Durante el resto de mi colegio secundario, me seguí viendo con el portero de la calle Helguera, como si fuéramos amantes. Por si no leyeron los relatos anteriores, les recuerdo, era el año 1988, cursaba el cuarto de secundaria en el Instituto Santa Rita de Floresta, y habiendo descubierto mi verdadera sexualidad, me dediqué a coger lo más que me fuese posible.
Algunos días... muchos..., me hacía la rata y nos recluíamos en el depósito, echándonos polvo tras polvo.
Siempre llevaba conmigo un bolso y para estar con él me vestía como Carla. Para entonces ya había comprado mi propia ropa, que guardaba bien escondida en mi habitación.
En aquella época mis padres cumplieron veinte años de casados y para celebrarlo, decidieron hacer un viaje. Una semana a las termas de Río Hondo. Así que me quedé solo por esos días. A la noche no podía verme con el portero, ya que estaba con su esposa, la que, ya me había advertido, era muy celosa.
La muy boluda lo celaba cada vez que salía sin sospechar que en el mismo edificio se estaba cepillando a un putito... o putita, como me gustaba que me dijera su marido.
Una noche estaba aburrido, mirando la tele, con ganas, como casi siempre, y entonces se me ocurrió. Salir, salir a la calle como Carla. Solo una vuelta a la manzana, para probar.
Me vestí, me maquillé, y me alisté como lo haría cualquier chica para una cita. Todavía no me había decidido, pero al verme frente al espejo, no tuve dudas. Lo único que no me había comprado era una cartera, así que agarré una de mi mamá, que combinara con mi vestido, y salí.
Obviamente que me sentí inseguro, aterrado, al dar esos primeros pasos en la vereda. Era la primera vez que salía al mundo como mujer, por lo que la ansiedad y los nervios estaban a flor de piel.
De a poco, y al ver que la gente con la que me cruzaba no me miraba raro, fui ganando confianza, y la vuelta a la manzana se convirtió en dos, tres, cuatro cuadras.
Me gustaba el sonido de los tacos contra el pavimento, lo que me aportaba mayor seguridad. "Ésta soy yo...", me repetía una y otra vez, como un mantra. "Soy Carla".
Carlos, para mí, nunca había existido. Siempre me sentí nena primero, mujer después. Y aunque sabía que la transición sería difícil, sobre todo para mi familia, no tuve dudas en que ya había empezado a realizarla.
Ya estaba regresando a casa, chocha, feliz de la vida con ése primer paseo, cuándo me detengo en una esquina, esperando a que pase el auto que viene por esa calle. Pero antes de cruzar la intersección, se detiene y el conductor me hace el gesto para que cruce, cediéndome el paso.
Cruzo, siempre taconeando, y entonces el mismo auto dobla y empieza a seguirme a mínima velocidad.
-¿Te puedo alcanzar a algún lado, bonita?- me pregunta el conductor, un tipo que a simple vista representaba unos treinta y pico, de barba, ancho de hombros, por lo que alcanzaba a ver.
En ese momento decidí que debía ser sincera. No sé si se había dado cuenta o no, pero pensé que tenía que decírselo.
-Sabés que soy un chico, ¿no?-
La cara de sorpresa que puso me reveló que no, que no lo sabía. Me miró de arriba abajo y me sonrió.
-¿En serio?... Igual me parecés muy bonita- vuelve a decirme.
Ahora soy yo la que sonríe al escucharlo.
-¿Entonces, te llevó a algún lado?- me insiste.
Mi respuesta fue rodear el auto y subirme por la puerta del acompañante.
-¿Adónde te llevó?- quiere saber
-Donde quieras- le digo, muy suelta de cuerpo, como si subirme al auto de un extraño fuera algo a lo que ya estaba acostumbrada.
Obviamente que ése "dónde quieras" resulta ser a un telo. Un albergue transitorio que estaba cerca de mi casa, y frente al cuál había pasado tantas veces, sin imaginar que alguna vez entraría como mujer de la mano de un desconocido.
El tipo, que se llamaba José, o al menos así se presentó, también era casado. No me lo dijo, pero una alianza gruesa y brillante lo delataba. Se notaba que practicaba fierros, porque tenía los músculos trabados, bien marcados, por eso lo había notado ancho de hombros.
Me dijo que era la primera vez que estaba con un travesti, pero no le creí. Por la forma en que me besó y empezó a acariciarme ni bien entramos a la habitación, se notaba que ya tenía el gusto asimilado.
Mientras le chupaba la pija, él parado, yo de rodillas, en pose de sometimiento, como me pidió, levantaba una mano para acariciarle los abdominales, que de tan marcados parecían una pared de ladrillos.
Me gustaba su cuerpo, tan fibroso, con tanto músculo, incluso la pija era mucho más gorda y ancha que la del portero.
Por primera vez me cogieron con preservativo, con el portero siempre lo hacíamos a pelo, y aunque me gustaba sentir esa sensación de piel a piel, no había tanta diferencia con que te la metieran con forro, y eso que antes los preservativos no eran ultra súper recontra delgados como lo son ahora.
Luego de una rápida lubricación, me puse en cuatro, con el culo en pompa, para recibir toda esa verga bien hasta los pelos. Y al tenerla adentro, sí que sentí la diferencia de tamaño. Siendo más, mucho más gruesa que la del portero, sentía que me abría y estiraba hasta un límite que, hasta entonces, no me habían exigido. Aún así, pese a la cantidad de carne extra, mi culito supo acogerlo (nunca mejor usada la palabra) en su totalidad.
Pero aparte de las diferencias de tamaño entre uno y otro, en lo que también contrastaban era en el trato. Mientras que el portero, más allá de algún arrebato, era todo ternura, éste tipo resultó ser una bestia. Claro, para él no era más que una putita que se levantó en la calle y como tal me cogió, duro, brutal, violento, dejándome la cola toda enrojecida y maltrecha, con sus dedos bien marcados, de lo fuerte que me había sujetado.
Igual me gustó. Es decir, me gustaba como me cogía el portero, tratándome como a una mujercita. Pero también me gustaba eso, tanto que en todo momento estuve con la pija parada, sintiendo como se me acumulaba la leche. Esa era la prueba absoluta de que lo estaba pasando bomba, mi erección, con el portero también se me paraba, pero ahí, en esa habitación de hotel, con el musculoso, se me había puesto tan dura que hasta me dolía.
En un momento me agarra de la cintura y levantándome como si no pesara nada, me sienta encima suyo, de espalda, clavándomela toda con un solo movimiento. Al principio me maneja él, arriba y abajo, hasta que deja que sea yo el que suba y baje.
Me encanta bajar la mirada y ver cómo su pija se hunde en mí, mientras la mía se sacude al ritmo de la montada. En eso, siento que me vengo, me la agarro, la aprieto y acabo en una forma torrencial.
Eso, mi eyaculación, parece excitarlo todavía más, por lo que me tumba boca abajo y me entra a dar con todo, como si quisiera sacármela por la garganta. No me olvido más de esa sensación, su cuerpo grandote, enorme, repleto de músculos, sobre el mío, delgado, de formas finas y estilizadas.
Me miraba en los espejos y las imágenes que me devolvían eran la de un hombre fuerte, atlético, vigoroso, penetrando a una mujer sensual y delicada. Por supuesto, él era el hombre, yo la mujer.
Excitado a más no poder, con las venas del cuello marcadas como mangueras, se arranca el preservativo, se masturba, y acaba sobre mi cuerpo.
¡Mmmmmm...! Sentir su semen derramándose por mi cola y espalda... ¡Que placer!
Siempre me ha gustado que me acaben encima. Me parece que es una forma más de entrega, de sumisión, de hacerle saber al otro que sos toda suya. Que me acaben en la boca y tragarme el semen, solo lo hago cuándo estoy enamorada, como lo estaba del portero.
Sí, aunque le había sido infiel con un completo extraño, me daba cuenta de que estaba enamorada. Después de hacer el amor, me gustaba quedarme abrazada con él, acurrucada en su pecho, hablando de cualquier tema, mientras nos besábamos de a ratos. En cambio con aquel musculoso, después del sexo, lo único que quería era vestirme y volver a casa.
Lo había pasado bien, hasta me sentía feliz, rebosante de satisfacción, pero ya estaba. Cada quién había obtenido lo que quería, con eso era suficiente.
Me metí al baño, me limpié el semen, me vestí y me retoqué un poco el maquillaje. Cuándo salí, quiso pagarme, ya tenía los billetes en la mano, pero le dije que no, que no lo había hecho por plata.
Salimos entonces de la habitación y bajamos juntos en el ascensor. Después de habernos encamado, volvíamos a ser dos desconocidos.
Al llegar a la planta baja, me preguntó si me alcanzaba a algún lado, más por compromiso que por cortesía. Le dije gracias, pero que prefería caminar, así que nos despedimos con un beso en la mejilla, él se fue hacia la cochera, y yo salí por la puerta principal, la que daba a Emilio Lamarca, haciendo resonar los tacos sobre la cerámica del suelo.
TACA - TACA - TACA...
Me encantó cruzarme con gente que pasaba por la esquina y me veía saliendo del telo. "Sí, me acaban de coger bien cogida...", me decía a mí misma, aunque también iba dirigido a ellos.
Ése fue mi verdadero debut como mujer, en la calle, con alguien que no conocía a Carlos. Para él en todo momento fui Carla. Y así me trató.
Volví a casa, y con la ropa interior femenina puesta, oliendo a sexo, a semen, me quedé dormida. Creo que esa noche tuve los sueños más felices de toda mi vida, obviamente con el portero como protagonista.
Algunos días... muchos..., me hacía la rata y nos recluíamos en el depósito, echándonos polvo tras polvo.
Siempre llevaba conmigo un bolso y para estar con él me vestía como Carla. Para entonces ya había comprado mi propia ropa, que guardaba bien escondida en mi habitación.
En aquella época mis padres cumplieron veinte años de casados y para celebrarlo, decidieron hacer un viaje. Una semana a las termas de Río Hondo. Así que me quedé solo por esos días. A la noche no podía verme con el portero, ya que estaba con su esposa, la que, ya me había advertido, era muy celosa.
La muy boluda lo celaba cada vez que salía sin sospechar que en el mismo edificio se estaba cepillando a un putito... o putita, como me gustaba que me dijera su marido.
Una noche estaba aburrido, mirando la tele, con ganas, como casi siempre, y entonces se me ocurrió. Salir, salir a la calle como Carla. Solo una vuelta a la manzana, para probar.
Me vestí, me maquillé, y me alisté como lo haría cualquier chica para una cita. Todavía no me había decidido, pero al verme frente al espejo, no tuve dudas. Lo único que no me había comprado era una cartera, así que agarré una de mi mamá, que combinara con mi vestido, y salí.
Obviamente que me sentí inseguro, aterrado, al dar esos primeros pasos en la vereda. Era la primera vez que salía al mundo como mujer, por lo que la ansiedad y los nervios estaban a flor de piel.
De a poco, y al ver que la gente con la que me cruzaba no me miraba raro, fui ganando confianza, y la vuelta a la manzana se convirtió en dos, tres, cuatro cuadras.
Me gustaba el sonido de los tacos contra el pavimento, lo que me aportaba mayor seguridad. "Ésta soy yo...", me repetía una y otra vez, como un mantra. "Soy Carla".
Carlos, para mí, nunca había existido. Siempre me sentí nena primero, mujer después. Y aunque sabía que la transición sería difícil, sobre todo para mi familia, no tuve dudas en que ya había empezado a realizarla.
Ya estaba regresando a casa, chocha, feliz de la vida con ése primer paseo, cuándo me detengo en una esquina, esperando a que pase el auto que viene por esa calle. Pero antes de cruzar la intersección, se detiene y el conductor me hace el gesto para que cruce, cediéndome el paso.
Cruzo, siempre taconeando, y entonces el mismo auto dobla y empieza a seguirme a mínima velocidad.
-¿Te puedo alcanzar a algún lado, bonita?- me pregunta el conductor, un tipo que a simple vista representaba unos treinta y pico, de barba, ancho de hombros, por lo que alcanzaba a ver.
En ese momento decidí que debía ser sincera. No sé si se había dado cuenta o no, pero pensé que tenía que decírselo.
-Sabés que soy un chico, ¿no?-
La cara de sorpresa que puso me reveló que no, que no lo sabía. Me miró de arriba abajo y me sonrió.
-¿En serio?... Igual me parecés muy bonita- vuelve a decirme.
Ahora soy yo la que sonríe al escucharlo.
-¿Entonces, te llevó a algún lado?- me insiste.
Mi respuesta fue rodear el auto y subirme por la puerta del acompañante.
-¿Adónde te llevó?- quiere saber
-Donde quieras- le digo, muy suelta de cuerpo, como si subirme al auto de un extraño fuera algo a lo que ya estaba acostumbrada.
Obviamente que ése "dónde quieras" resulta ser a un telo. Un albergue transitorio que estaba cerca de mi casa, y frente al cuál había pasado tantas veces, sin imaginar que alguna vez entraría como mujer de la mano de un desconocido.
El tipo, que se llamaba José, o al menos así se presentó, también era casado. No me lo dijo, pero una alianza gruesa y brillante lo delataba. Se notaba que practicaba fierros, porque tenía los músculos trabados, bien marcados, por eso lo había notado ancho de hombros.
Me dijo que era la primera vez que estaba con un travesti, pero no le creí. Por la forma en que me besó y empezó a acariciarme ni bien entramos a la habitación, se notaba que ya tenía el gusto asimilado.
Mientras le chupaba la pija, él parado, yo de rodillas, en pose de sometimiento, como me pidió, levantaba una mano para acariciarle los abdominales, que de tan marcados parecían una pared de ladrillos.
Me gustaba su cuerpo, tan fibroso, con tanto músculo, incluso la pija era mucho más gorda y ancha que la del portero.
Por primera vez me cogieron con preservativo, con el portero siempre lo hacíamos a pelo, y aunque me gustaba sentir esa sensación de piel a piel, no había tanta diferencia con que te la metieran con forro, y eso que antes los preservativos no eran ultra súper recontra delgados como lo son ahora.
Luego de una rápida lubricación, me puse en cuatro, con el culo en pompa, para recibir toda esa verga bien hasta los pelos. Y al tenerla adentro, sí que sentí la diferencia de tamaño. Siendo más, mucho más gruesa que la del portero, sentía que me abría y estiraba hasta un límite que, hasta entonces, no me habían exigido. Aún así, pese a la cantidad de carne extra, mi culito supo acogerlo (nunca mejor usada la palabra) en su totalidad.
Pero aparte de las diferencias de tamaño entre uno y otro, en lo que también contrastaban era en el trato. Mientras que el portero, más allá de algún arrebato, era todo ternura, éste tipo resultó ser una bestia. Claro, para él no era más que una putita que se levantó en la calle y como tal me cogió, duro, brutal, violento, dejándome la cola toda enrojecida y maltrecha, con sus dedos bien marcados, de lo fuerte que me había sujetado.
Igual me gustó. Es decir, me gustaba como me cogía el portero, tratándome como a una mujercita. Pero también me gustaba eso, tanto que en todo momento estuve con la pija parada, sintiendo como se me acumulaba la leche. Esa era la prueba absoluta de que lo estaba pasando bomba, mi erección, con el portero también se me paraba, pero ahí, en esa habitación de hotel, con el musculoso, se me había puesto tan dura que hasta me dolía.
En un momento me agarra de la cintura y levantándome como si no pesara nada, me sienta encima suyo, de espalda, clavándomela toda con un solo movimiento. Al principio me maneja él, arriba y abajo, hasta que deja que sea yo el que suba y baje.
Me encanta bajar la mirada y ver cómo su pija se hunde en mí, mientras la mía se sacude al ritmo de la montada. En eso, siento que me vengo, me la agarro, la aprieto y acabo en una forma torrencial.
Eso, mi eyaculación, parece excitarlo todavía más, por lo que me tumba boca abajo y me entra a dar con todo, como si quisiera sacármela por la garganta. No me olvido más de esa sensación, su cuerpo grandote, enorme, repleto de músculos, sobre el mío, delgado, de formas finas y estilizadas.
Me miraba en los espejos y las imágenes que me devolvían eran la de un hombre fuerte, atlético, vigoroso, penetrando a una mujer sensual y delicada. Por supuesto, él era el hombre, yo la mujer.
Excitado a más no poder, con las venas del cuello marcadas como mangueras, se arranca el preservativo, se masturba, y acaba sobre mi cuerpo.
¡Mmmmmm...! Sentir su semen derramándose por mi cola y espalda... ¡Que placer!
Siempre me ha gustado que me acaben encima. Me parece que es una forma más de entrega, de sumisión, de hacerle saber al otro que sos toda suya. Que me acaben en la boca y tragarme el semen, solo lo hago cuándo estoy enamorada, como lo estaba del portero.
Sí, aunque le había sido infiel con un completo extraño, me daba cuenta de que estaba enamorada. Después de hacer el amor, me gustaba quedarme abrazada con él, acurrucada en su pecho, hablando de cualquier tema, mientras nos besábamos de a ratos. En cambio con aquel musculoso, después del sexo, lo único que quería era vestirme y volver a casa.
Lo había pasado bien, hasta me sentía feliz, rebosante de satisfacción, pero ya estaba. Cada quién había obtenido lo que quería, con eso era suficiente.
Me metí al baño, me limpié el semen, me vestí y me retoqué un poco el maquillaje. Cuándo salí, quiso pagarme, ya tenía los billetes en la mano, pero le dije que no, que no lo había hecho por plata.
Salimos entonces de la habitación y bajamos juntos en el ascensor. Después de habernos encamado, volvíamos a ser dos desconocidos.
Al llegar a la planta baja, me preguntó si me alcanzaba a algún lado, más por compromiso que por cortesía. Le dije gracias, pero que prefería caminar, así que nos despedimos con un beso en la mejilla, él se fue hacia la cochera, y yo salí por la puerta principal, la que daba a Emilio Lamarca, haciendo resonar los tacos sobre la cerámica del suelo.
TACA - TACA - TACA...
Me encantó cruzarme con gente que pasaba por la esquina y me veía saliendo del telo. "Sí, me acaban de coger bien cogida...", me decía a mí misma, aunque también iba dirigido a ellos.
Ése fue mi verdadero debut como mujer, en la calle, con alguien que no conocía a Carlos. Para él en todo momento fui Carla. Y así me trató.
Volví a casa, y con la ropa interior femenina puesta, oliendo a sexo, a semen, me quedé dormida. Creo que esa noche tuve los sueños más felices de toda mi vida, obviamente con el portero como protagonista.
1 comentarios - Mi primera vez con otro hombre (relato trans)