Pero pasara loque pasara. Clemente estaba en completa posesión y goce de su persona. No hizopausa alguna: por el contrario, sordo a los gritos, hundió el miembro en todasu longitud, y se dio gran prisa en consumar su horrible victoria. Ciego de iray de lujuria no advirtió siquiera la apertura de la puerta de la habitación, nila lluvia de golpes que caía sobre sus posaderas, hasta que, con los dientesapretados y el sordo bramido de un toro, le llegó la crisis, y arrojó untorrente de semen en la renuente matriz de su víctima.
Sólo entoncesdespertó a la realidad y, temeroso de las consecuencias de su ultraje, selevantó a toda prisa, escondió su húmeda arma, y se deslizó fuera de la camapor el lado opuesto a aquel en que se encontraba su asaltante.
Esquivando lomejor que pudo los golpes del señor Verbouc, y manteniendo los vuelos de susayo por encima de la cabeza, a fin de evitar ser reconocido, corrió hacia laventana por la cual había entrado, para dar desde ella un gran brinco. Al finconsiguió desaparecer rápidamente en la oscuridad, seguido por lasimprecaciones del enfurecido marido.
Ya antes habíamosdicho que la señora Verbouc estaba inválida, o por lo menos así lo creía ella,y ya podrá imaginar el lector el efecto que sobre una persona de nerviosdesquiciados y de maneras recatadas había de causar el ultraje inferido. Lasenormes proporciones del hombre, su fuerza y su furia casi la habían matado, yyacía inconsciente sobre el lecho que fue mudo testigo de su violación.
El señor Verboucno estaba dotado por la naturaleza con asombrosos atributos de valor personal,y cuando vio que el asaltante de su esposa se alzaba satisfecho de su proeza,lo dejó escapar pacíficamente.
Mientras, elpadre Ambrosio y Cielo Riveros, que siguieron al marido ultrajado desde unaprudente distancia, presenciaron desde la puerta entreabierta el desenlace dela extraña escena,
Tan pronto comoel violador se levantó tanto Cielo Riveros como Ambrosio lo reconocieron. Laprimera desde luego tenía buenas razones, que ya le constan al lector, pararecordar el enorme miembro oscilante que le colgaba entre las piernas.
Mutuamenteinteresados en guardar el secreto, fue bastante el intercambio de una miradapara indicar la necesidad de mantener la reserva, y se retiraron del aposentoantes de que cualquier movimiento de parte de la ultrajada pudiera denunciar suproximidad.
Tuvieron quetranscurrir varios días antes de que la pobre señora Verbouc se recuperara ypudiera abandonar la cama. El choque nervioso había sido espantoso, y sólo laconciliatoria actitud de su esposo pudo hacerle levantar cabeza.
El señor Verbouctenía sus propios motivos para dejar que el asunto se olvidara, y no se detuvoen miramientos para aligerarse del peso del mismo.
Al día siguientede la catástrofe que acabo de relatar, el señor Verbouc recibió la visita de suquerido amigo y vecino, el señor Delmont, y después de haber permanecidoencerrado con él durante una hora, se separaron con amplias sonrisas en loslabios y los más extravagantes cumplidos.
Uno había vendidoa su sobrina, y el otro creyó haber comprado esa preciosa joya llamadadoncellez.
Cuando por lanoche el tío de Cielo Riveros anunció que la venta había sido convenida, y queel asunto estaba arreglado, reinó gran regocijo entre los confabulados.
El padre Ambrosiotomó inmediatamente posesión de la supuesta doncellez, e introduciendo en elinterior de la muchacha toda la longitud de su miembro, procedió, según suspropias palabras, a mantener el calor en aquel hogar. El señor Verbouc, quecomo de costumbre se reservó para entrar en acción después de que hubiereterminado su confrere. atacó en seguida la misma húmeda fortaleza, como lanombraba él jocosamente, simplemente para aceitarle el paso a su amigo.
Después se ultimóhasta el postrer detalle, y la reunión se levantó, confiados todos en el éxitode su estratagema.
DESDE SUENCUENTRO CON EL RÚSTICO MOZUELO cuya simpleza tanto le había interesado, en larústica vereda que la conducía a su casa, Cielo Riveros no dejó de pensar enlos términos en los que aquél se había expresado, y en la extraña confesión queel jovenzuelo le había hecho sobre la complicidad de su padre en sus actossexuales.
[/font][/size]Estaba claro quesu amante era tan simple que se acercaba a la idiotez, y, a juzgar por suobservación de que “mi padre no es tan listo como yo” suponía que el defectoera congénito. Y lo que ella se preguntaba era si el padre de aquel simplónposeía —tal como lo declaró el muchacho— un miembro de proporciones todavíamayores que las del hijo.
Dado su hábito depensar casi siempre en voz alta, yo sabía a la perfección que a Cielo Riverosno le importaba la opinión de su tío, ni le temía ya al padre Ambrosio. Sinduda alguna estaba resuelta a seguir su propio camino, pasare lo que pasare, ypor lo tanto no me admiré lo más mínimo cuando al día siguiente,aproximadamente a la misma hora, la vi encaminarse hacia la pradera.
En un campo muypróximo al punto en que observó el encuentro sexual entre el caballo y layegua, Cielo Riveros descubrió al mozo entregado a una sencilla labor agrícola.Junto a él se encontraba una persona alta y notablemente morena, de unoscuarenta y cinco años.
Casi al mismotiempo que ella divisó a los individuos, el jovenzuelo la advirtió a ella, ycorrió a su encuentro, después de que, al parecer, le dijera una palabra deexplicación a su compañero, mostrando su alegría con una amplia sonrisa desatisfacción.
—Este es mi padre—dijo, señalando al que se encontraba a sus espaldas—, ven y pélasela.
—¡Quédesvergüenza es esta, picaruelo! —repuso Cielo Riveros más inclinada a reírseque a enojarse—. ¿Cómo te atreves a usar ese lenguaje?
—¿Aqué viniste? —preguntó el muchacho—. ¿No fue para joder?
En ese momentohabían llegado al punto donde se encontraba el hombre, el cual clavó su azadónen el suelo, y le sonrió a la muchacha en forma muy parecida a como lo hacía elchico.
Era fuerte y bienformado, y. a juzgar por las apariencias, Cielo Riveros pudo comprobar que siposeía los atributos de que su hijo le habló en su primera entrevista.
—Mira a mi padre,¿no es como te dije? —observó el jovenzuelo—. ¡Deberías verlo joder!
No cabíadisimulo. Se entendían entre ellos a la perfección, y sus sonrisas eran másamplias que nunca. El hombre pareció aceptar las palabras del hijo como uncumplido, y posó su mirada sobre la delicada jovencita. Probablemente nunca sehabía tropezado con una de su clase, y resultaba imposible no advertir en susojos una sensualidad que se reflejaba en el brillo de sus ojazos negros.
CieloRiveros comenzó a pensar que hubiera sido mejor no haber ido nunca a aquellugar.
—Megustaría enseñarte la macana que tiene mi padre
—dijo eljovenzuelo, y, dicho y hecho, comenzó a desabrochar los pantalones de surespetable progenitor.
Cielo Riveros secubrió los ojos e hizo ademán de marcharse. En el acto el hijo le interceptó elpaso, cortándole el acceso al camino.
—Me gustaríajoderte —exclamó el padre con voz ronca—. A Tim también le gustaría joderte, demanera que no debes irte. Quédate y serás jodida.
CieloRiveros estaba realmente asustada.
—No puedo -dijo—.De veras, debéis dejarme marchar. No podéis sujetarme así. No me arrastréis.¡Soltadme! ¿A dónde me lleváis?
Había una casitaen un rincón del campo, y se encontraban ya a las puertas de la misma. Unsegundo después la pareja la había empujado hacia dentro, cerrando la puertadetrás de ellos, y asegurándola luego con una gran tranca de madera.
Cielo Riverosechó una mirada en derredor, y pudo ver que el lugar estaba limpio y lleno depacas de heno. También pudo darse cuenta de que era inútil resistir. Seríamejor estarse quieta, y tal vez a fin de cuentas la pareja aquella no le haríadaño. Advirtió, empero, las protuberancias en las partes delanteras de lospantalones de ambos, y no tuvo la menor duda de que sus ideas andaban deacuerdo con aquella excitación.
—Quieroque veas la yerga de mi padre ¡y también tienes que ver sus bolas!
Y siguiódesabrochando los botones de la bragueta de su progenitor. Asomó el faldón dela camisa, con algo debajo que abultaba de manera singular.
~¡Oh!,estate ya quieto, padre —susurró el hijo—. Déjale ver a la señorita tu macana.
Dicho esto alzóla camisa, y exhibió a la vista de Cielo Riveros un miembro tremendamenteerecto, con una cabeza ancha como una ciruela, muy roja y gruesa, pero no detamaño muy fuera de lo común. Se encorvaba considerablemente hacia arriba, y lacabeza, dividida en su mitad por la tirantez del frenillo, se inclinaba muchomás hacia su velludo vientre. El arma era sumamente gruesa, bastante aplastaday tremendamente hinchada.
La joven sintióel hormigueo de la sangre a la vista de aquel miembro. La nuez era tan grandecomo un huevo, regordeta, de color púrpura, y despedía un fuerte olor. Elmuchacho hizo que se acercara, y que con su blanca manecita lo apretara.
—¿No le dije queera mayor que el mío? -siguió diciendo el jovenzuelo—. Véalo, el mío nisiquiera se aproxima en tamaño al de mi padre.
Cielo Riveros sevolvió. El muchacho había abierto sus pantalones para dejar totalmente a lavista su formidable pene. Estaba en lo cierto: no podía compararse en tamañocon el del padre.
El mayor de losdos agarró a Cielo Riveros por la cintura. También Tim intentó hacerlo, asícomo meter sus manos por debajo de sus ropas. Entrambos la zarandearon de unlado a otro, hasta que un repentino empujón la hizo caer sobre el heno. Sufalda no tardó en volar hacia arriba.
El vestido de CieloRiveros era ligero y amplio, y la muchacha no llevaba calzones. Tan pronto viola pareja de hombres sus bien torneadas y blancas piernas, que dando unresoplido se arrojaron ambos a un tiempo sobre ella. Siguió una lucha en la queel padre, de más peso y más fuerte que el muchacho, llevó la ventaja. Suscalzones estaban caídos hasta los talones y su grande y grueso carajo llegabamuy cerca del ombligo de Cielo Riveros. Esta se abrió de piernas, ansiosa deprobarlo.
Pasó su mano pordebajo y lo encontró caliente como la lumbre, y tan duro como una barra dehierro. El hombre, que malinterpretó sus propósitos, apartó con rudeza su mano,y sin ayuda colocó la punta de su pene sobre los rojos labios del sexo de CieloRiveros. Esta abrió lo más que pudo sus juveniles miembros, y el campesinoconsiguió con varias estocadas alojarlo hasta la mitad.
Llegado estemomento se vio abrumado por la excitación y dejó escapar un terrible torrentede fluido sumamente espeso. Descargó con violencia y, al tiempo de hacerlo, seintrodujo dentro de ella hasta que la gran cabeza dio contra su matriz, en elinterior de la cual virtió parte de su semen.
Me estás matando!—gritó la muchacha, medio sofocada—. ¿Qué es esto que derramas en mi interior?
—Es la leche, esoes lo que es —observó Tim, que se había agachado para deleitarse con lacontemplación del espectáculo—. ¿No te dije que era bueno para joder?
Cielo Riverospensó que el hombre la soltaría, y que le permitiría levantarse, pero estabaequivocada. El largo miembro, que en aquellos momentos se insertaba hasta lomás hondo de su ser, engrosaba y se envaraba mucho más que antes.
El campesinoempezó a moverse hacia adelante y hacía atrás, empujando sin piedad en laspartes íntimas de Cielo Riveros a cada nueva embestida. Su gozo parecía ser infinito.La descarga anterior hacía que el miembro se deslizara sin dificultades en losmovimientos de avance y retroceso, y que con la brusquedad de los mismosalcanzara las regiones más blandas.
Poco a poco CieloRiveros llegó a un grado extremo de excitación. Se entreabrió su boca, pasó suspiernas sobre las espaldas de el y se asió a las mismas convulsivamente. Deesta manera pudo favorecer cualquier movimiento suyo, y se deleitaba al sentirlas fieras sacudidas con que el sensual sujeto hundía su ardiente arma en susentrañas.
Por espacio de uncuarto de hora se libró una batalla entre ambos. Cielo Riveros se había venidocon frecuencia, y estaba a punto de hacerlo de nuevo, cuando una furiosacascada de semen surgió del miembro del hombre e inundó sus entrañas.
El individuo selevantó después, y retirando su carajo, que todavía exudaba las últimas gotasde su abundante eyaculación, se quedó contemplando pensativamente el jadeantecuerpo que acababa de abandonar.
Su miembrotodavía se alzaba amenazador frente a ella, vaporizante aún por efecto delcalor de la vaina. Tim, con verdadera devoción filial, procedió a secarlo y adevolverlo, hinchado todavía por la excitación a que estuvo sometido, a labragueta del pantalón de su padre.
Hecho esto eljoven comenzó a ver con ojos de carnero a Cielo Riveros, que seguía acostada enel heno, recuperándose poco a poco. Sin encontrar resistencia, se fue sobreella y comenzó a hurgar con sus dedos en las partes intimas de la muchacha.
Esta vez fue el padrequien acudió en su auxilio. Tomó en su mano el arma del hijo y comenzó apelarla, con movimientos de avance y retroceso, hasta que adquirió rigidez. Erauna formidable masa de carne que se bamboleaba frente al rostro de CieloRiveros.
—¡Que los cielosme amparen! Espero que no vayas a introducir eso dentro de mí — murmuró CieloRiveros.
—Claro que si—contestó el muchacho con una de sus estúpidas sonrisas. Papá me la frota y meda gusto, y ahora voy a joderte a ti.
El padre conducíaen aquellos momentos el taladro hacia los muslos de la muchacha. Su vulva,todavía inundada con las eyaculaciones que el campesino había vertido en suinterior, recibió rápidamente la roja cabeza. Tim empujó, y doblándose sobreella introdujo el aparato hasta que sus pelos rozaron la piel de Cielo Riveros.
—¡Oh, esterriblemente larga! —gritó ella—. Lo tienes demasiado grande, muchachitotonto. No seas tan violento. ¡Oh, me matas! ¡Cómo empujas! ¡No puedes ir másadentro ya!
¡Consuavidad, por favor! Está totalmente dentro. Lo siento en la cintura. ¡Oh, Tim!
¡Muchachohorrible!
—Dáselo —murmuróel padre, al mismo tiempo que le cosquilleaba los testículos y las piernas—.Tiene que caberle entero, Tim. ¿No es una belleza? ¡Qué coñito tan apretadotiene! ¿no es así muchachito?
—¡Uf!No hables, padre, así no puedo joder.
Durante unosminutos se hizo el silencio. No se oía mas ruido que el que hacían los doscuerpos en la lucha entablada sobre el heno. Al cabo, el muchacho se detuvo. Sucara jo, aunque duro como el hierro, y firme como la cera, no había expelidouna sola gota, al parecer. Lo extrajo completamente enhiesto, vaporoso yreluciente por la humedad.
—Nopuedo venirme —dijo, apesadumbrado.
—Esla masturbación —explicó el padre.
—Sela hago tan a menudo que ahora la extraña.
CieloRiveros yacía jadeante y en completa exhibición.
Entonces elhombre llevó su mano a la yerga de Tim, y comenzó a frotarla vigorosamentehacia atrás y hacia adelante. La muchacha esperaba a cada momento que se vinierasobre su cara.
Después de unrato de esta sobreexcitación del hijo, el padre llevó de repente la ardientecabeza de la yerga a la vulva de Cielo Riveros, y cuando la introducía unverdadero diluvio de esperma salió de ella, para anegar el interior de lamuchacha. Tim empezó a retorcerse y a luchar, y terminó por mordería en elbrazo.
Cuando huboterminado por completo esta descarga, y el enorme miembro del muchacho dejó deestremerse, el jovenzuelo lo retiró lentamente del cuerpo de Cielo Riveros, yésta pudo levantarse.
Sin embargo,ellos no tenían intención de dejarla marchar, ya que, después de abrir lapuerta, el muchacho miró cautelosamente en torno, y luego, volviendo a colocarla tranca, se volvió hacia Cielo Riveros para decirle:
—Fuedivertido, ¿no? —observó—, le dije que mi padre era bueno para esto.
—Si,me lo dijiste, pero ahora tienes que dejarme marchar. Anda, sé bueno.
Unamueca a modo de sonrisa fue su única respuesta.
Cielo Riverosmiró hacia el hombre y quedó aterrorizada al verlo completamente desnudo,desprovisto de toda prenda de vestir, excepción hecha de su camisa y suszapatos, y en un estado de erección que hacía temer otro asalto contra susencantos, todavía más terrible que los anteriores.
Su miembro estabaliteralmente lívido por efecto de la tensión, y se erguía hasta tocar suvelludo vientre. La cabeza había engrosado enormemente por efecto de lairritación previa, y de su punta pendía una gota reluciente.
~¿Me dejarás quete joda de nuevo? —preguntó el hombre, al tiempo que agarraba a la damita porla cintura y llevaba la mano de ella a su instrumento.
—Harélo posible —murmuró Cielo Riveros.
Y viendo que nopodía contar con ayuda alguna, sugirió que él se sentara sobre el heno paramontarse ella a caballo sobre sus rodillas y tratar de insertarse la masa decarne pardusca.
Tras de algunasarremetidas y retrocesos entró el miembro, y comenzó una segunda batalla nomenos violenta que la primera. Transcurrió un cuarto de hora completo. Alparecer, era el de mayor edad el que ahora no podía lograr la eyaculación.
¡Cuánfastidiosos son!, pensó Cielo Riveros.
—Frótamelo,querida —dijo el hombre, extrayendo su miembro del interior del cuerpo de ella,todavía más duro que antes.
Cielo Riveros loagarró con sus manecitas y lo frotó hacia arriba y hacia abajo. Tras un rato deesta clase de excitación, se detuvo al observar que el enorme pomo exudaba unchorrito de semen. Apenas lo había encajado de nuevo en su interior, cuando untorrente de leche irrumpió en su seno.
Alzándose ydejándose caer sobre él alternativamente, Cielo Riveros bombeó hasta que élhubo terminado por completo, después de lo cual la dejaron irse.
Al fin llegó eldía; despuntó la mañana fatídica en la que la hermosa Julia Delmont había deperder el codiciado tesoro que con tanta avidez se solicita por una parte, ytan irreflexivamente se pierde por otra.
Era todavíatemprano cuando Cielo Riveros oyó sus pasos en las escaleras, y no bienestuvieron juntas cuando un millar de agradables temas de charla dieron pábuloa tina conversación animada, hasta que Julia advirtió que habla algo que CieloRiveros se reservaba. En efecto, su hablar animoso no era sino una mas-cara qucescondía algo que se mostraba renuente a confiar a su compañera.
—Adivino quetienes algo qué decirme, Cielo Riveros; algo que todavía no me dices, aunquedeseas hacerlo. ¿De qué se trata. Cielo Riveros?
—¿No lo adivinas?—preguntó ésta, con una maliciosa sonrisa que jugueteaba alrededor de loshoyuelos que se formaban junto a las comisuras de sus rojos labios.
—¿Será algorelacionado con el padre Ambrosio? —preguntó Julia—. ¡Oh, me siento tanterriblemente culpable y apenada cuando le veo ahora, no obstante que él medijo que no había malicia en lo que hizo!
—Nola había, de eso puedes estar segura. Pero, ¿qué fue lo que hizo?
—¡Oh, si tecontara! Me dijo unas cosas.., y luego pasó su brazo en torno a mi cintura y mebesó hasta casi quitarme el aliento.
—¿Yluego? —preguntó Cielo Riveros.
—¡Qué quieres quete diga, querida! Dijo e hizo mil cosas, ¡hasta llequé a pensar que iba aperder la razón!
—Dimealgunas de ellas, cuando menos.
—Bueno, puesdespués de haberme besado tan fuertemente, metió sus manos por debajo de misropas y jugueteó con mis pies y con mis medias.., y luego deslizó su mano másarriba.., hasta que creí que me iba a desvanecer.
—¡Ah, picaruela! Estoy segura que en todo momento te gustaron sus caricias.
—Claro que si.¿Cómo podría ser de otro modo? Me hizo sentir lo que nunca antes había sentidoen toda mi vida.
—Vamos,Julia, eso no fue todo. No se detuvo ahí, tú lo sabes.
—¡Oh,no, claro que no! Pero no puedo hablarte de lo que hizo después.
—¡Déjate deniñerías! —exclamó Cielo Riveros, simulando estar molesta por la reticencia desu amiga—. ¿Por qué no me lo confiesas todo?
—Supongo que notiene remedio, pero parecía tan escandaloso, y era todo tan nuevo para mí, ysin embargo tan sin malicia... Después de haberme hecho sentir que moría porefecto de un delicioso estremecimiento provocado con sus dedos, de repente tomómi mano con la suya y la posó sobre algo que tenía él, y que parecía como elbrazo de un niño. Me invitó a agarrarlo estrechamente. Hice lo que me indicaba,y luego miré hacía abajo y vi una cosa roja, de piel completamente blanca y convenas azules, con una curiosa punta redonda color púrpura, parecida a unaciruela. Después me di cuenta de que aquella cosa salía entre sus piernas, yque estaba cubierta en su base por una gran mata de pelo negro y rizado.
Juliadudó un instante.
—Sigue—le dijo Cielo Riveros, alentándola.
—Pues bien;mantuvo mi mano sobre ella e hizo que la frotara una y otra vez. ¡Era tanlarga, estaba tan rígida y tan caliente!
No cabía dudarlo,sometida como estaba a la excitación por parte de aquella pequeña beldad.
—Después tomó miotra mano y las puso ambas sobre aquel objeto peludo. Me espanté al ver elbrillo que adquirían sus ojos, y que su respiración se aceleraba, pero él metranquilizó. Me llamó querida niña, y, levantándose, me pidió que acariciaraaquella cosa dura con mis senos. Me la mostró muy cerca de mi cara.
—¿Fuetodo? -preguntó Cielo Riveros, en tono persuasivo.
—No, no. Desdeluego, no fue todo; ¡pero siento tanta vergüenza...! ¿Debo continuar? ¿Será correctoque divulgue estas cosas? Bien. Después de haber cobijado aquel monstruo en míseno por algún tiempo, durante el cual latía y me presionaba ardiente ydeliciosamente, me pidió que lo besara.
Lo complací en elacto. Cuando puse mis labios sobre él, sentí que exhalaba un aroma sensual. Apetición suya seguí besándolo. Me pidió que abriera mis labios y que frotara lapunta de aquella cosa entre ellos. Enseguida percibí una humedad en mi lengua yunos instantes después un espeso chorro de cálido fluido se derramó sobre miboca y bañó luego mi cara y mis manos.
Todavía estabajugando con aquella cosa, cuando el ruido de una puerta que se abría en el otroextremo de la iglesia obligó al buen padre a esconder lo que me había confiado,porque —dijo— la gente vulgar no debe saber lo que tú sabes, ni hacer lo que yote he permitido hacer”.
Sus modales erantan gentiles y corteses, que me hicieron sentir que yo era completamentedistinta a todas las demás muchachas. Pero dime querida Cielo Riveros, ¿cuáleseran las misteriosas noticias que querías comunicarme? Me muero por saberlas.
—Primero quierosaber si el buen padre Ambrosio te habló o no de los goces... o placeres queproporciona el objeto con el que estuviste jugueteando, y si te explicó algunade las maneras por medio de las cuales tales deleites pueden alcanzarse sinpecar.
—Claro que sí. Medijo que en determinados casos el entregarse a ellos constituía un mérito.
—Supongoque después de casarse, por ejemplo.
—No dijo nada alrespecto, salvo que a veces el matrimonio trae consigo muchas calamidades, yque en ocasiones es hasta conveniente la ruptura de la promesa matrimonial.
Cielo Riverossonrió. Recordó haber oído algo del mismo tenor de los sensuales labios delcura.
—Entonces,¿en qué circunstancias, según él, estarían permitidos estos goces?
—Sólo cuando larazón se encuentra frente a justos motivos, aparte de los de complacencia, yesto sólo sucede cuando alguna jovencita, seleccionada por los demás por suscualidades anímicas, es dedicada a dar alivio a los servidores de la religión.
—Yaveo —comenté Cielo Riveros—. Sigue.
—Entonces me hizover lo buena que era yo, y lo muy meritorio que sería para mí el ejercicio delprivilegio que me concedía, y que me entregara al alivio de sus sentidos y delos de aquellos otros a quienes sus votos les prohibían casarse, o lasatisfacción por otros medios de las necesidades que la naturaleza ha dado atodo ser viviente. Pero Cielo Riveros, tú tienes algo qué decirme, estoy segurade ello.
—Está bien,puesto que debo decirlo, lo diré; supongo que no hay más remedio. Debes saber,entonces, que el buen padre Ambrosio decidió que lo mejor para ti sería que teiniciaras luego, y ha tomado medidas para que ello ocurra hoy.
—¡No me digas! ¡Ayde mí! ¡Me dará tanta vergüenza! ¡Soy tan terriblemente tímida!
~¡Oh, no,querida! Se ha pensado en todo ello. Sólo un hombre tan piadoso y consideradocomo nuestro querido confesor hubiera podido disponerlo todo en la forma comola ha hecho. Ha arreglado las cosas de modo que el buen padre podrá disfrutarde todas las bellezas que tu encantadora persona puede ofrecerle sin que tú loveas a él, ni él te vea a ti.
~¿Cómo?¿Será en la oscuridad, entonces?
—De ningunamanera; eso impediría darle satisfacción al sentido de la vista, y perderse elgran gusto de contemplar los deliciosos encantos en cuya posesión tiene puestasu ilusión el querido padre Ambrosio.
—Tus lisonjas mehacen sonrojarme, Cielo Riveros. Pero entonces, ¿cómo sucederán las cosas?
—A plena luz—explicó Cielo Riveros en el tono en que una madre se dirige a su hija—. Seráen una linda habitación de mi casa; se te acostará sobre un diván adecuado, ytu cabeza quedará oculta tras una cortina, la que hará las veces de puerta deuna habitación más interior, de modo que únicamente tu cuerpo, totalmentedesnudo, quede a disposición de tu asaltante.
—¡Desnuda!¡Qué vergüenza!
—¡Ah, Julia. midulce y tierna Julia! —murmuró Cielo Riveros—, al mismo tiempo que unestremecimiento de éxtasis recorría su cuerpo—. ¡ Pronto gozarás grandesdelicias! ¡ Despertarás los goces exquisitos reservados para los inmortales, yte darás así cuenta de que te estás aproximando al periodo llamado pubertad,cuyos goces estoy segura de que ya necesitas!
—¡Porfavor, Cielo Riveros, no digas eso!
—Y cuando al fin—siguió diciendo su compañera, cuya imaginación la había conducido ya a sueñoscarnales que exigían imperiosamente su satisfacción—, termine la lucha, llegueel espasmo, y la gran cosa palpitante dispare su viscoso torrente de líquidoenloquecedor. . . ¡Oh! entonces ella sentirá el éxtasis, y hará entrega de supropia ofrenda.
—¿Quées lo que murmuras?
CieloRiveros se levantó.
—Estaba pensando—dijo con aire soñador— en las delicias de eso de lo que tan mal te expresastú.
Siguió unaconversación en torno a minucias, y mientras la misma se desarrollaba, encontréoportunidad para oír otro diálogo. no menos interesante para mí, y del cual,sin embargo, no daré más que un extracto a mis lectores.
Sucedió en labiblioteca, y eran los interlocutores los señores Delmont y Verbouc. Eraevidente que había versado, por increible que ello pudiera parecer, sobre laentrega de la persona de Cielo Riveros al señor Delmont, previo pago dedeterminada cantidad, la cual posteriormente sería invertida por elcomplaciente señor Verbouc para provecho de ‘su querida sobrina
No obstante lobribón y sensual que aquel hombre era, no podía dejar de sobornar de algún modosu propia conciencia por el infame trato convenido.
—Sí —decía elcomplaciente y bondadoso tío—, los intereses de mi sobrina están por encima detodo, estimado señor. No es que sea imposible un matrimonio en el futuro, peroel pequeño favor que usted pide creo que queda compensado por parte nuestra —como hombres de mundo que somos, usted me entiende, puramente como hombres demundo— por el pago de una suma suficiente para compensaría por la pérdida detan frágil pertenencia.
En este momentodejó escapar la risa, principalmente porque su obtuso interlocutor no pudoentenderle.
Al fin se llegó aun acuerdo, y quedaron por arreglarse Únicamente los actos preliminares. Elseñor Delmont quedó encantado, saliendo de su torpe y estólida indiferenciacuando se le informó que la venta debía efectuarse en el acto, y que porconsiguiente tenía que posesionarse de inmediato de la deliciosa virginidad quedurante tanto tiempo anheló conquistar.
En el ínterin, elbueno y generoso de nuestro querido padre Ambrosio hacia ya algún tiempo que seencontraba en aquella mansión, y tenía lista la habitación donde estabaprevista la consumación del sacrificio.
Llegado estemomento, después de un festín a título de desayuno, el señor Delmont seencontró con que sólo existía una puerta entre él y la víctima de su lujuria.De lo que no tenía la más remota idea era de quién iba a ser en realidad suvíctima. No pensaba más que en Cielo Riveros.
Seguidamente diovuelta a la cerradura y entró en la habitación, cuyo suave calor templó losestimulados instintos sexuales que estaban a punto de entrar en acción,
¡Qué maravillosavisión se ofreció a sus ojos extasiados! Frente a él, recostado sobre un divány totalmente desnudo, estaba el cuerpo de una jovencita. Una simple ojeada erasuficiente para revelar que era una belleza, pero se hubieran necesitado variosminutos para describirla en detalle, después de descubrir por separado cada unade sus deliciosas partes sus bien torneadas extremidades, de proporcionesinfantiles; con Unos senos formados por dos de las más selectas y blancascolinas de suave carne, coronadas con dos rosáceos botones; las venas azulesque corrían serpenteando aquí y allá, que se veían al través de una superficienacarada como riachuelos de fluido sanguíneo, y que daban mayor realce a ladeslumbrante blancura de la piel.
Y además, ¡oh!además el punto central por el que suspiran los hombres: los sonrosados yapretados labios en los que la naturaleza gusta de solozarse, de la que ellanace y a la que vuelve: ¡la source! Allí estaba, a la vista, en casi toda suinfantil perfección.
Todo estaba allímenos.., la cabeza. Esta importante parte se hacia notar por su ausencia, y lassuaves ondulaciones de la hermosa virgen evidenciaban que para ella no erainconveniente que no estuviera a la vista.
El señor Delmontno se asombró ante aquel fenómeno, ya que había sido preparado para él, asícomo para guardar silencio. Se dedicó, en consecuencia, a observar con deleitelos encantos que habían sido preparados para solaz suyo.
No bien se huborepuesto de la sorpresa y la emoción causadas por su primera visión de labeldad desnuda, comenzó a sentir los efectos provocados por el espectáculo enlos órganos sexuales que responden bien pronto en hombre de su temperamento alas emociones que normalmente deben causarlos.
Su miembro, duroy henchido, se destacaba en su bragueta, y amenazaba con salir de suconfinamiento. Por lo tanto lo liberé permitiéndole a la gigantesca arma queapareciera sin obstáculos, y a su roja punta que se irguiera en presencia de supresa.
Lector: yo no soymás que una pulga, y por lo tanto mis facultades de percepción son limitadas.Por lo mismo carezco de capacidad para describir los pasos lentos y la formacautelosa en que el embelesado violador se fue aproximando gradualmente a suvíctima.
Sintiéndoseseguro y disfrutando esta confianza, el señor Delmont recorrió con sus ojos ycon sus manos todo el cuerpo. Sus dedos abrieron la vulva, en la que apenashabía florecido un ligero vello, en tanto que la muchacha se estremeció ycontorsionaba al sentir el intruso en sus partes más intimas, para evitar elmanoseo lujurioso, con el recato propio de las circunstancias.
Luego la atrajohacia si, y posó sus cálidos labios en el bajo vientre y en los tiernos ysensibles pezones de sus juveniles senos. Con mano ansiosa la tomó por susampulosas caderas, y atrayéndola más hacia él le abrió las blancas piernas y secolocó en medio de ellas.
Lector: acabo derecordarte que no soy más que una pulga. Pero aun las pulgas tenemos sentimientos,y no trataré de explicarte cuáles fueron los míos cuando contemplé aquelexcitado miembro aproximarse a los prominentes labios de la húmeda vulva deJulia. Cerré los ojos. Los instintos sexuales de la pulga macho despertaron enmi, y hubiera deseado —si, lo hubiera deseado ardientemente— estar en el lugardel señor Delmont.
Mientras tanto,con firmeza y sin miramientos, él se dio a la tarea demoledora. Dando unrepentino brinco trató de adentrarse en las partes vírgenes de la joven Julia,falló el golpe. Lo intentó de nuevo, y otra vez el frustrado aparato quedótieso y jadeante sobre el palpitante vientre de su víctima.
Durante esteperiodo de prueba Julia hubiera podido sin duda echar a rodar el complotgritando más o menos fuerte, de no haber sido por las precauciones tomadas porel prudente corruptor y sacerdote, el padre Ambrosio.
Juliaestaba narcotizada.
Una vez másDelmont se lanzó al ataque. Empujó con fuerza hacia adelante, afianzó sus piesen el piso, se enfureció, echó espumarajos y... ¡por fin! la elástica y suavebarrera cedió, permitiéndole entrar. Dentro, con una sensación de éxtasistriunfal. Dentro, de modo que el placer de la estrecha y húmeda compresiónarrancó a sus labios sellados un gemido de placer. Dentro, basta que su arma,enterrada hasta los pelos de su bajo vientre, quedó instalada, palpitante yengruesando por momentos en la funda de ella, ajustada como un guante.
Siguió entoncesuna lucha que ninguna pulga sería capaz de describir. Gemidos de dicha y de sensacionesde arrobo escaparon de sus labios babeantes. Empujó y se inclinó hacia adelantecon los ojos extraviados y los labios entreabiertos, e incapaz de impedir larápida consumación de su libidinoso placer, aquel hombrón entregó su alma, ycon ella un torrente de fluido seminal que, disparado con fuerza hacia adentro,bañó la matriz de su propia hija.
De todo ello fuetestigo Ambrosio, que se escondió para presenciar el lujurioso drama, mientras CieloRiveros, al otro lado de la cortina, estaba lista para impedir cualquiercomunicación hablada de parte de su joven visitante.
Esta precauciónfue, empero, completamente innecesaria, ya que Julia, lo bastante recobrada delos efectos del narcótico para poder sentir el dolor, se había desmayado.
TAN PRONTO COMOHUBO ACABADO EL COMBATE, y el vencedor, levantándose del tembloroso cuerpo dela muchacha, Comenzó a recobrarse del éxtasis provocado por tan deliciosoencuentro, se corrió repentinamente la cortina, y apareció la propia Cielo Riverosdetrás de la misma.
Si de repente unabala de cañón hubiera pasado junto al atónito señor Delmont, no le habríacausado ni la mitad de la consternación que sintió cuando, sin dar completocrédito a sus ojos, se quedó boquiabierto contemplando, alternativamente, elcuerpo postrado de su víctima y la aparición de la que creía que acababa deposeer.
Cielo Riveros,cuyo encantador “negligée” destacaba a la perfección sus juveniles encantos,aparentó estar igualmente estupefacta, pero, simulando haberse recuperado, dioun paso atrás con una perfectamente bien estudiada expresión de alarma.
—¿Qué... qué estodo esto? —preguntó Delmont, cuyo estado de agitación le impidió inclusoadvertir que todavía no había puesto orden en su ropa, y que aún colgaba entresus piernas el muy importante instrumento con el que acababa de darsatisfacción a sus impulsos sexuales, todavía abotagado y goteante, plenamenteexpuesto entre sus piernas.
—¡Cielos! ¿Seráposible que haya cometido yo un error tan espantoso? —exclamó Cielo Riveros,echando miradas furtivas a lo que constituía una atractiva invitación.
—Porpiedad, dime de qué error se trata, y quién está ahí
—clamó eltembloroso violador, señalando mientras hablaba la desnuda persona recostadafrente a él.
—¡Oh, retírese!¡Váyase! —gritó Cielo Riveros, dirigiéndose rápidamente hacia la muerta seguidapor el señor Delmont, ansioso de que se le explicara el misterio.
Cielo Riveros seencaminó a un tocador adjunto, cerró la puerta, asegurándola bien, y se dejócaer sobre un lujoso diván, de manera que quedaran a la vista sus encantos, almismo tiempo que simulaba estar tan sobrecogida de horror, que no se dabacuenta de la indecencia de su postura.
—¡Oh! ¿Qué hehecho? ¿Qué he hecho? —sollozaba, con el rostro escondido entre sus manos,aparentemente angustiada.
Una terriblesospecha cruzó como rayo por la mente de su acompañante, quien jadeante ysemiahogado por la emoción, indagó:
—¡Habla!¿Quién era...? ¿Quién?
—No tuve laculpa. No podía saber que era usted el que habían traído para mí... y nosabiéndolo.., puse a Julia en mi lugar.
El señor Delmontse fue para atrás, tambaleándose. Una sensación todavía confusa de que algohorrible había sucedido se apoderó de su ser; un vértigo nubló su vista, yluego, gradualmente, fue despertando a la realidad. Sin embargo, antes de quepudiera articular una sola palabra, Cielo Riveros —bien adiestrada sobre laforma en que tenía que actuar— se apresuró a impedirle que tuviera tiempo depensar.
—¡Chist! Ella nosabe nada. Ha sido un error, un espantoso error, y nada más. Si estádecepcionado es por culpa mía, no suya. Jamás me pasó por el pensamiento quepudiera ser usted. Creo —añadió haciendo un lindo puchero, sin dejar por ellode lanzar una significativa mirada de reojo al todavía protuberante miembro—que fue muy poco amable de ellos no haberme dicho que se trataba de usted.
El señor Delmonttenía frente a él a la hermosa muchacha. Lo cierto era que, independientementedel placer que hubiere encontrado en el incesto involuntario, se había vistofrustrado en su intención original, perdiendo algo por lo que había pagado muybuen precio.
~¡Oh, si ellosdescubrieran lo que he hecho! —murmuró Cielo Riveros, modificando ligeramentesu postura para dejar a la vista una de sus piernas hasta la altura de larodilla.
Los ojos deDelmont centellearon. A despecho suyo volvía a sentirse calmado; sus pasionesanimales afloraban de nuevo.
—¡Siellos lo descubrieran! —gimió otra vez Cielo Riveros.
Al tiempo que lodecía, se medio incorporó para pasar sus lindos brazos en torno al cuello delengañado padre.
Elseñor Delmont la estrechó en un firme abrazo.
—¡Oh, Dios mío!¿Qué es esto? —susurró Cielo Riveros, que con una mano había asido el pegajosodardo de su acompañante, y se entretenía en estrujarlo y moldearlo con sucálida mano.
El cuitadohombre, sensible a sus toques y a todos sus encantos, y enardecido de nuevo porla lujuria, consideró que lo mejor que le deparaba su sino era gozar su juvenildoncellez.
—Si tengo queceder —dijo Cielo Riveros—, tráteme con blandura. ¡Oh, qué manera de tocarme¡Oh, quite de ahí esa mano! ¡Cielos! ¿Qué hace usted?
No tuvo tiempomás que para echar un vistazo a su miembro de cabeza enrojecida, rígido y máshinchado que nunca, y unos momentos después estaba ya sobre ella.
Cielo Riveros noofreció resistencia, y enardecido por su ansia amorosa, el señor Delmontencontró enseguida el punto exacto.
Aprovechándose desu posición ventajosa empujó violentamente con su pene todavía lubricado haciael interior de las tiernas y juveniles partes íntimas de la muchacha.
CieloRiveros gimió.
Poco a poco eldardo caliente se fue introduciendo más y más adentro, hasta que se juntaronsus vientres, y estuvo él metido hasta los testículos.
Seguidamente diocomienzo una violenta y deliciosa batalla, en la que Cielo Riveros desempeñó ala perfección el papel que le estaba asignado, y excitada por el nuevoinstrumento de placer, se abandonó a un verdadero torrente de deleites. Elseñor Delmont siguió pronto su ejemplo, y descargó en el interior de CieloRiveros una copiosa corriente de su prolífica esperma.
Durante algunosmomentos permanecieron ambos ausentes, bañados en la exudación de sus mutuosraptos, y jadeantes por el esfuerzo realizado, hasta que un ligero ruido lesdevolvió la noción del mundo. Y antes de que pudieran siquiera intentar unaretirada, o un cambio en la inequívoca postura en que se encontraban, se abrióla puerta del tocador y aparecieron, casi simultáneamente, tres personas.
Estaseran el padre Ambrosio, el señor Verbouc y la gentil Julia Delmont.
Entre los doshombres sostenían el semidesvanecido cuerpo de la muchacha, cuya cabeza seinclinaba lánguidamente a un lado, reposando sobre el robusto hombro del padre,mientras Verbouc, no menos favorecido por la proximidad de la muchacha,sostenía el liviano cuerpo de ésta con un brazo nervioso, y contemplaba su caracon mirada de lujuria insatisfecha, que sólo podría igualar la reencarnación deldiablo. Ambos hombres iban en desabillé apenas decente, y la infortunada Juliaestaba desnuda, tal como, apenas un cuarto de hora antes, había sidoviolentamente mancillada por su propio padre.
—¡Chist! —susurróCielo Riveros, poniendo su mano sobre los labios de su amoroso compañero—. Porel amor de Dios, no se culpe a si mismo. Ellos no pueden saber quién hizo esto.Sométase a todo antes que confesar tan espantoso hecho. No tendría piedad.Estése atento a no desbaratar sus planes.
Elseñor Delmont pudo ver de inmediato cuán ciertos eran los augurios de CieloRiveros.
—¡Ve, hombrelujurioso! —exclamó el piadoso padre Ambrosio—. ¡Contempla el estado en quehemos encontrado a esta pobre criatura! Y posando su manaza sobre el lampiñomonte de Venus de la joven Julia, exhibió impúdicamente a los otros sus dedosescurriendo la descarga paternal.
—¡Espantoso!—comentó Verbouc—. ¡Y si llegara a quedar embarazada!
—¡Abominable!—gritó el padre Ambrosio—. Desde luego tenemos que impedirlo.
Delmontgemiro
Mientras tanto.,Ambrosio y su coadjutor introdujeron a su joven víctima en la habitación, ycomenzaron a tentar y a acariciar todo su cuerpo, y a dedicarse a ejecutartodos los actos lascivos que preceden a la desenfrenada entrega a la posesiónlujuriosa. Julia, aún bajo los efectos del sedante que le habían administrado,y totalmente confundida por el proceder de aquella virtuosa pareja, apenas sedaba cuenta de la presencia de su digno padre. que todavía se encontraba sujetopor los blancos brazos de Cielo Riveros, y con su miembro empotrado aún en sudulce vientre.
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