La contuve sosteniéndole una mano entre las mías. Realmente estaba angustiada, pobre ángel, por las situaciones que Hernán le hacía vivir.
Le hable sobre lo importante en la pareja: el poder contenerse y ayudarse mutuamente, el poder complementarse, en cada necesidad de la vida, el uno al otro. Le dije que hay un tiempo para todo y que ser madre no debía quitarle su tiempo de ser mujer.
Pronto me confesó las cosas que le faltaban. Las que sentía que Hernán no complementaba. Me habló de la falta de ayuda con el bebé, de que él se la pasaba afuera de la casa y que cuando estaba, o venía con amigos o estaba de mal humor. Que no se sentía querida. Que ni siquiera se sentía apreciada en el tremendo esfuerzo que hacía día a día en la casa...
- ¿Y como mujer?- la interrumpí y le pregunté directamente, para no seguir demorandonos en quejas incongruentes.
Ella pareció no entender la pregunta.
- Digo. Como mujer. ¿Cómo estás? ¿Recuperaste tu intimidad como mujer después del bebé? No hablo de la madre, que debe ser lo que más acapara tu tiempo en estos dias. Hablo de vos. De Rocío mujer. De tu cuerpo... ¿Sabes? Es muy importante que recuperes tu autonomía física. Que la recuperes y que disfrutes...
Ella bajó la cabeza y en voz baja admitió: "de eso nada..."
- Pero...¿Cómo? ¿Acaso Hernán no te busca? Es función del hombre lograr que la mujer recupere esa parte de su vida.
- No. Hernán parece no estar interesado en eso... Al menos conmigo...
Con una mano acariciaba el forro del sofá. Sus rodillas juntas, casi pegadas, daban la sensación de dibujar la imagen de cómo habían estado en los últimos meses. Yo apreté más fuerte la mano que le sostenía. Ella me miró fijo. Yo también la miré.
- ¿Sabés? Hay un tiempo para todo en la vida. Tu tiempo de ser mujer y de disfrutar de tu cuerpo es un regalo de Dios. No podes desperdiciar eso, solo, porque un imbécil no sabe apreciar la belleza de tu ser o porque está confundido. Vos, tras todo el sacrificio que haces, te debes ese regalo...
A pesar de no sacarle la vista de los ojos, pronto noté dos cosas: sus pezones se endurecieron punzando la remera y sus rodillas, que estaban apretadas a presión, se distendieron.
- Soy un hombre grande. Maduro. Tengo mi experiencia en estos planos...- le decía mientras acercaba una mano a su mejilla y la acariciaba- Dejate llevar... Vas a ver cómo vas a recuperar tu estima después de esto...
Ella parecía confundida. Caliente, sí. Pero no segura como para dar el siguiente paso. Acaricié sus mejillas con ambas manos, bajé por la línea de su cuello, los hombros y terminé tomando sus pechos. Eran grandes, pesados. Los estrujé. Ella lanzó un grito, pero se la notaba inmóvil, insegura. Levanté su remera y admiré esos pechos preciosos, húmedos, brillantes y esos pezones grandes, en punta. Ella seguía estática.
Yo me levanté y le dije mientras me bajaba el cierre del pantalón: - Nena, ¿querias pija? ¡Acá tenés pija!
La saqué, ya dura, y se la acerqué a la cara, que había quedado a esa altura. Se la puse entre la boca y la nariz. Los huevos quedaron sobre su mentón. Se la apreté contra la cara. Ella no se movía, pero no abría la boca. "Olela" le dije y le llevé la punta de la pija a su naríz, metiendosela un poco en cada agujero. Mi pija, que desbordaba calentura, le mojó un poco la comisura de la boca.
"Mirame" le dije. Ella me miró.
"Abrí la boca y chupame la pija..."
Me daba un poco de bronca que se hiciera la recatada cuando yo sabía que lo que quería era eso. Pensé en mi mujer, que nunca había probado el sabor de mi pija y que ahora me estaría esperando en la iglesia cantando alabanzas. "Dale, nena. Que no tengo todo el día..." La forcé un poco pero logré metérsela en la boca.
Ella chupo, primero con tímidez, pero después resueltamente. Pronto me lamía todo el tronco, incluso los huevos se llevó a la boca.
"Te gusta ¿No? Putita. ¡Te encanta...! Aprovecha la pija. Aprovechala"
De las orejas la agarré y le enterré la pija hasta el fondo. Sentí el golpe que dió en su garganta y la arcada que le provoqué. Ver sus verdes ojos enrojecidos me ensegueció. Tres o cuatro veces más le enterré la pija entera hasta el fondo de la boca, cada vez lo hacía por más tiempo. Vi la baba acumulada en su mentón chorrear sobre sus pechos que liberaban leche, por momento, de a chorros.
"¿Te gusta mi pija, linda? ¿Te gusta...?" Le decía cuando sabía que no podía contestarme por la sensación de ahogo que le provocaba.
El short y la tanga se los saqué de un tirón, rasgando la tela. La muy puta tenía la concha abierta y mojada. "Sí que necesitabas pija..." Le dije y no pude evitar agacharme y hundir mi cara entre sus piernas. Sacudí mi cabeza hasta lograr hundir mi nariz en esa concha viscosa y deliciosa. Ella me dejaba hacer. Lamí sus jugos con una locura que no me conocía, mi mujer apenas acepta que le toque la zona.
Llevé mi lengua y mi nariz, penetrándola con ellas, hasta donde fuí capaz. Creo que la oí acabar más de una vez. Poco me importó, yo estaba absorto en lo que hacía. Cuando reaccioné, la escuché gritándome "cogeme, cogeme...por favor, méteme la pija..."
Me recosté sobre ella y la penetré así, sin protección. Sentí el ardor del canal interno de su vagina. Mientras la embestía y la escuchaba disfrutar, me detuve a besar sus pechos. Chorros de leche tibia me golpeaban la cara. Con fuerza apretaba esos senos queriendo vaciarlos en mi boca, nunca había logrado hacer eso con mi mujer.
Tras oírla acabar y sintiendo que la poronga ya no me respondía de la excitación, saqué la pija y asi, chorreando de flujo se la puse en la boca y le ordené que me sacara la leche a mí ahora. Ella no se demoró en chuparla está vez.
Verla así, linda como siempre, con esa cara tan inocente, y tan puta como me la imaginaba me sacó de quisio. Ella lamía la cabeza de mi pija con desesperación, cuando el primer chorro, uno bien espeso, cayó bajo su naríz. Pronto el segundo le surcó la mejilla. Ella reaccionó y se metió toda la pija en la boca. Tres o cuatro descargas más lancé directamente en el interior de su boca. Me miraba fijo, la hija de puta.
Con dos dedos junte la leche que le marcaba la cara y de la puse en la boca. Ella limpió mis dedos a fondo, regalandome esa sonrisa que tan bien conocía. "¿Esta rica?" Le pregunté con sincera curiosidad, era la primera mujer que probaba el gusto de mi semen. Ella asintió.
Me recosté sobre ella y la besé. Nos besamos. Fué como los primeros besos de mi vida, llenos de calentura y deseo.
Agitada todavía por la seguidilla de orgasmos ella me dijo: "Gracias. Me hacía falta esto."
En ese momento se dió el milagro, sin dudas una bendición en reconocimiento por la buena acción cometida: descubrí que a pesar de haber acabado recién, aún tenía la pija erecta y dura. Sin dudarlo, así acostados como estábamos la dí vuelta y empecé a buscar el agujero de su culo. Ese culo gordo y duro. Quiso frenarme pero no la dejé. Con un brazo la sostuve a ella, con la otra mano le apoyé la cabeza de la chota y apretaba, pero no pasaba nada. Ella me decía "No. No. Esperá..." Pero yo no le hacía caso.
Junte saliva en mi mano y le masajee el orto hasta lograrle meter la puntita de un dedo. La pija latiendo caliente, me ardía, me apuraba. Forcé un poco y llevé un dedo hasta el fondo. Ella gritó. Después me escupí la mano y la volví a lubricar. Cuando el dedo entró sin esfuerzo, le metí dos.
Me gustaba verla sufrí. Era, un poco, un escarmiento, una lección, por haber cedido tan fácilmente a las pasiones del cuerpo.
Los gritos que daba habían ya despertado al bebé. No quería demorarme más. Apenas logré meterle dos dedos, me llené la pija de saliva y se la metí por el culo. Costó. Bastante. Pero una vez que pasó la cabeza, el empujón hasta el fondo fue sencillo, al menos para mí.
Lo apretado que se sintió fue increíble. Creo que ni cuando desvirgué a mi mujer, hace tantos años atrás ya, había sentido esa presión apretándome el miembro.
Con fuerza la sostenía de ambos brazos. Claro que ella gritaba que le dolía o no se qué y no paraba de retorcerse, pero a mí poco me importaba. Es más creo que si esa sensación de presión sobre mi pija no me hizo acabar al instante de meterla fue por sus gritos. Me gustaba oírlos. Los conocía del otro lado de la pared. Me gustaba ser yo el que los generaba.
De todas maneras, fui cuidadoso. La movía despacio para no lastimarla, al principio. Al rato me di cuenta que las embestidas eran bestiales.
Cuando los gritos del bebé reclamando a su mamá en la otra habitación igualaron en volumen a los Rocío, decidí largarle la leche bien adentro del orto y dejarla ir a atenderlo. En definitiva hay que entender que hay un tiempo y lugar para cada cosa. La miré irse caminando lentamente, adolorida, chorreando la leche que, desde el culo le salía a borbotones y bajaba deslizándose por sus piernas. El cuerpo entero bañado en una mezcla del sudor de nuestros cuerpos y el alimento que había brotado de sus pechos, llendo a hacerse cargo de su rol de madre.
Ese domingo, si bien llegué tarde a la iglesia, tenía mucho que agradecer.
Al día de hoy. Aunque pasaron meses de aquella situación, los vecinos siguen juntos y aún los escuchamos discutir al otro lado de la pared. Claro que cuando la cosa se pone muy intensa me hago un hueco en mi agitada agenda y me acerco a aconsejar a mi vecina que siempre me recibe con esa sonrisa tan dulce. Todo sea por el bien de esa pareja...
Gracias por leer hasta el final.
Si llegaste y algo te generó esta historia, creo que vale un comentario de tu parte. Descárgate tranquilo acá abajo.
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4 comentarios - Mi vecino tiene una hermosa novia, pero soy casado...