Lo percibí más que contento, cuando me invitó a acompañarlo a la cancha.
Típica salida de domingo suya y sus amigotes, los macho alfa futboleros…
Le pregunté si debía llevar algunos colores en especial. Cualquiera que no fuera azul ni oro, se apuró a contestarme.
Pasó a buscarme temprano, con la misma excitación de costumbre.
Me imaginé que almorzaríamos algo en el estadio, después de ver esas películas americanas, donde están todos cómodamente sentados en sillas plásticas individuales, disfrutando de una buena comida y bebida.
Pero no; me aclaró. Eso eran las plateas y nosotros iríamos a la “popular”.
O sea, estaríamos de pie durante todo el partido, sobre un piso de cemento.
Hacía calor y el sol de la tarde castigaba bastante fuerte. Pero no me quejé.
La muchedumbre estaba muy comprimida ahí en la “popular”, empujándose todos contra todos, saltando y gritando. El ambiente me resultó muy festivo.
Apenas empezó el partido, mi mano se soltó de la de mi amigo y nos perdimos en medio de la marea humana. Alcancé a ver su cabeza a unos metros de distancia, sin poder hacer nada para reunirme con él.
Pronto, unas manos solícitas me sostuvieron, para evitar que cayera al vacío.
Giré la cabeza para agradecer, pero mi cintura ya había cambiado de manos.
Ahora había un tipo enorme detrás de mí. La camisa abierta, el torso cubierto de sudor, la expresión de su cara desorbitada mientras insultaba al árbitro.
Se dignó mirarme y hasta me pareció que me dedicaba una sonrisa.
“Hola bebota… ¿te quedaste solita?. Tranquila, papi te va a cuidar…”
Apenas dijo eso, su pesada zarpa dio cuenta de mi breve falda, levantándola.
Recordé un viejo precepto de mi padre: las minas van con pantalones a la cancha. Tenía razón, hasta parecía más cómodo que una minifalda.
Pero ese gorila desencajado no me dio tiempo a pensar. Otro zarpazo hizo desaparecer mi diminuta tanga de algodón, que era una molestia por el calor.
Después me hizo girar para que mirara hacia la cancha y él se puso a mis espaldas. Volví a distinguir a mi amigo a lo lejos, justo cuando algo bastante grueso invadía mis muslos desde atrás. Un dolor punzante tratando de forzar mi estrecha entrada trasera, me hizo prometer a mí misma tres cosas:
No debía venir a una cancha de fútbol vistiendo pollera.
No debía venir a una cancha de fútbol cuando me invitara mi amigo.
No debía venir a una cancha de fútbol…
Típica salida de domingo suya y sus amigotes, los macho alfa futboleros…
Le pregunté si debía llevar algunos colores en especial. Cualquiera que no fuera azul ni oro, se apuró a contestarme.
Pasó a buscarme temprano, con la misma excitación de costumbre.
Me imaginé que almorzaríamos algo en el estadio, después de ver esas películas americanas, donde están todos cómodamente sentados en sillas plásticas individuales, disfrutando de una buena comida y bebida.
Pero no; me aclaró. Eso eran las plateas y nosotros iríamos a la “popular”.
O sea, estaríamos de pie durante todo el partido, sobre un piso de cemento.
Hacía calor y el sol de la tarde castigaba bastante fuerte. Pero no me quejé.
La muchedumbre estaba muy comprimida ahí en la “popular”, empujándose todos contra todos, saltando y gritando. El ambiente me resultó muy festivo.
Apenas empezó el partido, mi mano se soltó de la de mi amigo y nos perdimos en medio de la marea humana. Alcancé a ver su cabeza a unos metros de distancia, sin poder hacer nada para reunirme con él.
Pronto, unas manos solícitas me sostuvieron, para evitar que cayera al vacío.
Giré la cabeza para agradecer, pero mi cintura ya había cambiado de manos.
Ahora había un tipo enorme detrás de mí. La camisa abierta, el torso cubierto de sudor, la expresión de su cara desorbitada mientras insultaba al árbitro.
Se dignó mirarme y hasta me pareció que me dedicaba una sonrisa.
“Hola bebota… ¿te quedaste solita?. Tranquila, papi te va a cuidar…”
Apenas dijo eso, su pesada zarpa dio cuenta de mi breve falda, levantándola.
Recordé un viejo precepto de mi padre: las minas van con pantalones a la cancha. Tenía razón, hasta parecía más cómodo que una minifalda.
Pero ese gorila desencajado no me dio tiempo a pensar. Otro zarpazo hizo desaparecer mi diminuta tanga de algodón, que era una molestia por el calor.
Después me hizo girar para que mirara hacia la cancha y él se puso a mis espaldas. Volví a distinguir a mi amigo a lo lejos, justo cuando algo bastante grueso invadía mis muslos desde atrás. Un dolor punzante tratando de forzar mi estrecha entrada trasera, me hizo prometer a mí misma tres cosas:
No debía venir a una cancha de fútbol vistiendo pollera.
No debía venir a una cancha de fútbol cuando me invitara mi amigo.
No debía venir a una cancha de fútbol…
0 comentarios - Lo percibí más que contento