Series de Relatos Publicados (Click en el link)
Capítulo 06.
El Cementerio.
A Soraya le costó tragar tanta cantidad de semen. No imaginó que sus sobrino acabaría de esa manera. «Catriel ya es todo un hombre», pensó. Mientras tragaba el abundante líquido blanco, su cabeza comenzó a dar vueltas. ¿Como había podido hacer una cosa así con un chico que crió prácticamente como si fuera su hijo? Se sintió sucia, pecaminosa. No tendría que haber llegado tan lejos. Pero ya era tarde, ya lo había hecho.
Sacó la verga de su boca y se puso de pie, dándole la espalda a Catriel. No se atrevía a mirarlo a los ojos. Antes de que pudiera reaccionar, ya tenía a su sobrino detrás de ella, sobándole las tetas y frotándole el miembro por las nalgas.
—Em, Catriel… yo… creo que me excedí.
—A mí me encantó lo que hiciste —dijo el muchacho, presionando con fuerza sus tetas. Ella suspiró de placer. No estaba acostumbrada a que los hombres la traten así.
—Quizás deberíamos seguir, antes de que se haga de noche.
Soraya intentó dar media vuelta para continuar el camino, pero su sobrino la sujetó por la cintura de tal forma que ella se vio forzada a apoyar las manos contra el tronco. A continuación notó cómo Catriel le levantaba la pollera. La verga de su sobrino se posó sobre sus labios vaginales, solo la sencilla tela de una bombacha blanca le impedía entrar. Parte del vello rojizo de Soraya asomaba por los lados de su ropa interior. La presión del glande contra sus labios vaginales la hizo delirar de placer. Catriel no lo sabía, pero su tía admiraba los hombres varoniles que se mostraban apasionados con sus amantes. Solo que, por su vida de monja, tuvo que esforzarse para mantenerse alejada de ellos.
Y ahora luchaba por hacer lo mismo, huir de los fuertes brazos de su sobrino; pero el roce de su verga era demasiado embriagador. Le pidió a Dios que le diera fuerzas para resistir la tentación… y esas fuerzas no llegaron. Fue cediendo de a poco, una de sus tetas ya estaba fuera y Catriel pellizcaba su pezón. Era cuestión de tiempo que la bombacha bajara y tuviera que hacerle frente a toda la masculinidad de su sobrino. Su vagina ya se estaba preparando para esto, dejando salir una buena cantidad de flujos.
Ya podía sentir unos dedos traviesos apartando su bombacha… en ese momento fue cuando vio algo que la sobresaltó: una cruz de cemento, cubierta de musgo y plantas.
—¡Catriel! ¡Mirá! Estamos en el cementerio…
Ella se alejó de su sobrino y comenzó a caminar hacia la cruz. En el trayecto se encontró con algunas lápidas derruidas e incluso un ángel de piedra tirado entre la maleza al que le faltaba un ala.
Catriel entendió que el momento había pasado, sería inútil insistirle a su tía. Además él también estaba interesado por el hallazgo. Se lamentó porque sabía que pasarían meses hasta tener otra oportunidad como esta.
Guardó su miembro dentro del pantalón y se acercó a una de las lápidas, estaba quebrada en un ángulo irregular. No se podía leer el nombre, pero el apellido era claro: Val Kavian.
—Acá terminaron los dueños originales de la mansión —comentó.
—Y nadie cuidó de este cementerio. Está completamente destruído. —Esta vez sí miró a su sobrino a los ojos, con semblante muy serio—. Tenemos que restaurarlo.
—¿Creés que a los posibles compradores de la mansión les interese tener un cementerio bien cuidado?
—No. No tiene nada que ver con eso. Creo que las presencias que estuvimos notando en la casa pueden deberse a esto —señaló la lápida rota—. Algo perturbó la paz de los difuntos…
A Catriel se le puso la piel de gallina. No creía en estas cosas con el mismo fervor que su tía; pero la sola idea de que los fantasmas de los Val Kavian hayan regresado para atormentarlos era suficiente como para hacer algo al respecto.
—Puede ser… pero no va a ser fácil. No creo que en el pueblo haya alguien dispuesto colaborar con la restauración de un cementerio. A Mailén no le va a interesar en lo más mínimo y convencer a las gemelas va a ser muy difícil.
—Lo sé, pero yo te voy a ayudar.
—Muy bien. Gracias.
—Bueno, volvamos… ya no podemos hacer nada acá —sugirió Soraya.
—Todavía no.
Catriel sacó un retazo de tela roja de su mochila y usó una rama para improvisar un mástil. Lo clavó cerca del tronco caído, donde su tía le había chupado la verga.
—Ah, eso es muy astuto —dijo Soraya—. Así podemos encontrar el cementerio más fácil…
—También traje esto —extrajo de la mochila un rollo de cinta roja—. Mamá lo trajo para decorar su estudio, pero yo le voy a dar un mejor uso.
Cortó un trozo de cinta y lo ató a un árbol cercano.
—Ah ya veo, vas a marcar el camino… como Hansel y Gretel. Pero ¿por qué no lo marcaste mientras veníamos para acá?
—Porque no sabía si íbamos a encontrar el cementerio. Es mejor hacerlo mientras volvemos. La mansión es más fácil de encontrar.
Soraya sonrió, se sintió orgullosa de su sobrino. Catriel parecía haber pensado en todo, le gustaba que fuera tan resolutivo.
—Por cierto, tía… sobre lo que pasó…
—No quiero hablar de eso.
Emprendieron el camino de regreso en silencio, intentando replicar la ruta que habían tomado. Catriel dejó cintas rojas en los árboles cada pocos metros. Colocó más de las necesarias porque la espesura es traicionera.
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Rebeca vio a su hija mayor caminando por el pasillo del segundo piso, al parecer Mailén acababa de darse una ducha. Tenía el cabello mojado y una remera blanca que ya había formado mancha de humedad en sus pechos, transparentando los pezones. Debajo tenía solo una tanga del mismo color. Este atuendo tan revelador no le resultó extraño a Rebeca, ya había visto a su hija miles de veces con ropa similar. Lo que llamó su atención fue que Mailén parecía triste, o preocupado. Marchaba cabizbaja y sus pies se movían como si fueran de cemento. Rebeca se le acercó por atrás y la abrazó. Mailén se sobresaltó; pero luego volvió a bajar la guardia al verse envuelta en los brazos de su madre. Pudo sentir los voluminosos pechos de Rebeca apretándose contra su espalda.
—¿Te pasa algo Mailén?
—No, nada… ¿por qué lo preguntás?
Rebeca notó como su hija se ponía tensa. Le estaba mintiendo. Una madre sabe estas cosas. Y sabe perfectamente que Mailén es un hueso duro de roer. De sus hijos siempre fue la más independiente. Todavía recuerda el día en que Mailén se patinó en la bañera, dándose un duro golpe en la cadera. A pesar de que apenas podía caminar, ella solita manejó hasta el hospital más cercano, donde el médico le regañó por su imprudencia. Luego Rebeca hizo lo mismo. «No te costaba nada avisarme, hubiera dejado todo por traerte al hospital», le dijo. Mailén se limitó a encogerse de hombros y respondió: «No me pareció que fuera para tanto, fue solo un golpe». El médico no opinaba lo mismo. La cadera se había sufrido una pequeña fisura. Mailén tuvo que hacer reposo durante tres semanas. Todos en la familia colaboraron para que ella se sintiera bien cuidada y que nada le hiciera falta; pero ella detestó cada minuto de esta situación. Solo quería levantarse y volver a su vida normal. Accedió a hacer reposo porque el médico le explicó, con mucha paciencia, las graves consecuencias que podría sufrir si la fisura no se curaba de forma apropiada, y añadió: «Agradecé que sos joven y que todavía tus huesos sanan rápido, porque si esto te hubiera ocurrido a otra edad, sería mucho más complicado».
—Sé que algo te tiene mal. Podés confiar en mí.
Mailén no quería admitir que su mente era constantemente invadida por imágenes terroríficas. Se vio en más de una ocasión siendo atacada por un animal salvaje, picada por una víbora o incluso perdiéndose para siempre en la espesura. Reconocer esto la hubiera hecho quedar como una miedosa, justo ella, que había aprendido a valerse por sí misma. A pesar de su negativa a ser sincera, agradeció el abrazo maternal. La hizo sentir protegida.
—De verdad que no me pasa nada, mamá. Quizás solo estoy algo triste por haber dejado atrás la ciudad. Estaba acostumbrada a ese ritmo de vida. En Rosario podía ir a una tienda de electrónica cuando me diera la gana, y podía volver con decenas de piezas con las que experimentar. Pero acá…
—Entiendo. Yo traje mis pinturas conmigo, pero vos no tuviste la oportunidad de traer tu taller. Te prometo que cuando tengamos la oportunidad, vamos a comprar un montón de piezas y herramientas. Pedí todo lo que necesites, voy a hacer que te lo traigan hasta acá.
—Mmm, bueno… gracias. Eso me hace sentir mejor.
—¿Segura? Porque todavía te noto tensa. —La mano derecha acarició de Rebeca acarició el vientre de su hija, bajando lentamente—. Decime… ¿hace cuánto que no te masturbás?
No era la primera vez que su madre le hacía esa pregunta, aún así no pudo evitar sonrojarse.
—Em… no sé, no me acuerdo.
No quería admitir que se había pajeado justo después de visitar a Guillermo y Mauricio.
—Quizás eso es lo que te está haciendo falta. —Los dedos rozaron el elástico de la tanga—. Estoy segura de que si te tocás un poco vas a conseguir relajarte.
Mailén soltó una risita nerviosa y se dobló ante el cosquilleo que le produjeron esos dedos al acariciar su pubis.
—Yo no soy tan fanática de la paja como vos, mamá.
—No pretendo que lo seas. Me basta con que lo hagas cuando necesites descargar tensión… y vos acumulás mucha tensión. Eso no es bueno. Tenés que dejarla salir, de alguna manera.
Un dedo rozó el clítoris de Mailén. Ella cerró los ojos y dejó escapar un gemido. Instintivamente comenzó a menear su cadera, apoyando la cola contra el pubis de su madre. No era la primera vez que recibía este tipo de “tratamiento motivacional” por parte de Rebeca, y ya había funcionado en el pasado. Aunque esta vez Mailén estaba algo más ofuscada de lo habitual, pensó que no funcionaría.
Cordialmente se alejó de su madre, entró a su cuarto y se tendió boca arriba en la cama. Contaba con que Rebeca la siguiera, porque sabía que ella no se rendiría tan fácil. Al menos tuvo el atino de cerrar la puerta al entrar. Se acostó junto a su hija y volvió a acariciarle el vientre, formando pequeños círculos.
—Sé que algo te pasa, chiquita —dijo con tono maternal, arrancándole una sonrisa a Mailén—. Últimamente te noto más tensa de lo habitual, y eso es mucho decir. —Su mano volvió a perderse dentro de la tanga de su hija, no tardó en llegar al clítoris. A Mailén esto no le molestó en absoluto; de forma inconsciente estaba buscando un poco de atención, la necesitaba—. No te veo así desde que te golpeaste la cadera. Y me acuerdo que hubo alguien que te ayudó a relajarte.
—Clarisa… y me sorprendió mucho que le permitieras hacerlo. Porque, si mal no recuerdo, nos habías prohibido ese tipo de interacciones.
—Es cierto, pero consideré que en ese momento las necesitabas. Y ahora también.
—Pero Clarisa no está acá.
—No; pero estoy yo. También puedo ayudar, al menos un poco. Sé qué hacía ella para que te calmaras.
Mailén recordó que su madre estuvo a su lado, acostada en la misma cama, mientras Clarisa le acariciaba la concha. A pesar de estar acostumbrada a su atípica madre, eso sí le resultó extraño. Porque Rebeca siempre se mostró reacia con el sexo lésbico y porque la situación se puso de lo más explícita. Fue una de sus experiencias sexuales más extrañas y más memorables. Memorable en el sentido de: «Me hice un montón de pajas pensando en lo que pasó aquel día».
—Me acuerdo que lo primero que hacía Clarisa era chuparte las tetas —comentó Rebeca.
—Eso es porque me relaja mucho que me chupen los pezones.
—Mmmm… ya tenemos algo con qué empezar.
Levantó la remera de Mailén y ella se quedó mirando pensando si su madre se atrevería a tanto. Descubrió que así era cuando vio la lengua estirándose hasta acariciar uno de sus pezones.
—Lo tenés muy suavecito…
—Ese es uno de mis mayores orgullos.
Rebeca acompañó la lamida del pezón con caricias a la concha de Mailén. Si bien no era la primera vez que su madre la tocaba, o que le lamía un pezón, nunca había combinado estas dos acciones al mismo tiempo. Mientras recibía esas hábiles caricias en su sexo, no pudo evitar la conjetura en la que llevaba trabajando desde hacía tiempo: ¿Acaso su madre es una lesbiana reprimida? Y estas actitudes no eran las únicas que le hacían sospecharlo.
Cerró los ojos, disfrutó de los toqueteos y se trasladó mentalmente a aquella tarde con Clarisa en su cama. Su bella amiga la estuvo masturbando durante largos minutos, mientras le chupaba las tetas. Rebeca se limitó a mirar con una sonrisa en los labios. Cuando Clarisa comenzó a bajar por su estómago con besos y llegó hasta quitarle la tanga, Mailén pensó que su madre les diría que ya habían llegado demasiado lejos, que un poco esta bien; pero que esto no lo permitiría. Sin embargo, lo permitió.
Clarisa empezó a chuparle la concha y Mailén miró a los ojos a su madre, como si le estuviera preguntando mentalmente: «¿Podemos hacer esto?». Luego apartó la mirada, porque eso de estar gimiendo de placer frente a su madre, mientras su mejor amiga le comía la concha, le pareció demasiado. Se preguntó si Rebeca se retiraría. Eso no pasó. La pelirroja se quedó allí, mirando atentamente como la bella Clarisa movía su lengua sin parar. Mailén no pudo mover la cadera, como solía hacerlo cuando recibía sexo oral, pero sí presionó la cabeza de su amiga, para indicarle que estaba disfrutando mucho.
Ahora, en la mansión Val Kavian, con su madre metiéndole los dedos en la concha, tuvo la sensación de estar haciendo algo inmoral. Algo que ni siquiera debería permitírselo a una madre tan atípica como Rebeca. Sin embargo, no hizo nada por detenerla. Su curiosidad por saber hasta dónde pretendía llegar esa mujer la hizo seguir adelante. Incluso la alentó. Mailén metió la mano dentro de la bombacha de su madre, acarició su vello púbico y pasó los dedos por los húmedos labios vaginales. Los movió tímidamente. Rebeca la miró y con una sonrisa le dijo:
—Si lo vas a hacer, hacelo bien… —acto seguido, introdujo dos dedos en la concha de su hija.
Ella entendió el mensaje. Replicó la acción. El interior de la vagina de su madre estaba tan húmedo como el de ella. Como si hubiera estado pajeándose momentos antes.
—Eso, así… estás mejorando.
Mailén volvió a cerrar los ojos, trasladándose al pasado. Clarisa llevaba un buen rato comiéndole la concha cuando Rebeca le dijo: «Se nota que te gusta mucho. Espero que no se haga costumbre». «Ay, mamá… si supieras lo rico que Clarisa chupa la concha, no me dirías eso».
Estas palabras funcionaron como un desafío para la rubia. Rebeca había estado masturbándose lentamente mientras admiraba la escena y para eso se había quedado desnuda de la cintura para abajo. Clarisa aprovechó esta vulnerabilidad y se lanzó de cabeza entre las piernas de la pelirroja, tomándola por sorpresa. Sin darle tiempo a nada, se prendió a su concha como si fuera una sanguijuela. Succionó con tanta fuerza que Rebeca soltó un grito agudo, en parte por lo inesperado de la acción de la rubia, y también por el placer físico que esto le provocó.
Mailén miró estupefacta. No podía creer que una mujer le estuviera chupando la concha a su madre. Más allá de que se tratara de su mejor amiga, estaba viendo a su madre en pleno acto lésbico. Pasivo, sí… pero lésbico al fin.
—¿Sabías que yo empecé así con Clarisa? —Le dijo Mailén a su madre, en la cama de la mansión, mientras se metían los dedos la una a la otra.
—Ay, no digas boludeces. Sabés muy bien que yo no tengo esas intenciones, solo estoy intentando hacerte sentir mejor.
—Lo sé… y está funcionando —aceleró el ritmo con el que introducía los dedos en la vagina de su madre—. Solo quería comentar eso. Con Clarisa arrancamos pajeándonos la una a la otra… y terminamos comiéndonos las conchas.
Rebeca se sintió mal. Por lo general Mailén causaba ese efecto en ella, sabía exactamente qué decir para hacerla tambalear. Le había prohibido a las gemelas la práctica de “la paja mutua”; pero ahora ella lo estaba haciendo con una de sus hijas.
«Sin embargo, esto es distinto —pensó la pelirroja—. Mailén está mal y yo puedo hacerla sentir mejor. Es mi deber como madre. Solo estoy… calentando sus motores. Luego ella seguirá solita».
Con esta gran capacidad que tiene para autoconvencerse, añadió en voz alta:
—No vas a conseguir alejarme. No me voy de acá hasta que te vea bien.
—Entonces, te vas a tener que esforzar más… porque con esto no vas a lograr mucho. —Mailén se preguntó por qué estaba desafiando a su madre de esa manera. Supuso que lo hacía para conocer cuáles eran los límites de Rebeca.
—A ver qué te parece esto…
Dos dedos de Rebeca se hundieron completos dentro de la concha de Mailén. Empezó a bombear con fuerza, pero sin sacarlos, al mismo tiempo que usaba el pulgar para estimular el clítoris. Supo que lo estaba haciendo bien cuando vio a su hija cerrando los ojos y gemir. Otra señal fue que la misma Mailén empezó a pajearla con auténticas ganas.
—Dale, eso… así… no pares —le dijo Rebeca, con un susurro al oído. Luego la besó en el cuello.
Mailén lanzó un profundo gemido. Le costaba asociar la extrema calentura que tenía con su propia madre. Por supuesto esto vino acompañado por una intoxicante incomodidad. Entendía que se estaban excediendo, que esto no era apropiado, que estaban cruzando un límite. Y a Mailén le encanta cruzar límites. Por lo general se trata de límites intelectuales, pocas veces se atrevió a cruzar los que están ligados al sexo, como lo hizo aquella tarde con Clarisa y su madre.
—¿Viste que la chupa bien?
—Uf… sí, em… tengo que reconocer que Clarisa tiene mucho talento para esto. —La rubia le estaba succionando el clítoris de forma salvaje.
—No te olvides de mí, amiga… yo también quiero.
Atendiendo a los reclamos de Mailén, la misma Clarisa propuso que madre e hija adoptaran una posición de lo más peculiar. Tuvo que insistir un rato, porque la pelirroja creyó que sería ir demasiado lejos; pero al final logró picar su curiosidad diciéndole:
«Así vas a entender mejor por qué a tu hija le gusta tanto que le chupe la concha».
Hizo que Rebeca se posicionara sobre Mailén, aunque sin apoyarse del todo, para no complicar su cadera, que a pesar de que ya estaba casi curada, aún no podía exigirle demasiado. Las dos conchas quedaron pegadas la una a la otra. La lengua de la rubia comenzó a recorrer esos labios vaginales como si se tratase de uno solo. Instintivamente Rebeca comenzó a menear su cadera, lo que provocó que su clítoris rozara contra el de su hija. Al notar esto, las dos se miraron cara a cara y comenzaron a reírse como viejas amigas en un genuino acto de complicidad.
—Mmm… admito que esto es mejor que hacerse una paja —reconoció Rebeca.
—¿Viste? Ahora imaginate lo rico que se siente brindarle esa clase de placer a otra mujer.
—¿Te referís a… chuparle la concha?
—¡Claro!
—Hasta ahí no te sigo. Puedo entender que está bueno que alguien te haga sexo oral, pero que sea entre dos mujres no lo comparto.
—Pero yo lo puedo hacer? Aunque sea una vez…
—No, Mailén.
—Dale, porfis… es solo por hoy. Lo prometo…
Mailén siguió insistiendo, Clarisa colaboró proporcionándole una gran chupada de concha a las dos, en especial a Rebeca. Quizás si lograba excitarla lo suficiente, le haría bajar la guardia. Después de varios minutos, de muchas lamidas, de muchos roces entre clítoris, lo consiguió.
—Está bien, podés hacerlo… pero solo por hoy.
Mailén chilló de alegría. Las dos amigas se dispusieron rápidamente en un prolijo 69. Rebeca se quedó junto a su hija y miró atentamente el momento preciso en que esa lengua hacía contacto con los labios vaginales de Clarisa. Mailén empezó suave, con timidez. A pesar de su fortaleza emocional, le daba vergüenza estar haciendo esto ante la mirada inquisitiva de su madre. Aún así se atrevió, fue a más. Después de unos segundos ya estaba comiéndole la concha a Clarisa como si estuvieran solas en la habitación, y las lamidas que su amiga le estaba dando le ayudaron mucho a centrarse en esta tarea. A su lado Rebeca se masturbaba a toda velocidad, Mailén se preguntó si lo estaría haciendo por pura costumbre o porque se había quedado caliente con la chupada que le dio la rubia.
—Clarisa, tenés una cola muy hermosa —comentó Rebeca, mientras acariciaba una de esas redondas nalgas—. Y tu concha es impresionante, me encantan tus labios.
—Muchas gracias.
—Mamá, cualquiera pensaría que te estás volviendo lesbiana —bromeó Mailén.
—Ay, no lo digo en sentido sexual, sino artístico. Clari ¿te gustaría posar en alguno de mis cuadros? Me encantaría pintarte desnuda.
—Sii, con muchísimo gusto. Amaría ser tu musa inspiradora.
Mientras recibía los dedos de su madre dentro la concha, en la cama de la mansión, Mailén se preguntó qué habrá pasado durante esas sesiones de pintura entre Rebeca y Clarisa. Quería preguntarle; pero no lo hizo porque estaba demasiado ocupada en no llegar al orgasmo. Aún no se sentía psicológicamente preparada para acabar porque su mamá le hizo tremenda paja.
—Creo que ya entendí el mensaje —dijo—. Desde ahora puedo seguir yo solita.
—Así me gusta —Rebeca le dio un rápido beso en los labios—. Espero que lo disfrutes mucho y que consigas relajarte.
—Gracias.
Rebeca la dejó sola. Ella reanudó la enérgica masturbación, se sacudió, gimió, arqueó la espalda. Gozó como no lo había hecho en mucho tiempo, hasta que su concha explotó en una serie de potentes orgasmos.
Mailén se quedó mirando el techo, jadeando, con todo el cuerpo cubierto de sudor y las sábanas mojadas por sus flujos vaginales. Se había trazado una nueva meta en la vida: Si su madre alguna chupó una concha, ella iba a averiguarlo. Y si no lo hizo nunca, buscaría la forma de hacérselo probar, al menos una vez. ¿Y si ya lo hizo? Bueno, en ese caso… se lo haría repetir.
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A Inara y a Lilén les habían asignado la tarea de cortar los yuyos del patio trasero. Les entregaron una cortadora, una bordeadora, dos rastrillos y un par de tijeras de jardín, y les dijeron: «Arréglenselas como puedan».
Lo primero que se les vino a la cabeza fue mirar algún tutorial en YouTube, idea que descartaron cuando recordaron que ahí, en el medio de la puta nada, no hay internet.
No les quedó otra alternativa que usar el ingenio. Lo vieron como un desafío, querían demostrarle a su familia que no eran un par de niñitas mimadas e inútiles. Comenzaron limpiando las ramas y hojas con los rastrillos.
—Che, si quisieras entrar a la habitación once. ¿Cómo lo harías?
Lilén se detuvo en seco ante el comentario de su hermana.
—¿Y por qué querría entrar a esa habitación?
—No sé… ¿no te da curiosidad saber quién era toda esa gente?
—La verdad, no. Me dan un poco de miedo. Ya deben estar todos muertos… ¿y si son los fantasmas que andan deambulando por la casa?
Inara no creía que cada persona de las fotos ya estuviera muerta, algunos parecían haber vivido entre los años ‘60 o ‘70. Estarían viejos, pero aún con vida. Sin embargo, los de las fotos más viejas…
Le dio un escalofrío de solo pensarlo.
—Vos querés entrar por el diario de la monja ¿cierto?
A veces a Inara le sorprende lo perspicaz que puede llegar a ser Lilén.
—Bueno sí. Es algo aburrido; pero no hay otra cosa interesante para hacer. Estoy segura de que debe haber más volúmenes guardados en esa habitación.
—Está bien, yo te ayudo a entrar. Cuando encuentre la forma de distraer a mamá, vos te metés en su pieza y sacás la llave de la habitación once.
—Muchas gracias.
—Pero acordate que me debés una.
Lucharon con las intimidantes máquinas cortadoras, pero en pocos minutos descubrieron que, en realidad, no eran tan difíciles de usar. Como los límites del patio trasero no están definidos por nada más que maleza, ellas trazaron la frontera en el inicio del arroyo. Ni se molestaron en cortar nada que estuviera en la otra orilla.
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Lilén vio a su madre saliendo de la pieza de Mailén. Estaba desnuda de la cintura para abajo, su abundante vello púbico rojo lucía imponente. No le extrañó verla así, Rebeca tenía por costumbre circular desnuda por la casa. Por eso ni se le cruzó por la cabeza lo que había ocurrido dentro del cuarto de su hermana mayor.
—Mamá, necesito que me ayudes con algo… en mi pieza —le dijo.
—¿Ya terminaron de cortar los yuyos?
—Sip. Quedó genial. Vení y te muestro por la ventana cómo quedó todo.
Inara aprovechó el momento de distracción para colarse en el cuarto de su madre. Ahora necesitaba descubrir dónde carajo había guardado la llave.
Lilén sabía que su hermana quizás necesitaría tiempo, y que si la excusa para distraer a Rebeca no era buena, ella empezaría a sospechar que las gemelas tramaban algo. Le señaló la ventana, mostrándole lo bien que había quedado el patio. Rebeca no pareció muy impresionada, las gemelas habían cortado los yuyos pero no se habían molestado en barrerlos.
—Te prometo que después los barro.
Rebeca sabía que Lilén no cumpliría esa promesa, aún así se lo dejó pasar.
—¿Con qué necesitás que te ayude?
—Emmm te quería pedir permiso para hacer algo.
—¿Un proyecto para la casa?
—Este… emmm… no, no… es algo que no te va a gustar. Necesito que me escuches, porque es importante.
Inara encontró la llave debajo del colchón de su madre, la había dejado sobre una de las tablas de la cama. Salió a toda velocidad, se paró frente a la habitación once, miró para todos lados y cuando se convenció de que no había testigos, abrió la puerta.
—No me asustes, Lilén. Decime qué pasa, de una vez.
—Lo que pasa es que desde hace tiempo tengo una curiosidad: ¿cómo se sentirá chupar una concha? Sé que Mailén lo hizo, y por lo que me comentó Inara, sé que lo disfrutó mucho —Rebeca torció la boca, se preguntó si este asunto del sexo lésbico alguna vez quedaría fuera de discusión para siempre—. Sé que te va a parecer una locura; pero me gustaría probarlo… con Inara.
—No. Ni hablar.
—Pero mamá…
—No le vas a chupar la concha a tu hermana, Lilén.
—¿Y con quién querés que lo haga? —Preguntó la pequeña, ofuscada—. No conozco a nadie en este pueblito de mierda. No tengo amigas.
Rebeca sintió eso como una puñalada en un riñón. Ella había traído a sus hijos a este sitio apartado de la civilización, quitándole la posibilidad de llevar una vida normal, como la que conocían.
Inara había traído la gran linterna de Catriel. Se movió rápido, no sabía cuánto tiempo podría comprarle Lilén. ¿Dónde estaba la maldita caja de la que sacó el diario? Había muchas y no podía recordar cuál de todas ellas era la indicada. Abrió varias, encontrándose con más fotos porno e incluso algunos casettes de VHS, sabía lo que eran porque Mailén tenía una especie de obsesión con la tecnología antigua. A ella no le importaron en absoluto.
Dentro de una de las cajas encontró algo envuelto en una tela de terciopelo negra. Eso sí captó su atención. ¿Qué podía ser?
Con el tacto descubrió que se trataba de un objeto largo y muy duro. Al desenvolverlo vio que se trataba de un pene de gran tamaño, hecho de un metal cromado. Era impresionante. Bajo la luz de la linterna emitía reflejos etéreos que hacía parecer vivas las imágenes pornográficas de las paredes. La invadió una sensación extraña, nunca antes experimentada. Como si alguien más hubiera tomado control de su cuerpo y le susurrara desde algún rincón oscuro de su mente: «Tenés que probarlo».
Rebeca sabía que Lilén no descartaría esa idea solo porque ella le prohibiera hacerlo. No podía controlar a las gemelas las veinticuatro horas del día y sabía que en cualquier momento podían volver a los toqueteos, y una cosa llevaría a la otra…
Le aterraba pensar que sus hijas podrían practicar incesto y sexo lésbico al mismo tiempo.
—Se me ocurre otra idea —le dijo, en un acto de desesperación—. Podés hacerlo conmigo.
—¿Qué? —A Lilén casi se le salen los ojos. Ni en sus más delirantes fantasías se imaginó que esa podría ser la respuesta de su madre—. ¿Querés que te chupe la concha a vos?
—Pero con dos condiciones: La primera es que me prometas que no lo vas a hacer con Inara. Nunca. La segunda es que me cuentes si estuvieron tocándose después de que me prometieron que no lo harían.
—Mm… te vas a enojar.
—Prometo no hacerlo.
—Está bien, pasó algo, hace unos días… pero fue porque yo estaba muy asustada. Inara me ayudó a calmarme.
—¿Fue la primera noche que pasamos en esta casa? —Lilén asintió con la cabeza—. Entiendo. Por esta vez se los dejo pasar, porque fue una situación muy particular. Pero prometeme que ya no lo van a hacer.
—Lo prometo —Lilén levantó una mano en señal de juramento.
—Nunca se jura con la mano izquierda.
—Uy, perdón. Lo juro —esta vez levantó la mano derecha.
—Está bien. Vamos a hacerlo… pero quiero que entiendas que es la única vez. Y que no se lo tenés que contar a nadie, ni siquiera a Inara.
—Esto queda entre nosotras —Lilén sonrió.
Estaba entusiasmada. Sus ganas de probar una concha eran reales, y de verdad creyó que podría convencer a su madre que la deje hacerlo con Inara, al menos una vez. La propuesta que recibió a cambio la desorientaba un poco y al mismo tiempo le parecía aún más excitante.
Ambas se trasladaron a la cama y Lilén puso la cabeza entre las piernas de su madre.
—Me gusta que la tengas tan peludita —comentó, tironeando del vello púbico rojizo—. ¿Te molesta si te digo que tu concha me parece muy linda?
—No, claro que no. Lo tomo como un halago. Además… si vas a hacer esto, es preferible que lo hagas con una concha que te parezca linda.
Rebeca estaba aterrada. No entendía por qué estaba haciendo esto, solo sabía que no podía echarse atrás luego de haber ayudado a Mailén con su masturbación de la forma en que lo hizo. No podía brindarle a una de sus hijas y a las otras no.
—Estoy muy nerviosa… no puedo creer que le vaya a chupar la concha a mi mamá.
—Si pensás así lo hacés más difícil para las dos. Pensá que es una concha y listo. Olvidate por un rato de que soy tu madre.
Lilén asintió, solo para tranquilizar a Rebeca, porque ella sabía muy bien que no podía separar esa vagina del cuerpo ese cuerpo. Le iba a comer la concha a su propia madre y eso era innegable. Aún así, estaba dispuesta a hacerlo, como si alguien dentro suyo le dijera: «Tenés que probarlo».
Inara se había despojado de toda su ropa, sin siquiera darse cuenta. Colocó el dildo metálico en el centro de la habitación, éste se quedó perfectamente erecto, apuntando al techo, gracias a que contaba con una base muy sólida, que incluso simulaba los testículos.
Se colocó encima de este gran pene en posición de rana, y flexionando sus rodillas fue bajando hasta que el glande comenzó a separar sus labios vaginales. Apuntó la linterna a la pared y admiró todas esas escenas cargadas de obscenidad y lujuria: sexo oral, anal, vaginal. Se centró en una mujer recibiendo varias vergas al mismo tiempo, era una imagen muy vieja. Supuso que esa mujer ya habría fallecido; pero esta vez no sintió un escalofrío, sino que tuvo la sensación de estar experimentando lo mismo que ella. El pene metálico se fue hundiendo en su concha con extrema facilidad, a pesar de lo ancho que era. La lubricación vaginal ayudaba mucho a esta tarea, la última vez que había estado tan mojada fue cuando tuvo esa peculiar charla sobre sexo lésbico con Mailén. Mientras el dildo se hundía en su concha centró el haz de la linterna en dos lesbianas jóvenes que hacían un 69 y se preguntó qué se sentiría al chupar una concha.
Lilén sintió que, si no empezaba rápido, su corazón comenzaría a latir tan fuerte que saltaría fuera de su boca… o que su madre se arrepentiría. Por eso, sin meditarlo más, se lanzó al ataque.
Lo primero que experimentó fue el sabor entre dulce y salado del sexo femenino. Un sabor al que estaba muy acostumbrada, por haber lamido miles de veces sus dedos durante una masturbación. Incluso conocía de memoria el sabor de los jugos vaginales de Inara, por la misma razón. Sin embargo, este sabor era distinto, se sentía… prohibido.
Su lengua comenzó a moverse rápido, dando lamidas cortas. Su madre estaba muy mojada, así que no hacía más que tragar flujos. Esto le gustó… demasiado. Rebeca gimió y se estremeció. No contaba con que su hija fuera capaz de encontrar zonas tan sensibles de su vagina. No sentía algo así desde que Clarisa se la había chupado.
Inara había logrado un ritmo lento pero constante. Gracias a eso consiguió meter al menos la cuarta parte de ese imponente pene metálico. Movía la linterna de un lado a otro, centrándose en las imágenes que le resultaban más morbosas, como aquella que mostraba a una mujer recibiendo una pija por el culo mientras le chupaba la concha a otra. Era de las más recientes, a color.
—¿Lo estoy haciendo bien? —Preguntó Lilén.
—Sí, muy bien. Ahora chupame el clítoris… quiero que te saques las ganas de probar todo.
Rebeca expuso su clítoris presionando a los lados con dos dedos. Lilén comenzó a lamerlo con la punta de la lengua.
—Chupalo fuerte, como si lo estuvieras succionando…
O como lo había hecho Clarisa aquella vez.
Lilén obedeció. Succionó el clítoris de su madre con énfasis. Rebeca se sacudió de placer y eso le indicó a la chica que lo estaba haciendo bien. Alentada, dio varios chupones más.
—Uf… así me vas a mojar mucho.
—Me gusta que estés tan mojada, me gusta lamer los juguitos.
—Entonces meteme la lengua en la concha…
No podía creer que le estuviera pidiendo eso a una de sus hijas. Lo hizo porque temía que Lilén se quedara con ganas de experimentar algo más con su hermana. «Es preferible que se saque las ganas conmigo», se repitió mentalmente.
Mientras Lilén le metía la lengua tan adentro como le era posible, a pocas habitaciones de distancia estaba Inara, saltando sobre el dildo metálico como si estuviera poseída. Ya le había entrado hasta la mitad y la concha le dolía un poco; pero ese dolor era dulce, agradable… embriagador.
El ritmo de su respiración, los latidos de su corazón, la luz de la linterna danzando en las paredes. Se sentía como si estuviera dentro de un trance. No quería parar hasta quedar satisfecha. Aceleró los saltos, haciendo que el recorrido del pene metálico fuera más largo al entrar y salir de su concha.
—Así, así… chupá con ganas…
Rebeca sostenía la cabeza de Lilén, manteniéndola pegada a su vagina. La pequeña seguía lamiendo y chupando con fervor. Quería recorrer cada zona sensible del sexo de su madre, quería que ella se acordara de este momento toda su vida.
—¿Te gusta? ¿Te gusta? —Preguntó, casi sin desprender su boca de los labios vaginales.
—Sí, mi amor. Me encanta. Lo estás haciendo muy bien.
Rebeca no sabía si la estaba alentando por pura cortesía o porque genuinamente lo estaba disfrutando. Esta última opción le aterraba. No podía permitirse gozar con su propia hija practicándole sexo oral; pero lo estaba haciendo. Y, por loco que pareciera, no quería que ella se detuviera.
Le restregó la concha húmeda por toda la cara y Lilén lo recibió con ojos inyectados de lujuria, la miró como si fuera la más puta de las putas. Esto hizo que el corazón de Rebeca diera un vuelco. «Dios, qué le estoy haciendo a mi hija… ¿esto la va a convertir en una lesbiana… o en una adicta al sexo?».
Pero ya era demasiado tarde. Lilén le estaba provocando un potente orgasmo, tan potente como el que estaba haciendo delirar de placer a Inara en la habitación once. La chica tenía los ojos en blanco, como si estuviera en un nirvana, jadeaba con la boca abierta y no dejaba de saltar sobre el dildo mientras sus gemidos rebotaban contra las paredes.
Los jugos vaginales de Rebeca saltaron a chorros contra la boca de Lilén. La madre gemía y se sacudía, como si quisiera empapar toda la cara de su hija, como si quisiera que ella tragara sus jugos. Por eso apretó la cabeza de Lilén con más fuerza, orientando el agujero al interior de la boca. «Tragá, tragá… tragá», susurró, como si estuviera poseída.
Lilén podía escucharla y no le importó lo brutalmente incestuosa que se estaba volviendo la situación. Le encantó que su madre la estuviera obligando a tragar todos sus jugos.
—Chupá fuerte… chupá fuerte… —Jadeó, se sacudió—. Lilén, te estoy diciendo que chupes fuerte, carajo. —Rebeca ya no era dueña de sus palabras, simplemente salían de su boca—. Eso, así… así… ¿querías concha? Acá tenés… ahora cometela toda.
Cuando el intenso orgasmo de Inara llegó a su fin, ella recobró la compostura, como si hubiera regresado a la realidad. Se asustó, creyó que había desperdiciado demasiado tiempo y su madre podría descubrirla en cualquier momento. Revisó las cajas restantes a toda velocidad hasta que encontró la que tenía numerosos cuadernos negros. Extrajo los tres primeros, se vistió y salió corriendo de la habitación. Volvió a dejar la llave donde la había encontrado.
De puro milagro no se cruzó con su madre en el pasillo. Bajó las escaleras en el mismo instante en que Rebeca salió huyendo del cuarto de Lilén. Estaba tan avergonzada de su forma de actuar, que ni siquiera le pidió disculpas a su hija. De todas maneras, Lilén no las necesitaba. Ella había disfrutado tanto como su madre y ya estaba haciéndose tremenda paja mientras rememoraba todo lo ocurrido.
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Luego de la expedición al cementerio Catriel bajó hasta el pueblo donde le compró tres pacúes a un baqueando. Los hizo a la parrilla en el asador que estaba detrás de la mansión, a pocos metros del arroyo. Aún la zona estaba algo descuidada pero las gemelas habían pasado toda la tarde cortando los yuyos de esa parte del patio trasero, y al menos ya se podía circular sin riesgo a ser picado por una víbora.
—No me gusta el pescado —protestó Lilén.
—Mentirosa —dijo Inara—. Si las crepés de merluza te encantan.
—Porque es pescado de mar, el que no me gusta es el de río.
—No seas caprichosa, Lilén —dijo Rebeca, que traía ensaladas para acompañar el pescado—. Es lo que hay, si no lo querés comer, entonces te quedarás con hambre.
—Además te vas a tener que acostumbrar al pescado de río. Es lo que más se come por esta zona. —Añadió Mailén, que ayudaba a Soraya a barrer todo lo que las gemelas no habían terminado de limpiar.
Lilén se sentó junto a la mesa con los brazos cruzados y los cachetes inflados por la rabia contenida. Luego devoró el pescado en silencio, no comentó que en realidad le pareció delicioso, porque quería mantener su orgullo intacto.
Durante la sobremesa Catriel le informó al resto de la familia sobre su hallazgo. El cementerio es real y está en un avanzado estado de deterioro. Aquí fue donde Soraya hizo énfasis en la necesidad de restaurarlo.
—Si hay espíritus perturbados en esta casa, deben ser los Val Kavian. En el convento me enseñaron a respetar a los muertos y a cuidar sus sepulcros. Por eso pasábamos muchas horas a la semana manteniendo en perfecto estado el cementerio que estaba detrás de la iglesia. Catriel y yo no vamos a poder solos. Necesitamos ayuda.
—No quiero saber nada con pisar un cementerio —aseguró Inara—. Prefiero centrarme en las restauraciones de la casa.
—Yo me estoy ocupando del asunto de la bruja —dijo Mailén.
—Puedo ayudar, pero…
—No, mamá —interrumpió Catriel—. Vos tenés que centrarte en pintar tus cuadros. Nos guste o no, sos el único sustento económico de la familia. Entendiendo eso, tenemos que hacer todo lo posible para que vos trabajes en paz.
—Yo los puedo ayudar —todos en la mesa se quedaron mirando a la pequeña Lilén—. Lo digo en serio.
—¿No te da miedo el cementerio? —Preguntó Inara.
—Claro que sí; pero más miedo me da convivir con “espíritus perturbados”. Así que si puedo ayudar, lo voy a hacer. ¿Cuándo empezamos?
—Lo antes posible —aseguró Soraya—. Si mis suposiciones son ciertas, la restauración del cementerio tiene que ser nuestra prioridad.
A Mailén le pareció que todo esto era una pérdida de tiempo, sin embargo no dijo nada. Ella tenía cuestiones más importantes de las que preocuparse. Al día siguiente iniciaría su expedición por el monte hasta la casa de la bruja y no tenía idea de qué clase de peligros le esperaban allí fuera.
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Capítulo 06.
El Cementerio.
A Soraya le costó tragar tanta cantidad de semen. No imaginó que sus sobrino acabaría de esa manera. «Catriel ya es todo un hombre», pensó. Mientras tragaba el abundante líquido blanco, su cabeza comenzó a dar vueltas. ¿Como había podido hacer una cosa así con un chico que crió prácticamente como si fuera su hijo? Se sintió sucia, pecaminosa. No tendría que haber llegado tan lejos. Pero ya era tarde, ya lo había hecho.
Sacó la verga de su boca y se puso de pie, dándole la espalda a Catriel. No se atrevía a mirarlo a los ojos. Antes de que pudiera reaccionar, ya tenía a su sobrino detrás de ella, sobándole las tetas y frotándole el miembro por las nalgas.
—Em, Catriel… yo… creo que me excedí.
—A mí me encantó lo que hiciste —dijo el muchacho, presionando con fuerza sus tetas. Ella suspiró de placer. No estaba acostumbrada a que los hombres la traten así.
—Quizás deberíamos seguir, antes de que se haga de noche.
Soraya intentó dar media vuelta para continuar el camino, pero su sobrino la sujetó por la cintura de tal forma que ella se vio forzada a apoyar las manos contra el tronco. A continuación notó cómo Catriel le levantaba la pollera. La verga de su sobrino se posó sobre sus labios vaginales, solo la sencilla tela de una bombacha blanca le impedía entrar. Parte del vello rojizo de Soraya asomaba por los lados de su ropa interior. La presión del glande contra sus labios vaginales la hizo delirar de placer. Catriel no lo sabía, pero su tía admiraba los hombres varoniles que se mostraban apasionados con sus amantes. Solo que, por su vida de monja, tuvo que esforzarse para mantenerse alejada de ellos.
Y ahora luchaba por hacer lo mismo, huir de los fuertes brazos de su sobrino; pero el roce de su verga era demasiado embriagador. Le pidió a Dios que le diera fuerzas para resistir la tentación… y esas fuerzas no llegaron. Fue cediendo de a poco, una de sus tetas ya estaba fuera y Catriel pellizcaba su pezón. Era cuestión de tiempo que la bombacha bajara y tuviera que hacerle frente a toda la masculinidad de su sobrino. Su vagina ya se estaba preparando para esto, dejando salir una buena cantidad de flujos.
Ya podía sentir unos dedos traviesos apartando su bombacha… en ese momento fue cuando vio algo que la sobresaltó: una cruz de cemento, cubierta de musgo y plantas.
—¡Catriel! ¡Mirá! Estamos en el cementerio…
Ella se alejó de su sobrino y comenzó a caminar hacia la cruz. En el trayecto se encontró con algunas lápidas derruidas e incluso un ángel de piedra tirado entre la maleza al que le faltaba un ala.
Catriel entendió que el momento había pasado, sería inútil insistirle a su tía. Además él también estaba interesado por el hallazgo. Se lamentó porque sabía que pasarían meses hasta tener otra oportunidad como esta.
Guardó su miembro dentro del pantalón y se acercó a una de las lápidas, estaba quebrada en un ángulo irregular. No se podía leer el nombre, pero el apellido era claro: Val Kavian.
—Acá terminaron los dueños originales de la mansión —comentó.
—Y nadie cuidó de este cementerio. Está completamente destruído. —Esta vez sí miró a su sobrino a los ojos, con semblante muy serio—. Tenemos que restaurarlo.
—¿Creés que a los posibles compradores de la mansión les interese tener un cementerio bien cuidado?
—No. No tiene nada que ver con eso. Creo que las presencias que estuvimos notando en la casa pueden deberse a esto —señaló la lápida rota—. Algo perturbó la paz de los difuntos…
A Catriel se le puso la piel de gallina. No creía en estas cosas con el mismo fervor que su tía; pero la sola idea de que los fantasmas de los Val Kavian hayan regresado para atormentarlos era suficiente como para hacer algo al respecto.
—Puede ser… pero no va a ser fácil. No creo que en el pueblo haya alguien dispuesto colaborar con la restauración de un cementerio. A Mailén no le va a interesar en lo más mínimo y convencer a las gemelas va a ser muy difícil.
—Lo sé, pero yo te voy a ayudar.
—Muy bien. Gracias.
—Bueno, volvamos… ya no podemos hacer nada acá —sugirió Soraya.
—Todavía no.
Catriel sacó un retazo de tela roja de su mochila y usó una rama para improvisar un mástil. Lo clavó cerca del tronco caído, donde su tía le había chupado la verga.
—Ah, eso es muy astuto —dijo Soraya—. Así podemos encontrar el cementerio más fácil…
—También traje esto —extrajo de la mochila un rollo de cinta roja—. Mamá lo trajo para decorar su estudio, pero yo le voy a dar un mejor uso.
Cortó un trozo de cinta y lo ató a un árbol cercano.
—Ah ya veo, vas a marcar el camino… como Hansel y Gretel. Pero ¿por qué no lo marcaste mientras veníamos para acá?
—Porque no sabía si íbamos a encontrar el cementerio. Es mejor hacerlo mientras volvemos. La mansión es más fácil de encontrar.
Soraya sonrió, se sintió orgullosa de su sobrino. Catriel parecía haber pensado en todo, le gustaba que fuera tan resolutivo.
—Por cierto, tía… sobre lo que pasó…
—No quiero hablar de eso.
Emprendieron el camino de regreso en silencio, intentando replicar la ruta que habían tomado. Catriel dejó cintas rojas en los árboles cada pocos metros. Colocó más de las necesarias porque la espesura es traicionera.
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Rebeca vio a su hija mayor caminando por el pasillo del segundo piso, al parecer Mailén acababa de darse una ducha. Tenía el cabello mojado y una remera blanca que ya había formado mancha de humedad en sus pechos, transparentando los pezones. Debajo tenía solo una tanga del mismo color. Este atuendo tan revelador no le resultó extraño a Rebeca, ya había visto a su hija miles de veces con ropa similar. Lo que llamó su atención fue que Mailén parecía triste, o preocupado. Marchaba cabizbaja y sus pies se movían como si fueran de cemento. Rebeca se le acercó por atrás y la abrazó. Mailén se sobresaltó; pero luego volvió a bajar la guardia al verse envuelta en los brazos de su madre. Pudo sentir los voluminosos pechos de Rebeca apretándose contra su espalda.
—¿Te pasa algo Mailén?
—No, nada… ¿por qué lo preguntás?
Rebeca notó como su hija se ponía tensa. Le estaba mintiendo. Una madre sabe estas cosas. Y sabe perfectamente que Mailén es un hueso duro de roer. De sus hijos siempre fue la más independiente. Todavía recuerda el día en que Mailén se patinó en la bañera, dándose un duro golpe en la cadera. A pesar de que apenas podía caminar, ella solita manejó hasta el hospital más cercano, donde el médico le regañó por su imprudencia. Luego Rebeca hizo lo mismo. «No te costaba nada avisarme, hubiera dejado todo por traerte al hospital», le dijo. Mailén se limitó a encogerse de hombros y respondió: «No me pareció que fuera para tanto, fue solo un golpe». El médico no opinaba lo mismo. La cadera se había sufrido una pequeña fisura. Mailén tuvo que hacer reposo durante tres semanas. Todos en la familia colaboraron para que ella se sintiera bien cuidada y que nada le hiciera falta; pero ella detestó cada minuto de esta situación. Solo quería levantarse y volver a su vida normal. Accedió a hacer reposo porque el médico le explicó, con mucha paciencia, las graves consecuencias que podría sufrir si la fisura no se curaba de forma apropiada, y añadió: «Agradecé que sos joven y que todavía tus huesos sanan rápido, porque si esto te hubiera ocurrido a otra edad, sería mucho más complicado».
—Sé que algo te tiene mal. Podés confiar en mí.
Mailén no quería admitir que su mente era constantemente invadida por imágenes terroríficas. Se vio en más de una ocasión siendo atacada por un animal salvaje, picada por una víbora o incluso perdiéndose para siempre en la espesura. Reconocer esto la hubiera hecho quedar como una miedosa, justo ella, que había aprendido a valerse por sí misma. A pesar de su negativa a ser sincera, agradeció el abrazo maternal. La hizo sentir protegida.
—De verdad que no me pasa nada, mamá. Quizás solo estoy algo triste por haber dejado atrás la ciudad. Estaba acostumbrada a ese ritmo de vida. En Rosario podía ir a una tienda de electrónica cuando me diera la gana, y podía volver con decenas de piezas con las que experimentar. Pero acá…
—Entiendo. Yo traje mis pinturas conmigo, pero vos no tuviste la oportunidad de traer tu taller. Te prometo que cuando tengamos la oportunidad, vamos a comprar un montón de piezas y herramientas. Pedí todo lo que necesites, voy a hacer que te lo traigan hasta acá.
—Mmm, bueno… gracias. Eso me hace sentir mejor.
—¿Segura? Porque todavía te noto tensa. —La mano derecha acarició de Rebeca acarició el vientre de su hija, bajando lentamente—. Decime… ¿hace cuánto que no te masturbás?
No era la primera vez que su madre le hacía esa pregunta, aún así no pudo evitar sonrojarse.
—Em… no sé, no me acuerdo.
No quería admitir que se había pajeado justo después de visitar a Guillermo y Mauricio.
—Quizás eso es lo que te está haciendo falta. —Los dedos rozaron el elástico de la tanga—. Estoy segura de que si te tocás un poco vas a conseguir relajarte.
Mailén soltó una risita nerviosa y se dobló ante el cosquilleo que le produjeron esos dedos al acariciar su pubis.
—Yo no soy tan fanática de la paja como vos, mamá.
—No pretendo que lo seas. Me basta con que lo hagas cuando necesites descargar tensión… y vos acumulás mucha tensión. Eso no es bueno. Tenés que dejarla salir, de alguna manera.
Un dedo rozó el clítoris de Mailén. Ella cerró los ojos y dejó escapar un gemido. Instintivamente comenzó a menear su cadera, apoyando la cola contra el pubis de su madre. No era la primera vez que recibía este tipo de “tratamiento motivacional” por parte de Rebeca, y ya había funcionado en el pasado. Aunque esta vez Mailén estaba algo más ofuscada de lo habitual, pensó que no funcionaría.
Cordialmente se alejó de su madre, entró a su cuarto y se tendió boca arriba en la cama. Contaba con que Rebeca la siguiera, porque sabía que ella no se rendiría tan fácil. Al menos tuvo el atino de cerrar la puerta al entrar. Se acostó junto a su hija y volvió a acariciarle el vientre, formando pequeños círculos.
—Sé que algo te pasa, chiquita —dijo con tono maternal, arrancándole una sonrisa a Mailén—. Últimamente te noto más tensa de lo habitual, y eso es mucho decir. —Su mano volvió a perderse dentro de la tanga de su hija, no tardó en llegar al clítoris. A Mailén esto no le molestó en absoluto; de forma inconsciente estaba buscando un poco de atención, la necesitaba—. No te veo así desde que te golpeaste la cadera. Y me acuerdo que hubo alguien que te ayudó a relajarte.
—Clarisa… y me sorprendió mucho que le permitieras hacerlo. Porque, si mal no recuerdo, nos habías prohibido ese tipo de interacciones.
—Es cierto, pero consideré que en ese momento las necesitabas. Y ahora también.
—Pero Clarisa no está acá.
—No; pero estoy yo. También puedo ayudar, al menos un poco. Sé qué hacía ella para que te calmaras.
Mailén recordó que su madre estuvo a su lado, acostada en la misma cama, mientras Clarisa le acariciaba la concha. A pesar de estar acostumbrada a su atípica madre, eso sí le resultó extraño. Porque Rebeca siempre se mostró reacia con el sexo lésbico y porque la situación se puso de lo más explícita. Fue una de sus experiencias sexuales más extrañas y más memorables. Memorable en el sentido de: «Me hice un montón de pajas pensando en lo que pasó aquel día».
—Me acuerdo que lo primero que hacía Clarisa era chuparte las tetas —comentó Rebeca.
—Eso es porque me relaja mucho que me chupen los pezones.
—Mmmm… ya tenemos algo con qué empezar.
Levantó la remera de Mailén y ella se quedó mirando pensando si su madre se atrevería a tanto. Descubrió que así era cuando vio la lengua estirándose hasta acariciar uno de sus pezones.
—Lo tenés muy suavecito…
—Ese es uno de mis mayores orgullos.
Rebeca acompañó la lamida del pezón con caricias a la concha de Mailén. Si bien no era la primera vez que su madre la tocaba, o que le lamía un pezón, nunca había combinado estas dos acciones al mismo tiempo. Mientras recibía esas hábiles caricias en su sexo, no pudo evitar la conjetura en la que llevaba trabajando desde hacía tiempo: ¿Acaso su madre es una lesbiana reprimida? Y estas actitudes no eran las únicas que le hacían sospecharlo.
Cerró los ojos, disfrutó de los toqueteos y se trasladó mentalmente a aquella tarde con Clarisa en su cama. Su bella amiga la estuvo masturbando durante largos minutos, mientras le chupaba las tetas. Rebeca se limitó a mirar con una sonrisa en los labios. Cuando Clarisa comenzó a bajar por su estómago con besos y llegó hasta quitarle la tanga, Mailén pensó que su madre les diría que ya habían llegado demasiado lejos, que un poco esta bien; pero que esto no lo permitiría. Sin embargo, lo permitió.
Clarisa empezó a chuparle la concha y Mailén miró a los ojos a su madre, como si le estuviera preguntando mentalmente: «¿Podemos hacer esto?». Luego apartó la mirada, porque eso de estar gimiendo de placer frente a su madre, mientras su mejor amiga le comía la concha, le pareció demasiado. Se preguntó si Rebeca se retiraría. Eso no pasó. La pelirroja se quedó allí, mirando atentamente como la bella Clarisa movía su lengua sin parar. Mailén no pudo mover la cadera, como solía hacerlo cuando recibía sexo oral, pero sí presionó la cabeza de su amiga, para indicarle que estaba disfrutando mucho.
Ahora, en la mansión Val Kavian, con su madre metiéndole los dedos en la concha, tuvo la sensación de estar haciendo algo inmoral. Algo que ni siquiera debería permitírselo a una madre tan atípica como Rebeca. Sin embargo, no hizo nada por detenerla. Su curiosidad por saber hasta dónde pretendía llegar esa mujer la hizo seguir adelante. Incluso la alentó. Mailén metió la mano dentro de la bombacha de su madre, acarició su vello púbico y pasó los dedos por los húmedos labios vaginales. Los movió tímidamente. Rebeca la miró y con una sonrisa le dijo:
—Si lo vas a hacer, hacelo bien… —acto seguido, introdujo dos dedos en la concha de su hija.
Ella entendió el mensaje. Replicó la acción. El interior de la vagina de su madre estaba tan húmedo como el de ella. Como si hubiera estado pajeándose momentos antes.
—Eso, así… estás mejorando.
Mailén volvió a cerrar los ojos, trasladándose al pasado. Clarisa llevaba un buen rato comiéndole la concha cuando Rebeca le dijo: «Se nota que te gusta mucho. Espero que no se haga costumbre». «Ay, mamá… si supieras lo rico que Clarisa chupa la concha, no me dirías eso».
Estas palabras funcionaron como un desafío para la rubia. Rebeca había estado masturbándose lentamente mientras admiraba la escena y para eso se había quedado desnuda de la cintura para abajo. Clarisa aprovechó esta vulnerabilidad y se lanzó de cabeza entre las piernas de la pelirroja, tomándola por sorpresa. Sin darle tiempo a nada, se prendió a su concha como si fuera una sanguijuela. Succionó con tanta fuerza que Rebeca soltó un grito agudo, en parte por lo inesperado de la acción de la rubia, y también por el placer físico que esto le provocó.
Mailén miró estupefacta. No podía creer que una mujer le estuviera chupando la concha a su madre. Más allá de que se tratara de su mejor amiga, estaba viendo a su madre en pleno acto lésbico. Pasivo, sí… pero lésbico al fin.
—¿Sabías que yo empecé así con Clarisa? —Le dijo Mailén a su madre, en la cama de la mansión, mientras se metían los dedos la una a la otra.
—Ay, no digas boludeces. Sabés muy bien que yo no tengo esas intenciones, solo estoy intentando hacerte sentir mejor.
—Lo sé… y está funcionando —aceleró el ritmo con el que introducía los dedos en la vagina de su madre—. Solo quería comentar eso. Con Clarisa arrancamos pajeándonos la una a la otra… y terminamos comiéndonos las conchas.
Rebeca se sintió mal. Por lo general Mailén causaba ese efecto en ella, sabía exactamente qué decir para hacerla tambalear. Le había prohibido a las gemelas la práctica de “la paja mutua”; pero ahora ella lo estaba haciendo con una de sus hijas.
«Sin embargo, esto es distinto —pensó la pelirroja—. Mailén está mal y yo puedo hacerla sentir mejor. Es mi deber como madre. Solo estoy… calentando sus motores. Luego ella seguirá solita».
Con esta gran capacidad que tiene para autoconvencerse, añadió en voz alta:
—No vas a conseguir alejarme. No me voy de acá hasta que te vea bien.
—Entonces, te vas a tener que esforzar más… porque con esto no vas a lograr mucho. —Mailén se preguntó por qué estaba desafiando a su madre de esa manera. Supuso que lo hacía para conocer cuáles eran los límites de Rebeca.
—A ver qué te parece esto…
Dos dedos de Rebeca se hundieron completos dentro de la concha de Mailén. Empezó a bombear con fuerza, pero sin sacarlos, al mismo tiempo que usaba el pulgar para estimular el clítoris. Supo que lo estaba haciendo bien cuando vio a su hija cerrando los ojos y gemir. Otra señal fue que la misma Mailén empezó a pajearla con auténticas ganas.
—Dale, eso… así… no pares —le dijo Rebeca, con un susurro al oído. Luego la besó en el cuello.
Mailén lanzó un profundo gemido. Le costaba asociar la extrema calentura que tenía con su propia madre. Por supuesto esto vino acompañado por una intoxicante incomodidad. Entendía que se estaban excediendo, que esto no era apropiado, que estaban cruzando un límite. Y a Mailén le encanta cruzar límites. Por lo general se trata de límites intelectuales, pocas veces se atrevió a cruzar los que están ligados al sexo, como lo hizo aquella tarde con Clarisa y su madre.
—¿Viste que la chupa bien?
—Uf… sí, em… tengo que reconocer que Clarisa tiene mucho talento para esto. —La rubia le estaba succionando el clítoris de forma salvaje.
—No te olvides de mí, amiga… yo también quiero.
Atendiendo a los reclamos de Mailén, la misma Clarisa propuso que madre e hija adoptaran una posición de lo más peculiar. Tuvo que insistir un rato, porque la pelirroja creyó que sería ir demasiado lejos; pero al final logró picar su curiosidad diciéndole:
«Así vas a entender mejor por qué a tu hija le gusta tanto que le chupe la concha».
Hizo que Rebeca se posicionara sobre Mailén, aunque sin apoyarse del todo, para no complicar su cadera, que a pesar de que ya estaba casi curada, aún no podía exigirle demasiado. Las dos conchas quedaron pegadas la una a la otra. La lengua de la rubia comenzó a recorrer esos labios vaginales como si se tratase de uno solo. Instintivamente Rebeca comenzó a menear su cadera, lo que provocó que su clítoris rozara contra el de su hija. Al notar esto, las dos se miraron cara a cara y comenzaron a reírse como viejas amigas en un genuino acto de complicidad.
—Mmm… admito que esto es mejor que hacerse una paja —reconoció Rebeca.
—¿Viste? Ahora imaginate lo rico que se siente brindarle esa clase de placer a otra mujer.
—¿Te referís a… chuparle la concha?
—¡Claro!
—Hasta ahí no te sigo. Puedo entender que está bueno que alguien te haga sexo oral, pero que sea entre dos mujres no lo comparto.
—Pero yo lo puedo hacer? Aunque sea una vez…
—No, Mailén.
—Dale, porfis… es solo por hoy. Lo prometo…
Mailén siguió insistiendo, Clarisa colaboró proporcionándole una gran chupada de concha a las dos, en especial a Rebeca. Quizás si lograba excitarla lo suficiente, le haría bajar la guardia. Después de varios minutos, de muchas lamidas, de muchos roces entre clítoris, lo consiguió.
—Está bien, podés hacerlo… pero solo por hoy.
Mailén chilló de alegría. Las dos amigas se dispusieron rápidamente en un prolijo 69. Rebeca se quedó junto a su hija y miró atentamente el momento preciso en que esa lengua hacía contacto con los labios vaginales de Clarisa. Mailén empezó suave, con timidez. A pesar de su fortaleza emocional, le daba vergüenza estar haciendo esto ante la mirada inquisitiva de su madre. Aún así se atrevió, fue a más. Después de unos segundos ya estaba comiéndole la concha a Clarisa como si estuvieran solas en la habitación, y las lamidas que su amiga le estaba dando le ayudaron mucho a centrarse en esta tarea. A su lado Rebeca se masturbaba a toda velocidad, Mailén se preguntó si lo estaría haciendo por pura costumbre o porque se había quedado caliente con la chupada que le dio la rubia.
—Clarisa, tenés una cola muy hermosa —comentó Rebeca, mientras acariciaba una de esas redondas nalgas—. Y tu concha es impresionante, me encantan tus labios.
—Muchas gracias.
—Mamá, cualquiera pensaría que te estás volviendo lesbiana —bromeó Mailén.
—Ay, no lo digo en sentido sexual, sino artístico. Clari ¿te gustaría posar en alguno de mis cuadros? Me encantaría pintarte desnuda.
—Sii, con muchísimo gusto. Amaría ser tu musa inspiradora.
Mientras recibía los dedos de su madre dentro la concha, en la cama de la mansión, Mailén se preguntó qué habrá pasado durante esas sesiones de pintura entre Rebeca y Clarisa. Quería preguntarle; pero no lo hizo porque estaba demasiado ocupada en no llegar al orgasmo. Aún no se sentía psicológicamente preparada para acabar porque su mamá le hizo tremenda paja.
—Creo que ya entendí el mensaje —dijo—. Desde ahora puedo seguir yo solita.
—Así me gusta —Rebeca le dio un rápido beso en los labios—. Espero que lo disfrutes mucho y que consigas relajarte.
—Gracias.
Rebeca la dejó sola. Ella reanudó la enérgica masturbación, se sacudió, gimió, arqueó la espalda. Gozó como no lo había hecho en mucho tiempo, hasta que su concha explotó en una serie de potentes orgasmos.
Mailén se quedó mirando el techo, jadeando, con todo el cuerpo cubierto de sudor y las sábanas mojadas por sus flujos vaginales. Se había trazado una nueva meta en la vida: Si su madre alguna chupó una concha, ella iba a averiguarlo. Y si no lo hizo nunca, buscaría la forma de hacérselo probar, al menos una vez. ¿Y si ya lo hizo? Bueno, en ese caso… se lo haría repetir.
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A Inara y a Lilén les habían asignado la tarea de cortar los yuyos del patio trasero. Les entregaron una cortadora, una bordeadora, dos rastrillos y un par de tijeras de jardín, y les dijeron: «Arréglenselas como puedan».
Lo primero que se les vino a la cabeza fue mirar algún tutorial en YouTube, idea que descartaron cuando recordaron que ahí, en el medio de la puta nada, no hay internet.
No les quedó otra alternativa que usar el ingenio. Lo vieron como un desafío, querían demostrarle a su familia que no eran un par de niñitas mimadas e inútiles. Comenzaron limpiando las ramas y hojas con los rastrillos.
—Che, si quisieras entrar a la habitación once. ¿Cómo lo harías?
Lilén se detuvo en seco ante el comentario de su hermana.
—¿Y por qué querría entrar a esa habitación?
—No sé… ¿no te da curiosidad saber quién era toda esa gente?
—La verdad, no. Me dan un poco de miedo. Ya deben estar todos muertos… ¿y si son los fantasmas que andan deambulando por la casa?
Inara no creía que cada persona de las fotos ya estuviera muerta, algunos parecían haber vivido entre los años ‘60 o ‘70. Estarían viejos, pero aún con vida. Sin embargo, los de las fotos más viejas…
Le dio un escalofrío de solo pensarlo.
—Vos querés entrar por el diario de la monja ¿cierto?
A veces a Inara le sorprende lo perspicaz que puede llegar a ser Lilén.
—Bueno sí. Es algo aburrido; pero no hay otra cosa interesante para hacer. Estoy segura de que debe haber más volúmenes guardados en esa habitación.
—Está bien, yo te ayudo a entrar. Cuando encuentre la forma de distraer a mamá, vos te metés en su pieza y sacás la llave de la habitación once.
—Muchas gracias.
—Pero acordate que me debés una.
Lucharon con las intimidantes máquinas cortadoras, pero en pocos minutos descubrieron que, en realidad, no eran tan difíciles de usar. Como los límites del patio trasero no están definidos por nada más que maleza, ellas trazaron la frontera en el inicio del arroyo. Ni se molestaron en cortar nada que estuviera en la otra orilla.
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Lilén vio a su madre saliendo de la pieza de Mailén. Estaba desnuda de la cintura para abajo, su abundante vello púbico rojo lucía imponente. No le extrañó verla así, Rebeca tenía por costumbre circular desnuda por la casa. Por eso ni se le cruzó por la cabeza lo que había ocurrido dentro del cuarto de su hermana mayor.
—Mamá, necesito que me ayudes con algo… en mi pieza —le dijo.
—¿Ya terminaron de cortar los yuyos?
—Sip. Quedó genial. Vení y te muestro por la ventana cómo quedó todo.
Inara aprovechó el momento de distracción para colarse en el cuarto de su madre. Ahora necesitaba descubrir dónde carajo había guardado la llave.
Lilén sabía que su hermana quizás necesitaría tiempo, y que si la excusa para distraer a Rebeca no era buena, ella empezaría a sospechar que las gemelas tramaban algo. Le señaló la ventana, mostrándole lo bien que había quedado el patio. Rebeca no pareció muy impresionada, las gemelas habían cortado los yuyos pero no se habían molestado en barrerlos.
—Te prometo que después los barro.
Rebeca sabía que Lilén no cumpliría esa promesa, aún así se lo dejó pasar.
—¿Con qué necesitás que te ayude?
—Emmm te quería pedir permiso para hacer algo.
—¿Un proyecto para la casa?
—Este… emmm… no, no… es algo que no te va a gustar. Necesito que me escuches, porque es importante.
Inara encontró la llave debajo del colchón de su madre, la había dejado sobre una de las tablas de la cama. Salió a toda velocidad, se paró frente a la habitación once, miró para todos lados y cuando se convenció de que no había testigos, abrió la puerta.
—No me asustes, Lilén. Decime qué pasa, de una vez.
—Lo que pasa es que desde hace tiempo tengo una curiosidad: ¿cómo se sentirá chupar una concha? Sé que Mailén lo hizo, y por lo que me comentó Inara, sé que lo disfrutó mucho —Rebeca torció la boca, se preguntó si este asunto del sexo lésbico alguna vez quedaría fuera de discusión para siempre—. Sé que te va a parecer una locura; pero me gustaría probarlo… con Inara.
—No. Ni hablar.
—Pero mamá…
—No le vas a chupar la concha a tu hermana, Lilén.
—¿Y con quién querés que lo haga? —Preguntó la pequeña, ofuscada—. No conozco a nadie en este pueblito de mierda. No tengo amigas.
Rebeca sintió eso como una puñalada en un riñón. Ella había traído a sus hijos a este sitio apartado de la civilización, quitándole la posibilidad de llevar una vida normal, como la que conocían.
Inara había traído la gran linterna de Catriel. Se movió rápido, no sabía cuánto tiempo podría comprarle Lilén. ¿Dónde estaba la maldita caja de la que sacó el diario? Había muchas y no podía recordar cuál de todas ellas era la indicada. Abrió varias, encontrándose con más fotos porno e incluso algunos casettes de VHS, sabía lo que eran porque Mailén tenía una especie de obsesión con la tecnología antigua. A ella no le importaron en absoluto.
Dentro de una de las cajas encontró algo envuelto en una tela de terciopelo negra. Eso sí captó su atención. ¿Qué podía ser?
Con el tacto descubrió que se trataba de un objeto largo y muy duro. Al desenvolverlo vio que se trataba de un pene de gran tamaño, hecho de un metal cromado. Era impresionante. Bajo la luz de la linterna emitía reflejos etéreos que hacía parecer vivas las imágenes pornográficas de las paredes. La invadió una sensación extraña, nunca antes experimentada. Como si alguien más hubiera tomado control de su cuerpo y le susurrara desde algún rincón oscuro de su mente: «Tenés que probarlo».
Rebeca sabía que Lilén no descartaría esa idea solo porque ella le prohibiera hacerlo. No podía controlar a las gemelas las veinticuatro horas del día y sabía que en cualquier momento podían volver a los toqueteos, y una cosa llevaría a la otra…
Le aterraba pensar que sus hijas podrían practicar incesto y sexo lésbico al mismo tiempo.
—Se me ocurre otra idea —le dijo, en un acto de desesperación—. Podés hacerlo conmigo.
—¿Qué? —A Lilén casi se le salen los ojos. Ni en sus más delirantes fantasías se imaginó que esa podría ser la respuesta de su madre—. ¿Querés que te chupe la concha a vos?
—Pero con dos condiciones: La primera es que me prometas que no lo vas a hacer con Inara. Nunca. La segunda es que me cuentes si estuvieron tocándose después de que me prometieron que no lo harían.
—Mm… te vas a enojar.
—Prometo no hacerlo.
—Está bien, pasó algo, hace unos días… pero fue porque yo estaba muy asustada. Inara me ayudó a calmarme.
—¿Fue la primera noche que pasamos en esta casa? —Lilén asintió con la cabeza—. Entiendo. Por esta vez se los dejo pasar, porque fue una situación muy particular. Pero prometeme que ya no lo van a hacer.
—Lo prometo —Lilén levantó una mano en señal de juramento.
—Nunca se jura con la mano izquierda.
—Uy, perdón. Lo juro —esta vez levantó la mano derecha.
—Está bien. Vamos a hacerlo… pero quiero que entiendas que es la única vez. Y que no se lo tenés que contar a nadie, ni siquiera a Inara.
—Esto queda entre nosotras —Lilén sonrió.
Estaba entusiasmada. Sus ganas de probar una concha eran reales, y de verdad creyó que podría convencer a su madre que la deje hacerlo con Inara, al menos una vez. La propuesta que recibió a cambio la desorientaba un poco y al mismo tiempo le parecía aún más excitante.
Ambas se trasladaron a la cama y Lilén puso la cabeza entre las piernas de su madre.
—Me gusta que la tengas tan peludita —comentó, tironeando del vello púbico rojizo—. ¿Te molesta si te digo que tu concha me parece muy linda?
—No, claro que no. Lo tomo como un halago. Además… si vas a hacer esto, es preferible que lo hagas con una concha que te parezca linda.
Rebeca estaba aterrada. No entendía por qué estaba haciendo esto, solo sabía que no podía echarse atrás luego de haber ayudado a Mailén con su masturbación de la forma en que lo hizo. No podía brindarle a una de sus hijas y a las otras no.
—Estoy muy nerviosa… no puedo creer que le vaya a chupar la concha a mi mamá.
—Si pensás así lo hacés más difícil para las dos. Pensá que es una concha y listo. Olvidate por un rato de que soy tu madre.
Lilén asintió, solo para tranquilizar a Rebeca, porque ella sabía muy bien que no podía separar esa vagina del cuerpo ese cuerpo. Le iba a comer la concha a su propia madre y eso era innegable. Aún así, estaba dispuesta a hacerlo, como si alguien dentro suyo le dijera: «Tenés que probarlo».
Inara se había despojado de toda su ropa, sin siquiera darse cuenta. Colocó el dildo metálico en el centro de la habitación, éste se quedó perfectamente erecto, apuntando al techo, gracias a que contaba con una base muy sólida, que incluso simulaba los testículos.
Se colocó encima de este gran pene en posición de rana, y flexionando sus rodillas fue bajando hasta que el glande comenzó a separar sus labios vaginales. Apuntó la linterna a la pared y admiró todas esas escenas cargadas de obscenidad y lujuria: sexo oral, anal, vaginal. Se centró en una mujer recibiendo varias vergas al mismo tiempo, era una imagen muy vieja. Supuso que esa mujer ya habría fallecido; pero esta vez no sintió un escalofrío, sino que tuvo la sensación de estar experimentando lo mismo que ella. El pene metálico se fue hundiendo en su concha con extrema facilidad, a pesar de lo ancho que era. La lubricación vaginal ayudaba mucho a esta tarea, la última vez que había estado tan mojada fue cuando tuvo esa peculiar charla sobre sexo lésbico con Mailén. Mientras el dildo se hundía en su concha centró el haz de la linterna en dos lesbianas jóvenes que hacían un 69 y se preguntó qué se sentiría al chupar una concha.
Lilén sintió que, si no empezaba rápido, su corazón comenzaría a latir tan fuerte que saltaría fuera de su boca… o que su madre se arrepentiría. Por eso, sin meditarlo más, se lanzó al ataque.
Lo primero que experimentó fue el sabor entre dulce y salado del sexo femenino. Un sabor al que estaba muy acostumbrada, por haber lamido miles de veces sus dedos durante una masturbación. Incluso conocía de memoria el sabor de los jugos vaginales de Inara, por la misma razón. Sin embargo, este sabor era distinto, se sentía… prohibido.
Su lengua comenzó a moverse rápido, dando lamidas cortas. Su madre estaba muy mojada, así que no hacía más que tragar flujos. Esto le gustó… demasiado. Rebeca gimió y se estremeció. No contaba con que su hija fuera capaz de encontrar zonas tan sensibles de su vagina. No sentía algo así desde que Clarisa se la había chupado.
Inara había logrado un ritmo lento pero constante. Gracias a eso consiguió meter al menos la cuarta parte de ese imponente pene metálico. Movía la linterna de un lado a otro, centrándose en las imágenes que le resultaban más morbosas, como aquella que mostraba a una mujer recibiendo una pija por el culo mientras le chupaba la concha a otra. Era de las más recientes, a color.
—¿Lo estoy haciendo bien? —Preguntó Lilén.
—Sí, muy bien. Ahora chupame el clítoris… quiero que te saques las ganas de probar todo.
Rebeca expuso su clítoris presionando a los lados con dos dedos. Lilén comenzó a lamerlo con la punta de la lengua.
—Chupalo fuerte, como si lo estuvieras succionando…
O como lo había hecho Clarisa aquella vez.
Lilén obedeció. Succionó el clítoris de su madre con énfasis. Rebeca se sacudió de placer y eso le indicó a la chica que lo estaba haciendo bien. Alentada, dio varios chupones más.
—Uf… así me vas a mojar mucho.
—Me gusta que estés tan mojada, me gusta lamer los juguitos.
—Entonces meteme la lengua en la concha…
No podía creer que le estuviera pidiendo eso a una de sus hijas. Lo hizo porque temía que Lilén se quedara con ganas de experimentar algo más con su hermana. «Es preferible que se saque las ganas conmigo», se repitió mentalmente.
Mientras Lilén le metía la lengua tan adentro como le era posible, a pocas habitaciones de distancia estaba Inara, saltando sobre el dildo metálico como si estuviera poseída. Ya le había entrado hasta la mitad y la concha le dolía un poco; pero ese dolor era dulce, agradable… embriagador.
El ritmo de su respiración, los latidos de su corazón, la luz de la linterna danzando en las paredes. Se sentía como si estuviera dentro de un trance. No quería parar hasta quedar satisfecha. Aceleró los saltos, haciendo que el recorrido del pene metálico fuera más largo al entrar y salir de su concha.
—Así, así… chupá con ganas…
Rebeca sostenía la cabeza de Lilén, manteniéndola pegada a su vagina. La pequeña seguía lamiendo y chupando con fervor. Quería recorrer cada zona sensible del sexo de su madre, quería que ella se acordara de este momento toda su vida.
—¿Te gusta? ¿Te gusta? —Preguntó, casi sin desprender su boca de los labios vaginales.
—Sí, mi amor. Me encanta. Lo estás haciendo muy bien.
Rebeca no sabía si la estaba alentando por pura cortesía o porque genuinamente lo estaba disfrutando. Esta última opción le aterraba. No podía permitirse gozar con su propia hija practicándole sexo oral; pero lo estaba haciendo. Y, por loco que pareciera, no quería que ella se detuviera.
Le restregó la concha húmeda por toda la cara y Lilén lo recibió con ojos inyectados de lujuria, la miró como si fuera la más puta de las putas. Esto hizo que el corazón de Rebeca diera un vuelco. «Dios, qué le estoy haciendo a mi hija… ¿esto la va a convertir en una lesbiana… o en una adicta al sexo?».
Pero ya era demasiado tarde. Lilén le estaba provocando un potente orgasmo, tan potente como el que estaba haciendo delirar de placer a Inara en la habitación once. La chica tenía los ojos en blanco, como si estuviera en un nirvana, jadeaba con la boca abierta y no dejaba de saltar sobre el dildo mientras sus gemidos rebotaban contra las paredes.
Los jugos vaginales de Rebeca saltaron a chorros contra la boca de Lilén. La madre gemía y se sacudía, como si quisiera empapar toda la cara de su hija, como si quisiera que ella tragara sus jugos. Por eso apretó la cabeza de Lilén con más fuerza, orientando el agujero al interior de la boca. «Tragá, tragá… tragá», susurró, como si estuviera poseída.
Lilén podía escucharla y no le importó lo brutalmente incestuosa que se estaba volviendo la situación. Le encantó que su madre la estuviera obligando a tragar todos sus jugos.
—Chupá fuerte… chupá fuerte… —Jadeó, se sacudió—. Lilén, te estoy diciendo que chupes fuerte, carajo. —Rebeca ya no era dueña de sus palabras, simplemente salían de su boca—. Eso, así… así… ¿querías concha? Acá tenés… ahora cometela toda.
Cuando el intenso orgasmo de Inara llegó a su fin, ella recobró la compostura, como si hubiera regresado a la realidad. Se asustó, creyó que había desperdiciado demasiado tiempo y su madre podría descubrirla en cualquier momento. Revisó las cajas restantes a toda velocidad hasta que encontró la que tenía numerosos cuadernos negros. Extrajo los tres primeros, se vistió y salió corriendo de la habitación. Volvió a dejar la llave donde la había encontrado.
De puro milagro no se cruzó con su madre en el pasillo. Bajó las escaleras en el mismo instante en que Rebeca salió huyendo del cuarto de Lilén. Estaba tan avergonzada de su forma de actuar, que ni siquiera le pidió disculpas a su hija. De todas maneras, Lilén no las necesitaba. Ella había disfrutado tanto como su madre y ya estaba haciéndose tremenda paja mientras rememoraba todo lo ocurrido.
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Luego de la expedición al cementerio Catriel bajó hasta el pueblo donde le compró tres pacúes a un baqueando. Los hizo a la parrilla en el asador que estaba detrás de la mansión, a pocos metros del arroyo. Aún la zona estaba algo descuidada pero las gemelas habían pasado toda la tarde cortando los yuyos de esa parte del patio trasero, y al menos ya se podía circular sin riesgo a ser picado por una víbora.
—No me gusta el pescado —protestó Lilén.
—Mentirosa —dijo Inara—. Si las crepés de merluza te encantan.
—Porque es pescado de mar, el que no me gusta es el de río.
—No seas caprichosa, Lilén —dijo Rebeca, que traía ensaladas para acompañar el pescado—. Es lo que hay, si no lo querés comer, entonces te quedarás con hambre.
—Además te vas a tener que acostumbrar al pescado de río. Es lo que más se come por esta zona. —Añadió Mailén, que ayudaba a Soraya a barrer todo lo que las gemelas no habían terminado de limpiar.
Lilén se sentó junto a la mesa con los brazos cruzados y los cachetes inflados por la rabia contenida. Luego devoró el pescado en silencio, no comentó que en realidad le pareció delicioso, porque quería mantener su orgullo intacto.
Durante la sobremesa Catriel le informó al resto de la familia sobre su hallazgo. El cementerio es real y está en un avanzado estado de deterioro. Aquí fue donde Soraya hizo énfasis en la necesidad de restaurarlo.
—Si hay espíritus perturbados en esta casa, deben ser los Val Kavian. En el convento me enseñaron a respetar a los muertos y a cuidar sus sepulcros. Por eso pasábamos muchas horas a la semana manteniendo en perfecto estado el cementerio que estaba detrás de la iglesia. Catriel y yo no vamos a poder solos. Necesitamos ayuda.
—No quiero saber nada con pisar un cementerio —aseguró Inara—. Prefiero centrarme en las restauraciones de la casa.
—Yo me estoy ocupando del asunto de la bruja —dijo Mailén.
—Puedo ayudar, pero…
—No, mamá —interrumpió Catriel—. Vos tenés que centrarte en pintar tus cuadros. Nos guste o no, sos el único sustento económico de la familia. Entendiendo eso, tenemos que hacer todo lo posible para que vos trabajes en paz.
—Yo los puedo ayudar —todos en la mesa se quedaron mirando a la pequeña Lilén—. Lo digo en serio.
—¿No te da miedo el cementerio? —Preguntó Inara.
—Claro que sí; pero más miedo me da convivir con “espíritus perturbados”. Así que si puedo ayudar, lo voy a hacer. ¿Cuándo empezamos?
—Lo antes posible —aseguró Soraya—. Si mis suposiciones son ciertas, la restauración del cementerio tiene que ser nuestra prioridad.
A Mailén le pareció que todo esto era una pérdida de tiempo, sin embargo no dijo nada. Ella tenía cuestiones más importantes de las que preocuparse. Al día siguiente iniciaría su expedición por el monte hasta la casa de la bruja y no tenía idea de qué clase de peligros le esperaban allí fuera.
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1 comentarios - La Mansión de la Lujuria [06]