CURIOSA PORSABER EL DESARROLLO DE UNA aventura en la que ya estaba verdaderamenteinteresada, al propio tiempo que, por la suerte de la gentil y amable CieloRiveros, me sentí obligada a permanecer junto a ella, y por lo tanto tuve buencuidado de no molestarla con mis atenciones, no fuera a despertar suresistencia y a desencadenar un ataque a destiempo, en un momento en el quepara el buen éxito de mis propósitos necesitaba estar en el propio campo deoperaciones de la joven. No trataré de describiros el mal rato que pasó mijoven protegida en el intervalo transcurrido desde el momento en que se produjoel enojoso descubrimiento del padre confesor y la hora señalada por éste paravisitarle en la sacristía, con el fin de decidir sobre el sino de la infortunadaCielo Riveros. Con paso incierto y la mirada fija en el suelo, la asustadamuchacha se presentó ante la puerta de aquélla y llamó. La puerta se abrió yapareció el padre en el umbral. A un signo del sacerdote Cielo Riveros entró,permaneciendo de pie frente a la imponente figura del santo varón. Siguió unembarazoso silencio que se prolongó por algunos segundos. El padre Ambrosio lorompió al fin para decir: —Has hecho bien en acudir tan puntualmente, hija mía.La estricta obediencia del penitente es el primer signo espiritual que conduceal perdón divino. Al oír aquellas bondadosas palabras Cielo Riveros cobróaliento y pareció descargarse de un peso que oprimía su corazón. El padreAmbrosio siguió hablando, al tiempo que se sentaba sobre un largo cojín quecubría una gran arca de roble. —He pensado mucho en ti, y también rogado porcuenta tuya, hija mía. Durante algún tiempo no encontré manera alguna de dejara mi conciencia libre de culpa, salvo la de acudir a tu protector natural pararevelarle el espantoso secreto que involuntariamente llegué a poseer. Hizo unapausa, y Cielo Riveros, que sabía muy bien el severo carácter de su tío, dequien además dependía por completo, se echó a temblar al oír tales palabras.Tomándola de la mano y atrayéndola de manera que tuvo que arrodillarse ante él,mientras su mano derecha presionaba su bien torneado hombro, continuó el padre:—Pero me dolía pensar en los espantosos resultados que hubieran seguido a talrevelación, y pedí a la Virgen Santísima que me asistiera en tal tribulación.Ella me señaló un camino que, al propio tiempo que sirve a las finalidades dela sagrada iglesia, evita las consecuencias que acarrearía el que el hechollegase a conocimiento de tu tío. Sin embargo, la primera condición necesaria paraque podamos seguir este camino es la obediencia absoluta. Cielo Riveros,aliviada de su angustia al oír que había un camino de salvación, prometió en elacto obedecer ciegamente las órdenes de su padre espiritual. La jovencitaestaba arrodillada a sus pies. El padre Ambrosio inclinó su gran cabeza sobrela postrada figura de ella. Un tinte de color enrojecía sus mejillas, y unfuego extraño iluminaba sus ojos. Sus manos temblaban ligeramente cuando seapoyaron sobre los hombros de su penitente, pero no perdió su compostura.Indudablemente su espíritu estaba conturbado por el conflicto nacido de lanecesidad de seguir adelante con el cumplimiento estricto de su deber, y lostortuosos pasos con que pretendía evitar su cruel exposición. El santo padrecomenzó luego un largo sermón sobre la virtud de la obediencia, y de laabsoluta sumisión a las normas dictadas por el ministro de la santa iglesia. CieloRiveros reiteró la seguridad de que seria muy paciente, y de que obedeceríatodo cuanto se le ordenara. Entretanto resultaba evidente para mí que elsacerdote era víctima de un espíritu controlado pero rebelde, que a vecesasomaba en su persona y se apoderaba totalmente de ella, reflejándose en susojos centelleantes y sus apasionados y ardientes labios. El padre Ambrosioatrajo más y más a su hermosa penitente, hasta que sus lindos brazosdescansaron sobre sus rodillas y su rostro se inclinó hacia abajo con piadosaresignación, casi sumido entre sus manos. —Y ahora, hija mía —siguió diciendoel santo varón— ha llegado el momento de que te revele los medios que me hansido señalados por la Virgen bendita como los únicos que me autorizan aabsolverte de la ofensa. Hay espíritus a quienes se ha confiado el alivio deaquellas pasiones y exigencias que la mayoría de los siervos de la iglesiatienen prohibido confesar abiertamente, pero que sin duda necesitan satisfacer.Se encuentran estos pocos elegidos entre aquellos que ya han seguido el caminodel desahogo carnal. A ellos se les confiere el solemne y sagrado deber deatenuar los deseos terrenales de nuestra comunidad religiosa, dentro del másestricto secreto. Con voz temblorosa por la emoción, y al tiempo que susamplias manos descendían de los hombros de la muchacha hasta su cintura, elpadre susurró: —Para ti, que ya probaste el supremo placer de la copulación,está indicado el recurso a este sagrado oficio. De esta manera no sólo te seráborrado y perdonado el pecado cometido, sino que se te permitirá disfrutarlegítimamente de esos deliciosos éxtasis, de esas insuperables sensaciones dedicha arrobadora que en todo momento encontrarás en los brazos de sus fielesservidores. Nadarás en un mar de placeres sensuales, sin incurrir en laspenalidades resultantes de los amores ilícitos. La absolución seguirá a cada unode los abandonos de tu dulce cuerpo para recompensar a la iglesia a través desus ministros, y serás premiada y sostenida en tu piadosa labor por lacontemplación —o mejor dicho, Cielo Riveros, por la participación en ellas— delas intensas y fervientes emociones que el delicioso disfrute de tu hermosapersona tiene que provocar. Cielo Riveros oyó la insidiosa proposición consentimientos mezclados de sorpresa y placer. Los poderosos y lascivos impulsosde su ardiente naturaleza despertaron en el acto ante la descripción ofrecida asu fértil imaginación. ¿Cómo dudar? El piadoso sacerdote acercó su complacientecuerpo hacia ella, y estampó un largo y cálido beso en sus rosados labios.—Madre Santa —murmuró Cielo Riveros, sintiendo cada vez más excitados susinstintos sexuales—. ¡Es demasiado para que pueda soportarlo! Yo quisiera... mepregunto... ¡no sé qué decir! —Inocente y dulce criatura. Es misión mía la deinstruirte. En mi persona encontrarás el mejor y más apto preceptor para larealización dc los ejercicios que de hoy en adelante tendrás que llevar a cabo.El padre Ambrosio cambió de postura. En aquel momento Cielo Riveros advirtiópor vez primera su ardiente mirada de sensualidad, y casi le causó temordescubrirla. También fue en aquel instante cuando se dio cuenta de la enormeprotuberancia que descollaba en la parte frontal de la sotana del padre santo.El excitado sacerdote apenas se tomaba ya el trabajo de disimular su estado ysus intenciones. Tomando a la hermosa muchacha entre sus brazos la besó larga yapasionadamente. Apretó el suave cuerpo de ella contra su voluminosa persona, yla atrajo fuertemente para entrar en contacto cada vez más íntimo con su grácilfigura. Al cabo, consumido por la lujuria, perdió los estribos, y dejando a CieloRiveros parcialmente en libertad, abrió el frente de su sotana y dejó expuestoa los atónitos ojos de su joven penitente y sin el menor rubor, un miembrocuyas gigantescas proporciones, erección y rigidez la dejaron completamenteconfundida. Es imposible describir las sensaciones despertadas en Cielo Riverospor el repentino descubrimiento de aquel formidable instrumento. Su mirada sefijó instantáneamente en él, al tiempo que el padre, advirtiendo ~su asombro,pero descubriendo que en él no había mezcla alguna de alarma o de temor, locolocó tranquilamente entre sus manos. El entablar contacto con tan tremendacosa se apoderó de Cielo Riveros un terrible estado de excitación. Como quieraque hasta entonces no había visto más que el miembro de moderadas proporcionesde Carlos, tan notable fenómeno despertó rápidamente en ella la mayor de lassensaciones lascivas, y asiendo el inmenso objeto lo mejor que pudo con susmanecitas se acercó a él embargada por un deleite sensual verdaderamenteextático. —Santo Dios! ¡Esto es casi el cielo! —murmuró Cielo Riveros—. ¡Oh,padre, quién hubiera creído que iba yo a ser escogida para semejante dicha!Esto era demasiado para el padre Ambrosio. Estaba encantado con la lujuria desu linda penitente y por el éxito de su infame treta. (En efecto, él lo habíaplaneado todo, puesto que facilitó la entrevista de los jóvenes, y con ella laoportunidad de que se entregasen a sus ardorosos juegos, a escondidas de todosmenos de él, que se agazapó cerca del lugar de la cita para contemplar concentelleantes ojos el combate amoroso). Levantándose rápidamente alzó el ligerocuerpo de la joven Cielo Riveros, y colocándola sobre el cojín en el que estuvosentado él momentos antes levantó sus rollizas piernas y separando lo más quepudo sus complacientes muslos, contempló por un instante la deliciosa hendidurarosada que aparecía debajo del blanco vientre. Luego, sin decir palabra, avanzósu rostro hacía ella, e introduciendo su impúdica lengua tan adentro como pudoen la húmeda vaina dióse a succionar tan deliciosamente, que Cielo Riveros, enun gran éxtasis pasional, y sacudido su joven cuerpo por espasmódicascontracciones de placer, eyaculó abundantemente, emisión que el santo padreengulló cual si fuera un flan. Siguieron unos instantes de calma. Cielo Riverosreposaba sobre su espalda. con los brazos extendidos a ambos lados y la cabezacaída hacia atrás, en actitud de delicioso agotamiento tras las violentasemociones provocas por el lujurioso proceder del reverendo padre. Su pecho seagitaba todavía bajo la violencia de sus transportes, y sus hermosos ojospermanecían entornados en lánguido reposo. El padre Ambrosio era de loscontados hombres capaces de controlar sus instintos pasionales encircunstancias como las presentes. Continuos hábitos de paciencia en espera dealcanzar los objetos propuestos, el empleo de la tenacidad en todos sus actos,y la cautela convencional propia de la orden a la que pertenecía, no se habíanborrado por completo no obstante su temperamento fogoso, y aunque de naturalincompatible con la vocación sacerdotal, y de deseos tan violentos que caíanfuera de lo común, había aprendido a controlar sus pasiones hasta lamortificación. Ya es hora de que descorramos el velo que cubre el verdaderocarácter de este hombre. Lo hago respetuosamente, pero la verdad debe serdicha. El padre Ambrosio era la personificación viviente de la lujuria. Sumente estaba en realidad entregada a satisfacerla, y sus fuertes instintosanimales, su ardiente y vigorosa constitución, al igual que su indomablenaturaleza, lo identificaban con la imagen física y mental del sátiro de laantigüedad. Pero Cielo Riveros sólo lo conocía como el padre santo que no sólole había perdonado su grave delito, sino que le habla también abierto el caminopor el que podía dirigirse, sin pecado, a gozar de los placeres que tanfirmemente tenía fijos en su juvenil imaginación. El osado sacerdote, sumamentecomplacido por el éxito de una estratagema que había puesto en sus manoslujuriosas una víctima y también por la extraordinaria sensualidad de lanaturaleza de la joven, y el evidente deleite con que se entregaba a lasatisfacción de sus deseos, se disponía en aquellos momentos a cosechar losfrutos de su superchería, y disfrutaba lo indecible con la idea de que iba aposeer todos los delicados encantos que Cielo Riveros podía ofrecerle paramitigar su espantosa lujuria. Al fin era suya, y al tiempo que se retiraba desu cuerpo tembloroso, conservando todavía en sus labios la muestra de laparticipación que había tenido en el placer experimentado por ella, su miembro,todavía hinchado y rígido, presentaba una cabeza reluciente a causa de lapresión de la sangre y el endurecimiento de los músculos. Tan pronto como lajoven Cielo Riveros se hubo recuperado del ataque que acabamos de describir,inferido por su confesor en las partes más sensibles de su persona, y alzó lacabeza de la posición inclinada en que reposaba, sus ojos volvieron a tropezarcon el gran tronco que el padre mantenía impúdicamente expuesto. Cielo Riverospudo ver el largo y grueso mástil blanco, y la mata de negros pelos rizados dedonde emergía, oscilando rígidamente hacia arriba, y la cabeza en forma dehuevo que sobresalía en el extremo, roja y desnuda, y que parecía invitar elcontacto de su mano. Contemplaba aquella gruesa y rígida masa de músculo ycarne, e incapaz de resistir la tentación la tomó de nuevo entre sus manos. Laapretó, la estrujó, y deslizó hacia atrás los pliegues de piel que la cubríanpara observar la gran nuez que la coronaba. Maravillada, contempló el agujeritoque aparecía en su extremo, y tomándolo con ambas manos lo mantuvo, palpitante,junto a su cara. —¡Oh. padre! ¡Qué cosa tan maravillosa! —exclamó—. ¡Quégrande! ¡ Por favor, padre Ambrosio, decidme cómo debo proceder para aliviar anuestros santos ministros religiosos de esos sentimientos que según usted tantolos inquietan, y que hasta dolor les causan! El padre Ambrosio estaba demasiadoexcitado para poder contestar, pero tomando la mano de ella con la suya leenseñó a la inocente muchacha cómo tenía que mover sus dedos de atrás yadelante en su enorme objeto. Su placer era intenso, y el de Cielo Riveros noparecía ser menor. Siguió frotando el miembro entre las suaves palmas de susmanos, mientras contemplaba con aire inocente la cara de él. Después lepreguntó en voz queda si ello le proporcionaba gran placer, y si por lo tantotenía qué seguir actuando tal como lo hacía. Entretanto, el gran pene del padreAmbrosio engordaba y crecía todavía más por efecto del excitante cosquilleo alque lo sometía la jovencita. —Espera un momento. Si sigues frotándolo de estamanera me voy a venir —dijo por lo bajo—. Será mejor retardarlo todavía unpoco. —¿Se vendrá, padrecito? —inquirió Cielo Riveros ávidamente—. ¿Qué quieredecir eso? —¡Ah, mi dulce niña, tan adorable por tu belleza como por tuinocencia! ¡Cuán divinamente llevas a cabo tu excelsa misión! —exclamóAmbrosio, encantado de abusar de la evidente inexperiencia de su jovenpenitente, y de poder así envilecería—. Venirse significa completar el acto pormedio del cual se disfruta en su totalidad del placer venéreo y supone elescape de una gran cantidad de fluido blanco y espeso del interior de la cosaque sostienes entre tus manos, y que al ser expelido proporciona igual placeral que la arroja que a la persona que, en el modo que sea, la recibe. CieloRiveros recordó a Carlos y su éxtasis, y entendió enseguida a lo que el padrese refería. —¿Y este derrame le proporcionaría alivio, padre?—Claro que sí,hija mía, y por ello deseo ofrecerte la oportunidad de que me proporciones esealivio bienhechor, como bendito sacrificio de uno de los más humildesservidores de la iglesia. —¡Qué delicia! —murmuró Cielo Riveros—. Por obra míacorrerá esa rica corriente, y es únicamente a mí a quien el santo varón reservaese final placentero. ¡Cuánta felicidad me proporciona poderle causar semejantedicha! Después de expresar apasionadamente estos pensamientos, inclinó lacabeza. El objeto de su adoración exhalaba un perfume difícil de definir.Depositó sus húmedos labios sobre su extremo superior, cubrió con su adorableboca el pequeño orificio, y luego besó ardientemente el reluciente miembro.—¿Cómo se llama ese fluido? —preguntó Cielo Riveros, alzando una vez más sulindo rostro. —--Tiene varios nombres —replicó el santo varón—. Depende de laclase social a la que pertenezca la persona que lo menciona. Pero entrenosotros, hija mía, lo llamaremos leche. —¿Leche? —repitió Cielo Riverosinocentemente, dejando escapar el erótico vocablo por entre sus dulces labios,con una unción que en aquellas circunstancias resultaba natural. —Sí, hija mía,la palabra es leche. Por lo menos así quisiera que lo llamaras tú. Y enseguidate inundaré con esta esencia tan preciosa. —¿Cómo tengo que recibirla?—preguntó Cielo Riveros, pensando en Carlos, y en la tremenda diferenciarelativa entre su instrumento y el gigantesco pene que en aquellos instantestenía ante sí. —Hay varios modos para ello, todos los cuales tienes queaprender. Pero ahora no estamos bien acomodados para el principal de los actosdel rito venéreo, la copulación permitida de la que ya hemos hablado. Por consiguiente,debemos sustituirlo por otro medio más sencillo, así que en lugar de quedescargue esta esencia llamada leche en el interior de tu cuerpo, teniendo encuenta que la suma estrechez de tu hendidura provocaría que fluyera con extremaabundancia, empezaremos con la fricción por medio de tus obedientes dedos,hasta que llegue el momento en que se aproximen los espasmos que acompañan a laemisión. Llegado el instante, a una señal mía tomarás entre tus labios lo másque quepa en ellos de la cabeza de este objeto. hasta que, expelida la últimagota, me retire satisfecho, por lo menos temporalmente. Cielo Riveros, cuyolujurioso instinto le había permitido disfrutar la descripción hecha por elconfesor, y que estaba tan ansiosa como él mismo por llevar a cumplimiento elatrevido programa, manifestó rápidamente su voluntad de complacer. Ambrosiocolocó una vez más su enorme pene en manos de Cielo Riveros. Excitada tanto porla vista como por el contacto de tan notable objeto, que tenía asido entreambas manos con verdadero deleite, la joven se dio a cosquillear. frotar yexprimir el enorme y tieso miembro, de manera que proporcionaba al licenciosocura el mayor de los goces. No contenta con friccionarlo con sus delicadosdedos, Cielo Riveros, dejando escapar palabras de devoción y satisfacción,llevó la espumeante cabeza a sus rosados labios, y la introdujo hasta donde lefue posible, con la esperanza de provocar con sus toques y con las suavescaricias de su lengua la deliciosa eyaculación que debía sobrevenir. Esto eramás de lo que el santo varón había esperado, ya que nunca supuso que iba aencontrar una discípula tan bien dispuesta para el irregular ataque que habíapropuesto. Despertadas al máximo sus sensaciones por el delicioso cosquilleo deque era objeto, se disponía a inundar la boca y la garganta de la muchachitacon el flujo de su poderosa descarga. Ambrosio comenzó a sentir que no tardaríaen venirse, con lo que iba a terminar su placer. Era uno de esos seresexcepcionales, cuya abundante eyaculación seminal es mucho mayor que la de losindividuos normales. No sólo estaba dotado del singular don de poder repetir elacto venéreo con intervalos cortos, sino que la cantidad con que terminaba suplacer era tan tremenda como desusada. La superabundancia parecía estar enrelación con la proporción con que hubieran sido despertadas sus pasionesanimales, y cuando sus deseos libidinosos habían sido prolongados e intensos,sus emisiones de semen lo eran igualmente. Fue en estas circunstancias que ladulce Cielo Riveros había emprendido la tarea de dejar escapar los contenidostorrentes de lujuria de aquel hombre. Iba a ser su dulce boca la receptora delos espesos y viscosos torrentes que hasta el momento no había experimentado, eignorante como se encontraba de los resultados del alivio que tan ansiosaestaba de administrar, la hermosa doncella deseaba la consumación de su labor, yel derrame de leche del que le había hablado el buen padre. El exuberantemiembro engrosaba y se enardecía cada vez más, a medida que los excitanteslabios de Cielo Riveros apresaban su anchurosa cabeza y su lengua jugueteaba entorno al pequeño orificio. Sus blancas manos lo privaban de su dúctil piel, ocosquilleaban alternativamente su extremo inferior. Dos veces retirá Ambrosiola cabeza de su miembro de los rosados labios de la muchacha, incapaz ya deaguantar los deseos de venirse al delicioso contacto de los mismos. Al fin CieloRiveros, impaciente por el retraso, y habiendo al parecer alcanzado un máximode perfección en su técnica, presionó con mayor energía que antes el tiesodardo. Instantáneamente se produjo un envaramiento en las extremidades del buenpadre. Sus piernas se abrieron ampliamente a ambos lados de su penitente. Susmanos se agarraron convulsivamente del cojín. Su cuerpo se proyectó haciadelante y se enderezó. —¡Dios santo! ¡Me voy a venir! —exclamó al tiempo quecon los labios entreabiertos y los ojos vidriosos lanzaba una última mirada asu inocente víctima. Después se estremeció profundamente, y entre lamentos yentrecortados gritos histéricos su pene, por efecto de la provocación de lajovencita, comenzó a expeler torrentes de espeso y viscoso fluido. CieloRiveros, comprendiendo por los chorros que uno tras otro inundaban su boca yresbalaban garganta abajo, así como por los gritos de su compañero, que éstedisfrutaba al máximo los efectos de lo que ella había provocado, siguió succionandoy apretujando hasta que, llena de las descargas viscosas, y semiasfixiada porsu abundancia, se vio obligada a soltar aquella jeringa humana que continuabaeyaculando a chorros sobre su rostro. -¡Madre santa! —exclamó Cielo Riveros,cuyos labios y cara estaban inundados de la leche del padre—. ¡Qué placer me haprovocado! Y a usted, padre mío, ¿no le he proporcionado el preciado alivio quenecesitaba? El padre Ambrosio, demasiado agitado para poder contestar, atrajo ala gentil muchacha hacia sus brazos, y comprimiendo sus chorreantes labios loscubrió con húmedos besos de gratitud y de placer. Transcurrió un cuarto de horaen reposo tranquilo, que ningún signo de turbación exterior vino a interrumpir.La puerta estaba bajo cerrojo, y el padre había escogido bien el momento.Mientras tanto Cielo Riveros, terriblemente excitada por la escena que hemostratado de describir, había concebido el extravagante deseo de que el rígidomiembro de Ambrosio realizara con ella misma la operación que había sufrido conel arma de moderadas proporciones de Carlos. Pasando sus brazos en torno alrobusto cuello de su confesor, le susurró tiernas palabras de invitación,observando, al hacerlo, el efecto que causaban en el instrumento que adquiríaya rigidez entre sus piernas. —Me dijisteis que la estrechez de esta hendidura—y Cielo Riveros colocó la ancha mano de él sobre la misma, presionándola luegosuavemente— os haría descargar una abundante cantidad de leche que poseéis.¿Por qué no he de poder, padre mío, sentirla derramarse dentro de mi cuerpo porla punta de esta cosa roja? Era evidente lo mucho que la hermosura de la joven CieloRiveros, así como la inocencia e ingenuidad de su carácter, inflamaban elnatural ya de por sí sensual del sacerdote. Saberse triunfador, tenerlaabsolutamente impotente entre sus manos, la delicadeza y refinamiento de lamuchacha, todo ello conspiraba al máximo para despertar sus licenciososinstintos y desenfrenados deseos. Era suya, suya para gozarla a voluntad, suyapara satisfacer cualquier capricho de su terrible lujuria, y estaba lista aentregarse a la más desenfrenada sensualidad. —¡Por Dios, esto es demasiado!—exclamó Ambrosio, cuya lujuria, de nuevo encendida, volvía a asaltarleviolentamente ante tal solicitud—. Dulce muchachita, no sabes lo que pides. Ladesproporción es terrible, y sufrirás demasiado al intentarlo. —Lo soportarétodo —replicó Cielo Riveros— con tal de poder sentir esta cosa terrible dentrode mí, y gustar de los chorros de leche. —¡Santa madre de Dios! Es demasiadopara ti, Cielo Riveros. No tienes idea de las medidas de esta máquina, una vezhinchada, adorable criatura, nadarían en un océano de leche caliente.
—-Ohpadrecito! ¡Qué dicha celestial! —Desnúdate, Cielo Riveros. Quitate todo lo quepueda entorpecer nuestros movimientos, que te prometo serán en extremoviolentos. Cumpliendo la orden, Cielo Riveros se despojó rápidamente de susvestidos, y buscando complacer a su confesor con la plena exhibición de susencantos, a fin de que su miembro se alargara en proporción a lo que ellamostrara de sus desnudeces, se despojó de hasta la más mínima prenda interior,para quedar tal como vino al mundo. El padre Ambrosio quedó atónito ante lacontemplación de los encantos que se ofrecían a su vista. La amplitud de suscaderas, los capullos de sus senos, la nívea blancura de su piel, suave como elsatín, la redondez de sus nalgas y lo rotundo de sus muslos, el blanco y planovientre con su adorable monte, y, por sobre todo, la encantadora hendidurarosada que destacaba debajo del mismo, asomándose tímidamente entre losrollizos muslos, hicieron que él se lanzara sobre la joven con un rugido delujuria. Ambrosio atrapó a su víctima entre sus brazos. Oprimió su cuerpo suavey deslumbrante contra el suyo. La cubrió de besos lúbricos, y dando riendasuelta a su licenciosa lengua prometió a la jovencita todos los goces delparaíso mediante la introducción de su gran aparato en el interior de su vulva.Cielo Riveros acogió estas palabras con un gritito de éxtasis, y cuando suexcitado estuprador la acostó sobre sus espaldas sentía ya la anchurosa ytumefacta cabeza del pene gigantesco presionando los calientes y húmedos labiosde su orificio casi virginal. El santo varón, encontrando placer en el contactode su pene con los calientes labios de la vulva de Cielo Riveros, comenzó aempujar hacia adentro con todas sus fuerzas, hasta que la gran nuez de la puntase llenó de humedad secretada por la sensible vaina. La pasión enfervorizaba a CieloRiveros. Los esfuerzos del padre Ambrosio por alojar la cabeza de su miembroentre los húmedos labios de su rendija en lugar de disuadiría la espoleabanhasta la locura, y finalmente, profiriendo un débil grito, se inclinó haciaadelante y expulsó el viscoso tributo de su lascivo temperamento. Esto eraexactamente lo que esperaba el desvergonzado cura. Cuando la dulce y calienteemisión inundó su enormemente desarrollado pene, empujó resueltamente, y de unsolo golpe introdujo la mitad de su voluminoso apéndice en el interior de lahermosa muchacha. Tan pronto como Cielo Riveros se sintió empalada por laentrada del terrible miembro en el interior de su tierno cuerpo, perdió el pococontrol que conservaba, y olvidándose del dolor que sufría rodeó con suspiernas las espaldas de él, y alentó a su enorme invasor a no guardarleconsideraciones. —Mi tierna y dulce chiquilla —murmuró el lascivo sacerdote—.Mis brazos te rodean, mi arma está hundida a medias en tu vientre. Pronto seránpara ti los goces del paraíso. —Lo sé; lo siento. No os hagáis hacia atrás;dadme el delicioso objeto hasta donde podáis. —Toma, pues. Empujo, aprieto,pero estoy demasiado bien dotado para poder penetrarte fácilmente. Tal vez tereviente. pero ahora ya es demasiado tarde. Tengo que poseerte... o morir. Laspartes de Cielo Riveros se relajaron un poco, y Ambrosio pudo penetrar unoscentímetros más. Su palpitante miembro, húmedo y desnudo, había recorrido lamitad del camino hacia el interior de la jovencita. Su placer era intenso, y lacabeza de su instrumento estaba deliciosamente comprimida por la vaina de CieloRiveros. —Adelante, padrecito. Estoy en espera de la leche que me habéisprometido. El confesor no necesitaba de este aliento para inducirlo a poner enacción todos sus tremendos poderes copulatorios. Empujó frenéticamente haciaadelante, y con cada nuevo esfuerzo sumió su cálido pene más adentro, hastaque, por fin, con un golpe poderoso lo enterró hasta los testículos en elinterior de la vulva de Cielo Riveros. Esta furiosa introducción por parte delbrutal sacerdote fue más de lo que su frágil víctima, animada por sus propiosdeseos, pudo soportar. Con un desmayado grito de angustia física, Cielo Riverosanunció que su estuprador había vencido toda la resistencia que su juventudhabía opuesto a la entrada de su miembro, y la tortura de la forzadaintroducción de aquella masa borro la sensación de placer con que en unprincipio había soportado el ataque. Ambrosio lanzó un grito de alegría alcontemplar la hermosa presa que su serpiente había mordido. Gozaba con lavíctima que tenía empalada con su enorme ariete. Sentía el enloquecedorcontacto con inexpresable placer. Veía a la muchacha estremecerse por laangustia de su violación. Su natural impetuoso había despertado por entero.Pasare lo que pasare, disfrutaría hasta el máximo. Así pues, estrechó entre susbrazos el cuerpo de la hermosa muchacha, y la agasajó con toda la extensión desu inmenso miembro. —Hermosa mía, realmente eres incitante. Tú también tienesque disfrutar. Te daré la leche de que te hablaba. Pero antes tengo quedespertar mi naturaleza con este lujurioso cosquilleo. Bésame, Cielo Riveros, yluego la tendrás. Y cuando mi caliente leche me deje para adentrarse en tusjuveniles entrañas, experimentarás los exquisitos deleites que estoy sintiendo yo.¡Aprieta. Cielo Riveros! Déjame también empujar, chiquilla mía! Ahora entra denuevo, ¡Oh...! ¡Oh...! Ambrosio se levantó por un momento y pudo ver el inmensoémbolo a causa del cual la linda hendidura de Cielo Riveros estaba en aquellosmomentos extraordinariamente distendida. Firmemente empotrado en aquellalujuriosa vaina, y saboreando profundamente la suma estrechez de los cálidospliegues de carne en los que estaba encajado, empujó sin preocuparse del dolorque su miembro provocaba, y sólo ansioso de procurarse el máximo deleiteposible. No era hombre que fuera a detenerse en tales casos ante falsosconceptos de piedad, en aquellos momentos empujaba hacia dentro lo más posible,mientras que febrilmente rociaba de besos los abiertos y temblorosos labios dela pobre Cielo Riveros. Por espacio de unos minutos no se oyó Otra cosa que losjadeos y sacudidas con que el lascivo sacerdote se entregaba a darsesatisfacción, y el glu-glu de su inmenso pene cuando alternativamente entraba ysalía del sexo de la Cielo Riveros penitente. No cabe suponer que un hombrecomo Ambrosio ignorara el tremendo poder de goce que su miembro podía suscitaren una persona del sexo opuesto, ni que su tamaño y capacidad de descarga erancapaces de provocar las más excitantes emociones en la joven sobre la queestaba accionando. Pero la naturaleza hacía valer sus derechos también en lapersona de la joven Cielo Riveros. El dolor de la dilatación se vio bien prontoatenuado por la intensa sensación de placer provocada por la vigorosa arma delsanto varón, y no tardaron los quejidos y lamentos de la linda chiquilla enentremezclarse con sonidos medio sofocados en lo más hondo de su ser, queexpresaban su deleite. —¡Padre mío! ¡Padrecito, mi querido y generosopadrecito! Empujad, empujad: puedo soportarlo. Lo deseo. Estoy en el cielo. ¡Elbendito instrumento tiene una cabeza tan ardiente! ¡Oh, corazón mío! ¡Oh... oh!Madre bendita, ¿qué es lo que siento? Ambrosio veía el efecto que provocaba. Supropio placer llegaba a toda prisa. Se meneaba furiosamente hacia atrás y haciaadelante, agasajando a Cielo Riveros a cada nueva embestida con todo el largode su miembro, que se hundía hasta los rizados pelos que cubrían sustestículos. Al cabo, Cielo Riveros no pudo resistir más, y obsequió alarrebatado violador con una cálida emisión que inundó todo su rígido miembro.Resulta imposible describir el frenesí de lujuria que en aquellos momentos seapoderó de la joven y encantadora Cielo Riveros. Se aferró con desesperación alfornido cuerpo del sacerdote, que agasajaba a su voluptuoso angelical cuerpocon toda la fuerza y poderío de sus viriles estocadas, y lo alojó en suestrecha y resbalosa vaina hasta los testículos. Pero ni aún en su éxtasis CieloRiveros perdió nunca de vista la perfección del goce. El santo varón tenía queexpeler su semen en el interior de ella, tal como lo había hecho Carlos, y lasola idea de ello añadió combustible al fuego de su lujuria. Cuando, porconsiguiente, el padre Ambrosio pasó sus brazos en torno a su esbelta cintura,y hundió hasta los pelos su pene de semental en la vulva de Cielo Riveros, paraanunciar entre suspiros que al fin llegaba la leche, la excitada muchacha seabrió de piernas todo lo que pudo, y en medio de gritos de placer recibió loschorros de su emisión en sus órganos vitales. Así permaneció él por espacio dedos minutos enteros, durante los que se iban sucediendo las descargas, cada unade las cuales era recibida por Cielo Riveros con profundas manifestaciones deplacer, traducidas en gritos y contorsiones. Capitulo III NO CREO QUE ENNINGUNA OTRA OCASIÓN haya tenido que sonrojarme con mayor motivo que en estaoportunidad. Y es que hasta una pulga tenía que sentirse avergonzada ante laproterva visión de lo que acabo de dejar registrado. Una muchacha tan joven, deapariencia tan inocente, y sin embargo, de inclinaciones y deseos tan lascivos.Una persona de frescura y belleza infinitas; una mente de llameante sensualidadconvertida por el accidental curso de los acontecimientos en un activo volcánde lujuria. Muy bien hubiera podido exclamar con el poeta de la antigüedad:‘¡Oh, Moisés!”, o como el más práctico descendiente del patriarca: “¡Por lasbarbas del profeta!” No es necesario hablar del cambio que se produjo en CieloRiveros después de las experiencias relatadas. Eran del todo evidentes en suporte y su conducta. Lo que pasó con su juvenil amante, lamas me he preocupadopor averiguarlo, pero me inclino a creer que el padre Ambrosio no permanecía almargen de esos gustos irregulares que tan ampliamente le han sido atribuidos asu orden, y que también el muchacho se vio inducido poco a poco, al igual quesu joven amiga, a darle satisfacción a los insensatos deseos del sacerdote.Pero volvamos a mis observaciones directas en lo que concierne a la linda CieloRiveros. Si bien a una pulga no le es posible sonrojarse, sí puede observar, yme impuse la obligación de encomendar a la pluma y a la tinta la descripción detodos los pasajes amatorios que consideré pudieran tener interés para losbuscadores de la verdad. Podemos escribir —por lo menos puede hacerlo estapulga, pues de otro modo estas páginas no estarían bajo los ojos del lector— yeso basta. Transcurrieron varios días antes de que Cielo Riveros encontrara laoportunidad de volver a visitar a su clerical admirador, pero al fin sepresentó la ocasión, y ni qué decir tiene que ella la aprovechó de inmediato.Había encontrado el medio de hacerle saber a Ambrosio que se proponíavisitarlo, y en consecuencia el astuto individuo pudo disponer de antemano lascosas para recibir a su linda huésped como la vez anterior. Tan pronto como CieloRiveros se encontró a solas con su seductor se arrojó en sus brazos, yapresando su gran humanidad contra su frágil cuerpo le prodigó las más tiernascaricias. Ambrosio no se hizo rogar para devolver todo el calor de su abrazo, yasí sucedió que la pareja se encontró de inmediato entregada a un intercambiode cálidos besos, y reclinada, cara a cara, sobre el cofre acojinado a quealudimos anteriormente. Pero Cielo Riveros no iba a conformarse con besossolamente; deseaba algo más sólido, por experiencia sabía que el padre podíaproporcionárselo. Ambrosio no estaba menos excitado. Su sangre afluíarápidamente, sus negros ojos llameaban por efecto de una lujuria incontrolable,y la protuberancia que podía observarse en su hábito denunciaba a las claras elestado de sus sentidos. Cielo Riveros advirtió la situación: ni sus miradasansiosas, ni su evidente erección, que el padre no se preocupaba por disimular,podían escapársele. Pero pensó en avivar mayormente su deseo, antes que enapaciguarlo. Sin embargo, pronto demostró Ambrosio que no requería incentivosmayores, y deliberadamente exhibió su arma, bárbaramente dilatada en forma tal,que su sola vista despertó deseos frenéticos en Cielo Riveros. En cualquieraotra ocasión Ambrosio hubiera sido mucho más prudente en darse gusto, pero enesta oportunidad sus alborotados sentidos habían superado su capacidad decontrolar el deseo de regodearse lo antes posible en los juveniles encantos quese le ofrecían. Estaba ya sobre su cuerpo. Su gran humanidad cubría porcompleto el cuerpo de ella. Su miembro en erección se clavaba en el vientre de CieloRiveros, cuyas ropas estaban recogidas hasta la cintura. Con una manotemblorosa llegó Ambrosio al centro de la hendidura objeto de su deseo;ansiosamente llevó la punta caliente y carmesí hacia los abiertos y húmedoslabios. Empujó, luchó por entrar.., y lo consiguió. La inmensa máquina entró conpaso lento pero firme. La cabeza y parte del miembro ya estaban dentro. Unascuantas firmes y decididas embestidas completaron la conjunción, y CieloRiveros recibió en toda su longitud el inmenso y excitado miembro de Ambrosio.El estuprador yacía jadeante sobre ella, en completa posesión de sus másíntimos encantos. Cielo Riveros, dentro de cuyo vientre se había acomodadoaquella vigorosa masa, sentía al máximo los efectos del intruso, cálido ypalpitante. Entretanto Ambrosio había comenzado a moverse hacia atrás y haciaadelante. Cielo Riveros trenzó sus blancos brazos en torno a su cuello, yenroscó sus lindas piernas enfundadas en seda sobre sus espaldas, presa de lamayor lujuria. —¡Qué delicia! —murmuró Cielo Riveros, besando arrolladoramentesus gruesos labios—. Empujad más.., todavía más. ¡Oh, cómo me forzáis aabrirme, y cuán largo es! ¡Cuán cálido. cuan.., oh... oh! Y soltó un chorro desu almacén, en respuesta a las embestidas del hombre, al mismo tiempo que sucabeza caía hacia atrás y su boca se abría en el espasmo del coito. Elsacerdote se contuvo e hizo una breve pausa. Los latidos de su enorme miembroanunciaban suficientemente el estado en que el mismo se encontraba, y queríaprolongar su placer hasta el máximo. Cielo Riveros comprimió el terrible dardointroducido hasta lo más intimo de su persona, y sintió crecer y endurecersetodavía más, en tanto que su enrojecida cabeza presionaba su juvenil matriz.Casi inmediatamente después su pesado amante, incapaz de controlarse por mástiempo, sucumbió a la intensidad de las sensaciones, y dejó escapar el torrentede su viscoso líquido. Memorias De Una Pulga Página 30 de 113 —¡Oh, viene devos! —gritó la excitada muchacha—. Lo siento a chorros. ¡Oh, dadme ....... más!¡Derramadlo en mi interior.., empujad más, no me compadezcáis. . .! ¡Oh, otrochorro! ¡Empujad! -Desgarradme si queréis, pero dadme toda vuestra leche! Anteshablé de la cantidad de semen que el padre Ambrosio era capaz de derramar, peroen esta ocasión se excedió a sí mismo. Había estado almacenado por espacio deuna semana, y Cielo Riveros recibía en aquellos momentos una corriente tantremenda, que aquella descarga parecía más bien emitida por una jeringa, que laeyaculación de los órganos genitales de un hombre. Al fin Ambrosio desmontó desu cabalgadura, y cuando Cielo Riveros se puso de pie nuevamente sintiódeslizarse una corriente de líquido pegajoso que descendía por sus rollizosmuslos. Apenas se había separado el padre Ambrosio cuando se abrió la puertaque conducía a la iglesia, y aparecieron en el portal otros dos sacerdotes. Eldisimulo resultaba imposible. —Ambrosio —exclamó el de más edad de los dos, unhombre que andaría entre los treinta y los cuarenta años—. Esto va en contra delas normas y privilegios de nuestra orden, que disponen que toda clase dejuegos han de practicarse en común. —Tomadla entonces —refunfuñó el aludido—.Todavía no es demasiado tarde. Iba a comunicaros lo que había conseguidocuando... —. . . cuando la deliciosa tentación de esta rosa fue demasiadofuerte para ti, amigo nuestro —interrumpió el otro, apoderándose de la atónita CieloRiveros al tiempo que hablaba, e introduciendo su enorme mano debajo de susvestimentas para tentar los suaves muslos de ella. —Lo he visto todo al travésdel ojo de la cerradura —susurró el bruto a su oído—. No tienes nada qué temer;únicamente queremos hacer lo mismo contigo. Cielo Riveros recordó lascondiciones en que se le había ofrecido consuelo en la iglesia, y supuso queello formaba parte de sus nuevas obligaciones. Por lo tanto permaneció en losbrazos del recién llegado sin oponer resistencia. En el ínterin su compañerohabía pasado su fuerte brazo en torno a la cintura de Cielo Riveros, y cubríade besos las mejillas de ésta. Ambrosio lo contemplaba todo estupefacto yconfundido. Así fue como la jovencita se encontró entre dos fuegos, por nodecir nada de la desbordante pasión de su posesor original. En vano miraba auno y después a otro en demanda de respiro, o de algún medio de escapar delpredicamento en que se encontraba. A pesar de que estaba completamenteresignada al papel al que la había reducido el astuto padre Ambrosio, se sentíaen aquellos momentos invadida por un poderoso sentimiento de debilidad y demiedo hacia los nuevos asaltantes. Cielo Riveros no leía en la mirada de losnuevos intrusos más que deseo rabioso, en tanto que la impasibilidad deAmbrosio la hacía perder cualquier esperanza de que el mismo fuera a ofrecer lamenor resistencia. Entre los dos hombres la tenían emparedada, y en tanto queel que habló primero deslizaba su mano hasta su rosada vulva, el otro no perdiótiempo en posesionarse de los redondeados cachetes de sus nalgas. Entrambos, a CieloRiveros le era imposible resistir. —Aguardad un momento —dijo al caboAmbrosio—. Sí tenéis prisa por poseerla cuando menos desnudadla sin estropearsu vestimenta, como al parecer pretendéis hacerlo. —Desnúdate, Cielo Riveros—siguió diciendo—. Según parece, todos tenemos que compartirte, de manera quedisponte a ser instrumento voluntario de nuestros deseos comunes. En nuestroconvento se encuentran otros cofrades no menos exigentes que yo, y tu tarea noserá en modo alguno una sinecura, así que será mejor que recuerdes en todomomento los privilegios que estás destinada a cumplir, y te dispongas a aliviara estos santos varones de los apremiantes deseos que ahora ya sabes cómosuavizar. Así planteado el asunto, no quedaba alternativa. Cielo Riveros quedóde píe, desnuda ante los tres vigorosos sacerdotes, y levantó un murmullogeneral de admiración cuando en aquel estado se adelantó hacía ellos. Tanpronto como el que había llevado la voz cantante de los recién llegados —elcual, evidentemente, parecía ser el Superior de los tres— advirtió la hermosadesnudez que estaba ante su ardiente mirada, sin dudarlo un instante abrió susotana para poner en libertad un largo y anchuroso miembro, tomó en sus brazosa la muchacha, la puso de espaldas sobre el gran cofre acojinado, brincó sobreella, se colocó entre sus lindos muslos, y apuntando rápidamente la cabeza desu rabioso campeón hacia el suave orificio de ella, empujó hacia adelante parahundirlo por completo hasta los testículos. Cielo Riveros dejó escapar unpequeño grito de éxtasis al sentirse empalada por aquella nueva y poderosaarma. Para el hombre la posesión entera de la hermosa muchacha suponía unmomento extático, y la sensación de que su erecto pene estaba totalmenteenterrado en el cuerpo de ella le producía una emoción inefable. No creyó poderpenetrar tan rápidamente en sus jóvenes partes, pues no había tomado en cuentala lubricación producida por el flujo de semen que ya había recibido. ElSuperior, no obstante, no le dio oportunidad de reflexionar, pues dióse aatacar con tanta energía, que sus poderosas embestidas desde largo produjeronpleno efecto en su cálido temperamento, y provocaron casi de inmediato la dulceemisión. Esto fue demasiado para el disoluto sacerdote. Ya firmemente encajadoen la estrecha hendidura, que te quedaba tan ajustada como un guante, tan luegocomo sintió la cálida emisión dejó escapar un fuerte gruñido y descargó confuria.
—-Ohpadrecito! ¡Qué dicha celestial! —Desnúdate, Cielo Riveros. Quitate todo lo quepueda entorpecer nuestros movimientos, que te prometo serán en extremoviolentos. Cumpliendo la orden, Cielo Riveros se despojó rápidamente de susvestidos, y buscando complacer a su confesor con la plena exhibición de susencantos, a fin de que su miembro se alargara en proporción a lo que ellamostrara de sus desnudeces, se despojó de hasta la más mínima prenda interior,para quedar tal como vino al mundo. El padre Ambrosio quedó atónito ante lacontemplación de los encantos que se ofrecían a su vista. La amplitud de suscaderas, los capullos de sus senos, la nívea blancura de su piel, suave como elsatín, la redondez de sus nalgas y lo rotundo de sus muslos, el blanco y planovientre con su adorable monte, y, por sobre todo, la encantadora hendidurarosada que destacaba debajo del mismo, asomándose tímidamente entre losrollizos muslos, hicieron que él se lanzara sobre la joven con un rugido delujuria. Ambrosio atrapó a su víctima entre sus brazos. Oprimió su cuerpo suavey deslumbrante contra el suyo. La cubrió de besos lúbricos, y dando riendasuelta a su licenciosa lengua prometió a la jovencita todos los goces delparaíso mediante la introducción de su gran aparato en el interior de su vulva.Cielo Riveros acogió estas palabras con un gritito de éxtasis, y cuando suexcitado estuprador la acostó sobre sus espaldas sentía ya la anchurosa ytumefacta cabeza del pene gigantesco presionando los calientes y húmedos labiosde su orificio casi virginal. El santo varón, encontrando placer en el contactode su pene con los calientes labios de la vulva de Cielo Riveros, comenzó aempujar hacia adentro con todas sus fuerzas, hasta que la gran nuez de la puntase llenó de humedad secretada por la sensible vaina. La pasión enfervorizaba a CieloRiveros. Los esfuerzos del padre Ambrosio por alojar la cabeza de su miembroentre los húmedos labios de su rendija en lugar de disuadiría la espoleabanhasta la locura, y finalmente, profiriendo un débil grito, se inclinó haciaadelante y expulsó el viscoso tributo de su lascivo temperamento. Esto eraexactamente lo que esperaba el desvergonzado cura. Cuando la dulce y calienteemisión inundó su enormemente desarrollado pene, empujó resueltamente, y de unsolo golpe introdujo la mitad de su voluminoso apéndice en el interior de lahermosa muchacha. Tan pronto como Cielo Riveros se sintió empalada por laentrada del terrible miembro en el interior de su tierno cuerpo, perdió el pococontrol que conservaba, y olvidándose del dolor que sufría rodeó con suspiernas las espaldas de él, y alentó a su enorme invasor a no guardarleconsideraciones. —Mi tierna y dulce chiquilla —murmuró el lascivo sacerdote—.Mis brazos te rodean, mi arma está hundida a medias en tu vientre. Pronto seránpara ti los goces del paraíso. —Lo sé; lo siento. No os hagáis hacia atrás;dadme el delicioso objeto hasta donde podáis. —Toma, pues. Empujo, aprieto,pero estoy demasiado bien dotado para poder penetrarte fácilmente. Tal vez tereviente. pero ahora ya es demasiado tarde. Tengo que poseerte... o morir. Laspartes de Cielo Riveros se relajaron un poco, y Ambrosio pudo penetrar unoscentímetros más. Su palpitante miembro, húmedo y desnudo, había recorrido lamitad del camino hacia el interior de la jovencita. Su placer era intenso, y lacabeza de su instrumento estaba deliciosamente comprimida por la vaina de CieloRiveros. —Adelante, padrecito. Estoy en espera de la leche que me habéisprometido. El confesor no necesitaba de este aliento para inducirlo a poner enacción todos sus tremendos poderes copulatorios. Empujó frenéticamente haciaadelante, y con cada nuevo esfuerzo sumió su cálido pene más adentro, hastaque, por fin, con un golpe poderoso lo enterró hasta los testículos en elinterior de la vulva de Cielo Riveros. Esta furiosa introducción por parte delbrutal sacerdote fue más de lo que su frágil víctima, animada por sus propiosdeseos, pudo soportar. Con un desmayado grito de angustia física, Cielo Riverosanunció que su estuprador había vencido toda la resistencia que su juventudhabía opuesto a la entrada de su miembro, y la tortura de la forzadaintroducción de aquella masa borro la sensación de placer con que en unprincipio había soportado el ataque. Ambrosio lanzó un grito de alegría alcontemplar la hermosa presa que su serpiente había mordido. Gozaba con lavíctima que tenía empalada con su enorme ariete. Sentía el enloquecedorcontacto con inexpresable placer. Veía a la muchacha estremecerse por laangustia de su violación. Su natural impetuoso había despertado por entero.Pasare lo que pasare, disfrutaría hasta el máximo. Así pues, estrechó entre susbrazos el cuerpo de la hermosa muchacha, y la agasajó con toda la extensión desu inmenso miembro. —Hermosa mía, realmente eres incitante. Tú también tienesque disfrutar. Te daré la leche de que te hablaba. Pero antes tengo quedespertar mi naturaleza con este lujurioso cosquilleo. Bésame, Cielo Riveros, yluego la tendrás. Y cuando mi caliente leche me deje para adentrarse en tusjuveniles entrañas, experimentarás los exquisitos deleites que estoy sintiendo yo.¡Aprieta. Cielo Riveros! Déjame también empujar, chiquilla mía! Ahora entra denuevo, ¡Oh...! ¡Oh...! Ambrosio se levantó por un momento y pudo ver el inmensoémbolo a causa del cual la linda hendidura de Cielo Riveros estaba en aquellosmomentos extraordinariamente distendida. Firmemente empotrado en aquellalujuriosa vaina, y saboreando profundamente la suma estrechez de los cálidospliegues de carne en los que estaba encajado, empujó sin preocuparse del dolorque su miembro provocaba, y sólo ansioso de procurarse el máximo deleiteposible. No era hombre que fuera a detenerse en tales casos ante falsosconceptos de piedad, en aquellos momentos empujaba hacia dentro lo más posible,mientras que febrilmente rociaba de besos los abiertos y temblorosos labios dela pobre Cielo Riveros. Por espacio de unos minutos no se oyó Otra cosa que losjadeos y sacudidas con que el lascivo sacerdote se entregaba a darsesatisfacción, y el glu-glu de su inmenso pene cuando alternativamente entraba ysalía del sexo de la Cielo Riveros penitente. No cabe suponer que un hombrecomo Ambrosio ignorara el tremendo poder de goce que su miembro podía suscitaren una persona del sexo opuesto, ni que su tamaño y capacidad de descarga erancapaces de provocar las más excitantes emociones en la joven sobre la queestaba accionando. Pero la naturaleza hacía valer sus derechos también en lapersona de la joven Cielo Riveros. El dolor de la dilatación se vio bien prontoatenuado por la intensa sensación de placer provocada por la vigorosa arma delsanto varón, y no tardaron los quejidos y lamentos de la linda chiquilla enentremezclarse con sonidos medio sofocados en lo más hondo de su ser, queexpresaban su deleite. —¡Padre mío! ¡Padrecito, mi querido y generosopadrecito! Empujad, empujad: puedo soportarlo. Lo deseo. Estoy en el cielo. ¡Elbendito instrumento tiene una cabeza tan ardiente! ¡Oh, corazón mío! ¡Oh... oh!Madre bendita, ¿qué es lo que siento? Ambrosio veía el efecto que provocaba. Supropio placer llegaba a toda prisa. Se meneaba furiosamente hacia atrás y haciaadelante, agasajando a Cielo Riveros a cada nueva embestida con todo el largode su miembro, que se hundía hasta los rizados pelos que cubrían sustestículos. Al cabo, Cielo Riveros no pudo resistir más, y obsequió alarrebatado violador con una cálida emisión que inundó todo su rígido miembro.Resulta imposible describir el frenesí de lujuria que en aquellos momentos seapoderó de la joven y encantadora Cielo Riveros. Se aferró con desesperación alfornido cuerpo del sacerdote, que agasajaba a su voluptuoso angelical cuerpocon toda la fuerza y poderío de sus viriles estocadas, y lo alojó en suestrecha y resbalosa vaina hasta los testículos. Pero ni aún en su éxtasis CieloRiveros perdió nunca de vista la perfección del goce. El santo varón tenía queexpeler su semen en el interior de ella, tal como lo había hecho Carlos, y lasola idea de ello añadió combustible al fuego de su lujuria. Cuando, porconsiguiente, el padre Ambrosio pasó sus brazos en torno a su esbelta cintura,y hundió hasta los pelos su pene de semental en la vulva de Cielo Riveros, paraanunciar entre suspiros que al fin llegaba la leche, la excitada muchacha seabrió de piernas todo lo que pudo, y en medio de gritos de placer recibió loschorros de su emisión en sus órganos vitales. Así permaneció él por espacio dedos minutos enteros, durante los que se iban sucediendo las descargas, cada unade las cuales era recibida por Cielo Riveros con profundas manifestaciones deplacer, traducidas en gritos y contorsiones. Capitulo III NO CREO QUE ENNINGUNA OTRA OCASIÓN haya tenido que sonrojarme con mayor motivo que en estaoportunidad. Y es que hasta una pulga tenía que sentirse avergonzada ante laproterva visión de lo que acabo de dejar registrado. Una muchacha tan joven, deapariencia tan inocente, y sin embargo, de inclinaciones y deseos tan lascivos.Una persona de frescura y belleza infinitas; una mente de llameante sensualidadconvertida por el accidental curso de los acontecimientos en un activo volcánde lujuria. Muy bien hubiera podido exclamar con el poeta de la antigüedad:‘¡Oh, Moisés!”, o como el más práctico descendiente del patriarca: “¡Por lasbarbas del profeta!” No es necesario hablar del cambio que se produjo en CieloRiveros después de las experiencias relatadas. Eran del todo evidentes en suporte y su conducta. Lo que pasó con su juvenil amante, lamas me he preocupadopor averiguarlo, pero me inclino a creer que el padre Ambrosio no permanecía almargen de esos gustos irregulares que tan ampliamente le han sido atribuidos asu orden, y que también el muchacho se vio inducido poco a poco, al igual quesu joven amiga, a darle satisfacción a los insensatos deseos del sacerdote.Pero volvamos a mis observaciones directas en lo que concierne a la linda CieloRiveros. Si bien a una pulga no le es posible sonrojarse, sí puede observar, yme impuse la obligación de encomendar a la pluma y a la tinta la descripción detodos los pasajes amatorios que consideré pudieran tener interés para losbuscadores de la verdad. Podemos escribir —por lo menos puede hacerlo estapulga, pues de otro modo estas páginas no estarían bajo los ojos del lector— yeso basta. Transcurrieron varios días antes de que Cielo Riveros encontrara laoportunidad de volver a visitar a su clerical admirador, pero al fin sepresentó la ocasión, y ni qué decir tiene que ella la aprovechó de inmediato.Había encontrado el medio de hacerle saber a Ambrosio que se proponíavisitarlo, y en consecuencia el astuto individuo pudo disponer de antemano lascosas para recibir a su linda huésped como la vez anterior. Tan pronto como CieloRiveros se encontró a solas con su seductor se arrojó en sus brazos, yapresando su gran humanidad contra su frágil cuerpo le prodigó las más tiernascaricias. Ambrosio no se hizo rogar para devolver todo el calor de su abrazo, yasí sucedió que la pareja se encontró de inmediato entregada a un intercambiode cálidos besos, y reclinada, cara a cara, sobre el cofre acojinado a quealudimos anteriormente. Pero Cielo Riveros no iba a conformarse con besossolamente; deseaba algo más sólido, por experiencia sabía que el padre podíaproporcionárselo. Ambrosio no estaba menos excitado. Su sangre afluíarápidamente, sus negros ojos llameaban por efecto de una lujuria incontrolable,y la protuberancia que podía observarse en su hábito denunciaba a las claras elestado de sus sentidos. Cielo Riveros advirtió la situación: ni sus miradasansiosas, ni su evidente erección, que el padre no se preocupaba por disimular,podían escapársele. Pero pensó en avivar mayormente su deseo, antes que enapaciguarlo. Sin embargo, pronto demostró Ambrosio que no requería incentivosmayores, y deliberadamente exhibió su arma, bárbaramente dilatada en forma tal,que su sola vista despertó deseos frenéticos en Cielo Riveros. En cualquieraotra ocasión Ambrosio hubiera sido mucho más prudente en darse gusto, pero enesta oportunidad sus alborotados sentidos habían superado su capacidad decontrolar el deseo de regodearse lo antes posible en los juveniles encantos quese le ofrecían. Estaba ya sobre su cuerpo. Su gran humanidad cubría porcompleto el cuerpo de ella. Su miembro en erección se clavaba en el vientre de CieloRiveros, cuyas ropas estaban recogidas hasta la cintura. Con una manotemblorosa llegó Ambrosio al centro de la hendidura objeto de su deseo;ansiosamente llevó la punta caliente y carmesí hacia los abiertos y húmedoslabios. Empujó, luchó por entrar.., y lo consiguió. La inmensa máquina entró conpaso lento pero firme. La cabeza y parte del miembro ya estaban dentro. Unascuantas firmes y decididas embestidas completaron la conjunción, y CieloRiveros recibió en toda su longitud el inmenso y excitado miembro de Ambrosio.El estuprador yacía jadeante sobre ella, en completa posesión de sus másíntimos encantos. Cielo Riveros, dentro de cuyo vientre se había acomodadoaquella vigorosa masa, sentía al máximo los efectos del intruso, cálido ypalpitante. Entretanto Ambrosio había comenzado a moverse hacia atrás y haciaadelante. Cielo Riveros trenzó sus blancos brazos en torno a su cuello, yenroscó sus lindas piernas enfundadas en seda sobre sus espaldas, presa de lamayor lujuria. —¡Qué delicia! —murmuró Cielo Riveros, besando arrolladoramentesus gruesos labios—. Empujad más.., todavía más. ¡Oh, cómo me forzáis aabrirme, y cuán largo es! ¡Cuán cálido. cuan.., oh... oh! Y soltó un chorro desu almacén, en respuesta a las embestidas del hombre, al mismo tiempo que sucabeza caía hacia atrás y su boca se abría en el espasmo del coito. Elsacerdote se contuvo e hizo una breve pausa. Los latidos de su enorme miembroanunciaban suficientemente el estado en que el mismo se encontraba, y queríaprolongar su placer hasta el máximo. Cielo Riveros comprimió el terrible dardointroducido hasta lo más intimo de su persona, y sintió crecer y endurecersetodavía más, en tanto que su enrojecida cabeza presionaba su juvenil matriz.Casi inmediatamente después su pesado amante, incapaz de controlarse por mástiempo, sucumbió a la intensidad de las sensaciones, y dejó escapar el torrentede su viscoso líquido. Memorias De Una Pulga Página 30 de 113 —¡Oh, viene devos! —gritó la excitada muchacha—. Lo siento a chorros. ¡Oh, dadme ....... más!¡Derramadlo en mi interior.., empujad más, no me compadezcáis. . .! ¡Oh, otrochorro! ¡Empujad! -Desgarradme si queréis, pero dadme toda vuestra leche! Anteshablé de la cantidad de semen que el padre Ambrosio era capaz de derramar, peroen esta ocasión se excedió a sí mismo. Había estado almacenado por espacio deuna semana, y Cielo Riveros recibía en aquellos momentos una corriente tantremenda, que aquella descarga parecía más bien emitida por una jeringa, que laeyaculación de los órganos genitales de un hombre. Al fin Ambrosio desmontó desu cabalgadura, y cuando Cielo Riveros se puso de pie nuevamente sintiódeslizarse una corriente de líquido pegajoso que descendía por sus rollizosmuslos. Apenas se había separado el padre Ambrosio cuando se abrió la puertaque conducía a la iglesia, y aparecieron en el portal otros dos sacerdotes. Eldisimulo resultaba imposible. —Ambrosio —exclamó el de más edad de los dos, unhombre que andaría entre los treinta y los cuarenta años—. Esto va en contra delas normas y privilegios de nuestra orden, que disponen que toda clase dejuegos han de practicarse en común. —Tomadla entonces —refunfuñó el aludido—.Todavía no es demasiado tarde. Iba a comunicaros lo que había conseguidocuando... —. . . cuando la deliciosa tentación de esta rosa fue demasiadofuerte para ti, amigo nuestro —interrumpió el otro, apoderándose de la atónita CieloRiveros al tiempo que hablaba, e introduciendo su enorme mano debajo de susvestimentas para tentar los suaves muslos de ella. —Lo he visto todo al travésdel ojo de la cerradura —susurró el bruto a su oído—. No tienes nada qué temer;únicamente queremos hacer lo mismo contigo. Cielo Riveros recordó lascondiciones en que se le había ofrecido consuelo en la iglesia, y supuso queello formaba parte de sus nuevas obligaciones. Por lo tanto permaneció en losbrazos del recién llegado sin oponer resistencia. En el ínterin su compañerohabía pasado su fuerte brazo en torno a la cintura de Cielo Riveros, y cubríade besos las mejillas de ésta. Ambrosio lo contemplaba todo estupefacto yconfundido. Así fue como la jovencita se encontró entre dos fuegos, por nodecir nada de la desbordante pasión de su posesor original. En vano miraba auno y después a otro en demanda de respiro, o de algún medio de escapar delpredicamento en que se encontraba. A pesar de que estaba completamenteresignada al papel al que la había reducido el astuto padre Ambrosio, se sentíaen aquellos momentos invadida por un poderoso sentimiento de debilidad y demiedo hacia los nuevos asaltantes. Cielo Riveros no leía en la mirada de losnuevos intrusos más que deseo rabioso, en tanto que la impasibilidad deAmbrosio la hacía perder cualquier esperanza de que el mismo fuera a ofrecer lamenor resistencia. Entre los dos hombres la tenían emparedada, y en tanto queel que habló primero deslizaba su mano hasta su rosada vulva, el otro no perdiótiempo en posesionarse de los redondeados cachetes de sus nalgas. Entrambos, a CieloRiveros le era imposible resistir. —Aguardad un momento —dijo al caboAmbrosio—. Sí tenéis prisa por poseerla cuando menos desnudadla sin estropearsu vestimenta, como al parecer pretendéis hacerlo. —Desnúdate, Cielo Riveros—siguió diciendo—. Según parece, todos tenemos que compartirte, de manera quedisponte a ser instrumento voluntario de nuestros deseos comunes. En nuestroconvento se encuentran otros cofrades no menos exigentes que yo, y tu tarea noserá en modo alguno una sinecura, así que será mejor que recuerdes en todomomento los privilegios que estás destinada a cumplir, y te dispongas a aliviara estos santos varones de los apremiantes deseos que ahora ya sabes cómosuavizar. Así planteado el asunto, no quedaba alternativa. Cielo Riveros quedóde píe, desnuda ante los tres vigorosos sacerdotes, y levantó un murmullogeneral de admiración cuando en aquel estado se adelantó hacía ellos. Tanpronto como el que había llevado la voz cantante de los recién llegados —elcual, evidentemente, parecía ser el Superior de los tres— advirtió la hermosadesnudez que estaba ante su ardiente mirada, sin dudarlo un instante abrió susotana para poner en libertad un largo y anchuroso miembro, tomó en sus brazosa la muchacha, la puso de espaldas sobre el gran cofre acojinado, brincó sobreella, se colocó entre sus lindos muslos, y apuntando rápidamente la cabeza desu rabioso campeón hacia el suave orificio de ella, empujó hacia adelante parahundirlo por completo hasta los testículos. Cielo Riveros dejó escapar unpequeño grito de éxtasis al sentirse empalada por aquella nueva y poderosaarma. Para el hombre la posesión entera de la hermosa muchacha suponía unmomento extático, y la sensación de que su erecto pene estaba totalmenteenterrado en el cuerpo de ella le producía una emoción inefable. No creyó poderpenetrar tan rápidamente en sus jóvenes partes, pues no había tomado en cuentala lubricación producida por el flujo de semen que ya había recibido. ElSuperior, no obstante, no le dio oportunidad de reflexionar, pues dióse aatacar con tanta energía, que sus poderosas embestidas desde largo produjeronpleno efecto en su cálido temperamento, y provocaron casi de inmediato la dulceemisión. Esto fue demasiado para el disoluto sacerdote. Ya firmemente encajadoen la estrecha hendidura, que te quedaba tan ajustada como un guante, tan luegocomo sintió la cálida emisión dejó escapar un fuerte gruñido y descargó confuria.
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