Me volví a encontrar con el Veneco. Disculpen, pero así les decimos aquí en Perú, y la verdad es que me excita usar ese término.
Luego de haber cojido como bestias aquella mañana, en mi casa, en la misma cama que comparto con mi marido, quedé loquita. Quería volver a verlo. Volver a sentir esa adrenalina, esa pulsión que me había sacudido hasta los cimientos.
Habíamos quedado que nada de mensajes ni llamadas, así que no me quedó otra que volver a rondar por la ferretería, como en los días previos a aquel primer contacto. Pero claro, ya no podía hacer uso de la excusa del desperfecto eléctrico, de última podía intentarlo, pero no quería despertar sospechas en don Omar, el dueño de la ferretería, que es conocido de mi marido.
Habré pasado tres o cuatro veces por la puerta, tratando de atraer la atención del Chamo, para que me vea y salga, hasta que en una de esas veo que el que sale es don Omar, seguramente a hacer algún trámite. Aprovecho que no hay gente y entro.
-Necesito verte...- le digo, sin un hola siquiera.
-A las doce salgo a almorzar, puedo ir a tu casa- me dice, consultando la hora.
-En casa no, están mis hijos-
Justo ese día no tenían clases, y yo con terribles ganas de cojer.
-Entonces a la mía- me propone entonces.
-Ok, te espero en la esquina, en el puesto de diarios- le digo, sintiendo que ya no puedo esperar más, y que esa hora que falta para las doce va a ser la más larga de mi vida.
A las doce y unos minutos sale de la ferretería. Obviamente no nos conocemos ni nos registramos, Magdalena es un distrito chico, así que para no quedar en evidencia, él camina por delante, y yo unos cuántos pasos por detrás, aunque siguiéndolo de cerca.
Caminamos por Castilla, hasta el Jirón Amazonas, allí alquila un cuarto en una casa que está en construcción. Entra él primero, y luego yo, tras mirar hacia ambos lados, para asegurarme de que no haya nadie mirando.
La escalera es tan estrecha que subimos de a uno, ésta vez yo voy por delante y él detrás, mirándome seguramente la cola. Al llegar al segundo piso, tenemos que sortear escombros y bolsas de material para acceder finalmente a su habitación.
-El dueño está haciendo el tercer piso- me comenta -Más habitaciones para alquilar -
Entramos, cierra la puerta y como si fuera algo premeditado, nos abrazamos y besamos. Ninguno quiere esperar ni un solo minuto más.
Al estar de nuevo frente a él, me doy cuenta de su talla y de lo grande, gigante, que es para mí. Debe estar por sobre el metro noventa, yo apenas llego al metro sesenta, y con tacos, que en ese momento no tengo. Estoy de zapatillas, lo que me hace más chata todavía. Aún así, él inclinándose, y yo en puntas de pie, nos alcanza para besarnos.
-¿Estás con ganas de verga?- me pregunta entre besos de lengua y chupones.
-¡Sí... de ésta verga!- le digo, apretándole el paquete que ya le late por debajo de la bragueta.
Si fuera solo por verga, podría estar con cualquiera, pero lo quiero a él, quiero su olor, sus besos, sus manos, ésas manos que me sacan la blusa, el sostén y me acarician las tetas.
Lo ayudo a sacarse el polo, y recorro su pecho con besos y lamidas, aspirando extasiada la fragancia de su piel.
Le desabrocho el pantalón y sacándole la pija afuera, se la sacudo, sintiendo entre mis dedos como llega a alcanzar su máxima expresión. No siempre se da, pero en éste caso se cumple lo de tipo grande, pinga grande.
Vuelvo a besarlo, le sonrío, y me inclino hasta quedar de rodillas, enfrentada a ese enorme mazo de carne y venas que pega un sacudón al sentir mi aliento sobre él.
Se la sujeto con una mano, que aunque apretándola, no me alcanza para abarcar todo su contorno. Le doy un beso en los huevos, y le paso la lengua de abajo hacia arriba, comiéndome un buen trozo al llegar a la punta. No es ni la mitad de su tamaño, pero sí suficiente como para sentir la boca llena. Aún así trato de comerme un poco más, conteniendo las arcadas que aparecen cuándo el glande se me queda atorado en la garganta.
Me la saco de la boca, respiro profundamente, una, dos, varias veces, junto saliva, se la escupo sobre el lomo, y vuelvo a chupársela.
Escuchar sus gemidos, sus jadeos de satisfacción, es todo para mí. Saber que estoy complaciendo a un hombre como él, no sólo eleva mi autoestima, sino también me hace sentir la más sexy, una auténtica "hotwife" cómo me dijo alguien en los comentarios.
Él mismo me levanta, y pese a tener en mis labios el sabor de su sexo, me besa en la boca. Me lleva hacia la cama, que está a unos pocos pasos, me ayuda a sacarme el pantalón, la bombacha, y me hace recostar de espalda. Me abre las piernas y me introduce primero un dedo, luego otro, y usándolos como pala, me los mueve adentro.
Estoy tan mojada, tan arrecha, que cuándo saca la mano, de los dedos le chorrea algo como mielcita. Hunde la cabeza y me chupa con ganas, sorbiendo los labios, metiendo la lengua, haciendo que estallen lucecitas de colores frente a mis ojos.
No aguanto más, lo quiero tener cuánto antes dentro de mí.
-¡Cachame... Cachame rico y duro...!- le pido, revolviéndole el pelo, acariciándole la cabeza.
Se levanta, el pincho erguido en su máximo esplendor, y camina hasta una cómoda que está en un rincón. De uno de los cajones saca un paquete de condones, el cuál me doy cuenta que ya está por menos de la mitad. Se pone uno y vuelve conmigo que, de solo verlo en ese estado, siento que me hierve la sangre.
Se coloca entre mis piernas, que siguen abiertas, y me penetra. Le rodeo con ellas la cintura, y me muevo con él, sintiendo que cada ensarte, cada envión, es un mazazo a mis entrañas.
La tiene tan grande y yo soy tan pequeña en relación a su cuerpo, que siento como se me hincha el vientre cada vez que me la mete toda.
-¡Ahhhhhhh... Siiiiiiii... Así... Siiiiiiii... Dame más duro...!- le digo en algún momento, sintiendo que ya se estaba pasando de delicado.
Se incorpora sobre los brazos, y de a poco empieza a incrementar el ritmo de la penetración. Viendo que eso es lo que quiero, se calza los talones de mis piernas sobre los hombros y ahora sí, arremete con todo. Me mira y se sonríe, como diciendo: "¿Querías duro...?".
Mis gritos y jadeos aumentan a la par de ese ritmo demoledor con que ahora me está cachando. Toda la cama se sacude debajo de nuestros cuerpos, especialmente por el suyo, que es mucho más grande y pesado que el mío.
Es increíble cómo fluye ese pingazo por mi conchita, no sé dónde me cabe tanta carne, pero me la mete toda, hasta los huevos, llenándome hasta el último rincón.
El orgasmo me llega en oleadas cada vez más intensas, un fuego vivo que se extiende por todo mi cuerpo, voraz y dominante. El Veneco también acaba, estallando junto conmigo en unos gemidos por demás exaltados.
Cuándo se echa a un lado, aprovecho para abrazarlo y besarlo, sabiendo que no hay demostración suficiente para agradecer lo mucho que me está haciendo gozar.
Lo habitual luego del sexo de trampa, es que me vista y me vaya. Pasada la calentura del momento, siento la necesidad de poner distancia, de no encariñarme más de lo necesario con quién sea mi acompañante. Ya conseguimos los dos lo que queríamos, para qué más. Siempre fue así, con todos, excepto con el Veneco.
Con él quiero quedarme en esa cama maltrecha e incómoda todo el tiempo que sea posible. Sin prisas ni urgencias.
Quiero besarlo, acariciarlo, olerlo.
Fue tan fuerte e intenso el polvo que nos echamos, que me quedan latiendo partes del cuerpo que ni sabía que existían. Me siento como en una nebulosa, en ese límite entre la vigilia y la somnolencia. Justo en ese momento suena mi celular. Por el tono sé que es mi marido, una bachata de Romeo Santos que elegimos para bailar el día de nuestra boda.
Le hago "Shhh..." a Jean con un dedo sobre los labios para que no hable ni se mueva, y atiendo. Me pregunta en dónde estoy. Me acuerdo que esa noche tenemos una cena en casa con amigos.
-Haciendo las compras para la noche...- le miento.
En realidad había salido a hacerlas, pero termine primero en la ferretería y luego en la cama del Veneco.
-Se me hizo tarde... No, no voy a ir a almorzar, me como algo por acá...- esto último se lo digo mirando la pinga que tengo ahí, al alcance de la mano, y que de a poco va aumentando de tamaño.
Parece que lo excita escucharme hablar con mi marido mientras estoy desnuda, a su lado. A propósito alargo la conversación.
-¿Algo en especial que quieras que compre?- le pregunto mientras se la agarro al Veneco, y la meneo, sintiendo en pleno la tensión y el poder de su virilidad.
No escucho lo que responde mi marido, absorta como estoy contemplando la imponente herramienta que sostengo en la mano.
Tengo ganas de chupársela, de romperme la garganta tratando de comérsela toda.
Le digo que después nos vemos y corto. Tiro el celular y ahora sí, me acomodo de forma tal que solo existimos esa pinga y yo. Le paso la lengua por uno y otro lado, saboreando los restos de la descarga anterior que todavía la impregnan. Bajo y le mastico los huevos, frotando la nariz y aspirando ese olor que me resulta tan adictivo.
Sigo lamiendo ese tronco rebosante de nervios y vigor, sintiendo como se endurece cada vez más. Me lo meto en la boca, hundiéndolo en mi paladar hasta que me rebota en la garganta. Y aunque lo intento, ya no puedo comerme más.
Se lo chupo con fruición, ávida, golosamente, disfrutando cada pedazo con el entusiasmo y devoción que solo se puede expresar cuándo se está frente a algo que te gusta más que cualquier otra cosa en el mundo. Y a mí me gusta su verga, me gusta él, me gusta toda su persona, su forma de hablarme, de mirarme, de cacharme.
Ésta vez el preservativo se lo pongo yo. Me subo encima suyo, me acomodo el pincho entre los labios de la concha, y dejándome caer, lo absorbo todo, al completo.
-¡Ahhhhhhhhhh...!- alcanzo a exhalar cuándo me llega a lo más profundo, allí dónde resulta tan bienvenido.
Me tomo un tiempo, apenas segundos, para volver a acostumbrarme a su tamaño que, adentro, se me hace aún más inmenso. Echo la cabeza hacia atrás y entre plácidos suspiros, lo empiezo a cabalgar, arriba y abajo, moviéndome con mas fuerza y entusiasmo cada vez. El Chamo me toma de la cintura y me acompaña en la montada, para luego seguir hacia arriba, por mi torso y apoderarse de mis pechos. Me los amasa, me los aprieta, los atrae hacia su boca y me los chupa, me los muerde. Entonces me vuelve a sujetar por la cintura y arremete desde abajo, impactándome con toda su fuerza. Me hace gritar, delirar de placer.
-¡Ahhhhh... Ahhhhhh... Ahhhhhhhh...!- mis orgasmos se encadenan uno detrás del otro, fuertes, intensos, poderosos.
El último me resulta fatal, un estruendo que me deja literalmente al borde del desmayo. Pego un grito, casi un rugido, y me desarmo entre sus brazos, shockeada por el impacto.
Decidido a no darme tregua, me tumba de espalda, y me vuelve a dar con todo, cachándome con un ritmo brutal y desquiciado.
Sigo acabando como una yegua, empapando la cama con oleadas de flujo, orina o lo que sea que me sale de adentro.
-¡Siiiiiiii... Así... Dale... No pares... Ahhhhhhh... Reviéntame...!- le grito desesperada, moviéndome con él, acoplándome a sus movimientos.
Nos cachamos con furia, con rabia, con un ímpetu destructivo que nos incita a golpearnos hasta hacernos daño. Voy a terminar con las piernas machucadas, pero no me importa, quiero arrancarme de adentro ese deseo que me corroe las entrañas. Quiero vacíarme, expulsar hasta el último polvo que tengo adentro.
-¡Arghhhhhhh..., arghhhhhhhh...!- ruge el Veneco cada vez más cerca de un nuevo estallido.
Es entonces que se me ocurre, ya lo había fantaseado antes, pero éste es el momento, así que se lo digo.
-¿Estás segura?- me pregunta.
Le digo que sí moviendo la cabeza, mordiéndome el labio inferior. Estoy más que segura, convencida de lo que quiero.
Me penetra unas cuántas veces más, con renovado brío, incitado quizás por lo que le estoy pidiendo, y cuándo está ya casi a punto, la saca, se arranca el preservativo, y dándome con el gusto, me acaba en la boca.
Es impresionante lo que eyacula, teniendo en cuenta que ya se había echado un polvo antes. Siento que me desborda, y que el semen me sale por las comisuras de los labios, pese a mis intentos por contenerlo.
Trago lo que puedo, succionando aquel surtidor con todas mis ganas.
No es la primera vez que lo hago, suelo hacerlo cuándo estoy muy excitada, y estoy con alguien que me gusta mucho. Y el Veneco me gusta... demasiado.
Exhausto, se derrumba a mi lado. Yo también me siento rendida, sin fuerzas. Respirando todavía agitados, nos miramos y sonreímos. Ninguno tiene prisa por levantarse.
Nos quedamos acostados, desnudos todavía, platicando. Es ahí que me cuenta que en Venezuela están su esposa y tres hijos. Que él llegó hace apenas un mes a Lima, tras estar trabajando una temporada en Tumbes. Todo lo que gana en la ferretería y en algún que otro cachuelo, es para mandárselo a su familia. Prácticamente como la mayoría de venezolanos.
Finalmente, y muy a mi pesar, tenemos que levantarnos. Yo todavía tengo que hacer las compras para esa noche y él debe regresar a la ferretería. Ya vestidos nos despedimos en la puerta con un beso largo y profundo. Hasta la próxima vez que nos veamos (cojamos) de nuevo.
Luego de haber cojido como bestias aquella mañana, en mi casa, en la misma cama que comparto con mi marido, quedé loquita. Quería volver a verlo. Volver a sentir esa adrenalina, esa pulsión que me había sacudido hasta los cimientos.
Habíamos quedado que nada de mensajes ni llamadas, así que no me quedó otra que volver a rondar por la ferretería, como en los días previos a aquel primer contacto. Pero claro, ya no podía hacer uso de la excusa del desperfecto eléctrico, de última podía intentarlo, pero no quería despertar sospechas en don Omar, el dueño de la ferretería, que es conocido de mi marido.
Habré pasado tres o cuatro veces por la puerta, tratando de atraer la atención del Chamo, para que me vea y salga, hasta que en una de esas veo que el que sale es don Omar, seguramente a hacer algún trámite. Aprovecho que no hay gente y entro.
-Necesito verte...- le digo, sin un hola siquiera.
-A las doce salgo a almorzar, puedo ir a tu casa- me dice, consultando la hora.
-En casa no, están mis hijos-
Justo ese día no tenían clases, y yo con terribles ganas de cojer.
-Entonces a la mía- me propone entonces.
-Ok, te espero en la esquina, en el puesto de diarios- le digo, sintiendo que ya no puedo esperar más, y que esa hora que falta para las doce va a ser la más larga de mi vida.
A las doce y unos minutos sale de la ferretería. Obviamente no nos conocemos ni nos registramos, Magdalena es un distrito chico, así que para no quedar en evidencia, él camina por delante, y yo unos cuántos pasos por detrás, aunque siguiéndolo de cerca.
Caminamos por Castilla, hasta el Jirón Amazonas, allí alquila un cuarto en una casa que está en construcción. Entra él primero, y luego yo, tras mirar hacia ambos lados, para asegurarme de que no haya nadie mirando.
La escalera es tan estrecha que subimos de a uno, ésta vez yo voy por delante y él detrás, mirándome seguramente la cola. Al llegar al segundo piso, tenemos que sortear escombros y bolsas de material para acceder finalmente a su habitación.
-El dueño está haciendo el tercer piso- me comenta -Más habitaciones para alquilar -
Entramos, cierra la puerta y como si fuera algo premeditado, nos abrazamos y besamos. Ninguno quiere esperar ni un solo minuto más.
Al estar de nuevo frente a él, me doy cuenta de su talla y de lo grande, gigante, que es para mí. Debe estar por sobre el metro noventa, yo apenas llego al metro sesenta, y con tacos, que en ese momento no tengo. Estoy de zapatillas, lo que me hace más chata todavía. Aún así, él inclinándose, y yo en puntas de pie, nos alcanza para besarnos.
-¿Estás con ganas de verga?- me pregunta entre besos de lengua y chupones.
-¡Sí... de ésta verga!- le digo, apretándole el paquete que ya le late por debajo de la bragueta.
Si fuera solo por verga, podría estar con cualquiera, pero lo quiero a él, quiero su olor, sus besos, sus manos, ésas manos que me sacan la blusa, el sostén y me acarician las tetas.
Lo ayudo a sacarse el polo, y recorro su pecho con besos y lamidas, aspirando extasiada la fragancia de su piel.
Le desabrocho el pantalón y sacándole la pija afuera, se la sacudo, sintiendo entre mis dedos como llega a alcanzar su máxima expresión. No siempre se da, pero en éste caso se cumple lo de tipo grande, pinga grande.
Vuelvo a besarlo, le sonrío, y me inclino hasta quedar de rodillas, enfrentada a ese enorme mazo de carne y venas que pega un sacudón al sentir mi aliento sobre él.
Se la sujeto con una mano, que aunque apretándola, no me alcanza para abarcar todo su contorno. Le doy un beso en los huevos, y le paso la lengua de abajo hacia arriba, comiéndome un buen trozo al llegar a la punta. No es ni la mitad de su tamaño, pero sí suficiente como para sentir la boca llena. Aún así trato de comerme un poco más, conteniendo las arcadas que aparecen cuándo el glande se me queda atorado en la garganta.
Me la saco de la boca, respiro profundamente, una, dos, varias veces, junto saliva, se la escupo sobre el lomo, y vuelvo a chupársela.
Escuchar sus gemidos, sus jadeos de satisfacción, es todo para mí. Saber que estoy complaciendo a un hombre como él, no sólo eleva mi autoestima, sino también me hace sentir la más sexy, una auténtica "hotwife" cómo me dijo alguien en los comentarios.
Él mismo me levanta, y pese a tener en mis labios el sabor de su sexo, me besa en la boca. Me lleva hacia la cama, que está a unos pocos pasos, me ayuda a sacarme el pantalón, la bombacha, y me hace recostar de espalda. Me abre las piernas y me introduce primero un dedo, luego otro, y usándolos como pala, me los mueve adentro.
Estoy tan mojada, tan arrecha, que cuándo saca la mano, de los dedos le chorrea algo como mielcita. Hunde la cabeza y me chupa con ganas, sorbiendo los labios, metiendo la lengua, haciendo que estallen lucecitas de colores frente a mis ojos.
No aguanto más, lo quiero tener cuánto antes dentro de mí.
-¡Cachame... Cachame rico y duro...!- le pido, revolviéndole el pelo, acariciándole la cabeza.
Se levanta, el pincho erguido en su máximo esplendor, y camina hasta una cómoda que está en un rincón. De uno de los cajones saca un paquete de condones, el cuál me doy cuenta que ya está por menos de la mitad. Se pone uno y vuelve conmigo que, de solo verlo en ese estado, siento que me hierve la sangre.
Se coloca entre mis piernas, que siguen abiertas, y me penetra. Le rodeo con ellas la cintura, y me muevo con él, sintiendo que cada ensarte, cada envión, es un mazazo a mis entrañas.
La tiene tan grande y yo soy tan pequeña en relación a su cuerpo, que siento como se me hincha el vientre cada vez que me la mete toda.
-¡Ahhhhhhh... Siiiiiiii... Así... Siiiiiiii... Dame más duro...!- le digo en algún momento, sintiendo que ya se estaba pasando de delicado.
Se incorpora sobre los brazos, y de a poco empieza a incrementar el ritmo de la penetración. Viendo que eso es lo que quiero, se calza los talones de mis piernas sobre los hombros y ahora sí, arremete con todo. Me mira y se sonríe, como diciendo: "¿Querías duro...?".
Mis gritos y jadeos aumentan a la par de ese ritmo demoledor con que ahora me está cachando. Toda la cama se sacude debajo de nuestros cuerpos, especialmente por el suyo, que es mucho más grande y pesado que el mío.
Es increíble cómo fluye ese pingazo por mi conchita, no sé dónde me cabe tanta carne, pero me la mete toda, hasta los huevos, llenándome hasta el último rincón.
El orgasmo me llega en oleadas cada vez más intensas, un fuego vivo que se extiende por todo mi cuerpo, voraz y dominante. El Veneco también acaba, estallando junto conmigo en unos gemidos por demás exaltados.
Cuándo se echa a un lado, aprovecho para abrazarlo y besarlo, sabiendo que no hay demostración suficiente para agradecer lo mucho que me está haciendo gozar.
Lo habitual luego del sexo de trampa, es que me vista y me vaya. Pasada la calentura del momento, siento la necesidad de poner distancia, de no encariñarme más de lo necesario con quién sea mi acompañante. Ya conseguimos los dos lo que queríamos, para qué más. Siempre fue así, con todos, excepto con el Veneco.
Con él quiero quedarme en esa cama maltrecha e incómoda todo el tiempo que sea posible. Sin prisas ni urgencias.
Quiero besarlo, acariciarlo, olerlo.
Fue tan fuerte e intenso el polvo que nos echamos, que me quedan latiendo partes del cuerpo que ni sabía que existían. Me siento como en una nebulosa, en ese límite entre la vigilia y la somnolencia. Justo en ese momento suena mi celular. Por el tono sé que es mi marido, una bachata de Romeo Santos que elegimos para bailar el día de nuestra boda.
Le hago "Shhh..." a Jean con un dedo sobre los labios para que no hable ni se mueva, y atiendo. Me pregunta en dónde estoy. Me acuerdo que esa noche tenemos una cena en casa con amigos.
-Haciendo las compras para la noche...- le miento.
En realidad había salido a hacerlas, pero termine primero en la ferretería y luego en la cama del Veneco.
-Se me hizo tarde... No, no voy a ir a almorzar, me como algo por acá...- esto último se lo digo mirando la pinga que tengo ahí, al alcance de la mano, y que de a poco va aumentando de tamaño.
Parece que lo excita escucharme hablar con mi marido mientras estoy desnuda, a su lado. A propósito alargo la conversación.
-¿Algo en especial que quieras que compre?- le pregunto mientras se la agarro al Veneco, y la meneo, sintiendo en pleno la tensión y el poder de su virilidad.
No escucho lo que responde mi marido, absorta como estoy contemplando la imponente herramienta que sostengo en la mano.
Tengo ganas de chupársela, de romperme la garganta tratando de comérsela toda.
Le digo que después nos vemos y corto. Tiro el celular y ahora sí, me acomodo de forma tal que solo existimos esa pinga y yo. Le paso la lengua por uno y otro lado, saboreando los restos de la descarga anterior que todavía la impregnan. Bajo y le mastico los huevos, frotando la nariz y aspirando ese olor que me resulta tan adictivo.
Sigo lamiendo ese tronco rebosante de nervios y vigor, sintiendo como se endurece cada vez más. Me lo meto en la boca, hundiéndolo en mi paladar hasta que me rebota en la garganta. Y aunque lo intento, ya no puedo comerme más.
Se lo chupo con fruición, ávida, golosamente, disfrutando cada pedazo con el entusiasmo y devoción que solo se puede expresar cuándo se está frente a algo que te gusta más que cualquier otra cosa en el mundo. Y a mí me gusta su verga, me gusta él, me gusta toda su persona, su forma de hablarme, de mirarme, de cacharme.
Ésta vez el preservativo se lo pongo yo. Me subo encima suyo, me acomodo el pincho entre los labios de la concha, y dejándome caer, lo absorbo todo, al completo.
-¡Ahhhhhhhhhh...!- alcanzo a exhalar cuándo me llega a lo más profundo, allí dónde resulta tan bienvenido.
Me tomo un tiempo, apenas segundos, para volver a acostumbrarme a su tamaño que, adentro, se me hace aún más inmenso. Echo la cabeza hacia atrás y entre plácidos suspiros, lo empiezo a cabalgar, arriba y abajo, moviéndome con mas fuerza y entusiasmo cada vez. El Chamo me toma de la cintura y me acompaña en la montada, para luego seguir hacia arriba, por mi torso y apoderarse de mis pechos. Me los amasa, me los aprieta, los atrae hacia su boca y me los chupa, me los muerde. Entonces me vuelve a sujetar por la cintura y arremete desde abajo, impactándome con toda su fuerza. Me hace gritar, delirar de placer.
-¡Ahhhhh... Ahhhhhh... Ahhhhhhhh...!- mis orgasmos se encadenan uno detrás del otro, fuertes, intensos, poderosos.
El último me resulta fatal, un estruendo que me deja literalmente al borde del desmayo. Pego un grito, casi un rugido, y me desarmo entre sus brazos, shockeada por el impacto.
Decidido a no darme tregua, me tumba de espalda, y me vuelve a dar con todo, cachándome con un ritmo brutal y desquiciado.
Sigo acabando como una yegua, empapando la cama con oleadas de flujo, orina o lo que sea que me sale de adentro.
-¡Siiiiiiii... Así... Dale... No pares... Ahhhhhhh... Reviéntame...!- le grito desesperada, moviéndome con él, acoplándome a sus movimientos.
Nos cachamos con furia, con rabia, con un ímpetu destructivo que nos incita a golpearnos hasta hacernos daño. Voy a terminar con las piernas machucadas, pero no me importa, quiero arrancarme de adentro ese deseo que me corroe las entrañas. Quiero vacíarme, expulsar hasta el último polvo que tengo adentro.
-¡Arghhhhhhh..., arghhhhhhhh...!- ruge el Veneco cada vez más cerca de un nuevo estallido.
Es entonces que se me ocurre, ya lo había fantaseado antes, pero éste es el momento, así que se lo digo.
-¿Estás segura?- me pregunta.
Le digo que sí moviendo la cabeza, mordiéndome el labio inferior. Estoy más que segura, convencida de lo que quiero.
Me penetra unas cuántas veces más, con renovado brío, incitado quizás por lo que le estoy pidiendo, y cuándo está ya casi a punto, la saca, se arranca el preservativo, y dándome con el gusto, me acaba en la boca.
Es impresionante lo que eyacula, teniendo en cuenta que ya se había echado un polvo antes. Siento que me desborda, y que el semen me sale por las comisuras de los labios, pese a mis intentos por contenerlo.
Trago lo que puedo, succionando aquel surtidor con todas mis ganas.
No es la primera vez que lo hago, suelo hacerlo cuándo estoy muy excitada, y estoy con alguien que me gusta mucho. Y el Veneco me gusta... demasiado.
Exhausto, se derrumba a mi lado. Yo también me siento rendida, sin fuerzas. Respirando todavía agitados, nos miramos y sonreímos. Ninguno tiene prisa por levantarse.
Nos quedamos acostados, desnudos todavía, platicando. Es ahí que me cuenta que en Venezuela están su esposa y tres hijos. Que él llegó hace apenas un mes a Lima, tras estar trabajando una temporada en Tumbes. Todo lo que gana en la ferretería y en algún que otro cachuelo, es para mandárselo a su familia. Prácticamente como la mayoría de venezolanos.
Finalmente, y muy a mi pesar, tenemos que levantarnos. Yo todavía tengo que hacer las compras para esa noche y él debe regresar a la ferretería. Ya vestidos nos despedimos en la puerta con un beso largo y profundo. Hasta la próxima vez que nos veamos (cojamos) de nuevo.
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