Me costó adaptarme a mi nueva vida en España. Allí de nuevo volví a ser Carlos. Después de dos años y medio recién me animé a salir del closet, incentivado por un grupo de amigos universitarios, algunos de los cuales estaban en la misma que yo, hombres que se sentían mujeres, mujeres que se sentían hombres. Gracias a ellos, que me animaron a ser quién yo sentía quién era, Carla volvió a la vida.
Alentado por mis nuevas amistades, les confesé a mis padres mis preferencias, y aunque no las aceptaron, tuvieron que aprender a convivir con ellas.
Con el tiempo empecé a trabajar, y con lo que llegué a ahorrar, inicié mi terapia hormonal. Me hice fotodepilación, y finalmente implantes mamarios. Todo esto con mi propio dinero. Curiosamente, al ir creciendo, mi voz en vez de engrosarse se fue afinando, hasta adquirir un agradable tono femenino.
Y si se lo están preguntando, les digo que no, no me operé los genitales, nunca se me pasó por la cabeza hacerlo, ya que nunca renegué de ellos. Me gusta ser una chica con pene, y si en una relación tengo que usarlo, pues lo uso.
Todo esto que cuento no fue de un día para el otro, sino que se fue dando de manera gradual, con el respaldo no solo de mis amigos, sino también de una psicóloga especializada.
Siendo ya una mujer trans, conocí a Aldo, mi primera pareja formal, con quién nos fuimos a vivir juntos, y al poco tiempo de convivencia, nos casamos.
Era el año 1995, yo ya había cumplido los 24, y para la luna de miel decidimos viajar a Buenos Aires.
Lo primero que hice al llegar, como han de imaginarse, fue ir a aquel edificio de la calle Helguera. Pero claro, no podía ir con mi flamante marido, quién no había conocido a Carlos, ni siquiera en fotos, y desconocía por completo esa etapa de mi vida.
Una mañana me levanté, le dije que iba a hacer unas compras, y me fui al barrio de Floresta, a aquel edificio en dónde había sido tan feliz.
Me quedé un rato parada en la vereda de enfrente, esperando, ya que no había nadie en la puerta. Tras un rato veo que llega un taxi, y el Portero sale ayudando a una señora con unos paquetes.
Era él, Oscar, con su uniforme marrón, mucho más mayor de lo que hubiese esperado. No parecía que solo hubiesen pasado cinco años.
Cuando se va el taxi con la señora, me acerco, siempre taconeando, y le pregunto:
-Disculpe señor, ¿sabe dónde queda la calle Tres Arroyos?-
-Sí, acá a la vuelta, solo a un par de cuadras- me responde, sin percatarse de a quién tiene enfrente.
-¿Que pasa, ya te olvidaste de mí? ¿Ya no me reconocés?- le reprocho.
Estaba muy cambiada, era cierto, ya no era el putito que se vestía con ropa de mujer, las hormonas y las operaciones me habían convertido en toda una mujer. Por eso se quedó mirándome, sin reconocerme.
-Soy Carla...- le digo finalmente.
-¡Carla! ¡Volviste! ¡Estás... preciosa!- exclama, mirándome de arriba abajo.
Me imagino como habrá sido su sorpresa al verme después de tanto tiempo, con el pelo largo, rubia, y un par de pechos que se asomaban bronceados a través de un amplio escote.
No saludamos con un afectuoso beso en la mejilla, charlamos un poco de lo que pasamos durante todo este tiempo, y entonces le hago la pregunta que quise hacerle desde que me fui.
-Y decime Oscar, ¿el depósito seguirá estando disponible?-
Me mira y se sonríe.
-Para vos, siempre-
Entra al edificio, se asegura que no haya moros en la costa, y me hace un gesto para que lo siga. Lo hago, con el corazón latiéndome a mil por hora.
Recorrer esa escalera, ese pasillo, fue como volver a mi adolescencia, a esa época de dudas y temores, cuándo todo te parece tan catastrófico.
Era la primera vez que le sería infiel a mi marido, aunque a decir verdad siempre había considerado que los cuernos se los ponía al portero con él.
Íntimamente él siempre fue mi amor, mi hombre, y aunque estuviésemos alejados por un océano de distancia, no había dejado de sentir ese cosquilleo cada vez que lo recordaba.
Entramos a aquel, mi Santuario de la adolescencia, y como son las cosas, yo había cambiado, él había cambiado, el país, el Mundo habían cambiado, pero el depósito seguía igual que siempre, tal como lo recordaba. Solo que las pilas de diarios eran de fechas más recientes.
Nos abrazamos y nos besamos, zanjando de una vez la distancia que nos había separado durante tanto tiempo. Sus manos se fueron directo a mis pechos, algo nuevo para él, a los que apretó y amasó con ternura.
-¿Te gustan?- le pregunto.
-¡Son hermosos!- me responde, sin poder dejar de tocarlos.
Cuándo me operé, y me ví por primera vez en el espejo, ya sin vendaje ni moretones, lo primero que pensé fue como se sentirían las caricias del portero. Y ahí estaba, tuve que esperar bastante tiempo, pero por fin lo tenía frente a mí.
Me bajo el vestido, me desprendo el corpiño, y le ofrezco mis pechos, llenos, rebosantes. Me muerde los pezones con la misma ternura y suavidad con que antes me mordisqueaba las tetillas.
Mientras él se empalaga con mis pechos, le acaricio la entrepierna, reconociendo esa dureza, esa forma, que me había hecho tan feliz, que tantas satisfacciones me había dado.
Le desabrocho el pantalón, se la saco y se la masajeo. Se endurece entre mis dedos.
-Creo que no se me paraba así desde la última vez que estuvimos juntos- me dice, con una sonrisa radiante de felicidad.
Me pongo de cuclillas y se la chupo, comiéndomela entera, tratando de guardarme para siempre su sabor. Entre suspiros me acaricia el pelo, las orejas, me pellizca los pezones. Siempre me disfrutó, aún siendo Carlos, pero ahora lo hacía siendo ya toda una mujer.
Me quito toda la ropa, quedando desnuda ante sus voraces ojos, y entonces me chupa él a mí. Primero me come bien la pija, para luego pasarme la lengua por toda la raya del culo, y con la puntita hurgarme la puerta del ano.
¡Dios! Lo que hubiese dado por sentir a diario esa sensación, y no tener que esperar cinco años. Se levanta, nos besamos y dándome la vuelta, me ofrendo a su virilidad, toda yo, sin guardarme nada. Me acaricia la cola, me recorre la zanja, me lubrica con su saliva, y entonces, me penetra.
No tengo vagina, no puedo sentir lo que siente una mujer cuando tiene sexo de la manera convencional, pero, ¡Que glorioso que te metan la pija por el culo! Sentir como me atraviesa, como me bombea, como me la saca y me golpea con ella los cachetes de la cola, como si fuera un garrote.
He estado con hombres mucho mejor dotados que el portero, incluso Aldo, mi marido, tenía un pijazo del cuál podía vanagloriarse. Creo haber disfrutado de todos los tamaños, algunas de ellas que te hacían preguntarte si el portador de tal inmensidad no tendría algún parentesco con los caballos, pero la del portero siempre fue para mí la más hermosa, la que más satisfacciones supo darme.
Volver a sentirla, fue volver a ese primer amor, a esas primeras ilusiones, al resguardo del hombre que supo cobijarme en mi momento más vulnerable.
Sujetándome de los pechos, con fuerza, como si no quisiera despegar más las manos, me regocija con cada embestida, haciéndome temblar, no solo de placer, sino también de emoción.
No cogemos, no tenemos sexo, estamos haciendo el amor, como siempre lo hicimos, desde la primera vez que estuvimos juntos, cuando todavía era Carlos.
Me acaba adentro, llenándome el culo de la leche que más me gusta, la suya.
Antes de volver a España, nos vimos una vez más. Esa vez me llevó a un hotel. No sé que excusa le dió a su esposa, pero pasamos la noche juntos. A mí marido le dije que unas amigas querían hacerme una despedida, por lo que no se opuso.
Hacer el amor, dormir a su lado, despertarme y ver que estaba allí conmigo, era lo que siempre había querido. Habíamos estado cogiendo hasta tarde, tanto que ya tenía el culito irritado, pero al despertarnos, muy temprano, no pudimos evitar echarnos un mañanero.
Volví a España, pero ya no fue lo mismo. En aquel regreso me di cuenta que amaba a Oscar, que quería estar con él, ser su mujer, tener una vida juntos.
Me separé de Aldo y volví a Buenos Aires. Me presenté de nuevo en aquel edificio y cuando él salió a barrer la vereda, como todas las mañanas, fui y le dije todo lo que sentía. Que lo amaba, que no podía vivir sin él, que si me aceptaba tal como era, estaba dispuesta a ser su mujer.
Lo que me respondió, y como siguió mi vida de ahí en más, se los cuento en el siguiente relato.
Alentado por mis nuevas amistades, les confesé a mis padres mis preferencias, y aunque no las aceptaron, tuvieron que aprender a convivir con ellas.
Con el tiempo empecé a trabajar, y con lo que llegué a ahorrar, inicié mi terapia hormonal. Me hice fotodepilación, y finalmente implantes mamarios. Todo esto con mi propio dinero. Curiosamente, al ir creciendo, mi voz en vez de engrosarse se fue afinando, hasta adquirir un agradable tono femenino.
Y si se lo están preguntando, les digo que no, no me operé los genitales, nunca se me pasó por la cabeza hacerlo, ya que nunca renegué de ellos. Me gusta ser una chica con pene, y si en una relación tengo que usarlo, pues lo uso.
Todo esto que cuento no fue de un día para el otro, sino que se fue dando de manera gradual, con el respaldo no solo de mis amigos, sino también de una psicóloga especializada.
Siendo ya una mujer trans, conocí a Aldo, mi primera pareja formal, con quién nos fuimos a vivir juntos, y al poco tiempo de convivencia, nos casamos.
Era el año 1995, yo ya había cumplido los 24, y para la luna de miel decidimos viajar a Buenos Aires.
Lo primero que hice al llegar, como han de imaginarse, fue ir a aquel edificio de la calle Helguera. Pero claro, no podía ir con mi flamante marido, quién no había conocido a Carlos, ni siquiera en fotos, y desconocía por completo esa etapa de mi vida.
Una mañana me levanté, le dije que iba a hacer unas compras, y me fui al barrio de Floresta, a aquel edificio en dónde había sido tan feliz.
Me quedé un rato parada en la vereda de enfrente, esperando, ya que no había nadie en la puerta. Tras un rato veo que llega un taxi, y el Portero sale ayudando a una señora con unos paquetes.
Era él, Oscar, con su uniforme marrón, mucho más mayor de lo que hubiese esperado. No parecía que solo hubiesen pasado cinco años.
Cuando se va el taxi con la señora, me acerco, siempre taconeando, y le pregunto:
-Disculpe señor, ¿sabe dónde queda la calle Tres Arroyos?-
-Sí, acá a la vuelta, solo a un par de cuadras- me responde, sin percatarse de a quién tiene enfrente.
-¿Que pasa, ya te olvidaste de mí? ¿Ya no me reconocés?- le reprocho.
Estaba muy cambiada, era cierto, ya no era el putito que se vestía con ropa de mujer, las hormonas y las operaciones me habían convertido en toda una mujer. Por eso se quedó mirándome, sin reconocerme.
-Soy Carla...- le digo finalmente.
-¡Carla! ¡Volviste! ¡Estás... preciosa!- exclama, mirándome de arriba abajo.
Me imagino como habrá sido su sorpresa al verme después de tanto tiempo, con el pelo largo, rubia, y un par de pechos que se asomaban bronceados a través de un amplio escote.
No saludamos con un afectuoso beso en la mejilla, charlamos un poco de lo que pasamos durante todo este tiempo, y entonces le hago la pregunta que quise hacerle desde que me fui.
-Y decime Oscar, ¿el depósito seguirá estando disponible?-
Me mira y se sonríe.
-Para vos, siempre-
Entra al edificio, se asegura que no haya moros en la costa, y me hace un gesto para que lo siga. Lo hago, con el corazón latiéndome a mil por hora.
Recorrer esa escalera, ese pasillo, fue como volver a mi adolescencia, a esa época de dudas y temores, cuándo todo te parece tan catastrófico.
Era la primera vez que le sería infiel a mi marido, aunque a decir verdad siempre había considerado que los cuernos se los ponía al portero con él.
Íntimamente él siempre fue mi amor, mi hombre, y aunque estuviésemos alejados por un océano de distancia, no había dejado de sentir ese cosquilleo cada vez que lo recordaba.
Entramos a aquel, mi Santuario de la adolescencia, y como son las cosas, yo había cambiado, él había cambiado, el país, el Mundo habían cambiado, pero el depósito seguía igual que siempre, tal como lo recordaba. Solo que las pilas de diarios eran de fechas más recientes.
Nos abrazamos y nos besamos, zanjando de una vez la distancia que nos había separado durante tanto tiempo. Sus manos se fueron directo a mis pechos, algo nuevo para él, a los que apretó y amasó con ternura.
-¿Te gustan?- le pregunto.
-¡Son hermosos!- me responde, sin poder dejar de tocarlos.
Cuándo me operé, y me ví por primera vez en el espejo, ya sin vendaje ni moretones, lo primero que pensé fue como se sentirían las caricias del portero. Y ahí estaba, tuve que esperar bastante tiempo, pero por fin lo tenía frente a mí.
Me bajo el vestido, me desprendo el corpiño, y le ofrezco mis pechos, llenos, rebosantes. Me muerde los pezones con la misma ternura y suavidad con que antes me mordisqueaba las tetillas.
Mientras él se empalaga con mis pechos, le acaricio la entrepierna, reconociendo esa dureza, esa forma, que me había hecho tan feliz, que tantas satisfacciones me había dado.
Le desabrocho el pantalón, se la saco y se la masajeo. Se endurece entre mis dedos.
-Creo que no se me paraba así desde la última vez que estuvimos juntos- me dice, con una sonrisa radiante de felicidad.
Me pongo de cuclillas y se la chupo, comiéndomela entera, tratando de guardarme para siempre su sabor. Entre suspiros me acaricia el pelo, las orejas, me pellizca los pezones. Siempre me disfrutó, aún siendo Carlos, pero ahora lo hacía siendo ya toda una mujer.
Me quito toda la ropa, quedando desnuda ante sus voraces ojos, y entonces me chupa él a mí. Primero me come bien la pija, para luego pasarme la lengua por toda la raya del culo, y con la puntita hurgarme la puerta del ano.
¡Dios! Lo que hubiese dado por sentir a diario esa sensación, y no tener que esperar cinco años. Se levanta, nos besamos y dándome la vuelta, me ofrendo a su virilidad, toda yo, sin guardarme nada. Me acaricia la cola, me recorre la zanja, me lubrica con su saliva, y entonces, me penetra.
No tengo vagina, no puedo sentir lo que siente una mujer cuando tiene sexo de la manera convencional, pero, ¡Que glorioso que te metan la pija por el culo! Sentir como me atraviesa, como me bombea, como me la saca y me golpea con ella los cachetes de la cola, como si fuera un garrote.
He estado con hombres mucho mejor dotados que el portero, incluso Aldo, mi marido, tenía un pijazo del cuál podía vanagloriarse. Creo haber disfrutado de todos los tamaños, algunas de ellas que te hacían preguntarte si el portador de tal inmensidad no tendría algún parentesco con los caballos, pero la del portero siempre fue para mí la más hermosa, la que más satisfacciones supo darme.
Volver a sentirla, fue volver a ese primer amor, a esas primeras ilusiones, al resguardo del hombre que supo cobijarme en mi momento más vulnerable.
Sujetándome de los pechos, con fuerza, como si no quisiera despegar más las manos, me regocija con cada embestida, haciéndome temblar, no solo de placer, sino también de emoción.
No cogemos, no tenemos sexo, estamos haciendo el amor, como siempre lo hicimos, desde la primera vez que estuvimos juntos, cuando todavía era Carlos.
Me acaba adentro, llenándome el culo de la leche que más me gusta, la suya.
Antes de volver a España, nos vimos una vez más. Esa vez me llevó a un hotel. No sé que excusa le dió a su esposa, pero pasamos la noche juntos. A mí marido le dije que unas amigas querían hacerme una despedida, por lo que no se opuso.
Hacer el amor, dormir a su lado, despertarme y ver que estaba allí conmigo, era lo que siempre había querido. Habíamos estado cogiendo hasta tarde, tanto que ya tenía el culito irritado, pero al despertarnos, muy temprano, no pudimos evitar echarnos un mañanero.
Volví a España, pero ya no fue lo mismo. En aquel regreso me di cuenta que amaba a Oscar, que quería estar con él, ser su mujer, tener una vida juntos.
Me separé de Aldo y volví a Buenos Aires. Me presenté de nuevo en aquel edificio y cuando él salió a barrer la vereda, como todas las mañanas, fui y le dije todo lo que sentía. Que lo amaba, que no podía vivir sin él, que si me aceptaba tal como era, estaba dispuesta a ser su mujer.
Lo que me respondió, y como siguió mi vida de ahí en más, se los cuento en el siguiente relato.
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