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El tónico familiar (13).

El tónico familiar (13).


EL TÓNICO FAMILIAR.


CAPÍTULO TRECE.
PRIMERA PARTE.


  Pasados un par de minutos me sobresaltó un extraño ruido en la sala de estar, como si algo se moviese por el suelo. En una casa de campo, era habitual que de vez en cuando entrase algún animal, un ratón, un pájaro e incluso una ardilla, así que no me asusté. Fui a la sala de estar, encendí la luz y detrás del sofá encontré al causante del ruido. Era un lechón. Un cerdito diminuto, rosado y tembloroso, que me miró con sus ojillos negros y correteó torpemente por la habitación.
  Un trueno hizo temblar los cristales de las ventanas y comencé a inquietarme de verdad. ¿Dónde estaba mi abuela y por qué demonios había un cerdo en la casa?
Regresé a la cocina, nervioso. Apagué el cigarrillo con fuerza en el cenicero e intenté calmarme con un largo trago de cerveza. El sonido de la lluvia atronaba en mis oídos y por primera vez la limpia y acogedora casa me resultó un lugar terrorífico, como le sucedía a mi madre cuando pasaba allí la noche. Miré de nuevo al cerdo, que olisqueaba el suelo de la sala de estar como si buscase algo. Recordé la última vez que había acariciado a un lechón, en la finca de Montillo, y un escalofrío me recorrió la espalda.
  Caminé por la cocina, encendí otro cigarro y me asomé a la ventana. Tras la cortina de agua que caía del cielo podía verse la verja de hierro y el camino de gravilla blanca y gris que llevaba hasta la casa. Un relámpago me deslumbró y el inevitable sonido del trueno retumbó a mi alrededor. Entonces escuché unos rápidos pasos en el exterior y vi una sombra moverse hasta el porche, quedando fuera de mi vista.
  Me asomé al recibidor y la puerta principal se abrió de golpe, dejando entrar a una figura encapuchada, alta y corpulenta, cubierta por un antiguo chubasquero verde oscuro.
—¡Santa Bárbara bendita! La que está cayendo, hijo.
  Casi suelto una carcajada de alivio cuando reconocí la voz de mi abuela. Colgó el capote empapado en el perchero de la entrada y se quitó las botas manchadas de barro mientras yo contemplaba las familiares curvas imposibles de disimular por su sencillo vestido de faena. Cuando entró en la cocina la abracé y el calor de su cuerpo, la mullida sensación de sus pechazos y su agradable olor a tierra húmeda me calmaron de inmediato. Su intuición maternal detectó mi inquietud y me acarició el pelo con ternura.
—¿Estás bien, cariño?
—Sí... Estoy bien. Algo cansado —dije. La besé y cuando nuestras lenguas se encontraron no hizo gesto alguno de rechazo o alarma, por lo que deduje que esa noche estaríamos solos—. ¿Dónde estabas?
—En el gallinero. La última vez que llovió salió una gotera y lo estaba revisando por si acaso.
—¿Y mis tíos? ¿Se han ido?
—Se fueron por la tarde. Dicen que vendrán el fin de semana que viene.
  Después de una breve sesión de morreos y caricias reparó en mi indumentaria y se apartó para verme de cuerpo entero. Caminó a mi alrededor y me observó con una dulce sonrisa en los labios y sus bonitos ojos verdes brillando de orgullo.
—¡Pero qué guapo estás! Pareces un general —dijo, colocándome con cuidado la gorra, que se había torcido durante nuestro efusivo saludo.
—Joder, no exageres —dije, riendo.
—¿Sabes una cosa? Siempre me han encantado los hombres de uniforme —afirmó, con cierta picardía.
  Tomé nota mental del dato para sacarle partido más adelante, pero en ese momento había algo urgente que solicitaba mi atención. Ese algo entró trotando en la cocina y pasó entre las piernas de mi abuela, quien se agachó y lo levantó en brazos. Se sentó en una de las sillas junto a la mesa de la cocina y lo acunó contra su pecho como si fuese un bebé, sonriéndole con ternura y haciéndole carantoñas con un dedo.
—¿Has visto a nuestro nuevo amiguito? ¿A que es para comérselo? —dijo.
Oin... oin oin... —respondió el amiguito.
  “Para eso son los cerdos, para comérselos”, pensé, aunque no dije nada. La verdad es que el bicho era una monada, tan pequeño y rosado, rozando con su hocico la enorme teta que para él debía ser como una montaña. Me alegré de que mi abuela estuviese vestida ya que ver al animalillo chupándole el pezón habría sido perturbador.
—Si, ya lo he visto. ¿De dónde ha salido? —pregunté, intentando ocultar mi recelo.
—Lo ha traído Monchito esta tarde. Dice que las cerdas han parido más crías de lo normal y que están regalando algunos a la gente del pueblo. O eso he entendido yo, ya sabes que el pobre no habla muy bien —explicó, aumentando mi preocupación.
—¿No te parece raro? Montillo nunca ha sido muy generoso que digamos.
  Mi abuela se encogió de hombros, sin dejar de mirar al lechón, que parecía encantado con su nueva “madre”.
—La verdad es que sí. —Se puso seria y desvió la vista hacia la ventana, cuyos cristales acababan de temblar debido a un nuevo trueno—. No me gusta recibir regalos de ese hombre, pero ¿qué iba a hacer? No quería disgustar a Monchito, con la ilusión que le ha hecho dármelo.
  A mi tampoco me gustaba que recibiese obsequios de Don Ramón, un tipejo sórdido que se follaba a sus hijas, pegaba a su esposa y trataba a su hijo retrasado como a un animal. Supuse que ella no conocía todos los desagradables detalles de la vida del porquero, o los sabía y, tan bondadosa como era, los consideraba rumores malintencionados. Lo que dijo a continuación no contribuyó a tranquilizarme.
—¿Sabías que de joven me pretendió?
—¿Quien? ¿Don Ramón? —exclamé.
—Si, hijo. Hasta cuando ya estaba de novia con tu abuelo andaba detrás de mi y me intentaba hacer regalos. Yo los rechazaba, claro. Un día vino a rondarme a casa... No a esta casa, a casa de mis padres. Tu abuelo andaba también por allí y casi se enganchan.
—¿Se pelearon?
—No, gracias a Dios, no llegó la sangre al río. Pero desde ese día no volvió a hablarnos. Claro que no se habla con casi nadie del pueblo... Aunque dicen que es muy amigo del alcalde.
—Si, eso dicen —dije yo, que conocía muy bien el compadreo de esos dos pervertidos.
—Pero bueno, no creo que tenga nada que ver. A estas alturas no me va a pretender, estando casado y todo. Además, este angelito no tiene culpa de nada... ¿Verdad que si? ¿Verdad que si, pequeñín? —dijo, hablándole al cerdo y acariciándole el hocico.
—Mejor no le cojas demasiado cariño. Cuando crezca habrá que matarlo —dije, con la falta de tacto que solía tener cuando estaba nervioso o de mal humor.
—¿Matarlo? ¿Pero qué dices? —exclamó ella, indignada—. No lo voy a matar. Hay mucha gente que tiene cerdos de mascota. Lo he visto en la tele.
  Caí en la cuenta de que, para ser una mujer de campo, mi abuela era muy compasiva con los animales. Además de las gallinas, que yo recordase en la parcela solo había tenido una cabra, que murió de vieja. Me enternecía verla acunar al cerdito pero por otra parte me escamaba que fuese un regalo de Montillo, más aún después de saber que había andado detrás de ella en su juventud.
—Esos cerdos son de otra clase, abuela, de los que no crecen. Este se pondrá tan grande que no entrará por la puerta.
—Bueno... Cuando crezca ya veremos que hacemos con él. Le he puesto una toalla vieja para que duerma y un comedero en el garaje. Ya le haremos un corralito al lado del gallinero. ¿Me ayudarás?
—Claro. Mañana no trabajo. Si no llueve se lo hacemos —dije, resignado.
—Gracias, cielo. Ya verás como tu también le acabas cogiendo cariño a Frasquito.
—¿Frasquito? ¿Le has puesto tu ese nombre? —pregunté. No pude disimular mi inquietud y ella la notó, a juzgar por su mirada.
—No. Monchito me ha dicho que se llama así. Se lo habrá puesto él.
  Podía ser casualidad, pero dudaba mucho que lo fuese. Frasquito, como los frasquitos de tónico. ¿Qué pretendía Montillo mandándome ese mensaje? Si quería comprar el brebaje solo tenía que llamarme por teléfono, o decírselo al alcalde. Si lo que buscaba era intimidarme no entendía el motivo. Que yo supiese el porquero no tenía motivos para estar enfadado conmigo. Miré al diminuto frasquito y no pude evitar acordarme de Pancho, el verraco de mirada demoníaca con el que la mujer de Montillo tenía relaciones antinaturales.
—Dime, ¿estabas sola cuando ha venido el tonto? —dije, en un tono que no le gustó nada a juzgar por cómo me miró por encima de sus gafas.
  Antes de responder, suspiró y soltó al cerdito en el suelo. Me cogió de la mano e hizo que me acercase más a ella.
—Si, vino después de que se fuesen tus tíos, ¿y qué? —Tiró de mi y me hizo sentarme sobre sus muslos, rodeándome con sus brazos—. No hace falta que te preocupes tanto por mí, cielo. Llevo dos años viviendo aquí sola y se cuidarme. Además, Monchito es inofensivo.
  “No es el retrasado quien me preocupa”, pensé, aunque al recordar su pollón taladrando a la estanquera y a su propia madre me intranquilizaba saber que había estado allí, a solas con la viuda más deseada del pueblo. La viuda en cuestión me quitó la gorra, dejándola sobre la mesa, para acariciarme la cabeza mientras me consolaba con tiernos besos en la mejilla y el cuello, mezclando de una forma natural y arrebatadora sus facetas de abuela y de amante.
—A tu abuelo también le afectaba el mal tiempo. Se ponía tristón y cascarrabias —dijo.
—No es eso. Solo estoy cansado. Doña Paz me ha tenido todo el día de aquí para allá —expliqué. Recordé que debía decirle lo de la cena en la mansión pero preferí dejarlo para más tarde.
—Anda, quítate el uniforme no se vaya a manchar, y ponte cómodo. Yo me voy a duchar y te hago la cena.
  Me dejó disfrutar unos minutos de sus labios y sus tetas y mi estado de ánimo mejoró considerablemente. Era muy estricta en cuanto a la higiene personal y cuando tenía que ducharse nada la hacía cambiar de opinión, así que tuve que dejar que se fuese, de mala gana, y seguir sus instrucciones. Fui a mi habitación y coloqué el uniforme con cuidado en una silla, quedándome en boxers. A pesar del mal tiempo hacía calor y pasé de ponerme una camiseta. Los arañazos de mi espalda ya no eran tan evidentes, y si mi abuela llegaba a verlos podía decirle que me había caído sobre unos rosales ayudando al jardinero de la mansión. Eso me llevó a pensar en mi primera noche allí, cuando me masturbé y eyaculé sobre un rosal después de la revelación erótica que supuso verla en camisón, dormida y ajena a los inapropiados deseos de su nieto. Solo habían pasado dos semanas, y me parecían meses.
  Lo del cansancio no era solo una excusa. El polvo con mi madre, unido a la larga y aburrida jornada, me habían dejado agotado, y mi abuela no se equivocaba del todo al sugerir que la tormenta afectaba a mi humor. Saqué de su escondite el frasquito de tónico y tomé una pequeña dosis. Podía arreglármelas sin la poción, pero no quería arriesgarme, ya que sin duda esa noche mi anfitriona esperaba que le diese matraca de la buena hasta altas horas de la madrugada, y por supuesto yo estaba deseando dársela.
  Salí al pasillo y al pasar junto a la puerta blanca del baño escuché el sonido de la ducha. Como recordaréis, en aquella casa no había pestillos ni cerraduras en las puertas, por lo que no tuve problemas a la hora de girar el picaporte y abrir una rendija. Tal vez os parezca una tontería que la espiase en la ducha, teniendo en cuenta que la había visto desnuda más de una vez, y volvería a verla esa noche, pero el morbo de observarla sin ser visto era algo diferente. Además, espiar en el baño a la mujer deseada era un clásico de las relaciones intrafamiliares y yo me había saltado ese excitante paso, que tampoco había cumplido con mi madre ya que en el piso de la ciudad sí que teníamos pestillo en el baño.
  Asomé con cautela la cabeza y allí estaba, en todo su curvilíneo esplendor, de pie en el centro de la bañera bajo la alcachofa de la ducha. La cortina de plástico, azul y con dibujos de flores, no estaba echada del todo y apenas obstaculizaba mi visión. El agua caliente resbalaba sobre su piel rosada y pecosa, formando una maravillosa cascada en los enormes pechos. Tenía la cabeza un poco levantada y los ojos cerrados mientras dejaba que el agua le mojase el pelo, convirtiendo sus rizos en mechones ondulados de un rojo más oscuro. Si las ninfas de los ríos tenían madres, seguro que se parecían a ella en ese momento.
  Giró sobre si misma, dándome la espalda, y ofreciéndome el húmedo espectáculo de sus anchas nalgas, que se unían a los robustos muslos con un profundo pliegue que podría haber dibujado Rubens (no se mucho de arte pero creo que era Rubens el que pintaba gordibuenas con muslazos y buen culamen). No podía verle las pantorrillas desde mi posición pero conocía tan bien sus rotundos volúmenes que podía imaginármelas al milímetro. Cerró la llave para no desperdiciar agua mientras se enjabonaba y cogió un bote de gel del estante que había junto la bañera. Dejó caer un chorro de espeso jabón en la palma de su mano y comenzó a extenderlo por su cuerpo, despacio pero con energía.
  Verla masajear de esa forma sus carnes, generando espuma y volviendo su piel aún más sonrosada, fue más de lo que pude soportar. Mi polla estaba tan tiesa que la tela de los boxers no podía impedirle apuntar hacia adelante, colándose por la puerta. Me los quité, los colgué en el picaporte y me deslicé dentro del cuarto de baño de puntillas, con el sigilo de un ninja empalmado. La katana del amor que llevaba entre las piernas se balanceó hacia los lados cuando me metí en la bañera, y dejó de moverse al apretarse contra la enjabonada nalga de mi abuela, al mismo tiempo que la abrazaba desde atrás y mis manos intentaban agarrar los resbaladizos pechos.
  Sorprender a alguien en la ducha no es lo más prudente del mundo. El sobresalto podría haberla hecho resbalar, arrastrarme en su caída y en el peor de los casos llegar a rompernos la crisma contra el borde de la bañera. Era una bañera antigua, grande y maciza. Por suerte no se asustó en absoluto. Soltó una risita y echó un brazo hacia atrás para azotarme una nalga.
—Te he visto hace un rato, granuja —dijo, mientras se daba la vuelta para mirarme a la cara.
  Al girarse mi verga resbaló por su piel, hasta quedar apretada esta vez contra la suave curva de su vientre, apuntando hacia arriba. El jabonoso roce me produjo un agradable hormigueo que se intensificó cuando sus tetazas se aplastaron contra mi pecho. Gracias a la diferencia de estatura me quedaban tan cerca de la boca que apenas tuve que esforzarme para saludar con los labios uno de esos pezones que tanto me gustaba chupar. Prefería su sabor natural, pero el olor afrutado y el amargor del jabón aportaron un toque exótico a la experiencia.
—¿Sabías que era yo desde el principio o has pensado que era mi tío David? —dije, malicioso.
  La broma sobre la confidencia que había compartido conmigo durante una de nuestras agradables charlas de desayuno le hizo fruncir el ceño y darme otro sonoro cachete. Después de haber pasado yo mismo por la experiencia de espiarla en la ducha, no entendía cómo mi tío había podido resistirse a intentar obtener de su hermosa madre algo más que material para pajas.
—No se te puede contar nada, ¿eh? —se quejó, fingiendo enfado—. ¿Y qué es esto de meterte en la ducha así por las buenas? ¿Es que no puedes esperar a que acabe?
—He pensado que deberíamos ducharnos juntos. Ya sabes, para ahorrar agua —dije.
—Claro, claro... Para ahorrar agua. Como si no te conociera, tunante.
  Deslicé las manos por su espalda hasta que mis dedos se hundieron en la tierna abundancia de sus nalgas, un poco tensas debido a su postura, ya que había tenido la gentileza de doblar un poco las rodillas para que pudiéramos besarnos sin que yo tuviese que ponerme de puntillas. Tan hechizado estaba por la danza de nuestras lenguas que no vi su mano moverse hasta la llave del agua y girarla.
—¡Aaah! ¡Joder, qué fría está! —exclamé cuando la alcachofa metálica descargó sobre mí su líquida munición.
—¡Ja ja! ¿No querías ducharte? Pues te vas a duchar —se burló.
  Realmente el agua estaba templada, pero el contraste con mi piel caliente me cortó la respiración. Al cabo de unos segundos resultó tan agradable como la compañía. Cuando estuve totalmente mojado, volvió a cerrar la llave, seleccionó otro envase de la repisa, esta vez champú, y se echó un poco en la mano.
—Anda, deja que te lave esas greñas de gitanito que tienes —dijo, hablándome como si fuese de nuevo un niño, cosa que lejos de cortarme el rollo me puso aún más caliente.
  Aplicó el champú a mi pelo mojado y lo extendió con un diestro masaje, frotando mi cráneo con la punta de los dedos. Me miraba con una sonrisa tierna en los labios y, al tener los brazos levantados, sus tetas se balanceaban un poco hacia los lados. El pezón que había chupado era visible pero el otro permanecía cubierto de espuma. A pesar de todo lo que habíamos hecho, ese acto tan sencillo y maternal, tan puro a pesar de la lujuria que flotaba entre ambos, me pareció lo más íntimo que habíamos compartido.
  Cuando terminó, cogí el bote de champú e hice lo mismo. Imitando sus movimientos, amasé con los dedos su pelo rojizo, suave como seda mojada. Ella se agachó un poco más para facilitarme la labor, ruborizada como si le diese un poco de vergüenza recibir tales atenciones de un hombre. Aparte de la peluquera a la que iba de vez en cuando, dudo que nadie le hubiese lavado el pelo nunca. Una vez cubiertas nuestras cabezas con espuma, cambió el envase por el de gel y se dispuso a ocuparse de mi cuerpo.
  Movía sus manos por mi piel con pausada energía, consciente de que aquello no era solo una simple ducha sino también los preliminares de un inminente ayuntamiento carnal. Frotó mis brazos y axilas, el torso y la espalda (no se percató de los arañazos, seguramente porque no llevaba sus gafas). Con cuidado de no resbalar, se arrodilló en la bañera. En esa postura, las formas de sus caderas me volvían loco, y mi erección ganó dureza, si es que eso era posible. Me restregó las piernas, me dio un breve y jabonoso masaje en los pies y nos reímos cuando metió la mano entre mis nalgas y la movió deprisa. Después pasó a las ingles, y de ahí a los huevos, manipulándolos con delicadeza.
  Solo quedaba una parte de mi anatomía sin frotar y no tardó mucho en recibir atención. Las manos de mi abuela se movieron a lo largo del tronco, muy despacio. Añadió más gel y las labores higiénicas se transformaron en una paja en toda regla. Me miró a los ojos, con esa encantadora expresión de “mira qué traviesa soy”. Aumentó un poco la presión y la velocidad, generando tanta espuma que caía formando nubes al fondo de la bañera. Mi respiración se aceleró y me olvidé por completo del lechón, de Montillo, de la tormenta y del mundo entero. De repente cerró un ojo con fuerza y chasqueó la lengua, molesta. Un poco de champú había resbalado por su frente hasta introducirse en uno de sus miopes pero preciosos ojos verdes.
—Vamos a enjuagarnos, cielo. Que me quedo ciega.
  Se puso de pie, giró la llave y el agua cayó sobre nosotros con tanta fuerza como la lluvia caía fuera de la casa. Volvimos a frotarnos las cabezas para aclarar bien el champú y muy pronto desapareció toda la espuma, dejando nuestros cuerpos impolutos y listos para ensuciarse de nuevo de la forma más gozosa posible. Estábamos muy cerca y la punta de mi polla rozó de nuevo su muslo. Ella miró hacia abajo, sonrió y la acarició por debajo con la punta del dedo, levantándola y dejándola caer para que rebotase en el aire.
—¡Pero mira qué hermosura! Parece un cirio pascual con un casco de romano —dijo.
—¡Ja ja! Abuela, se te va la pinza.
—¿Eh? ¿Qué pinza? —preguntó, confusa, mirando la cortina de la ducha.
  Volví a reírme y volvió a azotarme el trasero, pensando que me burlaba de ella. Después se giró hacia el borde de la bañera, como si fuese a salir, y la sujeté con cuidado por el brazo.
—¿Dónde te crees que vas? —dije, risueño pero con una pizca de viril autoridad.
—Pues a secarme, hijo.
—De eso nada. Vamos a hacerlo aquí. —Pretendía ser una orden pero sonó más como una sugerencia.
—¿En la bañera, mojados y todo? Qué ocurrencias tienes.
—¿Nunca lo has hecho en la bañera? —pregunté, como si yo fuese un experimentado follador de bañera, lo cual no era cierto.
—Pues no, tesoro. Tu abuelo era muy clásico para esas cosas... Bueno, y yo también. Alguna vez lo hicimos en el coche, de jóvenes. Y un verano que fuimos a la playa le dio la calentura y lo hicimos en el mar. ¡Imagínate! Allí rodeados de gente y con tu padre y tu tío haciendo castillitos de arena en la orilla. Yo no quería, pero a ver... le di el capricho, y después me picaba todo, tu ya me entiendes. Pero aquí en la bañera no, nunca.
—Venga, vamos a hacerlo. Quiero follarte en todas las habitaciones de la casa —afirmé.
—Ay, Carlitos... Cómo eres —dijo, medio riendo—. Pues creo yo que muchas ya no te quedan, ¿eh?
  Repasé mentalmente nuestros encuentros domésticos y la verdad es que tenía razón. Sin contar mi involuntario intento de forzarla, habíamos tenido un par de sesiones tórridas en la cocina. En la sala de estar me había mostrado por primera vez su extraordinaria habilidad oral, entre otras cosas. Por supuesto lo habíamos hecho en su dormitorio, como Dios manda. Y me hizo una paja en la piscina, así que la incluyo en la lista. Solo nos quedaba mi habitación, donde había tenido el primer “roce” con mi madre, el cuarto de invitados y el garaje. No me seducía la idea de hacerlo en el gallinero, y aunque hacerlo en la huerta tenía su morbo rural, dudaba mucho que ella quisiera chiscar al aire libre, arriesgándose a miradas inoportunas.
—Bueno, venga... Pero con cuidado, no vayamos a resbalar y tengamos un disgusto —accedió al fin, tras pensarlo (o fingir que lo pensaba) unos segundos.
—Tranquila, que yo te agarro.
  Y en efecto la agarré. Enganché las manos a las dos formidables mitades de su culazo mientras me lanzaba hambriento sobre el primer plato, que como de costumbre eran sus tetas. Chupé uno de sus pezones con tanta fuerza que se le escapó un gemido y una de sus manos se aferró a mis “greñas de gitanito”, aunque no llegó a tirar para apartarme. Su otra mano bajó por mi torso mojado hasta que sus dedos rodearon mi verga y me masturbó despacio, acercando cada vez más la punta a su entrepierna. Estaba deseando que se la metiera, y no pensaba tardar mucho en darle el gusto.
  Mis labios y mi lengua ascendieron por el extenso volumen de su pecho hasta el cuello, viajando despacio hasta el lóbulo de su oreja, para darle esos mordisquitos que tanto le gustaban y que la hicieron suspirar. No se si lo he mencionado antes pero mi abuela no tenía las orejas perforadas. Las escasas ocasiones en que usaba pendientes eran de esos que se sujetan con una pequeña pinza. Nunca le pregunté el motivo, pero teniendo en cuenta lo sensible que tenía esa parte del cuerpo la idea de atravesarla con una aguja no debía de resultarle agradable. Por mi parte, aproveché esa sensibilidad para llevarla al siguiente nivel de calentura, y cuando exploré con los dedos su carnoso coño no era el agua lo único que los humedecía.
—Ay... qué manos tienes, hijo... —susurró.
  Animado por su cumplido, le metí mano un buen rato, introduciendo los dedos o frotando su abultado sexo con la palma de la mano, desde el pubis cubierto de vello anaranjado y espuma hasta donde me permitía la longitud de mi brazo. Ella separó las piernas, con los pies apoyados con firmeza en las paredes de la bañera. Notaba en mi mano la calidez de sus fluidos, pero estábamos mojados y el agua no se lleva bien con la lubricación natural del cuerpo humano, así que antes de penetrarla señalé a los botes de la repisa.




CONTINUARÁ...





anal

1 comentarios - El tónico familiar (13).

GuasaveSoy +1
Estás en todoRelatos o eres una copia ???
GuasaveSoy +1
@AlienHado acabo de terminar el cap. 11 valla forma de terminar ... Espero que los demás estén ala altura de este o más