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Cielo River-os mis memorias mis sexuales 1

NACÍ, PEROCOMO NO SABRÍA DECIR COMO, cuándo o dónde, y por lo tanto debo permitirle allector que acepte esta afirmación mía y que la crea si bien le parece. Otracosa es asimismo cierta: el hecho de mi nacimiento no es ni siquiera un átomo menoscierto que la veracidad de estas memorias, y si el estudiante inteligente queprofundice en estas páginas se pregunta cómo sucedió que en el transcurso de mipaso por la vida —o tal vez hubiera debido decir mi brinco por ella— estuvedotada de inteligencia, dotes de observación y poderes retentivos de memoriaque me permitieron conservar el recuerdo de los maravillosos hechos ydescubrimientos que voy a relatar, únicamente podré contestarle que hayinteligencias insospechadas por el vulgo, y leyes naturales cuya existencia noha podido ser descubierta todavía por los más avanzados científicos del mundo.Oí decir en alguna parte que mi destino era pasarme la vida chupando sangre. Enmodo alguno soy el más insignificante de los seres que pertenecen a estafraternidad universal, y si llevo una existencia precaria en los cuerpos deaquellos con quienes entro en contacto, mi propia experiencia demuestra que lohago de una manera notablemente peculiar, ya que hago una advertencia de miocupación que raramente ofrecen otros seres de otros grados en mi mismaprofesión. Pero mi creencia es que persigo objetivos más nobles que el de lasimple sustentación de mi ser por medio de las contribuciones de los incautos.Me he dado cuenta de este defecto original mío, y con un alma que está muy porencima de los vulgares instintos de los seres de mi raza, he ido escalandoalturas de percepción mental y de erudición que me colocaron para siempre en elpináculo de la grandeza en el mundo de los insectos. Es el hecho de haberalcanzado tal esclarecimiento mental el que quiero evocar al describir lasescenas que presencié, y en las que incluso tomé parte. No he de detenerme paraexponer por qué medios fui dotada de poderes humanos de observación y dediscernimiento. Séales permitido simplemente darse cuenta, al través de miselucubraciones, de que los poseo, y procedamos en consecuencia. De esta suertese darán ustedes cuenta de que no soy una pulga vulgar. En efecto, cuando setienen en cuenta las compañías que estoy acostumbrado a frecuentar, lafamiliaridad con que he conllevado el trato con las más altas personalidades, yla forma en que trabé conocimiento con la mayoría de ellas, el lector no dudaráen convenir conmigo que, en verdad, soy el más maravilloso y eminente de losinsectos. Mis primeros recuerdos me retrotraen a una época en que me encontrabaen el interior de una iglesia. Había música, y se oían unos cantos lentos ymonótonos que me llenaron de sorpresa y admiración. Pero desde entonces heaprendido a calibrar la verdadera importancia de tales influencias, y lasactitudes de los devotos las tomo ahora como manifestaciones exteriores de unestado emocional interno, por lo general inexistente. Estaba entregado a mitarea profesional en la regordeta y blanca pierna de una jovencita de alrededorde catorce años, el sabor de cuya sangre todavía recuerdo, así como el aroma desu... pero estoy divagando Poco después de haber dado comienzo tranquila yamistosamente a mis pequeñas atenciones, la jovencita, así como el resto de lacongregación, se levantó y se fue. Como es natural, decidí acompañarla. Tengomuy aguzados los sentidos de la vista y el oído, y pude ver cómo, en el momentoen que cruzaba el pórtico, un joven deslizaba en la enguantada mano de lajovencita una hoja doblada de papel blanco. Yo había percibido ya el nombre CieloRiveros bordado en la suave medía de seda que en un principio me atrajo a mí, ypude ver que también dicho nombre aparecía en el exterior de la carta de amor.Iba con su tía, una señora alta y majestuosa, con la cual no me interesabaentrar en relaciones de intimidad. Cielo Riveros era una preciosidad de apenascatorce años, y de figura perfecta. No obstante, su juventud, sus dulces senosen capullo empezaban ya a adquirir proporciones como las que placen al sexoopuesto. Su rostro acusaba una candidez encantadora; su aliento era suave comolos perfumes de Arabia, y su piel parecía de terciopelo. Cielo Riveros sabía,desde luego, cuáles eran sus encantos, y erguía su cabeza con tanto orgullo y coqueteríacomo pudiera hacerlo una reina. No resultaba difícil ver que despertabaadmiración al observar las miradas de anhelo y lujuria que le dirigían losjóvenes, y a veces también los hombres ya más maduros. En el exterior deltemplo se produjo un silencio general, y todos los rostros se volvieron a mirara la linda Cielo Riveros manifestaciones que hablaban mejor que las palabras deque era la más admirada por todos los ojos, y la más deseada por los corazonesmasculinos. Sin embargo, sin prestar la menor atención a lo que eraevidentemente un suceso de todos los días, la damita se encaminó con pasodecidido hacia su hogar, en compañía de su tía, y al llegar a su pulcra yelegante morada se dirigió rápidamente a su alcoba. No diré que la seguí,puesto que iba con ella, y pude contemplar cómo la gentil jovencita alzaba unade sus exquisitas piernas para cruzaría sobre la otra con el fin de desatarselas elegantes y pequeñísimas botas de cabritilla. Brinqué sobre la alfombra yme di a examinarla. Siguió la otra bota, y sin apartar una de otra sus rollizaspantorrillas, Cielo Riveros se quedó viendo la misiva plegada que yo advertíque el joven había depositado secretamente en sus manos. Observándolo tododesde cerca, pude ver las curvas de los muslos que se desplegaban hacia arribahasta las jarreteras, firmemente sujetas, para perderse luego en la oscuridad,donde uno y otro se juntaban en el punto en que se reunían con su hermoso bajovientre para casi impedir la vista de una fina hendidura color durazno, queapenas asomaba sus labios por entre las sombras. De pronto Cielo Riveros dejócaer la nota, y habiendo quedado abierta, me tomé la libertad de leerlatambién. los incautos. Me he dado cuenta de este defecto original mio, y con unalma que está muy por encima de los vulgares instintos de los seres de mi raza,he ido escalando alturas de percepción mental y de erudición que me colocaronpara siempre en el pináculo de la grandeza en el mundo de los insectos. Es elhecho de haber alcanzado tal esclarecimiento mental el que quiero evocar aldescribir las escenas que presencié, y en las que incluso tomé parte. No he dedetenerme para exponer por qué medios fui dotada de poderes humanos deobservación y de discernimiento. Séales permitido simplemente darse cuenta, altravés de mis elucubraciones, de que los poseo, y procedamos en consecuencia.se darán ustedes cuenta de que no soy una pulga vulgar. En efecto, cuando setienen en cuenta las compañías que estoy acostumbrado a frecuentar, lafamiliaridad con que he conllevado el trato con las más altas personalidades, yla forma en que trabé conocimiento con la mayoría de ellas, el lector no dudaráen convenir conmigo que, en verdad, soy el más maravilloso y eminente de losinsectos. Mis primeros recuerdos me retrotraen a una época en que me encontrabaen el interior de una iglesia. Había música, y se oían unos cantos lentos ymonótonos que me llenaron de sorpresa y admiración. Pero desde entonces heaprendido a calibrar la verdadera importancia de tales influencias, y lasactitudes de los devotos las tomo ahora como manifestaciones exteriores de unestado emocional interno, por lo general inexistente. Estaba entregado a mitarea profesional en la regordeta y blanca pierna de una jovencita de alrededorde catorce años, el sabor de cuya sangre todavía recuerdo, así como el aroma desu... pero estoy divagando. Poco después de haber dado comienzo tranquila yamistosamente a mis pequeñas atenciones, la jovencita, así como el resto de lacongregación, se levantó y se fue. Como es natural, decidí acompañarla. Tengomuy aguzados los sentidos de la vista y el oído, y pude ver cómo, en el momentoen que cruzaba el pórtico, un joven deslizaba en la enguantada mano de lajovencita una hoja doblada de papel blanco. Yo había percibido ya el nombre CieloRiveros, bordado en la suave medía de seda que en un principio me atrajo a mí,y pude ver que también dicho nombre aparecía en el exterior de la carta deamor. Iba con su tía, una señora alta y majestuosa, con la cual no meinteresaba entrar en relaciones de intimidad. Cielo Riveros era una preciosidadde apenas catorce años, y de figura perfecta. No obstante, su juventud, susdulces senos en capullo empezaban ya a adquirir proporciones como las queplacen al sexo opuesto. Su rostro acusaba una candidez encantadora; su alientoera suave como los perfumes de Arabia, y su piel parecía de terciopelo. CieloRiveros sabía, desde luego, cuáles eran sus encantos, y erguía su cabeza contanto orgullo y coquetería como pudiera hacerlo una reina. No resultaba difícilver que despertaba admiración al observar las miradas de anhelo y lujuria quele dirigían los jóvenes, y a veces también los hombres ya más maduros. En elexterior del templo se produjo un silencio general, y todos los rostros se volvierona mirar a la linda Cielo Riveros, manifestaciones que hablaban mejor que laspalabras de que era la más admirada por todos los ojos, y la más deseada porlos corazones masculinos. Sin embargo, sin prestar la menor atención a lo queera evidentemente un suceso de todos los días, la damita se encaminó con pasodecidido hacia su hogar, en compañía de su tía, y al llegar a su pulcra yelegante morada se dirigió rápidamente a su alcoba. No diré que la seguí,puesto que iba con ella, y pude contemplar cómo la gentil jovencita alzaba unade sus exquisitas piernas para cruzaría sobre la otra con el fin de desatarselas elegantes y pequeñísimas botas de cabritilla.  Brinqué sobre la alfombra y me di aexaminarla. Siguió la otra bota, y sin apartar una de otra sus rollizaspantorrillas, Cielo Riveros se quedó viendo la misiva plegada que yo advertíque el joven había depositado secretamente en sus manos. Observándolo tododesde cerca, pude ver las curvas de los muslos que se desplegaban hacia arribahasta las jarreteras, firmemente sujetas, para perderse luego en la oscuridad,donde uno y otro se juntaban en el punto en que se reunían con su hermoso bajovientre para casi impedir la vista de una fina hendidura color durazno, queapenas asomaba sus labios por entre las sombras. De pronto Cielo Riveros dejócaer la nota, y habiendo quedado abierta, me tomé la libertad de leerlatambién. “Esta noche, a las ocho, estaré en el antiguo lugar”. Eran las únicaspalabras escritas en el papel, pero al parecer tenían un particular interéspara ella. puesto que se mantuvo en la misma postura por algún tiempo enactitud pensativa. Se había despertado mi curiosidad, y deseosa de saber másacerca de la interesante joven, lo que me proporcionaba la agradableoportunidad de continuar en tan placentera promiscuidad, me apresuré apermanecer tranquilamente oculta en un lugar recóndito y cómodo, aunque algohúmedo, y no salí del mismo, con el fin de observar el desarrollo de losacontecimientos, hasta que se aproximó la hora de la cita. Cielo Riveros sevistió con meticulosa atención, y se dispuso a trasladarse al jardín querodeaba la casa de campo donde moraba, fui con ella. Al llegar al extremo deuna larga y sombreada avenida la muchacha se sentó en una banca rústica, yesperó la llegada de la persona con la que tenía que encontrarse. No pasaronmás de unos cuantos minutos antes de que se presentara el joven que por lamañana se había puesto en comunicación con mi deliciosa amiguita. Se entablóuna conversación que, sí debo juzgar por la abstracción que en ella se hacía detodo cuanto no se relacionara con ellos mismos, tenía un interés especial paraambos. Anochecía, y estábamos entre dos luces. Soplaba un airecillo caliente yconfortable, y la joven pareja se mantenía entrelazada en el banco, olvidadosde todo lo que no fuera su felicidad mutua. —No sabes cuánto te quiero, CieloRiveros -murmuró el joven, sellando tiernamente su declaración con un besodepositado sobre los labios que ella ofrecía. —Sí, lo sé —contestó ella conaire inocente—. ¿No me lo estás diciendo constantemente? Llegaré a cansarme deoír esa canción. Cielo Riveros agitaba inquietamente sus lindos pies, y se veíameditabunda. —¿Cuándo me explicarás y enseñarás todas esas cosas divertidas deque me has hablado? —preguntó ella por fin, dirigiéndole una mirada, paravolver luego a clavar la vista en el suelo. —Ahora —repuso el joven—. Ahora,querida Cielo Riveros, que estamos a solas y libres de interrupciones. ¿Sabes, CieloRiveros? Ya no somos unos chiquillos. Cielo Riveros asintió con un movimientode cabeza. —Bien; hay cosas que los niños no saben, y que los amantes no sólodeben conocer, sino también practicar. —¡Válgame Dios! —dijo ella, muy seria. —Sí —continuó su compañero—. Hay entre los que se aman cosas secretas que loshacen felices, y que son causa de la dicha de amar y ser amado. —¡Dios mío!—exclamó Cielo Riveros—. ¡Qué sentimental te has vuelto, Carlos! Todavíarecuerdo cuando me decías que el sentimentalismo no era más que una patraña.—Así lo creía, hasta que me enamoré de ti —replicó el joven. —¡Tonterías!—repuso Cielo Riveros—. Pero sigamos adelante, y i cuéntame lo que me tienesprometido. —No te lo puedo decir si al mismo tiempo no te lo enseño —contestóCarlos—. Los conocimientos sólo se aprenden observándolos en la práctica.—¡Anda, pues! ¡Sigue adelante y enséñame! —exclamó la muchacha, en cuyabrillante mirada y ardientes mejillas creí- descubrir que tenía perfectoconocimiento de la clase de instrucción que demandaba. En su impaciencia habíaun no sé qué cautivador. El joven cedió a este atractivo y, cubriendo con sucuerpo el de la Cielo Riveros damita, acercó sus labios a los de ella y la besóembelesado. Cielo Riveros no opuso resistencia; por el contrario, colaboródevolviendo las caricias de su amado. Entretanto la noche avanzaba; los árbolesdesaparecían tras. la oscuridad, y extendían sus altas copas como para protegera los jóvenes contra la luz que se desvanecía. De pronto Carlos se deslizó a unlado de ella y efectuó un ligero movimiento. Sin oposición de parte de CieloRiveros pasó su mano por debajo de las enaguas de la muchacha. No satisfechocon el goce que le causó tener a su alcance sus medias de seda, intentó seguirmás arriba, y sus inquisitivos dedos entraron en contacto con las suaves ytemblorosas carnes de los muslos de la muchacha. El ritmo de la respiración de CieloRiveros se apresuró ante este poco delicado ataque a sus encantos. Estaba,empero, muy lejos de resistirse; indudablemente le placía el excitantejugueteo. -Tócalo -murmuró—. Te lo permito. Carlos no necesitaba otrainvitación. En realidad, se disponía a seguir adelante, y captando en el actoel alcance del permiso, introdujo sus dedos más adentro. La complacientemuchacha abrió sus muslos cuando él lo hizo, y de inmediato su mano alcanzó losdelicados labios rosados de su linda rendija. Durante los diez minutossiguientes la pareja permaneció con los labios pegados, olvidada de todo. Sólosu respiración denotaba la intensidad de las sensaciones que los embargaba enaquella embriaguez de lascivia. Carlos sintió un delicado objeto que adquiríarigidez bajo sus ágiles dedos, y que sobresalía de un modo que le eradesconocido. En aquel momento Cielo Riveros cerró sus ojos, y dejando caer sucabeza hacia atrás se estremeció ligeramente, al tiempo que su cuerpo deveníaligero y lánguido, y su cabeza buscaba apoyo en el brazo de su amado. —¡Oh,Carlos! —murmuró—. ¿Qué me estás haciendo? ¡Qué deliciosas sensaciones meproporcionas! El muchacho no permaneció ocioso, pero habiendo ya explorado todolo que le permitía la postura forzada en que se encontraba, se levantó, ycomprendiendo la necesidad de satisfacer la pasión que con sus actos habíadespertado, le rogó a su compañera que le permitiera conducir su mano hacia unobjeto querido, que le aseguró era capaz de producirle mucho mayor placer queel que le habían proporcionado sus dedos. Nada renuente, Cielo Riveros se asióa un nuevo y delicioso objeto y, ya fuere porque experimentaba la curiosidadque simulaba, o porque realmente se sentía transportada por deseos reciénnacidos, no pudo negarse a llevar de la sombra a la luz el erecto objeto de suamigo. Aquellos de mis lectores que se hayan encontrado en una situaciónsimilar, podrán comprender rápidamente el calor puesto en empuñar la nuevaadquisición, y la mirada de bienvenida con que acogió su primera aparición enpúblico. Era la primera vez que Cielo Riveros contemplaba un miembro masculinoen plena manifestación de poderío, y aunque no hubiera sido así, el que yopodía ver cómodamente era de tamaño formidable. Lo que más le incitaba aprofundizar en sus conocimientos era la blancura del tronco y su roja cabeza,de la que se retiraba la suave piel cuando ella ejercía presión. Carlos estabaigualmente enternecido. Sus ojos brillaban y su mano seguía recorriendo eljuvenil tesoro del que había tomado posesión. Mientras tanto los jugueteos dela manecita sobre el juvenil miembro con el que había entrado en contactohabían producido los efectos que suelen observarse en circunstancias semejantesen cualquier organismo sano y vigoroso, como el del caso que nos ocupa.Arrobado por la suave presión de la mano, los dulces y deliciosos apretones, yla inexperiencia con que la jovencita tiraba hacia atrás los pliegues quecubrían la exuberante fruta, para descubrir su roja cabeza encendida por eldeseo, y con su diminuto orificio en espera de la oportunidad de expeler suviscosa ofrenda, el joven estaba enloquecido de lujuria, y Cielo Riveros erapresa de nuevas y raras sensaciones que la arrastraban hacia un torbellino deapasionada excitación que la hacía anhelar un desahogo todavía desconocido. Consus hermosos ojos entornados, entreabiertos sus húmedos labios, la pielcaliente y enardecida a causa de los desconocidos impulsos que se habíanapoderado de su persona, era víctima propicia para quienquiera que tuvieseaquel momento la oportunidad. y quisiera lograr sus favores y arrancarle sudelicada rosa juvenil. No obstante, su juventud. Carlos no era tan ciego comopara dejar escapar tan brillante oportunidad. Además, su pasión, ahora a sumáximo, lo incitaba a seguir adelante, desoyendo los consejos de prudencia quede otra manera hubiera escuchado. Encontró palpitante y bien húmedo el centroque se agitaba bajo sus dedos; contempló a la hermosa muchacha tendida en unainvitación al deporte del amor, observó sus hondos suspiros, que hacían subir ybajar sus senos, y las fuertes emociones sensuales que daban vida a lasradiantes formas de su joven compañera. Las suaves y turgentes piernas de lamuchacha estaban expuestas a las apasionadas miradas del joven. A medida queiba alzando cuidadosamente sus ropas íntimas, Carlos descubría los secretosencantos de su adorable compañera, hasta que sus ojos en llamas se posaron enlos rollizos miembros rematados en las blancas caderas y el vientre palpitante.Su ardiente mirada se posó entonces en el centro mismo de atracción, en larosada hendidura escondida al pie de un turgente monte de Venus, apenassombreado por el más suave de los vellos. El cosquilleo que le habíaadministrado, y las caricias dispensadas al objeto codiciado, habían provocadoel flujo de humedad que suele suceder a la excitación, y Cielo Riveros ofrecíauna rendija que antojase un durazno, bien rociado por el mejor y más dulcelubricante que pueda ofrecer la naturaleza. Carlos captó su oportunidad, yapartando suavemente la mano con que ella le hacía el miembro, se lanzófuriosamente, sobre la reclinada figura de ella. Apresó con su brazo izquierdosu breve cintura; abrazó las mejillas de la muchacha con su cálido aliento, ysus labios apretaron los de ella en un largo, apasionado y apremiante beso.Tras de liberar a su mano izquierda, trató de juntar los cuerpos lo más posibleen aquellas partes que desempeñan el papel activo en el placer sensual,esforzándose ansiosamente por completar la unión. Cielo Riveros sintió porprimera vez en su vida el contacto mágico del órgano masculino con los labiosde su rosado orificio. Tan pronto como percibió el ardiente contacto con ladura cabeza del miembro de Carlos se estremeció perceptiblemente, yanticipándose a los placeres de los actos venéreos, dejó escapar una abundantemuestra de su susceptible naturaleza. Memorias De Una Pulga Carlos estabaembelesado, y se esforzaba en buscar la máxima perfección en la consumación delacto. Pero la naturaleza, que tanto había influido en el desarrollo de laspasiones sexuales de Cielo Riveros, había dispuesto, que algo tenía que realizarseantes de que fuera cortado tan fácilmente un capullo tan tempranero. Ella eramuy joven, inmadura —incluso en el sentido de estas visitas mensuales queseñalan el comienzo de la pubertad— y sus partes, aun cuando estaban llenas deperfecciones y de frescura, estaban poco preparadas para la admisión de losmiembros masculinos, aun los tan moderados como el que, con su redonda cabezaintrusa, se luchaba en aquel momento por buscar alojamiento en ellas. En vanose esforzaba Carlos presionando con su excitado miembro hacia el interior delas delicadas partes de la adorable muchachita. Los rosados pliegues delestrecho orificio resistían todas las tentativas de penetración en la místicagruta. En vano también la linda Cielo Riveros, en aquellos momentos inflamadapor una excitación que rayaba en la furia, y semienloquecida por efecto delcosquilleo que ya había resentido, secundaba por todos los medios los audacesesfuerzos de su joven amante. La membrana era fuerte y resistía bravamente. Alfin, en un esfuerzo desesperado por alcanzar el objetivo propuesto, el joven sehizo atrás por un momento, para lanzarse luego con todas sus fuerzas haciaadelante, con lo que consiguió abrirse paso taladrando en la obstrucción, yadelantar la cabeza y parte de su endurecido miembro en el sexo de la muchachaque yacía bajo él. Cielo Riveros dejó escapar un pequeño grito al sentirforzada la puerta que conducía a sus secretos encantos, pero lo delicioso delcontacto le dio fuerzas para resistir el dolor con la esperanza del alivio queparecía estar a punto de llegar. Se ha dicho que ce n’est que le premier coupqui coute, pero cabe alegar que también es perfectamente posible quequelquejois il cauto trops, como puede inferir el lector conmigo en el casopresente. Sin embargo. y por muy extraño que pueda parecer, ninguno de nuestrosamantes tenía la menor idea al respecto, pues entregados por entero a lasdeliciosas sensaciones que se habían apoderado de ellos, unian sus esfuerzospara llevar a cabo ardientes movimientos que ambos sentían que iban a llevarlosa un éxtasis. Todo el cuerpo de Cielo Riveros se estremecía de deliranteimpaciencia, y de sus labios rojos se escapaban cortas exclamaciones delatorasdel supremo deleite; estaba entregada en cuerpo y alma a las delicias delcoito. Sus contracciones musculares en el arma que en aquellos momentos latenía ya ensartada, el firme abrazo con que sujetaba el contorsionado cuerpodel muchacho, la delicada estrechez de la húmeda funda, ajustada como unguante, todo ello excitaba los sentidos de Carlos hasta la locura. Hundió suinstrumento hasta la raíz en el cuerpo de ella, hasta que los dos globos queabastecían de masculinidad al campeón alcanzaron contacto con los firmescachetes de las nalgas de ella. No pudo avanzar más, y se entregó de lleno arecoger la cosecha de sus esfuerzos. Pero Cielo Riveros, insaciable en supasión, tan pronto como vio realizada la completa unión Que deseaba,entregándose al ansia de placer que el rígido y caliente miembro leproporcionaba, estaba demasiado excitada para interesarse o preocuparse por loque pudiera ocurrir después. Poseída por locos espasmos de lujuria, seapretujaba contra el objeto de su placer y, acogiéndose a los brazos de suamado, con apagados quejidos de intensa emoción extática y grititos de sorpresay deleite, dejo escapar una copiosa emisión que, en busca de salida, inundó lostestículos de Carlos. Tan pronto como el joven pudo comprobar el placer que leprocuraba a la hermosa Cielo Riveros, y advirtió el flujo que tan profusamentehabía derramado sobre él, fue presa también de un acceso de furia lujuriosa. Unrabioso torrente de deseo pareció inundarle las venas. Su instrumento seencontraba totalmente hundido en las entrañas de ella. Echándose hacia atrás,extrajo el ardiente miembro casi hasta la cabeza y volvió a hundirlo. Sintió uncosquilleo crispante, enloquecedor. Apretó el abrazo que le mantenía unido a sujoven amante, y en el mismo instante en que otro grito de arrebatado placer seescapaba del palpitante pecho de ella, sintió su propio jadeo sobre el seno de CieloRiveros, mientras derramaba en el interior de su agradecida matriz un verdaderotorrente de vigor juvenil. Un apagado gemido de lujuria satisfecha escapó delos labios entreabiertos de Cielo Riveros, al sentir en su interior el derramede fluido seminal. Al propio tiempo el lascivo frenesí de la emisión le arrancóa Carlos un grito penetrante y apasionado mientras quedaba tendido con los ojosen blanco, como el acto final del drama sensual. El grito fue la señal para unainterrupción tan repentina como inesperada. Entre las ramas de los arbustospróximos se coló la siniestra figura de un hombre que se situó de pie delantede los jóvenes amantes. El horror heló la sangre de ambos. Carlos,escabulléndose del que había sido su lúbrico y cálido refugio, y con unesfuerzo por mantenerse en pie, retrocedió ante la aparición, como quien huyede una espantosa serpiente. Por su parte la gentil Cielo Riveros, tan prontocomo advirtió la presencia del intruso se cubrió el rostro con las manos,encogiéndose en el banco que había sido mudo testigo de su goce, e incapaz deemitir sonido alguno a causa del temor, se dispuso a esperar la tormenta quesin duda iba a desatarse, para enfrentarse, a ella con toda la presencia deánimo de que era capaz. No se prolongó mucho su incertidumbre. Avanzandorápidamente hacia la pareja culpable, el recién llegado tomó al jovencito porel brazo, mientras con una dura mirada autoritaria le ordenaba que pusieraorden en su vestimenta.—¡Muchacho imprudente! —murmuró entre dientes—. ¿Quéhiciste? ¿Hasta qué extremos te ha arrastrado tu pasión loca y salvaje? ¿Cómopodrás enfrentarte a la ira de tu ofendido padre? ¿Cómo apaciguarás su justoresentimiento cuando yo, en el ejercicio de mi deber moral, le haga saber eldaño causado por la mano de su único hijo? Cuando terminó de hablar,manteniendo a Carlos todavía sujeto por la muñeca, la luz de la luna descubrióla figura de un hombre de aproximadamente cuarenta y cinco años, bajo, gordo ymás bien corpulento. Su rostro, francamente hermoso, resultaba todavía másatractivo por efecto de un par de ojos brillantes que, negros como el azabache,lanzaban en torno a él adustas miradas de apasionado resentimiento. Vestíahábitos clericales, cuyo sombrío aspecto y limpieza hacían resaltar todavía mássus notables proporciones musculares y su sorprendente fisonomía, Carlos estabaconfundido por completo, y se sintió egoísta e infinitamente aliviado cuando elfiero intruso se volvió hacia su joven compañera de goces libidinosos. —Encuanto a ti, infeliz muchacha, sólo puedo expresarte mi máximo horror y míjusta indignación. Olvidándote de los preceptos de nuestra santa madre iglesia,sin importarte el honor, has permitido a este perverso y presuntuoso muchachoque pruebe la fruta prohibida. ¿Qué te queda ahora? Escarnecida por tus amigosy arrojada del hogar de tu tío, tendrás que asociarte con las bestias delcampo, y. como Nabucodonosor, serás eludida por los tuyos para evitar lacontaminación, y tendrás que implorar por los caminos del Señor un miserablesustento. ¡Ah, hija del pecado, criatura entregada a la lujuria y a Satán! Yote digo que... El extraño había ido tan lejos en su amonestación a lainfortunada muchacha, que Cielo Riveros, abandonando su actitud encogida ylevantándose, unió lágrimas y súplicas en demanda de perdón para ella y para sujoven amante, —No digas más —siguió, al cabo. el fiero sacerdote—. No digasmás. Las confesiones no son válidas, y las humillaciones sólo añaden lodo a tuofensa. Mi mente no acierta a concretar cuál sea mi obligación en este sucioasunto, pero si obedeciera los dictados de mis actuales inclinaciones meencaminaría directamente hacia tus custodios naturales para hacerlas saber deinmediato las infamias que por azar he descubierto. —;Por piedad! ¡Compadeceosde mí! —suplicó Cielo Riveros, cuyas lágrimas se deslizaban por unas mejillasque hacía poco habían resplandecido de placer. —¡Perdonadnos. padre!¡Perdonadnos a los dos! Haremos cuanto esté en nuestras manos como penitencia.Se dirán seis misas y muchos padrenuestros sufragados por nosotros, Seemprenderá sin duda la peregrinación al sepulcro de San Engulfo, del que mehablabais el otro día. Estoy dispuesto a cualquier sacrificio si perdonáis a miquerida Cielo Riveros. El sacerdote impuso silencio con un ademán. Después tomóla palabra, a veces en un tono piadoso que contrastaba con sus manerasresueltas y su natural duro. —¡Basta! —dijo—. Necesito tiempo. Necesito invocarla ayuda de la Virgen bendita, que no conoce e] pecado, pero que, sinexperimentar el placer carnal de la copulación de los mortales, trajo al mundoal niño Jesús en el establo de Belén. Pasa a yerme mañana a la sacristía, CieloRiveros. Allí, en el recinto adecuado, te revelaré cuál es la voluntad divinacon respecto a tu pecado. En cuanto a ti, joven impetuoso, me reservo todojuicio y toda acción hasta el día siguiente, en el que te espero a la mismahora. Miles de gracias surgieron de las gargantas de ambos penitentes cuando elpadre les advirtió que debían marcharse ya. La noche hacía mucho que habíacaído, y se levantaba el relente. —Entretanto, buenas noches, y que la paz seacon vosotros. Vuestro secreto está a salvo conmigo hasta que nos volvamos a ver—dijo el padre antes de desaparecer. 

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