Capítulo 1
De cómo inició todo
No sé cómo es que hemos llegado hasta este punto tan impúdico, deshonesto e inmoral… pero juro por Dios que ni ella ni yo lo planeamos así. Las cosas se dieron y nosotros simplemente nos dejamos llevar. Es que uno nunca espera ser el cliente frecuente de su propia progenitora y mucho menos estar encantado con sus indecentes servicios. Pero es así, y no hay nada que hacer al respecto.
Con la verga en mano, reflexiono sobre todas las barbaridades que han ocurrido desde el principio, y cómo una cosa fue llevando a la otra hasta terminar así. Lo peor del caso es que no sé cómo parar estas inmorales experiencias, pues hemos llegado a un punto en que todo se nos ha salido de las manos.
De lo único que estoy seguro es que si ella o yo no paramos esto ya, ambos vamos a terminar explotando.
¿Qué cómo llegamos a esta sórdida situación? Pues ya lo contaré. Mi nombre es Erik Santamaría, y ahora narraré cómo terminé siendo el cliente predilecto de mamá.
***
Desde niño jugaba a los soldaditos en el patio de mi casa y solía crear escenarios en mi imaginación en los cuales yo era el coronel de un regimiento que iba al frente de la guerra. Creaba grandes batallas donde mi regimiento invadía países ficticios, y a medida que era más consciente de lo que era pertenecer a un batallón de infantería me imaginaba combatiendo contra cárteles del crimen organizado.
Mi inquietud no se limitaba a una ocurrencia de niño que luego se olvida de ello para siempre, cambiando de profesión cada tercer día. No. Mi inquietud era real, y tan era así que ésta se fue consolidando con los años a tal grado que insistí con afán a mis padres para que me internaran en un colegio militar cuando terminara mi formación en la secundaria.
No sé si por hartazgo, por cumplir mi capricho o por deshacerse de mí (hablo por mi padre) tres meses antes de terminar la secundaria él me informó que me había inscrito a un Colegio de Bachilleres Militarizado aquí en Monterrey, de donde soy originario.
Mi felicidad habría sido plena de no ser porque mi madre no estaba de acuerdo con mi decisión, aunque la aceptaba. Se la veía triste y desesperanzada, sabiendo que tendríamos que separarnos por largas temporadas en las cuales vernos resultaría casi imposible.
Recuerdo haberla abrazado muy fuerte mientras ella lloriqueaba, y yo intentando consolarla:
—Madre, esto no solo lo hago por cumplir una meta que siempre he deseado, sino porque quiero lograr ser un día el sostén de esta familia, con mi trabajo como miembro de las fuerzas armadas.
Ella, tan hermosa como siempre, se frotaba contra mí, y se enjugaba sus lágrimas en mi camisa, diciéndome:
—Es que es tan peligroso, Erik, tan arriesgado. Te veo ahora salir de casa como mi hijo siendo apenas un adolescente, y me aterroriza saber que un día crecerás y estarás enfrentando los peligros que supone ser parte de una institución militar.
—Mejor alégrate por mí, madre, porque iré persiguiendo un sueño que si se consolida, también nos ayudará a salir adelante.
Y mi madre al final accedió a dejarme ir al colegio, creyendo que las duras rutinas y las exigencias extremas a las que sería sometido me harían desistir de continuar una carrera en la milicia, nada más lejos de la realidad.
Es que a la mayoría de chicos de mi edad los internan por mala conducta, por rebeldes, por insubordinados, con el propósito de enmendarlos y darles duros correctivos, en cambio yo ingresaba al colegio de bachilleres militarizado por voluntad propia, persiguiendo un sueño, y además, con la ilusión de que un día pudiera ser mandado llamar a filas en el ejército.
Así que el verano en que cumplí quince años, mi madre me hizo las maletas y, con todo el dolor de su corazón, me llegó, junto a papá, al bachiller militar.
Desde luego mi estadía en el colegio fue brutal. Los primeros días casi le daba el gusto a mi madre de desistir, pero tuve que luchar, sacar fuerzas para imponerme física y mentalmente y continuar con mi sueño.
Fueron tres años difíciles donde mi duro entrenamiento como cadete me transformó no sólo físicamente en un mejor hombre, haciéndome ágil y con una musculatura digna de mis ejercicios, sino que también me formó como un joven disciplinado que sabía cuáles eran sus responsabilidades y objetivos respecto a la vida.
El problema fue que durante estos años en el internado, mis visitas a casa fueron casi nulas, así que ignoré los problemas maritales que comenzaban a tener mis padres en mi ausencia, mismos problemas que estaban destruyendo lentamente su matrimonio y yo sin saberlo. Encima las pocas veces que mi madre pudo visitarme en el colegio, ella nunca me habló nada respecto al tema.
Quiero pensar que el desmoronamiento en su relación sucedió durante el tiempo en que yo estuve en el colegio militar, pues de niño no recuerdo que tuvieran conflictos entre ellos. De hecho nunca vi que papá le levantara la voz a mi madre, y viceversa.
Mi padre, llamado Roberto Santamaría, era más desapegado a mí. Él nunca me visitó en el colegio y yo sólo lo veía cuando iba de vacaciones a casa en verano o invierno. Papá es mecánico automotriz, y su prioridad siempre ha sido el trabajo, en un taller ubicado en la otra orilla de nuestra casa.
—Parece que tu padre vive en el taller y no en esta casa—, solía decir mi madre, un tanto pesarosa—. Ya hasta se me está olvidando como es él.
A pesar de mi desapego con él, yo seguí su ejemplo en el bachillerato y elegí entre mis asignaturas extracurriculares la clase de “mecánica automotriz”. Siempre me gustó todo lo relacionado con arreglar carros, y la verdad es que para ser tan joven, con los años me enseñé bien, afanándome en vehículos del propio ejército que me entretenían sobremanera.
Mi madre, de nombre Akira, aprendió perfectamente las recetas legendarias japonesas de sus ancestros y se dedicó desde muy joven a vender productos de belleza de origen natural que ella misma fabrica.
Ese era un pequeño emprendimiento destinado a clientes concretos que le permitían distraerse y a su vez obtener ingresos para sus gastos personales.
Quiero acotar diciendo que el éxito de sus productos cuando los ofrecía a nuevas clientas era gracias a ella misma, que se presentaba como referencia directa de los beneficios que tenía el uso frecuente de sus milagrosos cosméticos orgánicos, ya que a pesar de tener más de cuarenta años, mi madre seguía manteniéndose con una piel tersa, sin arrugas, brillante y con una blancura asiática que causaba impresión en quienes la admiran, y que ya querrían tener las chiquillas de mi edad.
Sus amigas íntimas solían llamarla “Cleopatra”, porque con su hermoso color de piel parecía estar bañada en leche todo el tiempo.
Ya de por sí los rasgos asiáticos de mi madre causaban una gran sensación entre los vecinos, ya que éstos rasgos mezclados con la fisionomía norteña, impactó positivamente en su genética.
Y aun así, actualmente mi madre se queja constantemente de haber perdido su delgada figura, pero en mi opinión ahora está mucho mejor que antes, pues todas sus nuevas carnes se han distribuido en su cuerpo de forma muy pertinente en pechos, piernas y glúteos, que aunque la hacen ver más rellenita (cosa que ella odia y yo adoro), a la vista de los hombres que admiramos esa clase de cuerpos, resulta tremendamente favorecida.
Cada vez que ella iba a verme al colegio militar todos mis compañeros de clase quedaban embobados viéndola caminar. Algunos ponían especial atención a sus carnosos glúteos, que aunque estaban ocultos por sus vestidos floreados, era fácil que se notara el bamboleo de uno contra el otro mientras andaba.
Otros, por su parte, preferían hacerse pajas mentales mirándole sus corpulentos pechos, que a pesar de no usar escotes pronunciados, sus formas redondas y sus inquietantes caídas se distinguían perfectamente bajo su ropa.
Aunque a mí me incomodaba que la mirasen de esa forma lujuriosa, no puedo negar que yo la encontraba más hermosa… voluptuosa y… sexy… que antes. Claro, desde los ojos de como un hijo ve a su madre.
Ojalá yo hubiera heredado sus rasgos sobre todo ahora que los asiáticos se han vuelto tan populares entre las chicas en esta región de Norteamérica. Pero no, yo soy un mexicano norteño común: alto, güero de rancho como papá (rubio ranchero para quien no sepa el significado) y con la piel más bien rojiza como tomate.
En fin.
Como digo, era más fácil que mi madre me visitara al colegio a que yo la visitara a ella. De hecho, durante sus últimas visitas empecé a notarla más contrariada que de costumbre. La veía seria y un tanto apagada, cuando ella siempre se había distinguido por ser alegre y jocosa.
Incluso ni siquiera se alegró cuando le conté que ya estaba a punto de graduarme del bachillerato, y que me había propuesto realizar mi servicio militar en un cuartel de máximo entrenamiento, pues si todo salía bien, al final cabía la posibilidad de que me dieran una beca para entrar a la prestigiosa Universidad del Ejército y Fuerza Aérea.
Sin querer esa mañana mis ojos se clavaron indecentemente en sus henchidas mamas, que parecían más sueltas y gordas que otros días. Para recobrar el aliento le dije:
—Madre, te noto un poco extraña, ¿todo bien en casa? ¿Todo bien con el viejo?
Y ella forzando una sonrisa, cabizbaja, encantadora como siempre y con sus ojos semirasgados, que le daban a su mirada un deje de inocencia, respondía con un sutil:
—Todo bien, Erik, solo extrañándote, hijo, como siempre, eso es todo lo que me pasa.
—¿Segura, madre? —le preguntaba escéptico, obligándome a no bajar la vista hacia sus dos sugerentes enormidades.
—Segura, mi querido Erik.
—Perdona que te lo diga, madre, pero te estoy diciendo que si hago mi año de servicio militar en un cuartel de máximo entrenamiento, cuando me liberen mi cartilla podría ser candidato para que me den una beca e ir a México a la Universidad del Ejército y Fuerza Aérea.
—Te he escuchado, querido —me dijo, acariciándome las mejillas.
Atribuyo a mi edad a que cada contacto con mi madre me encendía las hormonas y mi falo… se empalmaba sin querer.
—Es que ni siquiera te has emocionado —le reclamé—. Algo va mal en casa y no me lo quieres decir, ¿verdad?
—Todo está bien, cariño, así que no te distraigas por mi culpa. Intérnate en ese cuartel militar por un año, y yo todos los días rezaré para que al final obtengas esa beca que tanto quieres para ir a la universidad, ¿vale?
—¿De verdad no te pasa nada más, madre?
—De verdad, Erik.
Y yo me esforzaba por creerle. No tenía por qué dudar de su palabra. Nunca se me ocurrió que ella estuviera sufriendo en silencio por los problemas que tenía con papá. Al ser yo su hijo único, mi partida de casa había supuesto un duro golpe para ella, y yo que creí que mi ausencia todavía la estaba haciendo sufrir.
Sin embargo, todo estaba a punto de cambiar.
***
Una de las desventajas de vivir interno en un colegio militar no sólo es la severa educación que se recibe por parte de los tenientes, sumado a los ejercicios extremos matutinos y vespertinos a los que somos expuestos; los castigos por faltas al reglamento, o los estrictos códigos de conducta con los que tenemos que convivir.
No.
La verdadera desventaja de vivir interno en un colegio militar es la falta de comunicación con el mundo exterior, y la nula interacción con las chicas, sobre todo en una época en la que nuestras hormonas están en pleno auge y el pene no para de empalmarse ante cualquier provocación (yo, por ejemplo llegando al extremo de empalmarme por la inocente caricia de mi propia madre)
Sin embargo todo cambió cuando me gradué del bachillerato, a los dieciocho años de edad, e ingresé al cuartel donde realicé mi año obligatorio de servicio militar, con el anhelo de recibir al final una plaza en la universidad de la milicia.
El Coronel General, sabedor de nuestras necesidades físicas como lo es el apetito sexual, sin hacerlo oficial (pues podría estar incurriendo en un delito) nos permitió recibir dos veces por mes algo que él llamó “visitas personales” que tácitamente era algo parecido a las “visitas conyugales” de los reclusos, con la novedad de que la “visita” en cuestión, podía quedarse con nosotros toda la noche e irse hasta el amanecer.
En otras palabras, se nos permitió contratar prostitutas dos veces por mes siempre que fuésemos discretos y que nuestro comportamiento durante los entrenamientos fuese irreprochable.
Por orden de lista, a principios de mes se nos asignaban fechas y horarios nocturnos en que podíamos recibir esas “visitas personales” que se dedicaban a saciar nuestros más bajos instintos en la cama, sin la supervisión de ningún teniente que nos estuviera hinchando las pelotas, pues nuestra condición de encierro hacía casi imposible que alguno de nosotros pudiéramos tener novias, aun si nuestras necesidades sexuales eran obvias.
No sé a qué grado de corrupción llegamos (pues no creo que contratar putas en un cuartel militar fuera lícito) que a todos los cadetes nos hicieron llegar un correo electrónico con el catálogo de prostitutas que podríamos contratar (pagando con las becas que nos daba el propio gobierno federal), quienes deseáramos hacer uso de uno de esos dos días de “visitas personales.”
En mi caso, y luego de mucho sopesarlo, elegí a una sexoservidora llamada Astrid, tras quedar cautivado con las hermosas formas que mostraba en sus fotos donde salía desnuda, aunque con el rostro pixelado.
Astrid era una mujer madura pelirroja de pelo corto tipo carré, de 43 años de edad. Algunos de mis nuevos compañeros de cuartel (a ninguno lo conocía de antes) quedaron sorprendidos por mi elección cuando vieron las fotos de la jamona cuarentona, pues ellos solían elegir a chicas casi de su camada, elección que la verdad yo rechazaba por su obvia inexperiencia. No es lo mismo coger con una chiquilla neófita en las artes amatorias a una madura avezada con el tema.
Sin embargo no voy a negar que al principio tuve mis dudas con mi elección, sobre todo cuando Alex y Francisco, mis camaradas más allegados (y que dormían cada uno en la habitación contigua de la mía, Alex a la derecha y Francisco a la izquierda), continuaron burlándose de mí. Pero todo cambió cuando llegó mi día asignado, que eran todos los días 15 y 30 de mes, y ambos vieron aparecer a Astrid en vivo y en directo, provocando que sus pollas palpitaran al momento y que cambiaran de opinión respecto a ella en ipso facto.
Astrid no solo estaba buenísima de cuerpo, sino que era muy bonita de cara. Una madura, vamos, pero de esas que causa impacto al verlas. Cuando nos vimos ella y yo por primera vez, ella se relamió los labios y yo casi la devoré con la mirada. La invité a pasar a mi cuarto, nervioso, y Alex y Francisco se quedaron con la boca abierta viendo lo que me iba a comer esa noche.
—¡Serás cabrón, Erik, cuánta razón tuviste al elegir a esta deliciosa jamona! —me dijo Alex arrepentido por haber dudado de mi ojo clínico—. Con semejante hembra a tu servicio te aseguro que quedarás deslechado por casi quince días. No como la putilla que elegí yo anteayer, que no me hizo sentir nada.
—¡No jodas, Erik! —continuó Francisco—, ¿cómo crees que será morir asfixiado con semejantes tetas y culazo? Porque ya viste tremendo culo que se carga esa cabrona, ¿eh? Mi hermano, tienes que obligar a esta perra a que se siente en tu cara. ¡Muere asfixiado con su culo!
Y yo me regodee al ser la envidia de este par de cabrones, que ahora rectificaban su opinión respecto a mí y el prototipo de mujer que me gustaba.
Es que yo soy así. Siempre me gustaron las mujeres maduras, y desde que recuerdo he tenido el fetiche particular por aquellas que tienen carnes abundantes de manera natural. Por lógica sabía que una mujer madura tenía más experiencia en la cama que una chica de mi edad, y con la buena de Astrid no me equivoqué.
Fue entrar a mi cuarto, despojarla de su ropa y matarla a pollazos. La manera que tenía Astrid de menearse sobre mi pene cuando se ensartaba sobre él, aunado a la potencia de sus gemidos, provocó que no pudiera dejar de fornicarla toda la noche, como un auténtico verraco.
—¡Ay, papito… qué rico me la metes! ¡Auuugggg! —gritaba ella estrellando sus grandiosas nalgas contra mis huevos—. ¡Dame, duro, duro, así, así, asíiiiii! ¡Hoooh, Erik, sí, sí…!
—¡Oh, carajo… carajoooo! …—jadeaba yo, bombeándola con la fuerza de mi juventud, mientras ella se meneaba contra mi pelvis y se corría empapando las sábanas de mi cama.
—¡Me corro cabrónnnnn!
Y aunque para entonces yo no tenía mucha experiencia con mujeres, supe de inmediato que esas mamadas de verga y huevos que me propinaba esta deliciosa madura no las hacía cualquiera, sólo una experta como ella.
—¡Dime que soy tu puta, Erik, dime que soy tu putaaaaa…! —me exigía tres horas más tardes, mientras se prendaba de mi erección como becerra en brama.
—¡Putaaaa! —bufaba yo, viendo cómo toda mi longitud fálica desaparecía en segundos en su jugosa boca, traspasando su garganta mientras ella babeaba a borbotones sobre mi tranca y testículos—. ¡Eres mi puta… oh… sí, eres mi putaaaa!
—¡Haaaaahhhhh!
Y como era de suponerse, a mis compañeros de pasillo, muy poco los dejé dormir esa noche. Astrid, como buena sexoservidora, se fue muy temprano de mi cuarto. Ni siquiera la sentí cuando se marchó. Sin embargo, al amanecer, yo fui la sensación del pasillo, especialmente entre Alex y Francisco, mis vecinos inmediatos, que morbosamente entraron a mi cuarto sin tocar a la puerta para verificar que mis sábanas estaban mojadas por sus flujos. Yo todavía estaba en bóxer y en camisa.
—¡No me jodas, cabrón! —me dijo Alex, maravillado, mirándome como si yo fuese un dios, oliendo la sábana mojada como un vil asqueroso—. ¡Esta sábana apesta a puta! ¡La prueba inapelable de que esa golfa se corrió un montón de veces toda la noche!
—Cómo la hiciste correrse y gritar, cabrón, eres un puto crack —me siguió halagando Francisco, que agarraba sin mi permiso las bragas negras que Astrid me había dejado junto a mi almohada y se las llevaba a la nariz para olerlas—. Te lo juro que me das una envidia que no te cuento.
—Joder, Erik —interrumpió de pronto Alex—, que la puta te ha dejado marcas en el cuello.
—¡Y en las piernas… en tus abdominales… no me quiero imaginar más abajo!
—¡Ya, ya, cabrones —los corrí de mi cuarto—, que me tengo que cambiar y arreglar todo este desastre!
Y ellos salieron a carcajada abierta, diciéndome algo sobre “no cabe duda que los más serios son los más guarros, Erik.”
Y como esa noche, en cada fecha en que me tocó mi “visita personal” se repitió la misma escena con esa hermosa milf en mi cama. Los pervertidos de Alex y Francisco se quedaban hasta tarde oyendo los gritos y berridos que yo le sacaba a Astrid, y al amanecer irrumpían en mi cuarto para ver las corridas que ella dejaba en las sábanas de mi cama, las marcas que me hacía en el cuerpo, y las bragas que me dejaba de recuerdo.
Y ella, como toda una experta, me dejaba exprimido de los huevos por un montón de días. Era una gran mamadora de vergas que parecía disfrutar tragándose hasta la última gota de mi leche. De hecho, lo que más me gustaba de Astrid era su disposición para enseñarme, para experimentar, y para dejarse hacer de todo, hasta el grado de pedirme que le diera por el culito, aun si la tarifa aumentaba.
—¡Todaaaa, Erik, métemela toda por el culo… méteme incluso los huevos!
De todas las prostitutas que visitaban a diario el cuartel (según la fecha que correspondía a cada cadete, pues no se podían juntar más de cinco en una misma noche) Astrid era la que más causaba sensación. Todos se ponían en fila en los pasillos viéndola pasar, admirando sus faldas cortas que enseñaban sus piernas rollizas o sus blusas escotadas que casi enseñaban sus dos enormes tetazas.
Lo mejor de todo es que Astrid solía variar sus oufits en privado, pidiéndome permiso para cambiarse de ropa en el baño, y vaya sorpresa me llevaba yo cuando la veía salir trasformada en toda una puta, con tacones de plataforma altos, lencería provocativa que incluía medias, tangas y ligeros, y un maquillaje fascinante que la hacía lucir muy sexy a la vista.
Obviamente no desaproveché la oportunidad de hacerla sentarse en mi cara, como me lo había sugerido Francisco, experimentando por primera vez el poderosísimo morbo de sentir su raja empapada mojándome la boca, mientras mi lengua se hundía dentro de su coñito y ella bailaba su culazo sobre mí.
Los primeros seis meses en mi servicio militar intercalé entre Astrid y otra madurita llamada Natasha que encontré en el catálogo (nunca les pregunté si eran sus nombres reales, pero me imagino que no), sin embargo, ni Natasha ni una tal Viridiana, que contraté después, me hacían sentir lo que Astrid. Así que la elegí como mi puta de cabecera y no volví a experimentar con otra más.
Creo, de hecho, que yo le gustaba bastante a mi encantadora puta (y permítaseme aclarar que si la nombro así es porque a ella le gustaba que la llamara puta, un fetiche particular que la hacía mojarse al instante) porque cuando empecé a probar con Natasha y Viridiana, Astrid se sintió bastante ofendida, al grado de creer que ya no me gustaba.
Cuando la volví a contratar a través de correo electrónico (el único medio con el que disponíamos los cadetes para comunicarnos con el exterior) me hizo prometer que sería mi puta exclusiva, y que yo no tendría entre mis sábanas a otra que no fuera ella, y como la verdad su compañía sí me dejaba satisfecho, claro que acepté.
Con el tiempo sus putivisitas incluyeron postres y regalitos en el servicio, que ella me dejaba antes de retirarse.
Mis camaradas, por su parte, no paraban de envidiarme, porque al parecer mi puta no accedía a follar con ningún otro cadete que no fuera yo, así que el deseo y morbo que creció entre todos por Astrid fue en aumento, teniéndose que conformar con verla recorrer los pasillos del cuartel durante su trayecto hasta encerrarse en mi habitación.
—Veo que tienes fans, putita mía —le solía decir mientras yo le follaba sus obesas tetas.
—Sé que he generado expectación entre tus compañeros, papito rico, pero sorry por ellos, que esta deliciosa vergota yo no la cambio por ninguna otra —respondía ella, azotándose la cara con mi duro falo.
—Así me gusta, mi hermosa jamona, que me seas fiel —le decía yo con orgullo—. Tú sabes que conmigo no pasarás hambres, así que sigue, puta, cómete lo que tanto te gusta, que esta noche tengo leche para ti hasta para llevar.
Lo único que no me gustaba de la experiencia era que al amanecer, luego de mis tórridos encuentros con Astrid, Alex y Francisco instituyeran como rutina entrar a mi cuarto a ver el desastre de las sábanas mojadas producto de una noche de sexo desenfrenado, buscando las bragas que mi puta me había dejado de recuerdo o para admirar los chupetes en el cuerpo que mi jamona me dejaba después de chuparme con desespero.
Lo que no me esperaba es que mientras yo disfrutaba quincenalmente la compañía de Astrid en mi cuarto, dando rienda suelta a la cogedera, mi madre sufría en casa por culpa de papá.
***
Puesto que teníamos prohibido tener contacto directo con nuestra familia, ya que la distancia se consideraba una prueba fehaciente de que priorizaríamos nuestro espíritu como militar sirviendo a nuestra nación, era imposible hablar personalmente con mi madre y saber cómo estaba. Y de tener celular ni hablar. Estaba prohibido.
Lo que nadie sabía era que, a pesar de estas imposiciones tan extremas, entre mi madre y yo habíamos ideado una manera en la que ella pudiera mandarme pequeñas notas de forma recurrente.
Nos valimos del derecho que tenían las familias para enviarnos víveres al menos dos veces al mes, para que mi madre me dejara una pequeña notita escondida entre las tortillas de harina.
Y cada vez que recibía los víveres, inmediatamente buscaba discretamente entre las tortillas de harina esas notas, que eran una forma de tener presente a mi madre ante la total incomunicación. A veces, por las noches las sacaba de debajo de mi colchón donde las guardaba recelosamente, y las leía, cada vez más preocupado por ella por lo que me transmitían sus escritos.
“Mi querido, Erik, no sabes la falta que me haces. Come bien, cariño.”
“Hola, mi soldadito de plomo, te amo y te extraño horrores. Siempre pienso en ti.”
“¿Cómo amaneció hoy el amor de mi vida? Si supieras lo que necesito de ti, mi vida.”
“Hola, Erik, dueño de mi corazón. Espero hayas tenido un día especialmente bueno. Ojalá que entre tus horas al menos haya un instante en que pienses en tu solitaria madre, que te ama y te extraña.”
“Te mando mil besos y mis bendiciones, mi soldadito de plomo, no sabes lo que mamá te ama y lo mucho que querría que estuvieras aquí, acompañándome.”
Pero la nota que verdaderamente me preocupó, fue la última que recibí de ella durante la última quincena, que decía:
“Cariño, pase lo que pase, tienes que saber que te amo con toda mi alma.”
Y para mí fue decisivo. Tenía que saber de ella. Al menos tenía que poder hablar por teléfono con mi madre y saber que estaba bien y que no iba cometer una locura. No me importaba si ésta falta me haría perder la oportunidad de mi vida. Tenía que intentarlo.
Así que me dirigí con el primer Almirante y le dije que necesitaba un permiso especial para hablar con mi madre por teléfono, pues tenía la sospecha de que no se encontraba bien. Como era de esperarse, el Almirante Fábregas (con el que solía tener frecuentes desencuentros) me respondió con toda la inquina que le fue posible:
—Ahhhh, el pequeño cachorrito quiere hablar con mami, ¿qué es lo que quiere el bebecito? ¿Quejarse con mami por los malos tratos que recibe de mí? ¿O es que quiere que ella venga a limpiarle el culo a su bebecito, toda vez que es un bueno para nada que ni siquiera sabe cagar bien?
No me explico por qué motivo este imbécil me tenía tanto desdén, si no recuerdo haberle hecho nada. Concluí en que era una reacción natural a su puesto y decidí seguirme humillando ante él.
—Almirante Fábregas, se lo suplico de verdad. Tengo la sospecha de que mi madre se encuentra mal y por tal motivo necesito hablar con ella por teléfono.
—¿Y por qué usted sospecharía algo así, cadete Santamaría? ¿Es que se ha comunicado con ella por algún medio? Le recuerdo que está estrictamente prohibido…
—No, no, qué va, Almirante Fábregas, cómo se le ocurre —respondí extremadamente nervioso—. Es solo… una corazonada. Le propongo cambiar mis “visitas privadas” del mes sólo por un minuto para hablar con ella por teléfono y asegurarme de que está bien. Sólo le pido un poco de humanidad.
El Almirante Fábregas se cagó de risa, regodeándose en mi sufrimiento y me respondió:
—Mire, cadete Santamaría, desde que usted llegó a este cuartel, sabía muy bien los sacrificios a los cuales se sometería. Yo no puedo darle privilegios a ningún cadete sólo por “humanidad”. La humanidad está allá afuera, en el crimen organizado que nuestro ejército está combatiendo, dando prioridad al bien común antes que a su familia. Así que no, cadete Santamaría, mi respuesta es un rotundo no. Ahora váyase de aquí, a menos que insista en ver a su dulce “mami”, sabiendo que si lo hace tendrá que atenerse a las consecuencias, que en este caso es ser expulsado de este cuartel, cosa que no le conviene si sus aspiraciones de obtener una plaza en la Universidad del Ejército y Fuerza Aérea mexicana siguen vigentes. Y dicho sea de paso, su estadía en este cuartel de todos modos no le garantiza el boleto de admisión.
Y yo, tragándome el puto coraje, (cuando lo que más quería era arrancarle con mis propios dientes la cabeza de armadillo que tenía), asentí con la cabeza y fingí serenidad:
—Entiendo, Almirante Fábregas. En tal caso, gracias de todos modos. Me retiro a mi alcoba.
—Una decisión loable, cadete Santamaría —se burló el hijo de puta—. Ande, vaya a descular hormigas a otro lado y déjeme de molestar.
Y salí rabiando de su oficina, hablando pestes de él cuando llegué a la sala común, donde estaban mis camaradas Alex y Francisco.
—¿Qué mierdas te pasa, Erik? —me dijo Alex, que estaba afanado limpiando sus botas—. Traes una puta cara que parece que te están metiendo una escopeta por el culo.
—¡No es para menos, cabrón! —estallé—. El Almirante Fábregas es un cabrón! ¡Un viejo de mierda hijo de su reputísima madre!
Y les conté la preocupación que tenía por mi madre tras haber leído la última nota que me había enviado de forma anónima, y cómo el Almirante Fábregas se había rehusado a darme un minuto para hablar con ella por teléfono para confirmar que estaba bien.
Mis camaradas se compadecieron de mí, uno más sincero que el otro, y por la noche Alex se apareció en mi cuarto con una sospechosa propuesta que a pesar de su naturaleza “solidaria” no dejó de ser tremendamente cínica y ofensiva para mí.
—Mira, Erik, la verdad es que me ha conmovido bastante tu caso y la mortificación que sientes por tu madre. Eres de los pocos que se preocupan por sus padres y por eso quiero ayudarte.
—¿Y cómo podrías tú ayudarme, Alex? —le pregunté interesado incorporándome de la cama.
—Digamos, mi buen Erik, que yo podría conseguirte un celular para que lo tengas durante una noche entera y te comuniques con tu madre. Pero tienes que ser discreto, porque si alguien nos descubre, ahora sí nuestras aspiraciones para ir a la Universidad del Ejército y Fuerza Aérea se van a la mierda.
—¿En serio? —me sorprendió su negocio—. ¡No me jodas, Alex! ¡Dime con quién me dirijo, porque te juro que me urge hablar con mi madre! Le pago lo que sea. Tengo mis ahorros de la beca.
—Tranquilo, Erik —me contestó Alex un tanto fanfarrón—, que no se trata de dinero como quiero que pagues el favor de conseguirte el celular por una noche, sino… más bien tu intercesión para obtener un servicio.
No entendí a lo que se refería, por eso se lo exigí:
—Escúpelo ya, Alex, carajo, que no tengo tiempo para tus bobadas. ¿Qué es lo que quieres?
—Quiero que convenzas a tu puta, esa tal Astrid, para que folle conmigo mañana que es mi día de recibir “putivisitas”, y te prometo que si lo consigues, mañana mismo por la noche tendrás el celular.
***
No sé cómo lo hice, pero después de pasarme buena parte de la madrugada insistiéndole a Astrid para que se acostara con el pendejo de Alex, finalmente lo conseguí, aunque no fue fácil.
Astrid al principio se mostró molesta: más que molesta indignada, pues Alex ni siquiera le gustaba físicamente ya que lo consideraba “una jirafa andante sin gracia”.
Me tildó de farsante, de no hablarle claro, de estar urdiendo una artimaña contra ella para hacerla follar con otro y así luego yo tener un motivo para echárselo en cara en el futuro hasta alejarla de mí.
Creo que al final se compadeció cuando le conté el tema que tenía con mi madre y el motivo por el cual yo necesitaba que me hiciera ese favor especial.
De todos modos la petición de Alex me pareció la peor bajeza que se le puede hacer a un “camarada.” Quedé muy decepcionado de él y sin decirlo tomé la decisión de mandarlo a la mierda a partir de entonces, pero de momento tuve que hacer de tripas corazón pues de verdad necesitaba el celular.
—Aquí lo tienes, Erik —me dijo esa noche con una sonrisa perversa en el rostro, entregándome el aparato—. Guarda el celular y cuídalo bien, ¿vale?, que ya mañana discretamente me lo regresas. Y, por favor, que no te lo vayan a descubrir, ¿quieres?
—Descuida, Alexito —respondí con frialdad.
Cuando mi supuesto amigo ya se iba de mi cuarto se detuvo en la puerta y me dijo:
—Por cierto, Erik, ya tengo a tu puta esperándome a cuatro patas en mi habitación. Espero que te dejemos dormir esta noche, colega. Nadie va a creerme mañana que después de todo Astrid no te era tan fiel a ti. —Odié su estúpida cara de imbécil y de envidioso que me dedicada. Cómo no me di cuenta antes de la clase de alacrán que tenía por amigo—. Sin resentimientos, colega, ¿vale?, que es probable que a partir de mañana tu famita de macho alfa de la manada se terminará gracias a mí.
—Descuida —le dije con los dientes apretados.
—Hasta mañana, Erik.
—Púdrete, Alex —le dije, pero no me oyó.
Tuve unas putas ganas de desfigurarle la cara a trompadas a este perro desgraciado como nunca antes, superando incluso las ganas que tenía de arrancarle la cabeza al Almirante Fábregas. Pero como digo, tuve que apechugar. Mi madre lo valía.
Al poco rato los exagerados gemidos de Astrid, mi Astrid, empezaron a escucharse hasta mi cuarto. Ahí comprendí que después de todo mi puta favorita no me había perdonado del todo. Estaba resentida por haberla persuadido para que cogiera con Alex y por eso gemía como una auténtica actriz porno. Me rehusaba a pensar que Alex fuera tan bueno para hacerla gemir de esta manera de forma natural.
Y sentí celos, muchos celos, lo admito. No concebía que Astrid estuviera follando con él a pocos metros de mi cuarto. No concebía que otro hombre estuviera usando a una mujer que consideraba mía. Y no es que yo no supiera que Astrid follaba con otros hombres cuando no estaba conmigo, obviamente, pero me parecía indignante que ahora estuviera berreando sabedora de que yo la estaba escuchando.
Y Alex no pararía hasta probar con Astrid todas las cosas que yo hacía con ella. Pero claro, la culpa no la tenía Alex por completo, sino yo… por acceder a su puto jueguito.
Como no tenía la intención de seguirlos escuchando fornicar, me encerré en el baño, (aunque de todos modos se oían sus gemidos) marqué el número fijo de casa y esperé a que mi madre respondiera. Mis dos primeros intentos fueron infructíferos, hasta que finalmente al tercero ella respondió.
—¿Hola?
Sólo oír su dulce voz provocó que mi tensión se suavizara, y que toda la preocupación y angustia que había acumulado en el cuerpo se desvaneciera de repente.
—Madre, soy Erik.
Silencio. Un gran sollozo, luego ella, incrédula, preguntando:
—¿Erik? ¿Mi Erik? ¿Mi hijo?
—Sí, mamá, soy Erik, tu Erik, tu hijo.
—¡Por Dios, mi corazón!
Y ella se echó a llorar con verdadero sentimiento. Sus gimoteos casi sepultaban los pornográficos jadeos que no paraba de soltar Astrid desde el otro lado de mi cuarto:
“Hahha” “Huuuuhhh” “Fóllame, papi, soy tu puta…”
—Madre, ¿qué tienes? Me rompe el corazón oírte así.
—¿Qué voy a tener, Erik? Que te estoy escuchando, después de tantos meses sin oír tu voz, mi amor. ¿Sabes que te he extrañado horrores? ¡Mi vida sin ti es un infierno, sobre todo ahora que estoy tan sola! —siguió llorando.
—¿Por qué un infierno, madre? ¿Por qué sola? ¿A caso mi padre no ve por ti? ¿No te cuida? ¿No te procura? ¿Hace más por su trabajo que por ti?
Hubo un silencio en que ella dejó de sollozar, aunque mi vecino de pasillo y su puta, no dejaban de berrear.
“Hahha” “Huuuuhhh” “Por el culo, Alex, por el culo”
—Erik, preferiría no hablar de tu padre en este momento.
—¿Por qué no? Tengo derecho a saber si él te está lastimando, mamá. En tu última nota parecía… parecía que me escribías más bien una nota suicida. ¿Sabes lo que me preocupé por ti? ¿Sabes lo que he hecho para poder llamarte? ¿Sabes lo que me estoy arriesgando teniendo este teléfono justo ahora y lo que he pagado por ello?
“Ayyyy… sí, sí, sí… qué rico… qué rico… clávamela toda en el culo, papi”
—Yo… hijo… pfff… lo sé… ni siquiera me había dado cuenta que me estás hablando a estas horas de la noche aun sabiendo que tienes prohibido comunicarte conmigo.
—¿Lo ves? Y sin embargo lo estoy haciendo porque me preocupas, madre.
—Ay, mi soldadito de plomo… cómo te amo.
—Yo también te amo —le dije—, y aunque tú lo niegues, este “soldadito de plomo” sabe bien que estás triste por algo, y me gustaría que me dijeras qué pasa, para poder ayudarte. No me siento bien sabiéndote infeliz.
—Qué bien me conoces, mi soldadito de plomo. Porque tienes razón… no estoy bien. Y por eso no sabes cómo quisiera poder verte, Erik. Tantos meses sin besarte ni abrazarte, mi vida.
—Yo también te extraño, madre, y ahora que me confirmas que no estás bien, me pregunto si tu infelicidad tiene que ver con papá. ¿Es que te ha gritado? ¿Te ha golpeado… te ha…?
—No… Erik, tranquilo. Roberto no me ha hecho nada de esto durante los últimos seis meses, ¿y sabes por qué? Porque hace seis meses que se fue de casa.
Su respuesta me dejó perplejo y con la boca seca.
“Más duro, Alex, más duro, hooh, sí, sí…”
—¿Cómo que se fue? ¿A dónde? ¿Por qué no me lo dijiste antes en alguna nota? ¡Dime qué ha pasado, madre, por favor!
—Me gustaría poder… contártelo, hijo, pero no por teléfono.
—Sabes que es imposible comunicarnos de otra forma —le recordé—, ¡esta es la única manera que tenemos para hablar!
Y Akira volvió a echarse a llorar. Y me partió el corazón en mil pedazos. Pocas veces la había oído en ese estado tan lamentable, y no estaba preparado para lidiar con todo eso.
—¡Quisiera tanto verte, Erik! —sollozaba, mientras Astrid seguía gimiendo al otro lado de mi cuarto—. ¡Tocarte… que me digas que me quieres! ¡Quisiera tanto abrazarte, hijo! ¡Que me digas de frente lo mucho que me amas!
—Carajo, mamá, te juro que yo no tengo el corazón para abandonarte en estos momentos. Me siento tan mal que hayas tenido que padecer este sufrimiento sola.
—No es tu culpa…
—¡Iré a verte, mamá, mañana mismo me escaparé de aquí y…!
—¡NO! ¡NO! ¡NI SIQUIERA LO PIENSES! —gritó ella.
—¡Pero madre… tú misma me estás diciendo que me necesitas a tu lado!
—Sé… yo sé que todo esto suena contradictorio, Erik, pero no voy a consentir que veas truncados tus sueños por mi culpa.
—Eso ya no me importa, madre. Me importas tú.
—En tal caso… no sé, hijo… debe de haber otra forma para vernos sin que te sancionen… ¿pero cómo?
Y entonces, mientras escuchaba gemir a la puta de Astrid… tuve una idea tan arriesgada como descabellada, incluso morbosa… pero en cierto modo, casi irrealizable.
—Mamá… a lo mejor habría una manera… de vernos… el día quince de este mes… incluso… incluso con la posibilidad de que te quedaras conmigo… toda la noche…
En ese momento mi madre pegó un grito de felicidad. Un grito que era probable que tuviera que tragarse cuando le dijera lo demás…
—¡Por Dios, Erik! ¿De verdad podría verte el día quince? ¿Cómo no me lo dijiste antes? ¡Solo faltan tres días para esa fecha! ¿De verdad podría verte? ¿No me estás bromeando?
¿Cómo decírselo, carajo, cómo mierdas decírselo sin morirme de vergüenza?
“¡Ensártamela toda, papi, azótame el culooo!”
—Mamá… yo…
—¡Erik, por Dios, no juegues así conmigo! —volvió a sollozar con desespero—. ¡Con las ganas que tengo de verte tus palabras ya me han hecho mucha ilusión! ¡Como me digas que todo es una treta para tranquilizarme… te juro que no lo soportaré! Por eso dímelo otra vez, ¿hay posibilidad de verte y pasar una noche contigo, cielo? ¿Te dejarán salir para estar conmigo sin recibir ninguna sanción? Y no me mientas, por favor.
Las palabras las tenía atoradas en la garganta. No sabía cómo plantearle mi propuesta sin que se sintiera asustada u ofendida. No había manera de proponérselo sin que me tildara de loco y de ser un hijo aberrante.
—Verás, madre… teóricamente sí… hay posibilidad de vernos… pero… no sé yo si tú… estarías dispuesta a…
—¡Estoy dispuesta a todo con tal de verte aunque sea un segundo, amor mío, cuanto más si lo haré toda la noche, como tú dices! ¿Te dejarán salir? ¿Vendrás a casa? ¿Pero cómo será eso si en los estatutos…?
—Es que… mira, madre, la idea más bien es que seas tú quien venga a verme… a mí, a mi cuarto, por la noche, el día quince…
“¡Ay, por Dios… Alex… qué bien me culeas, que ricooo!”
—Te juro que no te entiendo, hijo, primero me dices que te sancionarán si tienes contacto directo con algún miembro de tu familia, y ahora me dices que yo puedo presentarme el día quince en el cuartel, en tu cuarto y quedarme contigo a dormir, ¿de qué se trata todo esto?
—Pues se trata de que… tú me busques en el cuartel pero… no en calidad de madre.
—¿No en calidad de madre? —dudó ella, aclarándose la voz—, ¿entonces en calidad de qué?
“Me corro, Alex, me corro… ah… me corro sobre tu verga y tus huevos”
—En calidad de prostituta, mamá…
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De cómo inició todo
No sé cómo es que hemos llegado hasta este punto tan impúdico, deshonesto e inmoral… pero juro por Dios que ni ella ni yo lo planeamos así. Las cosas se dieron y nosotros simplemente nos dejamos llevar. Es que uno nunca espera ser el cliente frecuente de su propia progenitora y mucho menos estar encantado con sus indecentes servicios. Pero es así, y no hay nada que hacer al respecto.
Con la verga en mano, reflexiono sobre todas las barbaridades que han ocurrido desde el principio, y cómo una cosa fue llevando a la otra hasta terminar así. Lo peor del caso es que no sé cómo parar estas inmorales experiencias, pues hemos llegado a un punto en que todo se nos ha salido de las manos.
De lo único que estoy seguro es que si ella o yo no paramos esto ya, ambos vamos a terminar explotando.
¿Qué cómo llegamos a esta sórdida situación? Pues ya lo contaré. Mi nombre es Erik Santamaría, y ahora narraré cómo terminé siendo el cliente predilecto de mamá.
***
Desde niño jugaba a los soldaditos en el patio de mi casa y solía crear escenarios en mi imaginación en los cuales yo era el coronel de un regimiento que iba al frente de la guerra. Creaba grandes batallas donde mi regimiento invadía países ficticios, y a medida que era más consciente de lo que era pertenecer a un batallón de infantería me imaginaba combatiendo contra cárteles del crimen organizado.
Mi inquietud no se limitaba a una ocurrencia de niño que luego se olvida de ello para siempre, cambiando de profesión cada tercer día. No. Mi inquietud era real, y tan era así que ésta se fue consolidando con los años a tal grado que insistí con afán a mis padres para que me internaran en un colegio militar cuando terminara mi formación en la secundaria.
No sé si por hartazgo, por cumplir mi capricho o por deshacerse de mí (hablo por mi padre) tres meses antes de terminar la secundaria él me informó que me había inscrito a un Colegio de Bachilleres Militarizado aquí en Monterrey, de donde soy originario.
Mi felicidad habría sido plena de no ser porque mi madre no estaba de acuerdo con mi decisión, aunque la aceptaba. Se la veía triste y desesperanzada, sabiendo que tendríamos que separarnos por largas temporadas en las cuales vernos resultaría casi imposible.
Recuerdo haberla abrazado muy fuerte mientras ella lloriqueaba, y yo intentando consolarla:
—Madre, esto no solo lo hago por cumplir una meta que siempre he deseado, sino porque quiero lograr ser un día el sostén de esta familia, con mi trabajo como miembro de las fuerzas armadas.
Ella, tan hermosa como siempre, se frotaba contra mí, y se enjugaba sus lágrimas en mi camisa, diciéndome:
—Es que es tan peligroso, Erik, tan arriesgado. Te veo ahora salir de casa como mi hijo siendo apenas un adolescente, y me aterroriza saber que un día crecerás y estarás enfrentando los peligros que supone ser parte de una institución militar.
—Mejor alégrate por mí, madre, porque iré persiguiendo un sueño que si se consolida, también nos ayudará a salir adelante.
Y mi madre al final accedió a dejarme ir al colegio, creyendo que las duras rutinas y las exigencias extremas a las que sería sometido me harían desistir de continuar una carrera en la milicia, nada más lejos de la realidad.
Es que a la mayoría de chicos de mi edad los internan por mala conducta, por rebeldes, por insubordinados, con el propósito de enmendarlos y darles duros correctivos, en cambio yo ingresaba al colegio de bachilleres militarizado por voluntad propia, persiguiendo un sueño, y además, con la ilusión de que un día pudiera ser mandado llamar a filas en el ejército.
Así que el verano en que cumplí quince años, mi madre me hizo las maletas y, con todo el dolor de su corazón, me llegó, junto a papá, al bachiller militar.
Desde luego mi estadía en el colegio fue brutal. Los primeros días casi le daba el gusto a mi madre de desistir, pero tuve que luchar, sacar fuerzas para imponerme física y mentalmente y continuar con mi sueño.
Fueron tres años difíciles donde mi duro entrenamiento como cadete me transformó no sólo físicamente en un mejor hombre, haciéndome ágil y con una musculatura digna de mis ejercicios, sino que también me formó como un joven disciplinado que sabía cuáles eran sus responsabilidades y objetivos respecto a la vida.
El problema fue que durante estos años en el internado, mis visitas a casa fueron casi nulas, así que ignoré los problemas maritales que comenzaban a tener mis padres en mi ausencia, mismos problemas que estaban destruyendo lentamente su matrimonio y yo sin saberlo. Encima las pocas veces que mi madre pudo visitarme en el colegio, ella nunca me habló nada respecto al tema.
Quiero pensar que el desmoronamiento en su relación sucedió durante el tiempo en que yo estuve en el colegio militar, pues de niño no recuerdo que tuvieran conflictos entre ellos. De hecho nunca vi que papá le levantara la voz a mi madre, y viceversa.
Mi padre, llamado Roberto Santamaría, era más desapegado a mí. Él nunca me visitó en el colegio y yo sólo lo veía cuando iba de vacaciones a casa en verano o invierno. Papá es mecánico automotriz, y su prioridad siempre ha sido el trabajo, en un taller ubicado en la otra orilla de nuestra casa.
—Parece que tu padre vive en el taller y no en esta casa—, solía decir mi madre, un tanto pesarosa—. Ya hasta se me está olvidando como es él.
A pesar de mi desapego con él, yo seguí su ejemplo en el bachillerato y elegí entre mis asignaturas extracurriculares la clase de “mecánica automotriz”. Siempre me gustó todo lo relacionado con arreglar carros, y la verdad es que para ser tan joven, con los años me enseñé bien, afanándome en vehículos del propio ejército que me entretenían sobremanera.
Mi madre, de nombre Akira, aprendió perfectamente las recetas legendarias japonesas de sus ancestros y se dedicó desde muy joven a vender productos de belleza de origen natural que ella misma fabrica.
Ese era un pequeño emprendimiento destinado a clientes concretos que le permitían distraerse y a su vez obtener ingresos para sus gastos personales.
Quiero acotar diciendo que el éxito de sus productos cuando los ofrecía a nuevas clientas era gracias a ella misma, que se presentaba como referencia directa de los beneficios que tenía el uso frecuente de sus milagrosos cosméticos orgánicos, ya que a pesar de tener más de cuarenta años, mi madre seguía manteniéndose con una piel tersa, sin arrugas, brillante y con una blancura asiática que causaba impresión en quienes la admiran, y que ya querrían tener las chiquillas de mi edad.
Sus amigas íntimas solían llamarla “Cleopatra”, porque con su hermoso color de piel parecía estar bañada en leche todo el tiempo.
Ya de por sí los rasgos asiáticos de mi madre causaban una gran sensación entre los vecinos, ya que éstos rasgos mezclados con la fisionomía norteña, impactó positivamente en su genética.
Y aun así, actualmente mi madre se queja constantemente de haber perdido su delgada figura, pero en mi opinión ahora está mucho mejor que antes, pues todas sus nuevas carnes se han distribuido en su cuerpo de forma muy pertinente en pechos, piernas y glúteos, que aunque la hacen ver más rellenita (cosa que ella odia y yo adoro), a la vista de los hombres que admiramos esa clase de cuerpos, resulta tremendamente favorecida.
Cada vez que ella iba a verme al colegio militar todos mis compañeros de clase quedaban embobados viéndola caminar. Algunos ponían especial atención a sus carnosos glúteos, que aunque estaban ocultos por sus vestidos floreados, era fácil que se notara el bamboleo de uno contra el otro mientras andaba.
Otros, por su parte, preferían hacerse pajas mentales mirándole sus corpulentos pechos, que a pesar de no usar escotes pronunciados, sus formas redondas y sus inquietantes caídas se distinguían perfectamente bajo su ropa.
Aunque a mí me incomodaba que la mirasen de esa forma lujuriosa, no puedo negar que yo la encontraba más hermosa… voluptuosa y… sexy… que antes. Claro, desde los ojos de como un hijo ve a su madre.
Ojalá yo hubiera heredado sus rasgos sobre todo ahora que los asiáticos se han vuelto tan populares entre las chicas en esta región de Norteamérica. Pero no, yo soy un mexicano norteño común: alto, güero de rancho como papá (rubio ranchero para quien no sepa el significado) y con la piel más bien rojiza como tomate.
En fin.
Como digo, era más fácil que mi madre me visitara al colegio a que yo la visitara a ella. De hecho, durante sus últimas visitas empecé a notarla más contrariada que de costumbre. La veía seria y un tanto apagada, cuando ella siempre se había distinguido por ser alegre y jocosa.
Incluso ni siquiera se alegró cuando le conté que ya estaba a punto de graduarme del bachillerato, y que me había propuesto realizar mi servicio militar en un cuartel de máximo entrenamiento, pues si todo salía bien, al final cabía la posibilidad de que me dieran una beca para entrar a la prestigiosa Universidad del Ejército y Fuerza Aérea.
Sin querer esa mañana mis ojos se clavaron indecentemente en sus henchidas mamas, que parecían más sueltas y gordas que otros días. Para recobrar el aliento le dije:
—Madre, te noto un poco extraña, ¿todo bien en casa? ¿Todo bien con el viejo?
Y ella forzando una sonrisa, cabizbaja, encantadora como siempre y con sus ojos semirasgados, que le daban a su mirada un deje de inocencia, respondía con un sutil:
—Todo bien, Erik, solo extrañándote, hijo, como siempre, eso es todo lo que me pasa.
—¿Segura, madre? —le preguntaba escéptico, obligándome a no bajar la vista hacia sus dos sugerentes enormidades.
—Segura, mi querido Erik.
—Perdona que te lo diga, madre, pero te estoy diciendo que si hago mi año de servicio militar en un cuartel de máximo entrenamiento, cuando me liberen mi cartilla podría ser candidato para que me den una beca e ir a México a la Universidad del Ejército y Fuerza Aérea.
—Te he escuchado, querido —me dijo, acariciándome las mejillas.
Atribuyo a mi edad a que cada contacto con mi madre me encendía las hormonas y mi falo… se empalmaba sin querer.
—Es que ni siquiera te has emocionado —le reclamé—. Algo va mal en casa y no me lo quieres decir, ¿verdad?
—Todo está bien, cariño, así que no te distraigas por mi culpa. Intérnate en ese cuartel militar por un año, y yo todos los días rezaré para que al final obtengas esa beca que tanto quieres para ir a la universidad, ¿vale?
—¿De verdad no te pasa nada más, madre?
—De verdad, Erik.
Y yo me esforzaba por creerle. No tenía por qué dudar de su palabra. Nunca se me ocurrió que ella estuviera sufriendo en silencio por los problemas que tenía con papá. Al ser yo su hijo único, mi partida de casa había supuesto un duro golpe para ella, y yo que creí que mi ausencia todavía la estaba haciendo sufrir.
Sin embargo, todo estaba a punto de cambiar.
***
Una de las desventajas de vivir interno en un colegio militar no sólo es la severa educación que se recibe por parte de los tenientes, sumado a los ejercicios extremos matutinos y vespertinos a los que somos expuestos; los castigos por faltas al reglamento, o los estrictos códigos de conducta con los que tenemos que convivir.
No.
La verdadera desventaja de vivir interno en un colegio militar es la falta de comunicación con el mundo exterior, y la nula interacción con las chicas, sobre todo en una época en la que nuestras hormonas están en pleno auge y el pene no para de empalmarse ante cualquier provocación (yo, por ejemplo llegando al extremo de empalmarme por la inocente caricia de mi propia madre)
Sin embargo todo cambió cuando me gradué del bachillerato, a los dieciocho años de edad, e ingresé al cuartel donde realicé mi año obligatorio de servicio militar, con el anhelo de recibir al final una plaza en la universidad de la milicia.
El Coronel General, sabedor de nuestras necesidades físicas como lo es el apetito sexual, sin hacerlo oficial (pues podría estar incurriendo en un delito) nos permitió recibir dos veces por mes algo que él llamó “visitas personales” que tácitamente era algo parecido a las “visitas conyugales” de los reclusos, con la novedad de que la “visita” en cuestión, podía quedarse con nosotros toda la noche e irse hasta el amanecer.
En otras palabras, se nos permitió contratar prostitutas dos veces por mes siempre que fuésemos discretos y que nuestro comportamiento durante los entrenamientos fuese irreprochable.
Por orden de lista, a principios de mes se nos asignaban fechas y horarios nocturnos en que podíamos recibir esas “visitas personales” que se dedicaban a saciar nuestros más bajos instintos en la cama, sin la supervisión de ningún teniente que nos estuviera hinchando las pelotas, pues nuestra condición de encierro hacía casi imposible que alguno de nosotros pudiéramos tener novias, aun si nuestras necesidades sexuales eran obvias.
No sé a qué grado de corrupción llegamos (pues no creo que contratar putas en un cuartel militar fuera lícito) que a todos los cadetes nos hicieron llegar un correo electrónico con el catálogo de prostitutas que podríamos contratar (pagando con las becas que nos daba el propio gobierno federal), quienes deseáramos hacer uso de uno de esos dos días de “visitas personales.”
En mi caso, y luego de mucho sopesarlo, elegí a una sexoservidora llamada Astrid, tras quedar cautivado con las hermosas formas que mostraba en sus fotos donde salía desnuda, aunque con el rostro pixelado.
Astrid era una mujer madura pelirroja de pelo corto tipo carré, de 43 años de edad. Algunos de mis nuevos compañeros de cuartel (a ninguno lo conocía de antes) quedaron sorprendidos por mi elección cuando vieron las fotos de la jamona cuarentona, pues ellos solían elegir a chicas casi de su camada, elección que la verdad yo rechazaba por su obvia inexperiencia. No es lo mismo coger con una chiquilla neófita en las artes amatorias a una madura avezada con el tema.
Sin embargo no voy a negar que al principio tuve mis dudas con mi elección, sobre todo cuando Alex y Francisco, mis camaradas más allegados (y que dormían cada uno en la habitación contigua de la mía, Alex a la derecha y Francisco a la izquierda), continuaron burlándose de mí. Pero todo cambió cuando llegó mi día asignado, que eran todos los días 15 y 30 de mes, y ambos vieron aparecer a Astrid en vivo y en directo, provocando que sus pollas palpitaran al momento y que cambiaran de opinión respecto a ella en ipso facto.
Astrid no solo estaba buenísima de cuerpo, sino que era muy bonita de cara. Una madura, vamos, pero de esas que causa impacto al verlas. Cuando nos vimos ella y yo por primera vez, ella se relamió los labios y yo casi la devoré con la mirada. La invité a pasar a mi cuarto, nervioso, y Alex y Francisco se quedaron con la boca abierta viendo lo que me iba a comer esa noche.
—¡Serás cabrón, Erik, cuánta razón tuviste al elegir a esta deliciosa jamona! —me dijo Alex arrepentido por haber dudado de mi ojo clínico—. Con semejante hembra a tu servicio te aseguro que quedarás deslechado por casi quince días. No como la putilla que elegí yo anteayer, que no me hizo sentir nada.
—¡No jodas, Erik! —continuó Francisco—, ¿cómo crees que será morir asfixiado con semejantes tetas y culazo? Porque ya viste tremendo culo que se carga esa cabrona, ¿eh? Mi hermano, tienes que obligar a esta perra a que se siente en tu cara. ¡Muere asfixiado con su culo!
Y yo me regodee al ser la envidia de este par de cabrones, que ahora rectificaban su opinión respecto a mí y el prototipo de mujer que me gustaba.
Es que yo soy así. Siempre me gustaron las mujeres maduras, y desde que recuerdo he tenido el fetiche particular por aquellas que tienen carnes abundantes de manera natural. Por lógica sabía que una mujer madura tenía más experiencia en la cama que una chica de mi edad, y con la buena de Astrid no me equivoqué.
Fue entrar a mi cuarto, despojarla de su ropa y matarla a pollazos. La manera que tenía Astrid de menearse sobre mi pene cuando se ensartaba sobre él, aunado a la potencia de sus gemidos, provocó que no pudiera dejar de fornicarla toda la noche, como un auténtico verraco.
—¡Ay, papito… qué rico me la metes! ¡Auuugggg! —gritaba ella estrellando sus grandiosas nalgas contra mis huevos—. ¡Dame, duro, duro, así, así, asíiiiii! ¡Hoooh, Erik, sí, sí…!
—¡Oh, carajo… carajoooo! …—jadeaba yo, bombeándola con la fuerza de mi juventud, mientras ella se meneaba contra mi pelvis y se corría empapando las sábanas de mi cama.
—¡Me corro cabrónnnnn!
Y aunque para entonces yo no tenía mucha experiencia con mujeres, supe de inmediato que esas mamadas de verga y huevos que me propinaba esta deliciosa madura no las hacía cualquiera, sólo una experta como ella.
—¡Dime que soy tu puta, Erik, dime que soy tu putaaaaa…! —me exigía tres horas más tardes, mientras se prendaba de mi erección como becerra en brama.
—¡Putaaaa! —bufaba yo, viendo cómo toda mi longitud fálica desaparecía en segundos en su jugosa boca, traspasando su garganta mientras ella babeaba a borbotones sobre mi tranca y testículos—. ¡Eres mi puta… oh… sí, eres mi putaaaa!
—¡Haaaaahhhhh!
Y como era de suponerse, a mis compañeros de pasillo, muy poco los dejé dormir esa noche. Astrid, como buena sexoservidora, se fue muy temprano de mi cuarto. Ni siquiera la sentí cuando se marchó. Sin embargo, al amanecer, yo fui la sensación del pasillo, especialmente entre Alex y Francisco, mis vecinos inmediatos, que morbosamente entraron a mi cuarto sin tocar a la puerta para verificar que mis sábanas estaban mojadas por sus flujos. Yo todavía estaba en bóxer y en camisa.
—¡No me jodas, cabrón! —me dijo Alex, maravillado, mirándome como si yo fuese un dios, oliendo la sábana mojada como un vil asqueroso—. ¡Esta sábana apesta a puta! ¡La prueba inapelable de que esa golfa se corrió un montón de veces toda la noche!
—Cómo la hiciste correrse y gritar, cabrón, eres un puto crack —me siguió halagando Francisco, que agarraba sin mi permiso las bragas negras que Astrid me había dejado junto a mi almohada y se las llevaba a la nariz para olerlas—. Te lo juro que me das una envidia que no te cuento.
—Joder, Erik —interrumpió de pronto Alex—, que la puta te ha dejado marcas en el cuello.
—¡Y en las piernas… en tus abdominales… no me quiero imaginar más abajo!
—¡Ya, ya, cabrones —los corrí de mi cuarto—, que me tengo que cambiar y arreglar todo este desastre!
Y ellos salieron a carcajada abierta, diciéndome algo sobre “no cabe duda que los más serios son los más guarros, Erik.”
Y como esa noche, en cada fecha en que me tocó mi “visita personal” se repitió la misma escena con esa hermosa milf en mi cama. Los pervertidos de Alex y Francisco se quedaban hasta tarde oyendo los gritos y berridos que yo le sacaba a Astrid, y al amanecer irrumpían en mi cuarto para ver las corridas que ella dejaba en las sábanas de mi cama, las marcas que me hacía en el cuerpo, y las bragas que me dejaba de recuerdo.
Y ella, como toda una experta, me dejaba exprimido de los huevos por un montón de días. Era una gran mamadora de vergas que parecía disfrutar tragándose hasta la última gota de mi leche. De hecho, lo que más me gustaba de Astrid era su disposición para enseñarme, para experimentar, y para dejarse hacer de todo, hasta el grado de pedirme que le diera por el culito, aun si la tarifa aumentaba.
—¡Todaaaa, Erik, métemela toda por el culo… méteme incluso los huevos!
De todas las prostitutas que visitaban a diario el cuartel (según la fecha que correspondía a cada cadete, pues no se podían juntar más de cinco en una misma noche) Astrid era la que más causaba sensación. Todos se ponían en fila en los pasillos viéndola pasar, admirando sus faldas cortas que enseñaban sus piernas rollizas o sus blusas escotadas que casi enseñaban sus dos enormes tetazas.
Lo mejor de todo es que Astrid solía variar sus oufits en privado, pidiéndome permiso para cambiarse de ropa en el baño, y vaya sorpresa me llevaba yo cuando la veía salir trasformada en toda una puta, con tacones de plataforma altos, lencería provocativa que incluía medias, tangas y ligeros, y un maquillaje fascinante que la hacía lucir muy sexy a la vista.
Obviamente no desaproveché la oportunidad de hacerla sentarse en mi cara, como me lo había sugerido Francisco, experimentando por primera vez el poderosísimo morbo de sentir su raja empapada mojándome la boca, mientras mi lengua se hundía dentro de su coñito y ella bailaba su culazo sobre mí.
Los primeros seis meses en mi servicio militar intercalé entre Astrid y otra madurita llamada Natasha que encontré en el catálogo (nunca les pregunté si eran sus nombres reales, pero me imagino que no), sin embargo, ni Natasha ni una tal Viridiana, que contraté después, me hacían sentir lo que Astrid. Así que la elegí como mi puta de cabecera y no volví a experimentar con otra más.
Creo, de hecho, que yo le gustaba bastante a mi encantadora puta (y permítaseme aclarar que si la nombro así es porque a ella le gustaba que la llamara puta, un fetiche particular que la hacía mojarse al instante) porque cuando empecé a probar con Natasha y Viridiana, Astrid se sintió bastante ofendida, al grado de creer que ya no me gustaba.
Cuando la volví a contratar a través de correo electrónico (el único medio con el que disponíamos los cadetes para comunicarnos con el exterior) me hizo prometer que sería mi puta exclusiva, y que yo no tendría entre mis sábanas a otra que no fuera ella, y como la verdad su compañía sí me dejaba satisfecho, claro que acepté.
Con el tiempo sus putivisitas incluyeron postres y regalitos en el servicio, que ella me dejaba antes de retirarse.
Mis camaradas, por su parte, no paraban de envidiarme, porque al parecer mi puta no accedía a follar con ningún otro cadete que no fuera yo, así que el deseo y morbo que creció entre todos por Astrid fue en aumento, teniéndose que conformar con verla recorrer los pasillos del cuartel durante su trayecto hasta encerrarse en mi habitación.
—Veo que tienes fans, putita mía —le solía decir mientras yo le follaba sus obesas tetas.
—Sé que he generado expectación entre tus compañeros, papito rico, pero sorry por ellos, que esta deliciosa vergota yo no la cambio por ninguna otra —respondía ella, azotándose la cara con mi duro falo.
—Así me gusta, mi hermosa jamona, que me seas fiel —le decía yo con orgullo—. Tú sabes que conmigo no pasarás hambres, así que sigue, puta, cómete lo que tanto te gusta, que esta noche tengo leche para ti hasta para llevar.
Lo único que no me gustaba de la experiencia era que al amanecer, luego de mis tórridos encuentros con Astrid, Alex y Francisco instituyeran como rutina entrar a mi cuarto a ver el desastre de las sábanas mojadas producto de una noche de sexo desenfrenado, buscando las bragas que mi puta me había dejado de recuerdo o para admirar los chupetes en el cuerpo que mi jamona me dejaba después de chuparme con desespero.
Lo que no me esperaba es que mientras yo disfrutaba quincenalmente la compañía de Astrid en mi cuarto, dando rienda suelta a la cogedera, mi madre sufría en casa por culpa de papá.
***
Puesto que teníamos prohibido tener contacto directo con nuestra familia, ya que la distancia se consideraba una prueba fehaciente de que priorizaríamos nuestro espíritu como militar sirviendo a nuestra nación, era imposible hablar personalmente con mi madre y saber cómo estaba. Y de tener celular ni hablar. Estaba prohibido.
Lo que nadie sabía era que, a pesar de estas imposiciones tan extremas, entre mi madre y yo habíamos ideado una manera en la que ella pudiera mandarme pequeñas notas de forma recurrente.
Nos valimos del derecho que tenían las familias para enviarnos víveres al menos dos veces al mes, para que mi madre me dejara una pequeña notita escondida entre las tortillas de harina.
Y cada vez que recibía los víveres, inmediatamente buscaba discretamente entre las tortillas de harina esas notas, que eran una forma de tener presente a mi madre ante la total incomunicación. A veces, por las noches las sacaba de debajo de mi colchón donde las guardaba recelosamente, y las leía, cada vez más preocupado por ella por lo que me transmitían sus escritos.
“Mi querido, Erik, no sabes la falta que me haces. Come bien, cariño.”
“Hola, mi soldadito de plomo, te amo y te extraño horrores. Siempre pienso en ti.”
“¿Cómo amaneció hoy el amor de mi vida? Si supieras lo que necesito de ti, mi vida.”
“Hola, Erik, dueño de mi corazón. Espero hayas tenido un día especialmente bueno. Ojalá que entre tus horas al menos haya un instante en que pienses en tu solitaria madre, que te ama y te extraña.”
“Te mando mil besos y mis bendiciones, mi soldadito de plomo, no sabes lo que mamá te ama y lo mucho que querría que estuvieras aquí, acompañándome.”
Pero la nota que verdaderamente me preocupó, fue la última que recibí de ella durante la última quincena, que decía:
“Cariño, pase lo que pase, tienes que saber que te amo con toda mi alma.”
Y para mí fue decisivo. Tenía que saber de ella. Al menos tenía que poder hablar por teléfono con mi madre y saber que estaba bien y que no iba cometer una locura. No me importaba si ésta falta me haría perder la oportunidad de mi vida. Tenía que intentarlo.
Así que me dirigí con el primer Almirante y le dije que necesitaba un permiso especial para hablar con mi madre por teléfono, pues tenía la sospecha de que no se encontraba bien. Como era de esperarse, el Almirante Fábregas (con el que solía tener frecuentes desencuentros) me respondió con toda la inquina que le fue posible:
—Ahhhh, el pequeño cachorrito quiere hablar con mami, ¿qué es lo que quiere el bebecito? ¿Quejarse con mami por los malos tratos que recibe de mí? ¿O es que quiere que ella venga a limpiarle el culo a su bebecito, toda vez que es un bueno para nada que ni siquiera sabe cagar bien?
No me explico por qué motivo este imbécil me tenía tanto desdén, si no recuerdo haberle hecho nada. Concluí en que era una reacción natural a su puesto y decidí seguirme humillando ante él.
—Almirante Fábregas, se lo suplico de verdad. Tengo la sospecha de que mi madre se encuentra mal y por tal motivo necesito hablar con ella por teléfono.
—¿Y por qué usted sospecharía algo así, cadete Santamaría? ¿Es que se ha comunicado con ella por algún medio? Le recuerdo que está estrictamente prohibido…
—No, no, qué va, Almirante Fábregas, cómo se le ocurre —respondí extremadamente nervioso—. Es solo… una corazonada. Le propongo cambiar mis “visitas privadas” del mes sólo por un minuto para hablar con ella por teléfono y asegurarme de que está bien. Sólo le pido un poco de humanidad.
El Almirante Fábregas se cagó de risa, regodeándose en mi sufrimiento y me respondió:
—Mire, cadete Santamaría, desde que usted llegó a este cuartel, sabía muy bien los sacrificios a los cuales se sometería. Yo no puedo darle privilegios a ningún cadete sólo por “humanidad”. La humanidad está allá afuera, en el crimen organizado que nuestro ejército está combatiendo, dando prioridad al bien común antes que a su familia. Así que no, cadete Santamaría, mi respuesta es un rotundo no. Ahora váyase de aquí, a menos que insista en ver a su dulce “mami”, sabiendo que si lo hace tendrá que atenerse a las consecuencias, que en este caso es ser expulsado de este cuartel, cosa que no le conviene si sus aspiraciones de obtener una plaza en la Universidad del Ejército y Fuerza Aérea mexicana siguen vigentes. Y dicho sea de paso, su estadía en este cuartel de todos modos no le garantiza el boleto de admisión.
Y yo, tragándome el puto coraje, (cuando lo que más quería era arrancarle con mis propios dientes la cabeza de armadillo que tenía), asentí con la cabeza y fingí serenidad:
—Entiendo, Almirante Fábregas. En tal caso, gracias de todos modos. Me retiro a mi alcoba.
—Una decisión loable, cadete Santamaría —se burló el hijo de puta—. Ande, vaya a descular hormigas a otro lado y déjeme de molestar.
Y salí rabiando de su oficina, hablando pestes de él cuando llegué a la sala común, donde estaban mis camaradas Alex y Francisco.
—¿Qué mierdas te pasa, Erik? —me dijo Alex, que estaba afanado limpiando sus botas—. Traes una puta cara que parece que te están metiendo una escopeta por el culo.
—¡No es para menos, cabrón! —estallé—. El Almirante Fábregas es un cabrón! ¡Un viejo de mierda hijo de su reputísima madre!
Y les conté la preocupación que tenía por mi madre tras haber leído la última nota que me había enviado de forma anónima, y cómo el Almirante Fábregas se había rehusado a darme un minuto para hablar con ella por teléfono para confirmar que estaba bien.
Mis camaradas se compadecieron de mí, uno más sincero que el otro, y por la noche Alex se apareció en mi cuarto con una sospechosa propuesta que a pesar de su naturaleza “solidaria” no dejó de ser tremendamente cínica y ofensiva para mí.
—Mira, Erik, la verdad es que me ha conmovido bastante tu caso y la mortificación que sientes por tu madre. Eres de los pocos que se preocupan por sus padres y por eso quiero ayudarte.
—¿Y cómo podrías tú ayudarme, Alex? —le pregunté interesado incorporándome de la cama.
—Digamos, mi buen Erik, que yo podría conseguirte un celular para que lo tengas durante una noche entera y te comuniques con tu madre. Pero tienes que ser discreto, porque si alguien nos descubre, ahora sí nuestras aspiraciones para ir a la Universidad del Ejército y Fuerza Aérea se van a la mierda.
—¿En serio? —me sorprendió su negocio—. ¡No me jodas, Alex! ¡Dime con quién me dirijo, porque te juro que me urge hablar con mi madre! Le pago lo que sea. Tengo mis ahorros de la beca.
—Tranquilo, Erik —me contestó Alex un tanto fanfarrón—, que no se trata de dinero como quiero que pagues el favor de conseguirte el celular por una noche, sino… más bien tu intercesión para obtener un servicio.
No entendí a lo que se refería, por eso se lo exigí:
—Escúpelo ya, Alex, carajo, que no tengo tiempo para tus bobadas. ¿Qué es lo que quieres?
—Quiero que convenzas a tu puta, esa tal Astrid, para que folle conmigo mañana que es mi día de recibir “putivisitas”, y te prometo que si lo consigues, mañana mismo por la noche tendrás el celular.
***
No sé cómo lo hice, pero después de pasarme buena parte de la madrugada insistiéndole a Astrid para que se acostara con el pendejo de Alex, finalmente lo conseguí, aunque no fue fácil.
Astrid al principio se mostró molesta: más que molesta indignada, pues Alex ni siquiera le gustaba físicamente ya que lo consideraba “una jirafa andante sin gracia”.
Me tildó de farsante, de no hablarle claro, de estar urdiendo una artimaña contra ella para hacerla follar con otro y así luego yo tener un motivo para echárselo en cara en el futuro hasta alejarla de mí.
Creo que al final se compadeció cuando le conté el tema que tenía con mi madre y el motivo por el cual yo necesitaba que me hiciera ese favor especial.
De todos modos la petición de Alex me pareció la peor bajeza que se le puede hacer a un “camarada.” Quedé muy decepcionado de él y sin decirlo tomé la decisión de mandarlo a la mierda a partir de entonces, pero de momento tuve que hacer de tripas corazón pues de verdad necesitaba el celular.
—Aquí lo tienes, Erik —me dijo esa noche con una sonrisa perversa en el rostro, entregándome el aparato—. Guarda el celular y cuídalo bien, ¿vale?, que ya mañana discretamente me lo regresas. Y, por favor, que no te lo vayan a descubrir, ¿quieres?
—Descuida, Alexito —respondí con frialdad.
Cuando mi supuesto amigo ya se iba de mi cuarto se detuvo en la puerta y me dijo:
—Por cierto, Erik, ya tengo a tu puta esperándome a cuatro patas en mi habitación. Espero que te dejemos dormir esta noche, colega. Nadie va a creerme mañana que después de todo Astrid no te era tan fiel a ti. —Odié su estúpida cara de imbécil y de envidioso que me dedicada. Cómo no me di cuenta antes de la clase de alacrán que tenía por amigo—. Sin resentimientos, colega, ¿vale?, que es probable que a partir de mañana tu famita de macho alfa de la manada se terminará gracias a mí.
—Descuida —le dije con los dientes apretados.
—Hasta mañana, Erik.
—Púdrete, Alex —le dije, pero no me oyó.
Tuve unas putas ganas de desfigurarle la cara a trompadas a este perro desgraciado como nunca antes, superando incluso las ganas que tenía de arrancarle la cabeza al Almirante Fábregas. Pero como digo, tuve que apechugar. Mi madre lo valía.
Al poco rato los exagerados gemidos de Astrid, mi Astrid, empezaron a escucharse hasta mi cuarto. Ahí comprendí que después de todo mi puta favorita no me había perdonado del todo. Estaba resentida por haberla persuadido para que cogiera con Alex y por eso gemía como una auténtica actriz porno. Me rehusaba a pensar que Alex fuera tan bueno para hacerla gemir de esta manera de forma natural.
Y sentí celos, muchos celos, lo admito. No concebía que Astrid estuviera follando con él a pocos metros de mi cuarto. No concebía que otro hombre estuviera usando a una mujer que consideraba mía. Y no es que yo no supiera que Astrid follaba con otros hombres cuando no estaba conmigo, obviamente, pero me parecía indignante que ahora estuviera berreando sabedora de que yo la estaba escuchando.
Y Alex no pararía hasta probar con Astrid todas las cosas que yo hacía con ella. Pero claro, la culpa no la tenía Alex por completo, sino yo… por acceder a su puto jueguito.
Como no tenía la intención de seguirlos escuchando fornicar, me encerré en el baño, (aunque de todos modos se oían sus gemidos) marqué el número fijo de casa y esperé a que mi madre respondiera. Mis dos primeros intentos fueron infructíferos, hasta que finalmente al tercero ella respondió.
—¿Hola?
Sólo oír su dulce voz provocó que mi tensión se suavizara, y que toda la preocupación y angustia que había acumulado en el cuerpo se desvaneciera de repente.
—Madre, soy Erik.
Silencio. Un gran sollozo, luego ella, incrédula, preguntando:
—¿Erik? ¿Mi Erik? ¿Mi hijo?
—Sí, mamá, soy Erik, tu Erik, tu hijo.
—¡Por Dios, mi corazón!
Y ella se echó a llorar con verdadero sentimiento. Sus gimoteos casi sepultaban los pornográficos jadeos que no paraba de soltar Astrid desde el otro lado de mi cuarto:
“Hahha” “Huuuuhhh” “Fóllame, papi, soy tu puta…”
—Madre, ¿qué tienes? Me rompe el corazón oírte así.
—¿Qué voy a tener, Erik? Que te estoy escuchando, después de tantos meses sin oír tu voz, mi amor. ¿Sabes que te he extrañado horrores? ¡Mi vida sin ti es un infierno, sobre todo ahora que estoy tan sola! —siguió llorando.
—¿Por qué un infierno, madre? ¿Por qué sola? ¿A caso mi padre no ve por ti? ¿No te cuida? ¿No te procura? ¿Hace más por su trabajo que por ti?
Hubo un silencio en que ella dejó de sollozar, aunque mi vecino de pasillo y su puta, no dejaban de berrear.
“Hahha” “Huuuuhhh” “Por el culo, Alex, por el culo”
—Erik, preferiría no hablar de tu padre en este momento.
—¿Por qué no? Tengo derecho a saber si él te está lastimando, mamá. En tu última nota parecía… parecía que me escribías más bien una nota suicida. ¿Sabes lo que me preocupé por ti? ¿Sabes lo que he hecho para poder llamarte? ¿Sabes lo que me estoy arriesgando teniendo este teléfono justo ahora y lo que he pagado por ello?
“Ayyyy… sí, sí, sí… qué rico… qué rico… clávamela toda en el culo, papi”
—Yo… hijo… pfff… lo sé… ni siquiera me había dado cuenta que me estás hablando a estas horas de la noche aun sabiendo que tienes prohibido comunicarte conmigo.
—¿Lo ves? Y sin embargo lo estoy haciendo porque me preocupas, madre.
—Ay, mi soldadito de plomo… cómo te amo.
—Yo también te amo —le dije—, y aunque tú lo niegues, este “soldadito de plomo” sabe bien que estás triste por algo, y me gustaría que me dijeras qué pasa, para poder ayudarte. No me siento bien sabiéndote infeliz.
—Qué bien me conoces, mi soldadito de plomo. Porque tienes razón… no estoy bien. Y por eso no sabes cómo quisiera poder verte, Erik. Tantos meses sin besarte ni abrazarte, mi vida.
—Yo también te extraño, madre, y ahora que me confirmas que no estás bien, me pregunto si tu infelicidad tiene que ver con papá. ¿Es que te ha gritado? ¿Te ha golpeado… te ha…?
—No… Erik, tranquilo. Roberto no me ha hecho nada de esto durante los últimos seis meses, ¿y sabes por qué? Porque hace seis meses que se fue de casa.
Su respuesta me dejó perplejo y con la boca seca.
“Más duro, Alex, más duro, hooh, sí, sí…”
—¿Cómo que se fue? ¿A dónde? ¿Por qué no me lo dijiste antes en alguna nota? ¡Dime qué ha pasado, madre, por favor!
—Me gustaría poder… contártelo, hijo, pero no por teléfono.
—Sabes que es imposible comunicarnos de otra forma —le recordé—, ¡esta es la única manera que tenemos para hablar!
Y Akira volvió a echarse a llorar. Y me partió el corazón en mil pedazos. Pocas veces la había oído en ese estado tan lamentable, y no estaba preparado para lidiar con todo eso.
—¡Quisiera tanto verte, Erik! —sollozaba, mientras Astrid seguía gimiendo al otro lado de mi cuarto—. ¡Tocarte… que me digas que me quieres! ¡Quisiera tanto abrazarte, hijo! ¡Que me digas de frente lo mucho que me amas!
—Carajo, mamá, te juro que yo no tengo el corazón para abandonarte en estos momentos. Me siento tan mal que hayas tenido que padecer este sufrimiento sola.
—No es tu culpa…
—¡Iré a verte, mamá, mañana mismo me escaparé de aquí y…!
—¡NO! ¡NO! ¡NI SIQUIERA LO PIENSES! —gritó ella.
—¡Pero madre… tú misma me estás diciendo que me necesitas a tu lado!
—Sé… yo sé que todo esto suena contradictorio, Erik, pero no voy a consentir que veas truncados tus sueños por mi culpa.
—Eso ya no me importa, madre. Me importas tú.
—En tal caso… no sé, hijo… debe de haber otra forma para vernos sin que te sancionen… ¿pero cómo?
Y entonces, mientras escuchaba gemir a la puta de Astrid… tuve una idea tan arriesgada como descabellada, incluso morbosa… pero en cierto modo, casi irrealizable.
—Mamá… a lo mejor habría una manera… de vernos… el día quince de este mes… incluso… incluso con la posibilidad de que te quedaras conmigo… toda la noche…
En ese momento mi madre pegó un grito de felicidad. Un grito que era probable que tuviera que tragarse cuando le dijera lo demás…
—¡Por Dios, Erik! ¿De verdad podría verte el día quince? ¿Cómo no me lo dijiste antes? ¡Solo faltan tres días para esa fecha! ¿De verdad podría verte? ¿No me estás bromeando?
¿Cómo decírselo, carajo, cómo mierdas decírselo sin morirme de vergüenza?
“¡Ensártamela toda, papi, azótame el culooo!”
—Mamá… yo…
—¡Erik, por Dios, no juegues así conmigo! —volvió a sollozar con desespero—. ¡Con las ganas que tengo de verte tus palabras ya me han hecho mucha ilusión! ¡Como me digas que todo es una treta para tranquilizarme… te juro que no lo soportaré! Por eso dímelo otra vez, ¿hay posibilidad de verte y pasar una noche contigo, cielo? ¿Te dejarán salir para estar conmigo sin recibir ninguna sanción? Y no me mientas, por favor.
Las palabras las tenía atoradas en la garganta. No sabía cómo plantearle mi propuesta sin que se sintiera asustada u ofendida. No había manera de proponérselo sin que me tildara de loco y de ser un hijo aberrante.
—Verás, madre… teóricamente sí… hay posibilidad de vernos… pero… no sé yo si tú… estarías dispuesta a…
—¡Estoy dispuesta a todo con tal de verte aunque sea un segundo, amor mío, cuanto más si lo haré toda la noche, como tú dices! ¿Te dejarán salir? ¿Vendrás a casa? ¿Pero cómo será eso si en los estatutos…?
—Es que… mira, madre, la idea más bien es que seas tú quien venga a verme… a mí, a mi cuarto, por la noche, el día quince…
“¡Ay, por Dios… Alex… qué bien me culeas, que ricooo!”
—Te juro que no te entiendo, hijo, primero me dices que te sancionarán si tienes contacto directo con algún miembro de tu familia, y ahora me dices que yo puedo presentarme el día quince en el cuartel, en tu cuarto y quedarme contigo a dormir, ¿de qué se trata todo esto?
—Pues se trata de que… tú me busques en el cuartel pero… no en calidad de madre.
—¿No en calidad de madre? —dudó ella, aclarándose la voz—, ¿entonces en calidad de qué?
“Me corro, Alex, me corro… ah… me corro sobre tu verga y tus huevos”
—En calidad de prostituta, mamá…
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