EL TÓNICO FAMILIAR.
CAPÍTULO DOCE.
SEGUNDA PARTE.
La cuestión era: ¿cómo iba a gastar esas inesperadas horas de libertad? Tenía un cochazo, dinero en el bolsillo y estaba cachondo. Una mala combinación, sobre todo para mí. Podía volver a la parcela, pero mis tíos estaban allí, y la imposibilidad de estar a solas con mi abuela resultaría frustrante. Podía ir a la mansión e intentar reanudar el cortejo a la hermosa doncella Victoria, pero estaría trabajando y no quería buscarle problemas con la despótica Francisca. O también podía ser un chico malo y elegir la peor de las ideas que zumbaban en mi recalentada sesera.
Y eso fue lo que hice. Conduje bajo la débil lluvia mañanera en dirección a la mansión, pero antes de vislumbrar sus fastuosos muros tomé un desvío hacia la ciudad. Disfruté como un enano de las miradas sorprendidas o envidiosas de los transeúntes y de otros conductores, que giraban la cabeza e incluso se detenían en la acera para apreciar la majestuosa belleza de Klaus. Cuando estaba parado en un semáforo, dos chicas de muy buen ver se quedaron mirando y las saludé con un galante levantamiento de visera. Un segundo después caí en la cuenta de que ellas no podían verme, ya que el Mercedes tenía cristales tintados y desde fuera era imposible saber qué ocurría en el interior, algo que sin duda había tenido en cuenta Doña Paz al instalar su dispositivo de placer automatizado.
No os sorprenderá saber que conduje hasta mi barrio y aparqué justo en frente de casa de mis padres. Reconozco que me excitaba el hecho de estar desobedeciendo a dos mujeres poderosas. Por un lado a mi jefa, que tal vez me despidiese si se enteraba de que había llevado a su querido Klaus a un barrio obrero. Por otro lado a mi madre, quien me había dicho que me tomase con calma nuestra ilícita relación y esperase su llamada. No sabía hasta que punto la enfadaría mi visita, a la mañana siguiente de haber compartido con ella una intensa hora de fornicio maternofilial en un motel, y esperaba poder manejar su reacción. Además, tenía una buena excusa: enseñarle a mi padre el Mercedes, si estaba en casa, y dejar que lo condujese. Ya que me estaba follando a su mujer, sería un detalle prestarle un rato a Klaus para que se sintiese como un magnate.
Cuando me bajé del coche, tres señoras que hacían corrillo bajo el toldo de la panadería me miraron sorprendidas y cuchichearon. Las saludé levantando la visera y corrí hasta el portal para no mojarme. Subí las escaleras y abrí la puerta de casa sin vacilar.
Eran más o menos las diez y media de la mañana y mamá estaba en el salón, barriendo el suelo. Estaba de espaldas y no me escuchó entrar ya que tenía puesto en la minicadena un disco de Luz Casal, una de sus cantantes favoritas. Me quedé apoyado en el quicio de la puerta, sonriente, observando como movía la escoba y todo su cuerpo al ritmo de la canción.
...Loca por volver
a saber de ti
Loca por tener
ganas de volver...
Hacía mucho que no la veía tan animada, hasta el punto de bailar sola y despreocupada mientras cumplía su tedioso deber de ama de casa, y me enorgullecí al pensar que yo era en gran parte el responsable. Llevaba puestos unos leggins rosa fucsia, un poco descoloridos, que se ceñían a las formas redondeadas de sus nalgas, y continuaban por los muslos que tanto me gustaba acariciar hasta la mitad de las bronceadas pantorrillas. Calzaba unas deportivas blancas sin calcetines, no muy diferentes a las de Doña Paz pero sin duda mucho más baratas. La vieja camiseta negra con las mangas recortadas dejaba a la vista unos centímetros de la espalda cuando se inclinaba hacia adelante y su rebelde flequillo rubio estaba sujeto por una fina diadema blanca. Bastó medio minuto para que se me pusiera tan dura como el palo de la escoba que agarraba como si fuese el pie de un micrófono, entonando la letra que se sabía de memoria.
...Me emociono
al volverte a ver
Y aún preguntas
quién dejó a quién...
Me gustaría decir que mi madre cantaba bien, pero eso sería idealizarla demasiado. La pobre sonaba como si le hubiesen prendido fuego a un gato afónico. Cuando terminó la canción aproveché el silencio para aclararme la garganta. Dio un respingo y se giró tan deprisa que casi le pega un escobazo a una lámpara.
—¡Hostia puta! Carlos... ¡Qué susto me has dado, imbécil! —exclamó, llevándose una mano al pecho.
Pasado el sobresaltó, me miró de arriba a abajo y su rictus de enfado se convirtió en una sonrisa que dio paso a una serie de incontrolables carcajadas. Se rió tanto que tuvo que apoyarse en el palo de la escoba.
—¡Oye! Pues todo el mundo dice que me queda muy bien, que lo sepas —me quejé, fingiendo enfado.
Apoyó la escoba en la pared y se acercó a mí, intentando contener la risa. Me examinó unos segundos, apoyó las manos en mi pecho, acariciando la tela negra del uniforme, y me miró con sus ojos color miel brillantes de hilaridad. Mi primer impulso fue apretarla contra mí y besarla en los labios, pero aún no sabía si mi padre estaba en casa, así que me limité a ponerle una mano en la cintura.
—Lo siento, cariño... Es que no me lo esperaba. Estás muy guapo, de verdad —dijo, a modo de disculpa, aunque se esforzaba por no reír de nuevo.
—¿Está papá? —pregunté, sin perder más tiempo.
—No. Está trabajando —respondió ella, ahora más seria.
La mano que tocaba su cintura la rodeó y empujó sus caderas contra las mías, mientras la otra subía hasta la nuca y acariciaba su pelo rubio. Sus manos aún estaban en mi pecho y me apartó con suavidad después de dejarme saborear su boca unos segundos. Suspiró y miró hacia el recibidor.
—Carlos... Aquí en casa no, joder. ¿Cuántas veces tengo que decírtelo? —me regañó, en voz muy baja— ¿Y qué haces aquí? Te dije que te llamaría y ni puto caso. Ya es la segunda vez que lo haces. Además, ¿no deberías estar trabajando, eh?
—Tranquila, mamá. Tengo unas horas libres —expliqué. Mi mano continuaba en la parte baja de su espalda y mi pulgar acariciaba la piel morena y suave mientras le hablaba—. Quería enseñarle a papá el Mercedes de la alcaldesa. Pensaba que los sábados curraba por la noche.
—Últimamente también echa unas horas por la mañana —dijo. Me quitó las manos del pecho y se rascó un codo, como una niña nerviosa—. Los fines de semana apenas le veo, y si está en casa está dormido o viendo alguna mierda en la tele.
Se hizo un silencio incómodo, algo habitual cuando hablábamos de mi padre. Por un momento, pude ver en las facciones de mamá la culpabilidad de una adúltera mezclada con el resentimiento de una esposa menospreciada e ignorada. Ahora que nuestra relación era más estrecha y compartía conmigo abiertamente sus problemas matrimoniales, me daba cuenta de que no sabía cómo ayudarla ni qué consejos darle. Solo podía intentar hacerla feliz, en la medida de mis posibilidades.
Le acaricié los hombros y le di un largo beso en la frente. Esta vez no me apartó, sino que me rodeó con sus brazos y apoyó la cabeza cerca de mi cuello, con un complacido ronroneo. Era difícil saber si quien me abrazaba era la madre que extrañaba a su hijo o la amante sedienta de placer, o quizá ambas al mismo tiempo. Mi verga no tenía tantas dudas, y abultaba tanto bajo mis pantalones que sin duda ella debía notarlo. No quería enfadarla insistiendo con hacerlo en casa, así que me aparté y le agarré la mano, tirando de ella hacia el recibidor.
—Vamos abajo y te enseño el coche. Ya verás qué bonito es —dije.
Se resistió un poco y nos detuvimos en mitad del salón. Miró hacia su propio cuerpo, valorando la humilde indumentaria que, en mi opinión, tan bien le sentaba.
—Espera. Mira qué pinta llevo.
—Mamá, es un coche. No se va a ofender.
Amagó con darme un pellizco en el costado, su castigo favorito cuando me burlaba de ella, y tras un breve forcejeo se escapó de mi presa. Apagó la minicadena, fue hasta el recibidor y cogió sus llaves. Sus leggins no tenían bolsillos así que las llevaba en la mano, y las hizo tintinear para llamar mi atención.
—Venga, vamos —ordenó, como si hubiese sido idea suya bajar a la calle.
Una vez abajo nos paramos junto a Klaus y le echó un buen vistazo. No le interesaba demasiado la automoción, pero el Mercedes era tan impresionante que dejó escapar un silbido de admiración y acarició con cautela la blanca carrocería, salpicada por las gotitas que seguían cayendo del cielo.
—Menudo cochazo, hijo... No deberías haberlo traído aquí. Imagínate que te lo rayan o lo intentan robar. Hay mucho desgraciado en este barrio.
—No pasa nada —dije.
Miré alrededor y comprobé que el corrillo de señoras bajo el toldo de la panadería nos miraba. Un anciano con bastón observaba a Klaus desde la acera de enfrente y también teníamos público en un par de balcones. Sin preocuparme de las miradas curiosas, abrí la puerta del copiloto e hice una exagerada reverencia.
—Suba usted, señora.
Mi señora madre soltó una mezcla de carcajada y resoplido, mirando de reojo a las señoras cotillas, sin moverse del sitio.
—Anda ya. ¿Cómo me voy a subir?
—Pues subiéndote. Venga, no seas tonta. Ya verás qué cómodo es —insistí.
Con una de sus habituales muecas sarcásticas, terminó por ceder, quizá más por ocultarse a la curiosidad de los vecinos que por complacerme. La ayudé sujetándola del brazo en actitud servil y ceremoniosa, cosa que la hizo sonreír. Cerré la puerta con cuidado, rodeé el coche y me puse al volante. Me hizo gracia verla sentada con la espalda recta y las rodillas juntas, como si no quisiera ofender al lujoso asiento con su peso.
—Qué grande es por dentro. Y esto es cuero bueno —dijo, acariciando la tapicería.
—Ya te digo. Bueno... ¿Dónde quiere ir la señora? —pregunté.
—¿Qué dices? No vamos a ninguna parte. Tengo muchas cosas que hacer en casa.
—Déjate de rollos. ¿Cuándo vas a tener la oportunidad de dar una vuelta en un coche como éste con chófer y todo, eh?
De nuevo, su deseo por salir de la rutina se impuso a su sentido común. Me miró con el ceño medio fruncido y una sonrisa irónica, haciendo girar las llaves de casa en su dedo.
—No deberíamos alejarnos mucho. Tu padre conoce este coche y podría vernos —dijo, aunque no perdió del todo la actitud juguetona.
—¿No te has fijado en los cristales? No se ve nada desde fuera. Si ve el coche pensará que llevo a la alcaldesa y no nos molestará —dije.
—¿No se ve nada de nada?
—Nada en absoluto —confirmé.
—¿Nada de nada?
—Nada. Te lo juro.
—¿Seguro?
—Segurísimo.
Dejó de hacer girar las llaves, me miró como una pantera miraría a un indefenso cervatillo y con movimientos sinuosos se acercó a mi asiento, esquivando la palanca de cambios y clavando una rodilla en el borde de mi asiento. Cada vez había más gente mirando el Mercedes, pero ninguno de ellos pudo ver cómo Rocío, la mujer del taxista, y su hijo se daban el lote como dos adolescentes que buscasen cada uno en la saliva del otro una cura para la fiebre que los poseía. Su boca se abría, voraz e incansable, para recibir mi lengua igual que yo recibía la suya, tan caliente como su agitado aliento.
—Joder... Te pone esto de tener público, ¿eh? —dije, cuando me dio un respiro.
Miró por las ventanillas y comprobó que, en efecto, había al menos diez personas mirando el coche desde diferentes puntos de la calle. Soltó un gruñido asqueado y volvió a su asiento. Esta vez se sentó más relajada, con las piernas cruzadas y disfrutando la comodidad del respaldo.
—Qué panda de cotillas. Parece que no hayan visto un coche en su puta vida —se quejó.
—Uno como éste seguro que no —dije.
—Arranca. Vamos a... Yo que sé. ¿Dónde vamos?
—Tengo una idea —afirmé, ufano.
—No voy a ir al barrio de las putas en pleno día, si esa es tu idea —dijo mi madre, levantando una ceja.
—No, no es eso. Ya verás.
Arranqué y salimos de la calle ante las miradas de nuestros vecinos, que no sabían lo que pasaba y no podían siquiera sospecharlo. Abandonamos el barrio y conduje por el centro. A pesar de los cristales tintados, siempre que nos cruzábamos con un taxi mamá estiraba el cuello e intentaba ver la cara del conductor. Que yo sepa, no nos cruzamos con mi padre. Ignorando con una sonrisa burlona las insistentes preguntas y pellizcos de mi acompañante, encontré lo que buscaba. Era un enorme y abigarrado edificio del siglo XIX, y también uno de los hoteles más lujosos y caros de la ciudad. No creo que hubiese podido pagar una habitación ni usando todo el dinero que tenía, pero de todas formas ese no era mi plan. Pasé de largo la suntuosa fachada y conduje despacio hasta la entrada del aparcamiento subterráneo, al que se accedía por un túnel descendente.
—¿Pero qué pretendes? —exclamó mi madre, preocupada y al mismo tiempo excitada por nuestra inesperada aventura matinal.
—Ya verás.
Me detuve frente a la barrera que cortaba el paso. Junto a una garita, un tipo serio con un uniforme no muy diferente del mío aunque de color rojo, saludó con la mano en dirección a mi ventanilla y pulsó un botón, dándome paso libre. Entré en el aparcamiento y comencé a buscar sitio entre las columnas de hormigón.
—Hay que joderse... Nos ha dejado pasar así sin más —comentó mamá, sorprendida.
—Es lo que tiene ser rico. O al menos parecerlo —dije.
Tras dar una vuelta por el aparcamiento encontré una plaza libre junto a una columna, en una zona menos iluminada que el resto ya que al parecer se había fundido un tubo halógeno. Aparqué y miré a mi acompañante, con aire triunfante.
—Ayer un motel de mala muerte y hoy un aparcamiento. Vamos mejorando, cariño —dijo ella, socarrona.
—Cuando sea rico te traeré a la mejor suite que tengan.
—Pues ya puedes empezar a ahorrar, Rockefeller.
Era agradable simplemente pasar el rato con mamá y bromear con ella, pero no tenía todo el día y la bestia de un solo ojo atrapada en mis pantalones tenía prisa por salir de caza. Esta vez fui yo quien se abalanzó sobre ella. Mientras la besaba, me quité la gorra y se la puse, cosa que la hizo reír y mirarse en el espejo.
—¿Me queda bien? —preguntó, inclinándola a un lado con coquetería.
—Del carajo.
—Qué fino eres, hijo.
—Fina te voy a poner.
—¡Ja ja!
Volvimos a dejarnos llevar por la vorágine de besos y caricias, sin hacer caso de los vehículos que escuchábamos moverse por aquella enorme cueva de cemento y acero. Le saqué sin esfuerzo la camiseta por la cabeza, después de quitarle la gorra y dejarla en el salpicadero, y me lancé a lamer y chupar los pezones, duros y sabrosos, rodeados por la piel más clara fruto de las marcas de bronceado. Ella tenía la respiración acelerada y me acariciaba la nuca y el pelo.
—Deberías... quitarte el uniforme, cielo. Se te va... a arrugar —me aconsejó. Lejos de cortarme el rollo, esa actitud maternal me calentó aún más.
Obedecí y me quité toda la ropa sin perder un segundo, colocándola en el asiento de atrás. Me quedé totalmente desnudo, y cuando vio mi polla tan dura como la palanca de cambios su sonrisa asimétrica se acentuó y entornó un poco los ojos. Pensé que había llegado el momento de ponernos más cómodos, así que busqué el botón en el lateral de su asiento y lo abatí por completo. Para dos personas de nuestro tamaño era casi como una cama pequeña de suave cuero.
—¿Por qué no pasamos atrás? —preguntó mi madre, mientras se quitaba las deportivas.
—¿Atrás?
—Si, al asiento de atrás. Es más grande que el sofá de casa.
Ni hablar, pensé, cuando apareció en mi mente el monstruoso falo metálico de Klaus. Sabía que era una estupidez, ya que solo Doña Paz sabía activar el mecanismo y el coche no tenía voluntad propia, pero prefería no poner ninguno de nuestros orificios al alcance del chisme. Por otra parte, no se me ocurría ninguna excusa que ponerle a mi madre, quien ya se había quitado los leggins y las bragas y estaba desnuda, al igual que yo. Decidí arriesgarme a ignorar su sugerencia y pasé a la acción.
Me arrodillé y acaricié la suave cara interior de sus muslos, separándolos para dejar expuesto el triángulo de vello negro, enmarcado por otro triángulo mayor de piel clara que contrastaba con el bronceado de su vientre. Hundí mi larga nariz en el felpudo rizado, aspirando su primitiva fragancia, y mi lengua no tardó en aventurarse entre los pliegues de su coño. Suspiró y separó más las piernas, rendida a mi recién descubierta habilidad oral.
—Mmm... No tendría que... haberte enseñado... a hacerlo tan bien... —dijo, con voz temblorosa.
Después de poner en práctica sus enseñanzas durante un rato, con largos y lentos lametones, chupé el hinchado clítoris mientras le metía dos dedos, que salían empapados de la estrecha raja. Apoyó los pies cruzados en mi espalda y sus caderas se elevaron un poco, separando las nalgas del cuero del asiento, entre gemidos y susurros.
—Así, cielo... muy bien... asiasiasiasiii... uffff...
Estaba a punto de llegar al clímax y decidí jugar un poco con ella. Interrumpí el placentero cunilingus, la obligué a bajar las piernas y me miró con una mezcla de impaciencia y curiosidad. Con cuidado de no hacerle daño, me moví sobre al asiento hasta colocar las rodillas cerca de sus hombros, de forma que mi verga quedó suspendida, tiesa y cabeceante, a un palmo de su rostro. Mi cabeza tocaba el techo, obligándome a encorvarme un poco, pero la postura no resultaba incómoda.
—Venga, te toca —dije.
No tuve que insistir. Sonrió y deslizó el cuerpo un poco hacia abajo, de forma que mi polla quedó sobre su cara, con la punta tocando la frente, y sentí su lengua tocando mis testículos. Los lamió, chupó y besó, incluso llegó a metérselos en la boca, humedeciendo mi escroto con su cálida saliva, mientras me masturbaba despacio usando las dos manos. De nuevo quedé impresionado por su destreza manual, esta vez combinada con una sorprendente comida de huevos, que interrumpió de repente para volver a deslizarse un poco hacia arriba, apoyando los codos en mis muslos, de forma que solo tuvo que levantar un poco la cabeza para meterse en la boca mi capullo.
Me miraba a los ojos, con una intensidad que me intimidaba un poco pero me volvía loco. Sin dejar de pajearme a dos manos me la chupó sin descanso, dejando entrar en su boca poco más que la punta, succionando con fuerza y parando a veces para lamer el frenillo o la suave parte inferior del tronco. En pocos minutos estaba a punto de correrme, cosa que por supuesto ella notó. Mi cabeza hervía de tal forma que no sabría decir qué coño hizo a continuación. Su ágil y menudo cuerpo se movió sobre el asiento y de repente era yo quien estaba tumbado bocarriba y ella sobre mí, besándome y clavando sus duros pezones en mi pecho.
Ninguno de los dos decía una palabra, ni falta que hacía. Nos entendíamos con nuestros cuerpos mejor que cuando hablábamos. Sin dejar de besarme, metió el brazo entre ambos, agarró mi verga y se contorsionó hasta que la punta rozó su coño. Movió las caderas y la hizo entrar poco a poco, con los ojos cerrados, dejando salir un largo y profundo suspiro mientras volvía a concederme el privilegio de entrar en su cuerpo. Y volví a tener esa sensación que iba más allá del amor y del deseo, esa certeza de que nunca me sentiría tan unido a nadie como a ella en ese momento.
A pesar de estar en un coche ajeno, en el garaje desconocido de un hotel, nos sentíamos aislados del mundo entero. Fue un polvo largo y pausado, quizá el mejor hasta ese momento. Ella se corrió dos veces, la primera mientras me cabalgaba moviendo las caderas adelante y atrás, con mi polla clavada hasta el fondo. La diadema se le había caído de la cabeza en algún momento y el flequillo le tapaba un ojo, dándole un aspecto salvaje e indisciplinado, el mismo que debía de tener en sus tiempos de jovencita rebelde. La segunda vez se retorció de placer entre mis brazos mientras la empotraba contra el asiento en la postura del misionero, con sus piernas alrededor de la cintura y sujetándole las muñecas sobre la cabeza.
Yo conseguí aguantar, a duras penas, hasta que me ordeñó usando de nuevo las manos y la boca. Por un momento pensé que iba a tragárselo, como hacía mi abuela, pero en el último momento, cuando comencé a gemir y jadear, apuntó hacia abajo y la abundante descarga de semen impactó en su pecho y una buena parte manchó también su abdomen.
—Joder, cómo me has puesto —se quejó mirando el resultado de mi orgasmo, aunque no estaba realmente enfadada—. Y no he traído el bolso. A ver cómo me limpio yo ahora.
—Tranquila, hay toallitas en la guantera —dije.
Las saqué y se las di, después de coger una para limpiarme la polla.
—¿Son tuyas o de la alcaldesa? —preguntó.
—Las meterá ahí algún criado por si las necesita. No creo que Doña Paz se preocupe de esas minucias —dije.
—No será de esas señoras que tienen un lío con el chófer, ¿eh? —dijo mi madre, burlona, mientras limpiaba mi lefa de su piel.
—No digas chorradas. Tiene edad para ser mi abuela —me indigné, de forma bastante creíble.
—Yo tengo edad para ser tu madre, y ya ves...
—Tu estás muy buena. Para ser una cuarentona, claro —añadí, para picarla.
—Ay, qué cosas tan bonitas me dices, hijo —suspiró, irónica.
En menos de diez minutos limpiamos el asiento, lo coloqué en su posición original y nos vestimos. Tras asegurarme de que no había nadie cerca, salí y tiré a una papelera las toallitas sucias. Volví a ponerme la gorra y nos quedamos unos minutos allí sentados, como si no hubiese pasado nada fuera de lo normal. Mamá tenía una ligera sonrisa en los labios, pero a sus ojos asomaba cierta tristeza mezclada con la pasajera felicidad, un brillo agridulce que yo comenzaba a conocer muy bien. Pasado el arrebato lascivo, volvían a asaltarla las dudas, sobre la infidelidad y sobre nuestra relación clandestina. No me gustaban esas dudas e intenté ahuyentarlas cuanto antes.
—Me queda mucho tiempo. ¿Quieres que demos una vuelta? —dije, en tono animado.
—No. Mejor llévame a casa.
Arranqué sin llevarle la contraria. Aún no sabía manejar su voluble carácter (mi padre no lo había conseguido en más de veinte años) y estaba en ese punto en que podía enfadarse de repente por cualquier tontería. Si no fuese mi madre, podría haber pensado que me usaba para desahogarse y después se deshacía de mí como quien esconde un vibrador en el cajón de las bragas. Pero ella no era así. Su situación era más complicada que la mía y era injusto echarle en cara sus cambios de humor.
Durante el camino de vuelta hablamos del mal tiempo, de la tormenta que se avecinaba, de mi trabajo, de su monótona vida de ama de casa, y poco más. De vez en cuando me acariciaba el muslo pero no parecía que fuese a haber más acción genital por esa mañana. Cuando aparqué frente al bloque Klaus atrajo de nuevo las miradas de varios vecinos y aprovechamos la intimidad de los cristales tintados para un largo y tierno beso de despedida. Cogió sus llaves del salpicadero y me dedicó una larga mirada antes de bajarse.
—Te diría que no vuelvas a venir sin avisar, pero no vas a hacerme caso, ¿verdad? —dijo, en un maternal tono de reproche.
—Lo intentaré. Pero te echo de menos —dije.
—Fue idea tuya quedarte en el pueblo. Te dije que volvieras. —Suspiró, pensativa, y torció un poco la boca—. Yo también te echo de menos, pero la verdad es que es mejor que estés con la abuela. Si vivieses en casa terminaríamos haciendo alguna tontería y tu padre se olería la tostada.
—Creo que podríamos follar en el sofá mientras ve la tele y no se daría cuenta.
—No te pases —me regañó. Mi broma no le había hecho ninguna gracia—. Creo que tu padre no se merece que nos burlemos de él.
—Tienes razón. Lo siento.
Aceptó mis disculpas con otro largo beso y se bajó del coche. Se despidió agitando la mano, sonriente y con el travieso flequillo rubio de nuevo tapándole un ojo. Arranqué y mientras me alejaba me di cuenta de que el corazón me latía a toda velocidad, y no quería hacer otra cosa que ir tras ella, besarla y abrazarla hasta que se acabase el mundo. De nuevo me asaltó el miedo de estar enamorándome y temí que ya fuese demasiado tarde. Eso solo complicaría una relación que ya era lo bastante peliaguda.
Llegué a pensar, egoístamente, que todo sería más fácil si mi padre fuese un hijo de puta, si la tratase mal o le pegase. Entonces podría hacerme el héroe sacándola del infierno, con autoridad moral para arrebatársela a su marido. Pero ese no era el caso. Si aquel matrimonio se rompía debía ser sin mi intervención, y era ella quien debía dar el primer paso.
Conduje hasta salir de la ciudad y deambulé por las tranquilas carreteras que rodeaban los montañosos paisajes de la zona. Aunque el cielo seguía nublado había dejado de llover y abrí las ventanillas para que el interior del coche se ventilase bien. Hice tiempo y volví al club a las dos menos cuarto, con mi uniforme impecable y rezando para que mi jefa no tuviese entre sus muchas habilidades alguna clase de poder mental y pudiese adivinar que había echado un polvo dentro de su querido Klaus.
Apareció a las dos y tres minutos, con el mismo aspecto impecable que cinco horas antes. Nadie diría que hubiese practicado algún deporte, ni mucho menos que hubiese sudado. Solo un ligero rubor en sus marcados pómulos delataban la reciente actividad física.
—¿Qué tal el partido, señora? —dije mientras guardaba su bolsa de deporte en el maletero.
—He ganado, como era de esperar —respondió, tan humilde como siempre.
Una vez dentro del coche, me indicó que la llevase a casa y arranqué. Unos cinco minutos después vi por el retrovisor que se inclinaba para coger algo del suelo. Por un momento temí que hubiésemos dejado sin darnos cuenta alguna de las toallitas manchadas de semen, pero fuese lo que fuese lo guardó en alguna parte fuera de mi vista y no me dijo nada.
Cuando llegamos a la entrada de la mansión llovía de nuevo, esta vez con más fuerza. Aparqué frente al pórtico y observé que junto a las columnas montaba guardia un criado con un paraguas en las manos, listo para usarlo en cuanto la señora abriese la puerta del coche. En lugar de bajarse, se quedó sentada, con las piernas cruzadas y las manos sobre la rodilla.
—Carlos, date la vuelta. Voy a hablarte —dijo, en un tono que no me hizo sospechar nada malo.
Me giré y me encontré con la penetrante mirada de sus ojos azules y una ligera curva en sus labios. Al menos no estaba enfadada... ¿o si lo estaba? Cuando se lo proponía esa mujer era una puta esfinge.
—No olvides lo de la invitación, ¿de acuerdo? Os espero el martes a las ocho.
—Descuide, señora. No lo olvidaré.
Pensé que eso era todo, pero hizo una pausa durante la cual sus labios se curvaron un poco más. Extendió el brazo y sacó a la luz el objeto que había recogido del suelo, sujetándolo entre su rostro y el mío. Casi me da un infarto cuando reconocí la diadema blanca. Mi madre no la llevaba a menudo, y cuando se le cayó, en pleno frenesí sexual, no debió de notarlo.
—Creo que tu amiguita querrá recuperar esto —dijo. Estaba habituado al sarcasmo de mi madre, pero el de Doña Paz tenía un punto extra de crueldad que me ponía los pelos de punta.
Avergonzado y convencido de que ese era mi último día llevando el uniforme que tan bien me sentaba, cogí la diadema y me la guardé en un bolsillo. Sabía que era inútil tratar de inventar alguna excusa así que no dije nada, esperando la sentencia.
—Esta vez lo voy a pasar por alto, pero que no vuelva a repetir algo parecido, ¿entendido? —dijo. Ya no sonreía y su mirada era puro hielo.
—Entendido. Gra... Gracias, señora.
—Quédate en la finca. Puede que te necesite más tarde.
Sin decía nada más, se bajó del coche. El criado corrió paraguas en mano y la protegió de la lluvia mientras sacaba su bolsa del maletero y desaparecía por la puerta principal de la mansión. Yo respiré como un condenado a muerte al que hubiesen indultado en el último segundo. Me irritó lo descuidados que habíamos sido mamá y yo, y entendí por qué no le parecía buena idea que volviese a casa. Tarde o temprano cometeríamos alguna imprudencia y mi padre no solo se olería la tostada sino el desayuno entero.
Recuperándome del susto, llevé a Klaus al garaje y fui al comedor del personal. Al igual que el día anterior, no me encontré con Victoria, y casi me alegré, pues no estaba del mejor humor para flirteos y galanterías con una chica tímida. El resto de la tarde fue bastante aburrida. Matías solo trabajaba por la mañana, a no ser que lo llamasen por alguna emergencia, y el resto del personal estaba demasiado atareado para charlar. Uno de los jardineros habló conmigo un rato, pero cuando me di cuenta de que quería liarme para que le ayudase en su trabajo me largué. Con un empleo tenía suficiente.
A eso de las nueve, casi de noche, una criada me comunicó que la señora no iba a necesitarme hasta el lunes a las nueve y podía marcharme. Sospeché que Doña Paz no tenía intención de requerir mis servicios desde el principio y me había hecho pasar allí toda la tarde solo para castigarme. Por otra parte, fue agradable descubrir que tenía el domingo libre. Me quité la chaqueta, bastante molesta con el húmedo bochorno veraniego, y en mangas de camisa me subí al Land-Rover.
Cuando llegué a la parcela llovía con fuerza y se había desatado una espectacular tormenta. No hacía mucho viento pero los relámpagos iluminaban las lejanas montañas y los truenos sonaban como si el cielo se fuera a partir en dos. Al aparcar frente al garaje vi que el coche de mis tíos no estaba, lo cual podría ser una buena noticia. No le vendría mal a mi desapacible estado de ánimo pasar una noche a solas con mi abuela. Ni siquiera pensaba en el sexo (bueno, no demasiado), sino en la confortable calidez de su mullido cuerpo, en su desinteresada ternura y en su apacible compañía.
Me puse la chaqueta y la gorra para sorprenderla vestido de uniforme y corrí hacia el porche para no mojarme demasiado. Encontré la luz de la cocina encendida, pero allí no había nadie. La sala de estar estaba a oscuras, con el televisor apagado. Revisé todas las habitaciones y la casa entera estaba desierta. Tal vez mis tíos se la habían llevado a cenar fuera, cosa que hacían a veces. O había ido a visitar a alguna amiga y no se atrevía a volver hasta que amainase la tormenta. Encendí un cigarro, me abrí una birra y me senté en la cocina. No tenía sentido preocuparse. Era una mujer hecha y derecha y sabía cuidarse.
Pasados un par de minutos me sobresaltó un extraño ruido en la sala de estar, como si algo se moviese por el suelo. En una casa de campo, era habitual que de vez en cuando entrase algún animal, un ratón, un pájaro e incluso una ardilla, así que no me asusté. Fui a la sala de estar, encendí la luz y detrás del sofá encontré al causante del ruido. Era un lechón. Un cerdito diminuto, rosado y tembloroso, que me miró con sus ojillos negros y correteó torpemente por la habitación.
Un trueno hizo temblar los cristales de las ventanas y comencé a inquietarme de verdad. ¿Dónde estaba mi abuela y por qué demonios había un cerdo en la casa?
CONTINUARÁ...
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