Marisa está sentada en una silla, con las manos atadas al respaldo. Unos hombres encapuchados habían entrado a la noche. Todavía no sabía cómo lo habían hecho, no había escuchado el ruido de la puerta siendo forzada, y ella siempre fue de tener el sueño ligero y se despertaba por cualquier sonido.
Tres hombres habían entrado a su cuarto, y uno de ellos le tapó la boca, haciendo que se despierte por la presión repentina que sentía en su rostro.
Le pidieron plata. Ella les señaló enseguida el lugar donde tenían guardado lo que su familia gastaría a lo largo del mes. Pero se sorprendió al notar que los delincuentes confiaban en su palabra y no buscaran en cada rincón de la casa.
Lo que hicieron en cambio, fue agarrarla con brusquedad del brazo, y sacarla, semidesnuda, de la cama.
Llegando a la planta baja, en el comedor, pudo ver que su hija Brenda estaba sujetada, con las manos atrás, como si estuviese esposada, por otro hombre encapuchado. En total eran cuatro. La hicieron sentarse en la silla del comedor, y le ataron las manos.
— ¿Qué quieren? — preguntó Marisa.
El hombre que la había sacado de su cama, se acercó a ella, e inclinándose a su misma altura, con la cara muy cerca de la suya, le dijo:
— A ustedes, las queremos a ustedes.
Marisa empalideció, y tembló de miedo. Pero aún en esa situación tan dramática, pudo comprender a los delincuentes. Ella tenía cuarenta años, muy bien llevados, y estando sólo en ropa interior, inmovilizada, completamente a merced de sus captores, debería representar una imagen sumamente atractiva para los encapuchados.
— Voy a hacer lo que me digan, pero no lastimen a la nena, por favor. — suplicó Marisa. “Ojalá estuviera Alberto acá, pensó”, recordando a su marido, a quien esa noche le tocaba trabajar en el turno nocturno, pero enseguida desechó la idea. “¿qué hubiese hecho ese cornudo inútil en una situación como esta? Sólo empeoraría las cosas, seguramente haría algo que pusiera violentos a los delincuentes”. Su marido, desde hace años sólo le causaba insatisfacciones, ni si quiera en la cama podía complacerla ya, cosa que la obligaba a buscar otros machos que le quitaran la calentura. A veces lo odiaba, y en ese momento lo detestó más que nunca.
— Si tu nena no se resiste, ni grita, y hace todo lo que le pedimos, no las vamos a lastimar. — le prometió el encapuchado que parecía ser el líder.
La “nena” tenía veinte años, y a diferencia de su madre, que dormía semidesnuda, fue sacada de la cama con un camisón rosa, con dibujos de corazones de un rosa más fuerte. Era tan linda como lo fue Marisa hace veinte años, y sería tan hermosa como lo era su madre a los cuarenta. A diferencia de su progenitora, que tenía caderas anchas y piel morena, ella era de cuerpo esbelto y de piel clara como la de su padre Alberto, tenía unos ojos celestes risueños, cualquiera la podría confundir con un ángel, pero a su corta edad era toda una diabla en la cama, y hacía pasar por un infierno a todos los hombres que cometían el error de enamorarse de ella.
— Se va a portar bien, pero por favor no nos lastimen. — dijo Marisa. — ¿Cierto Brenda?
La chica sólo agachó la cabeza, pero sabía que iba colaborar, ella misma le había enseñado a utilizar su sensualidad en su favor, dándole a los hombres lo que ellos querían a cambio de diferentes favores. Brenda lo había hecho muchas veces ya, e incluso, en una ocasión, se acostó con un profesor de la facultad para que este la apruebe en el examen.
Marisa vio como el hombre que la tenía agarrada de las manos a su hija, puso sus manos en los hombros de Brenda y tiró fuerte hacía abajo, obligándola a arrodillarse. La chica comenzaba a llorar.
— Tenés que ser fuerte Brenda. — Le dijo Marisa, pegada a la silla donde la habían atado. — es por nuestro bien, vas a ver que salimos adelante.
Dos de los encapuchados comenzaron a manosear a su hija, primero a través del camisón, frotándole las tetas, las piernas y el culo. Le levantaban el rostro agarrándola del mentón cada vez que agachaba la cabeza para no ver lo que le hacían. Las lágrimas recorrían la mejilla de la chica, pero no se resistía. Las manos empezaron a meterse por debajo del camisón, los desconocidos sentían la piel suave de la joven universitaria, que por primera vez en su vida no disfrutaba mientras era manoseada. Uno le bajó la bombacha, que también era rosa y metió su cabeza encapuchada entre medio de las piernas para besar su muslo.
Marisa veía todo, sin perder detalle, pero de repente su visión fue nublada por un objeto duro y carnoso.
El hombre que le había prometido no lastimarlas si se portaban bien, se había bajado los pantalones y asomaba su falo erecto a la boca de Marisa.
Abrió la boca y lamió la cabeza del pene que pretendía ultrajarla, y luego se lo tragó. Era muy difícil mamarla estando maniatada, pero hizo lo mejor que pudo, se lo tragaba casi entero, hasta que se atragantaba con la cabeza del miembro, lo que la hacía abrir desmesuradamente los ojos, y largar lágrimas. El delincuente, un tanto sádico, no la libraba de su fierro, sino que empujaba con más fuerza y sólo cuando ella se retorcía encima de la silla la libraba, sólo para, luego de que ella respirara por unos segundos, clavársela de nuevo hasta hacerla ahogar otra vez.
De reojo, con la vista nublada por las lágrimas, podía ver a su hija que ya estaba en cuatro patas, con el camisón todavía puesto, siendo empalada por uno de los tipos mientras se comía la pija de otro. El cuarto hombre se mantenía en silencio, fuera del alcance de su campo visual. No podía ver la cara de su hija, porque el trasero peludo del tipo que estaba siendo mamado le tapaba la visión, pero el cuerpo de la chica se movía con agilidad sobre el piso, y a pesar de estar siendo cogida con fuerza, no le dificultaba mucho chupársela al otro, por lo que asumía que la nena estaba bien y estaba haciendo las cosas lo mejor que podía.
Estaba orgullosa de su hija. En el mundo machista había que hacerse lugar abriendo las piernas o agachándose, esa era la realidad, y las que la asimilaran más rápido, serían las que más rápido progresarían. Si no fuese por su sexo, no hubiese conseguido un trabajo de medio tiempo bien remunerado, ni tampoco hubiese conseguido vacante para Brenda en una secundaria prestigiosa. Ahora era el sexo lo que las sacaría de ese problema, la nena lo entendía y hacía lo necesario.
De repente Marisa sintió los golpes que el tipo le propinaba en la cara con su miembro, para luego acabar en su cara.
— Tomate toda la leche mamita. — le ordenó el líder de los encapuchados.
Marisa abrió la boca, pero la mayoría del semen había ido a parar alrededor de sus labios, por lo que una vez que tragó las gotas que cayeron en su lengua, lamió sus labios haciendo un movimiento circular con su lengua, juntando el resto de la leche y tragándosela también.
De repente sintió que sus manos estaban siendo liberadas. Era el cuarto tipo, aquel que se había mantenido al margen, quien estaba desanudando la cuerda con que la habían atado.
Agarrándola del brazo le indicó a Marisa que se pare. Luego se le acercó desde atrás y le susurró al oído.
— Ponete en cuatro, perrita. — la voz era extraña, como si la estuviese distorsionando. Luego le dio un fuerte cachetazo en el culo.
Ella se sintió extrañamente excitada. Se arrodilló en el piso y se puso en la posición que le indicaron. Levantó el culo, como llamando a su violador para que hiciera lo que quisiese. Sabía que su trasero volvía loco a los tipos, incluso en las situaciones más inverosímiles no podían evitar mirárselo. Por ejemplo, en un bautismo, un tipo la comió con la mirada, en frente de su esposa, lo que por supuesto indignó a la mujer. Pero a Marisa esas cosas la divertían, y claro, luego se llevó a la cama al hombre en cuestión.
El cuarto encapuchado le quitó la bombacha de un tirón, haciéndola trizas, se arrodilló detrás de ella, le dio un mordisco al culo y luego otra nalgada. Ella disfrutó de la brusquedad del delincuente, de hecho, así era como le gustaba que la posean, no como el imbécil de su marido Alberto que parecía pedir permiso con cada cosa que le hacía..
El tipo se hizo espacio entre las piernas de Marisa y atacó con fuerza con su sable duro.
Mientras era cogida con contundencia, veía a su hija siendo todavía penetrada por los mismos hombres. Parecía que ya la habían acabado, porque su pelo tenía una mancha blanca. Ahora estaba boca abajo, todavía con el camisón rosa puesto, pero la ternura que generaría una chica de rostro angelical con esa prenda sexy pero recatada, sería reemplazada por la calentura que genera cualquier yegua hermosa siendo empalada.
Brenda estaba recostada sobre uno de los encapuchados, que le ensartaba su miembro en el culo, mientras que el otro, encima de ella, la penetraba por la vagina. La nena ya no lloraba, sino que gritaba de placer cada vez que la empalaban, principalmente cuando era ultrajada por el culo.
Ver a su hija bien la tranquilizó, y ahora que la nena no podía reprimir los gritos de goce, ella tampoco lo haría. Las embestidas de toro que estaba recibiendo ya la habían hecho mojarse, y estaba muy cerca de llegar al orgasmo. Deseaba que no paren de penetrarla con esa misma potencia. El cuarto hombre se la metía hasta el fondo y chocaba con su trasero. El líder estaba en algún lugar mirando todo, pero se movía y ella lo perdía de vista. Los gritos de las dos mujeres subían en volumen cada vez más, pero los delincuentes no se preocupaban por eso, porque si alguien las escuchaba, simplemente pensarían que se trataba de un par de parejas que la estaban pasando bien.
Los hombres que se estaban empernando a su hija finalmente acabaron, casi al mismo tiempo, encima del camisón de la chica. Brenda quedó tirada en el suelo, agotada, con el cuerpo retorcido. Miró a su madre que estaba siendo cogida con fuerza, y se sorprendió al ver la cara de felicidad y placer al estar siendo violada por el encapuchado, y más aún se sorprendió cuando escuchó el grito inconfundible del orgasmo.
Los intrusos, contentos por la predisposición de sus víctimas se quedaron unas cuantas horas y las hicieron gozar como nunca lo hicieron. Brenda fue finalmente despojada del camión bañado en semen y sudor, y también se tomó la libertad de acabar sin sentir culpa alguna.
Las mujeres jamás volvieron a hablar del tema, pero cada vez que en la televisión había una noticia sobre violación, intercambiaban sonrisas cómplices, recordando esa noche, que pudiendo ser trágica, resultó de lo más placentera.
***
Esa noche, los violadores, aprovechando la oscuridad, se escaparon en el auto en el que habían llegado. Una vez que se alejaron unas cuadras, se quitaron las capuchas.
— Tenías razón Albertito. — dijo el líder. — qué buenas que estaban y qué putas que eran.
Alberto sólo contestó con una sonrisa. Hace años que incitaba a sus amigos a seducir a su esposa Marisa. Sólo les pedía a cambio que graben los encuentros, así luego los veía y se masturbaba con eso. Nunca pudo explicárselo pero esas cosas lo calentaban más que estar con su esposa en el cuarto de su casa. Las relaciones tradicionales no lo excitaban.
Por eso decidió entrar furtivamente a su casa, haciéndose pasar por un delincuente. Creía que iba a disfrutar esa situación, y no se equivocó. Ver a su esposa siendo violada por sus amigos lo excitó de tal manera, que se le puso más dura de lo que creía que podía estarlo, y luego la poseyó como nunca lo había hecho.
Con lo que no contaba era con la presencia de su hija. Creía que iba a estar en la casa de su novio, por lo que dudó en seguir adelante con el plan. Pero finalmente, ver a su nena cogida por todas partes, fue la cereza de la torta, le encantó el espectáculo que le dio. Se dio cuenta que, incluso alguien tan retorcido como él, todavía tenía en su interior lugres oscuros que no conocía y que debía explorar.
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