Lo bueno se hace esperar, dicen. No sé si esto esto me estará saliendo bien. Pero me encanta hacerlo. Les dejo la próxima entrega de la serie.
Les agradezco los puntos, favoritos y comentarios. Estimulan y ayudan mucho
Les dejo unas fotitos de Pauli
Lo cierto es que el vergudo la tenía ahí, toda mojada para él, entregadísima. Sacó un forro de su bermuda, sin sacársela enteramente, y se lo puso. Me miró y me dijo, "Permiso", y con la mayor cara de soberbia que yo podía haber conocido, le puso la pija a mi novia por primera vez. (Fragmento del capítulo anterior)
Cuando me desperté al otro día, la luz entraba con furia por las ventanas de la casa que estábamos alquilando, y la casa ya tenía la temperatura de un horno ya precalentado. No se entiende cuál es la obsesión de los propietarios de casas en el este con poner esterillas de paja a trabajar como cortinas en las ventanas. Cumplen un trabajo pésimo en detener la luz de entrar a la vivienda, despertándote siempre en horas tempranas del día, porque por alguna razón en verano amanece muy temprano, y las casas están iluminadas y calurosas ya desde muy temprano.
Hacía ya muchos años que alquilábamos casas para pasar nuestras vacaciones en el este con Pauli. Desde que nos conocimos ha sido como un refugio que elegimos habitar en casi todos los activos veranos, y otros tantos desolados inviernos. Sin embargo, odiábamos algunas cosas de las construcciones que nos limitaban el disfrute, como las cortinas.
La resaca que estaba llevando adelante yo era brava y dura. Dentro de la cabeza habitaba la barra brava entera de un equipo chico de Uruguay, golpeando los 3 elementos de percusión que tenían, molestando más de lo que alentaban. La boca seca y pastosa me molestaba, necesitaba tomar agua pronto. Me estiré hacia la mesa de luz para agarrar la botella de agua que siempre me llevo a la cama para no tener que levantarme si a mitad de la noche siento la intempestiva sed. La abrí y me tiré todo su contenido directo a la garganta, auto-provocándome un leve ahogo que me hizo toser. Intenté aguantar para no terminar despertando a Pauli, que de espaldas a mí dormía despatarrada en la cama, como un borracho en una cuneta.
Las ganas de mear me hicieron levantar de la cama y vivir una especie de sismo dentro de la vivienda, donde todo se movía y giraba con auténtico descontrol. Me volví a sentar en la cama para ordenar mis sentidos, levanté las dos palmas de la mano a la altura de mi cara, como diciéndole al universo que detenga su incesante movimiento para no terminar meándome arriba.
La casa parecía haber vivido un real terremoto. El desorden era total. Pauli y yo nunca fuimos demasiados ordenados, la verdad es que no pudimos incorporar las conductas de nuestros antepasados para mantener el orden en nuestra casa. No se confundan, no es que seamos personas poco limpias. Nos molesta la mugre, mas no el desorden. Podemos estar con la ropa lavada tirada en la silla del cuarto hasta el día del juicio final, sin inmutarnos. Sin embargo, en esta casa el desorden reflejaba la noche que habíamos vivido. Sonreí tontamente al tener algunos flashcbacks.
“¿A dónde vas mi amor? Vení”, me dijo Pauli con voz de mimosa demandante. “Voy al baño y vengo, bebé”, respondí tomando coraje para ponerme nuevamente de pie y someterme a la batidora universal. Pude levantarme y bajar la escalera que conectaba el dormitorio con el resto de la casa, incluido el baño que estaba debajo. Recorrí con la mirada la escena del crimen, y me venían más recuerdos a la cabeza. “¡Qué nochecita, eh!”, le grité moderadamente a Pauli, como para no aturdirla. “¡Fuaa!”, exclamó ella de forma tan escueta como contundente.
Mientras bajaba las escaleras con notorias dificultades motrices me azotaban las imágenes de la noche en formato de corto en la cabeza. Me entredetuve en un peldaño unos segundos con la mirada perdida, mientras en mi mente se reproducía la secuencia del pibe de anoche sacudiendo a mi novia de parado, agarrándole los dos brazos, inmovilizándola y castigándola a pijazos frente a mi mirada inútil y cachonda. Me calenté.
Tediosamente pude cumplir mi misión de mear. Lo hice sentado porque era la mejor forma que encontraba mi cuerpo para cumplir esa función orgánica en ese momento. A la salida del baño me encontré a Pauli completamente desnuda, con cara de dormida y sacudida por la noche. Me dedicó una mirada cansada, pero tierna. Extendió sus brazos hacia mí como pidiéndome un abrazo. Se lo otorgué feliz. La apreté contra mi pecho, mientras le acariciaba la espalda como a ella le gustaba. Pude sentir sus grandes tetas presionándome el abdomen, al tiempo que ella me apretaba con todas sus fuerzas matinales, que no eran demasiadas. Noté que el olor de Pauli esa mañana/medidodía/tarde era una mezcla de sudor dulce femenino y mucho sexo. Mucho sexo. La amé profundamente.
Pauli se metió al baño mientras yo me decidí a cocinar algo para agregarle algún tipo de nutrientes y energía a nuestro tiempo. Mi desnorte era tal que no sabía si tenía que cocinar desayuno, almuerzo o merienda. Me decidí por hacer unos huevos revueltos, picar algo de fruta y hacer algunas tostadas. Un desayuno polenta que ayude un poco a recuperar fuerzas. Mientras lo preparaba escuché el sonido de la ducha cayendo e intuí que Pauli estaba buscando despabilarse rápidamente. Me acerqué a la puerta y le dije en tono paternal y protector “¿Todo bien mi amor?”. “Sí, amor. Me estoy dando una duchita para activarme un poco. Me siento hecha pedazos”, me respondió. La dejé tranquila que disfrutara de su espacio.
Cuando salió del baño ya se la notaba diferente. El perfume del jabón, el shampoo ya cambiaban su postura. Su rostro estaba más fresco, y cargaba consigo una sonrisa de felicidad y picardía. “Me re arde la conchita, mi amor”, me dijo con cara de sufrimiento fingido. “Y sí, mi amor. ¿Qué querés?”, le contesté con la risa cohibida con la que siempre hablaba con ella después de que cogía con otro. No podía evitar sentir un poco de vergüenza de ser así de cornudo. Me pasaba siempre, pero ya estaba acostumbrado, y ella también. “Ja, ja, sí. Mucha pija”, dijo mientras agarraba la taza de café y se la llevaba a la boca. La miré enamorado. “Mi cornudito hermoso”, me devolvió y me hizo un mimo en la mano encima de la mesa.
Terminamos de desayunar y ambos sentimos una súbitas ganas de salir de la casa, abandonar el espacio y refrescar la mente. La playa sonaba muy bien como plan para tales fines. Subimos al dormitorio a cambiarnos para salir. Allí fue el primer momento en que Pauli tomó contacto con su celular, que aún descansaba en su mesa de luz, conectado al cargador de corriente.
“Bueno, bueno. Mirá quién parece que quedó como loquito”, me dijo Pauli riéndose tímidamente, buscando mi complicidad. Me extendió el celular, lo agarré, y se quedó mirándome expectante. Había un mensaje de un número que no tenía agendado, pero el de la foto de perfil era claramente el pendejo que se había comido anoche.
“Hola morocha! Ni en el más gozado de mis sueños me esperaba lo de anoche. Son una pareja hermosa, y vos una bomba explosiva. Espero que ustedes hayan pasado tan bien como yo.”
Creo que me gustó tanto como a Pauli haber leído ese mensaje, y que este pendejo estuviese pensando eso de nosotros. Por supuesto que me volví a imaginar a mi novia cogiéndolo y la sangre corrió rápidamente hacia mi pija, pero también me regocijó el alma ese mensaje. Lo hermoso del Cuckold, entre otras cosas, es la oportunidad de mostrar el amor que se tiene una pareja, e incluir a algunos como testigos de ese amor, en una dinámica de goce y disfrute que no tiene comparación.
Hubo que salir al sol y al calor. Ni bien salí, sentí el resplandor del sol apuñalándome la cornea sin piedad, ni siquiera los lentes de sol podían mitigar el impacto feroz de nuestra estrella madre. No soportaba la remera puesta. No entendía cómo hacía Pauli para no desesperarse por sacarse el remerón largo que se había puesto, que apenas le tapaba la cola, y dejaba asomar el final de la misma bikini negra diminuta que se había puesta el día anterior. Decidimos que lo mejor iba a ser arrancar para la playa, y sortear el calor ahí.
Al llegar a la playa, fuimos directo a darnos un chapuzón furioso para sacarnos el calor insoportable por un rato de arriba. Luego, ya más frescos, armamos el campamento, donde no faltaba la sombrilla que haría de refugio. Pauli estaba tan hermosa. Hay algo en las mujeres que están bien cogidas que se les fija en el aura, o no sé en dónde. Se mueven con más naturalidad, están más cómodas con su cuerpo. Y Pauli demostraba estar re en esa. No se andaba tapando en lo más mínimo, se agachaba en cuclillas dejando todo su orto al descubierto en la playa, sin el más mínimo prurito de que alguien pudiese estar mirándola fijo. De hecho, estaba convencido de que estaría disfrutando que los hombres la estuvieran deseando en la playa. Total, ella ya estaba re cogida de la noche anterior.
Nos tiramos en la arena, bajo la sonrisa, a descansar el cuerpo y reponer energías. Lo necesitábamos. Compramos algo para comer en un parador de allí, y luego seguimos así hasta que el sol comenzó a ser un poco más tolerable. Esporádicamente Pauli agarraba el celular y chateaba con Felipe. No es que le haya dado mucha bola, pero a mí me dio bien poca. Esto me ponía un poco de mal humor, no puedo negarlo. Sentía que Pauli me estaba rechazando. En un momento no sostuve más e infantilmente le dije, “Che, me estás odiando un poquito, ¿no?”.
“Yo no te estoy odiando, te estarás odiando vos”, me dijo con una calma y seriedad que me dejó pasmado. Se me desarmó la psique. Quedé trancado. Ella tenía razón. Me estaba odiando por algo, y necesitaba que ella me diera otra percepción de mí mismo, que me recordara que yo era lo que elegía. Como ella no me daba eso, me enloquecía cada vez más, con la idea de que su entusiasmo por mí podía decaer. ¿Me odiaba a mí mismo por las cosas que promovía que hiciera mi novia? ¿Por qué permitía que eso pasara?
“Voy a darme un chapuzón”, me dijo levantándose de la silla. El agua del mar estaba de un color verde casi transparente, y con una temperatura que cualquier veraneante envidiaría. La acompañé, por supuesto. Me venía bien refrescarme entero.
Jugamos un rato en el agua, y salimos para empezar la ronda de mates. Estábamos empezando a fumar uno, cuando la cara de Pauli se transformó a una sonrisa entusiasta, clavando los ojos en la bajada de la playa. Me dí vuelta para mirar ya sabiendo qué era lo que venía. Y sí, Felipe venía bajando a la playa con sus amigos, ni bien la vio, la cara se le transformó a la de un nene en la mañana de un día de reyes. Y la pija seguramente recordó lo que había vivido la noche anterior.
Tuve que lidiar rápidamente con mis demonios. Racionalmente sabía que Pauli me amaba como siempre, de una forma tan hermosa y pura, pero tenía una sensación oscura de que podía dejarme en cualquier momento. Padecía en silencio ese proceso, con un dolor que intentaba vencer, pero que me llevaba un esfuerzo titánico.
Los amigos de Felipe se ubicaron a algunos metros de nosotros, no tan cerca como el día anterior, y él vino directamente a saludarnos a nosotros. Pauli se levantó de la silla para saludarlo, se dieron un abrazo corto, pero pude ver como ella le apoyaba las tetas en el abdomen, y él intentaba apoyarle la pija levemente. Me calentó y me enojó a la vez. Delante de todo el mundo en la playa, me parecía un montón, pero sabía que tenía que aguantar, porque era mi deseo.
“Quedate a tomar unos mates, dale.”, le dijo Pauli a Felipe. “Amor, ¿lo dejás sentar en la reposera?”, me dijo haciéndome un gesto con la mano, indicándome que me sentara en el piso. Obedecí sin cuestionarlo, dejándole lugar al pibe (¿nuestro nuevo bull?).
“¿Cómo están?”, dijo él con tono canchero, ocupando mi lugar en la reposera. “¡Cómo estás vos!”, le respondió exclamando Pauli haciéndole un paneo de arriba a abajo al pibe. “¡Cómo estuviste vos anoche!”, retrucó él haciendo que todos soltáramos la incomodidad que traíamos en forma de risa.
Resulta que el pibe no tomaba mate. Pero se quedó toda la tarde sentado con nosotros charlando. Nos contó un poco de él. Era un cheto, con aparentemente mucha plata, que sacaba de vacaciones a sus amigos, pagando todo él. Para mi sorpresa, no me resultó para nada fanfarrón. Tenía una humildad extraña en la que no quedaba pedante, pero sabía exponer todas sus facultades.
Se mostró muy interesado en nuestra sexualidad. Se sorprendía con cada anécdota, y quería saber más y más. “Les juro que no sabía que estas cosas le pasaban a la gente de verdad”, dijo. “Le pasan, estas, y mucho más. El límite es la imaginación”, acoté con una de mis frases de cabecera para hablar del cuckold.
“La verdad que ahora no tengo idea qué hacer con toda esta información. ¡Y tengo una calentura interna que ni se imaginan!”, nos dijo el pibe ya sacándoselo de arriba.
“A mí se me ocurre algo”, dijo Pauli. “En mi casa no hay nadie”, dijo torciendo la boca, con cara de pícara. El pendejo me miró enseguida, yo no emití sonido, estaba un poco incrédulo. “Es que está muy desordenada de anoche. Y me parece que como sos el que desordenó, me tenés que ayudar a ordenar”, siguió ya hablando con algo de sorna. Como quien inventa una historia para confundir a un niño y que no se dé cuenta de lo que en realidad está pasando. En este caso el niño cornudo era yo. “¡Bueno!”, dijo el pibe volviendo a mirarme a mí, esperando que objetara.
“Llevamos las reposeras así no tenés que cargar tanto después, mi amor”, me dijo. Se acercó a mí, me dio un tímido beso y me dijo al oído “Que disfrutes el atardecer, cornudito”. Me guiñó el ojo, agarraron las reposeras y se fueron caminando despacio.
Ahí me quedé yo. Solo en la playa, debajo de la sombrilla, con la cabeza a mil. Nadie me había consultado, ni siquiera me habían incluido. Los amigos de Felipe seguían en la playa a unos metros considerables de mí. No quería siquiera dirigir la mirada hacia ellos. Sabía que se debían estar cagando de la risa de mí y mi cornudez. Me sentí infeliz, pero revuelto de calentura.
El tiempo pasaba muy lento. Ni siquiera podía entretenerme mirando los culos de las pendejas que había en la playa. No paraba de pensar en el destrato que había vivido por parte de Pauli, y en lo fácil que se deshizo de mí e invitó al pendejo a coger a casa, sin miramientos.
Me tiré al agua un par de veces más, como para espabilarme y refrescarme. Ya no sabía qué hacer con todo lo que me pasaba en la cabeza. Lidiaba con la sensación de abandono que me provocó el desplazo de Pauli, y con los celos que me provocaba ese varón joven, totalmente hegemónico y con mucha plata. Me había sentido inseguro otras veces en este juego, pero esta vez la ambigüedad oscilaba entre lugares muy extremos. Una sensación de infelicidad se solapaba con una felicidad mixta con una enorme calentura. Sensaciones en el pecho, en el abdomen y en los huevos que no se podían controlar.
Pasados 30 minutos me llegó un mensaje de un número desconocido. Cuando lo abrí reconocí la misma foto de perfil que había visto en el mensaje que llegó al celular de mi novia en la mañana. Una foto de las tetas de mi novia llenas de leche era el único mensaje que había en la conversación. Debajo de ésta, leí “Qué lástima que no estás para limpiarlas, cornudito”.
Este pendejo estaba aprendiendo rápido.
Les agradezco los puntos, favoritos y comentarios. Estimulan y ayudan mucho
Les dejo unas fotitos de Pauli
Lo cierto es que el vergudo la tenía ahí, toda mojada para él, entregadísima. Sacó un forro de su bermuda, sin sacársela enteramente, y se lo puso. Me miró y me dijo, "Permiso", y con la mayor cara de soberbia que yo podía haber conocido, le puso la pija a mi novia por primera vez. (Fragmento del capítulo anterior)
Cuando me desperté al otro día, la luz entraba con furia por las ventanas de la casa que estábamos alquilando, y la casa ya tenía la temperatura de un horno ya precalentado. No se entiende cuál es la obsesión de los propietarios de casas en el este con poner esterillas de paja a trabajar como cortinas en las ventanas. Cumplen un trabajo pésimo en detener la luz de entrar a la vivienda, despertándote siempre en horas tempranas del día, porque por alguna razón en verano amanece muy temprano, y las casas están iluminadas y calurosas ya desde muy temprano.
Hacía ya muchos años que alquilábamos casas para pasar nuestras vacaciones en el este con Pauli. Desde que nos conocimos ha sido como un refugio que elegimos habitar en casi todos los activos veranos, y otros tantos desolados inviernos. Sin embargo, odiábamos algunas cosas de las construcciones que nos limitaban el disfrute, como las cortinas.
La resaca que estaba llevando adelante yo era brava y dura. Dentro de la cabeza habitaba la barra brava entera de un equipo chico de Uruguay, golpeando los 3 elementos de percusión que tenían, molestando más de lo que alentaban. La boca seca y pastosa me molestaba, necesitaba tomar agua pronto. Me estiré hacia la mesa de luz para agarrar la botella de agua que siempre me llevo a la cama para no tener que levantarme si a mitad de la noche siento la intempestiva sed. La abrí y me tiré todo su contenido directo a la garganta, auto-provocándome un leve ahogo que me hizo toser. Intenté aguantar para no terminar despertando a Pauli, que de espaldas a mí dormía despatarrada en la cama, como un borracho en una cuneta.
Las ganas de mear me hicieron levantar de la cama y vivir una especie de sismo dentro de la vivienda, donde todo se movía y giraba con auténtico descontrol. Me volví a sentar en la cama para ordenar mis sentidos, levanté las dos palmas de la mano a la altura de mi cara, como diciéndole al universo que detenga su incesante movimiento para no terminar meándome arriba.
La casa parecía haber vivido un real terremoto. El desorden era total. Pauli y yo nunca fuimos demasiados ordenados, la verdad es que no pudimos incorporar las conductas de nuestros antepasados para mantener el orden en nuestra casa. No se confundan, no es que seamos personas poco limpias. Nos molesta la mugre, mas no el desorden. Podemos estar con la ropa lavada tirada en la silla del cuarto hasta el día del juicio final, sin inmutarnos. Sin embargo, en esta casa el desorden reflejaba la noche que habíamos vivido. Sonreí tontamente al tener algunos flashcbacks.
“¿A dónde vas mi amor? Vení”, me dijo Pauli con voz de mimosa demandante. “Voy al baño y vengo, bebé”, respondí tomando coraje para ponerme nuevamente de pie y someterme a la batidora universal. Pude levantarme y bajar la escalera que conectaba el dormitorio con el resto de la casa, incluido el baño que estaba debajo. Recorrí con la mirada la escena del crimen, y me venían más recuerdos a la cabeza. “¡Qué nochecita, eh!”, le grité moderadamente a Pauli, como para no aturdirla. “¡Fuaa!”, exclamó ella de forma tan escueta como contundente.
Mientras bajaba las escaleras con notorias dificultades motrices me azotaban las imágenes de la noche en formato de corto en la cabeza. Me entredetuve en un peldaño unos segundos con la mirada perdida, mientras en mi mente se reproducía la secuencia del pibe de anoche sacudiendo a mi novia de parado, agarrándole los dos brazos, inmovilizándola y castigándola a pijazos frente a mi mirada inútil y cachonda. Me calenté.
Tediosamente pude cumplir mi misión de mear. Lo hice sentado porque era la mejor forma que encontraba mi cuerpo para cumplir esa función orgánica en ese momento. A la salida del baño me encontré a Pauli completamente desnuda, con cara de dormida y sacudida por la noche. Me dedicó una mirada cansada, pero tierna. Extendió sus brazos hacia mí como pidiéndome un abrazo. Se lo otorgué feliz. La apreté contra mi pecho, mientras le acariciaba la espalda como a ella le gustaba. Pude sentir sus grandes tetas presionándome el abdomen, al tiempo que ella me apretaba con todas sus fuerzas matinales, que no eran demasiadas. Noté que el olor de Pauli esa mañana/medidodía/tarde era una mezcla de sudor dulce femenino y mucho sexo. Mucho sexo. La amé profundamente.
Pauli se metió al baño mientras yo me decidí a cocinar algo para agregarle algún tipo de nutrientes y energía a nuestro tiempo. Mi desnorte era tal que no sabía si tenía que cocinar desayuno, almuerzo o merienda. Me decidí por hacer unos huevos revueltos, picar algo de fruta y hacer algunas tostadas. Un desayuno polenta que ayude un poco a recuperar fuerzas. Mientras lo preparaba escuché el sonido de la ducha cayendo e intuí que Pauli estaba buscando despabilarse rápidamente. Me acerqué a la puerta y le dije en tono paternal y protector “¿Todo bien mi amor?”. “Sí, amor. Me estoy dando una duchita para activarme un poco. Me siento hecha pedazos”, me respondió. La dejé tranquila que disfrutara de su espacio.
Cuando salió del baño ya se la notaba diferente. El perfume del jabón, el shampoo ya cambiaban su postura. Su rostro estaba más fresco, y cargaba consigo una sonrisa de felicidad y picardía. “Me re arde la conchita, mi amor”, me dijo con cara de sufrimiento fingido. “Y sí, mi amor. ¿Qué querés?”, le contesté con la risa cohibida con la que siempre hablaba con ella después de que cogía con otro. No podía evitar sentir un poco de vergüenza de ser así de cornudo. Me pasaba siempre, pero ya estaba acostumbrado, y ella también. “Ja, ja, sí. Mucha pija”, dijo mientras agarraba la taza de café y se la llevaba a la boca. La miré enamorado. “Mi cornudito hermoso”, me devolvió y me hizo un mimo en la mano encima de la mesa.
Terminamos de desayunar y ambos sentimos una súbitas ganas de salir de la casa, abandonar el espacio y refrescar la mente. La playa sonaba muy bien como plan para tales fines. Subimos al dormitorio a cambiarnos para salir. Allí fue el primer momento en que Pauli tomó contacto con su celular, que aún descansaba en su mesa de luz, conectado al cargador de corriente.
“Bueno, bueno. Mirá quién parece que quedó como loquito”, me dijo Pauli riéndose tímidamente, buscando mi complicidad. Me extendió el celular, lo agarré, y se quedó mirándome expectante. Había un mensaje de un número que no tenía agendado, pero el de la foto de perfil era claramente el pendejo que se había comido anoche.
“Hola morocha! Ni en el más gozado de mis sueños me esperaba lo de anoche. Son una pareja hermosa, y vos una bomba explosiva. Espero que ustedes hayan pasado tan bien como yo.”
Creo que me gustó tanto como a Pauli haber leído ese mensaje, y que este pendejo estuviese pensando eso de nosotros. Por supuesto que me volví a imaginar a mi novia cogiéndolo y la sangre corrió rápidamente hacia mi pija, pero también me regocijó el alma ese mensaje. Lo hermoso del Cuckold, entre otras cosas, es la oportunidad de mostrar el amor que se tiene una pareja, e incluir a algunos como testigos de ese amor, en una dinámica de goce y disfrute que no tiene comparación.
Hubo que salir al sol y al calor. Ni bien salí, sentí el resplandor del sol apuñalándome la cornea sin piedad, ni siquiera los lentes de sol podían mitigar el impacto feroz de nuestra estrella madre. No soportaba la remera puesta. No entendía cómo hacía Pauli para no desesperarse por sacarse el remerón largo que se había puesto, que apenas le tapaba la cola, y dejaba asomar el final de la misma bikini negra diminuta que se había puesta el día anterior. Decidimos que lo mejor iba a ser arrancar para la playa, y sortear el calor ahí.
Al llegar a la playa, fuimos directo a darnos un chapuzón furioso para sacarnos el calor insoportable por un rato de arriba. Luego, ya más frescos, armamos el campamento, donde no faltaba la sombrilla que haría de refugio. Pauli estaba tan hermosa. Hay algo en las mujeres que están bien cogidas que se les fija en el aura, o no sé en dónde. Se mueven con más naturalidad, están más cómodas con su cuerpo. Y Pauli demostraba estar re en esa. No se andaba tapando en lo más mínimo, se agachaba en cuclillas dejando todo su orto al descubierto en la playa, sin el más mínimo prurito de que alguien pudiese estar mirándola fijo. De hecho, estaba convencido de que estaría disfrutando que los hombres la estuvieran deseando en la playa. Total, ella ya estaba re cogida de la noche anterior.
Nos tiramos en la arena, bajo la sonrisa, a descansar el cuerpo y reponer energías. Lo necesitábamos. Compramos algo para comer en un parador de allí, y luego seguimos así hasta que el sol comenzó a ser un poco más tolerable. Esporádicamente Pauli agarraba el celular y chateaba con Felipe. No es que le haya dado mucha bola, pero a mí me dio bien poca. Esto me ponía un poco de mal humor, no puedo negarlo. Sentía que Pauli me estaba rechazando. En un momento no sostuve más e infantilmente le dije, “Che, me estás odiando un poquito, ¿no?”.
“Yo no te estoy odiando, te estarás odiando vos”, me dijo con una calma y seriedad que me dejó pasmado. Se me desarmó la psique. Quedé trancado. Ella tenía razón. Me estaba odiando por algo, y necesitaba que ella me diera otra percepción de mí mismo, que me recordara que yo era lo que elegía. Como ella no me daba eso, me enloquecía cada vez más, con la idea de que su entusiasmo por mí podía decaer. ¿Me odiaba a mí mismo por las cosas que promovía que hiciera mi novia? ¿Por qué permitía que eso pasara?
“Voy a darme un chapuzón”, me dijo levantándose de la silla. El agua del mar estaba de un color verde casi transparente, y con una temperatura que cualquier veraneante envidiaría. La acompañé, por supuesto. Me venía bien refrescarme entero.
Jugamos un rato en el agua, y salimos para empezar la ronda de mates. Estábamos empezando a fumar uno, cuando la cara de Pauli se transformó a una sonrisa entusiasta, clavando los ojos en la bajada de la playa. Me dí vuelta para mirar ya sabiendo qué era lo que venía. Y sí, Felipe venía bajando a la playa con sus amigos, ni bien la vio, la cara se le transformó a la de un nene en la mañana de un día de reyes. Y la pija seguramente recordó lo que había vivido la noche anterior.
Tuve que lidiar rápidamente con mis demonios. Racionalmente sabía que Pauli me amaba como siempre, de una forma tan hermosa y pura, pero tenía una sensación oscura de que podía dejarme en cualquier momento. Padecía en silencio ese proceso, con un dolor que intentaba vencer, pero que me llevaba un esfuerzo titánico.
Los amigos de Felipe se ubicaron a algunos metros de nosotros, no tan cerca como el día anterior, y él vino directamente a saludarnos a nosotros. Pauli se levantó de la silla para saludarlo, se dieron un abrazo corto, pero pude ver como ella le apoyaba las tetas en el abdomen, y él intentaba apoyarle la pija levemente. Me calentó y me enojó a la vez. Delante de todo el mundo en la playa, me parecía un montón, pero sabía que tenía que aguantar, porque era mi deseo.
“Quedate a tomar unos mates, dale.”, le dijo Pauli a Felipe. “Amor, ¿lo dejás sentar en la reposera?”, me dijo haciéndome un gesto con la mano, indicándome que me sentara en el piso. Obedecí sin cuestionarlo, dejándole lugar al pibe (¿nuestro nuevo bull?).
“¿Cómo están?”, dijo él con tono canchero, ocupando mi lugar en la reposera. “¡Cómo estás vos!”, le respondió exclamando Pauli haciéndole un paneo de arriba a abajo al pibe. “¡Cómo estuviste vos anoche!”, retrucó él haciendo que todos soltáramos la incomodidad que traíamos en forma de risa.
Resulta que el pibe no tomaba mate. Pero se quedó toda la tarde sentado con nosotros charlando. Nos contó un poco de él. Era un cheto, con aparentemente mucha plata, que sacaba de vacaciones a sus amigos, pagando todo él. Para mi sorpresa, no me resultó para nada fanfarrón. Tenía una humildad extraña en la que no quedaba pedante, pero sabía exponer todas sus facultades.
Se mostró muy interesado en nuestra sexualidad. Se sorprendía con cada anécdota, y quería saber más y más. “Les juro que no sabía que estas cosas le pasaban a la gente de verdad”, dijo. “Le pasan, estas, y mucho más. El límite es la imaginación”, acoté con una de mis frases de cabecera para hablar del cuckold.
“La verdad que ahora no tengo idea qué hacer con toda esta información. ¡Y tengo una calentura interna que ni se imaginan!”, nos dijo el pibe ya sacándoselo de arriba.
“A mí se me ocurre algo”, dijo Pauli. “En mi casa no hay nadie”, dijo torciendo la boca, con cara de pícara. El pendejo me miró enseguida, yo no emití sonido, estaba un poco incrédulo. “Es que está muy desordenada de anoche. Y me parece que como sos el que desordenó, me tenés que ayudar a ordenar”, siguió ya hablando con algo de sorna. Como quien inventa una historia para confundir a un niño y que no se dé cuenta de lo que en realidad está pasando. En este caso el niño cornudo era yo. “¡Bueno!”, dijo el pibe volviendo a mirarme a mí, esperando que objetara.
“Llevamos las reposeras así no tenés que cargar tanto después, mi amor”, me dijo. Se acercó a mí, me dio un tímido beso y me dijo al oído “Que disfrutes el atardecer, cornudito”. Me guiñó el ojo, agarraron las reposeras y se fueron caminando despacio.
Ahí me quedé yo. Solo en la playa, debajo de la sombrilla, con la cabeza a mil. Nadie me había consultado, ni siquiera me habían incluido. Los amigos de Felipe seguían en la playa a unos metros considerables de mí. No quería siquiera dirigir la mirada hacia ellos. Sabía que se debían estar cagando de la risa de mí y mi cornudez. Me sentí infeliz, pero revuelto de calentura.
El tiempo pasaba muy lento. Ni siquiera podía entretenerme mirando los culos de las pendejas que había en la playa. No paraba de pensar en el destrato que había vivido por parte de Pauli, y en lo fácil que se deshizo de mí e invitó al pendejo a coger a casa, sin miramientos.
Me tiré al agua un par de veces más, como para espabilarme y refrescarme. Ya no sabía qué hacer con todo lo que me pasaba en la cabeza. Lidiaba con la sensación de abandono que me provocó el desplazo de Pauli, y con los celos que me provocaba ese varón joven, totalmente hegemónico y con mucha plata. Me había sentido inseguro otras veces en este juego, pero esta vez la ambigüedad oscilaba entre lugares muy extremos. Una sensación de infelicidad se solapaba con una felicidad mixta con una enorme calentura. Sensaciones en el pecho, en el abdomen y en los huevos que no se podían controlar.
Pasados 30 minutos me llegó un mensaje de un número desconocido. Cuando lo abrí reconocí la misma foto de perfil que había visto en el mensaje que llegó al celular de mi novia en la mañana. Una foto de las tetas de mi novia llenas de leche era el único mensaje que había en la conversación. Debajo de ésta, leí “Qué lástima que no estás para limpiarlas, cornudito”.
Este pendejo estaba aprendiendo rápido.
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