Por enésima vez, hay una nueva Jefa en la oficina.
Ninguna aguanta demasiado tiempo en ese puesto; debe ser la presión, la poca constancia, el sueldo o porque son unas inútiles.
Voy taconeando hacia su despacho. La nueva me ha mandado llamar.
Golpeo a su puerta y su voz firme dice que pase.
La veo allí, con el trasero apoyado sobre su escritorio, mirándome.
Es una rubia interesante, algo joven para ser una Jefa.
Ella me dice algo, pero yo ni siquiera registro el sonido e su voz.
Mi mirada obnubilada, ha quedado perdida en esas dos magníficas redondeces que parecen querer explotar los botones de su chaqueta.
Me acerco, mientras ella continúa diciéndome algo que no escucho.
Mis manos se posan sobre su cuerpo, desgarrando su blusa.
Esos pechos saltan sobre mi cara; los pezones directo a mi boca.
Una de mis manos se infiltra bajo su breve falta, para encontrar que esa perra ya se ha humedecido dentro su pequeña tanga.
Me parece oír que ella se queja, pero sigo sin escucharla.
La perra se debate y logra zafar de mis inquietas garras y mis labios.
Lucha para abrir la puerta y consigue salir al pasillo, al grito de:
“Socorro, me quieren violar!!!”
Algunas de mis jóvenes compañeras oficinistas se asoman.
Veo cierto gesto de reprobación en sus miradas.
Entonces, recuerdo cuál es la primera causa por la cual las nuevas Jefas no aguantan demasiado tiempo en su flamante cargo.
Ninguna aguanta demasiado tiempo en ese puesto; debe ser la presión, la poca constancia, el sueldo o porque son unas inútiles.
Voy taconeando hacia su despacho. La nueva me ha mandado llamar.
Golpeo a su puerta y su voz firme dice que pase.
La veo allí, con el trasero apoyado sobre su escritorio, mirándome.
Es una rubia interesante, algo joven para ser una Jefa.
Ella me dice algo, pero yo ni siquiera registro el sonido e su voz.
Mi mirada obnubilada, ha quedado perdida en esas dos magníficas redondeces que parecen querer explotar los botones de su chaqueta.
Me acerco, mientras ella continúa diciéndome algo que no escucho.
Mis manos se posan sobre su cuerpo, desgarrando su blusa.
Esos pechos saltan sobre mi cara; los pezones directo a mi boca.
Una de mis manos se infiltra bajo su breve falta, para encontrar que esa perra ya se ha humedecido dentro su pequeña tanga.
Me parece oír que ella se queja, pero sigo sin escucharla.
La perra se debate y logra zafar de mis inquietas garras y mis labios.
Lucha para abrir la puerta y consigue salir al pasillo, al grito de:
“Socorro, me quieren violar!!!”
Algunas de mis jóvenes compañeras oficinistas se asoman.
Veo cierto gesto de reprobación en sus miradas.
Entonces, recuerdo cuál es la primera causa por la cual las nuevas Jefas no aguantan demasiado tiempo en su flamante cargo.
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