EL TÓNICO FAMILIAR.
CAPÍTULO DOCE.
PRIMERA PARTE.
El sábado amaneció nublado, con el típico bochorno que precede a las tormentas de verano. Gracias a la radio despertador que tan previsoramente (algo poco común en mí) había rescatado de mi dormitorio en la ciudad me levanté a tiempo para mi segunda jornada de trabajo. Había dormido menos de lo recomendable y estaba cansado. Como ya sabéis, la jornada anterior había sido agotadora en todos los sentidos, aunque al final todo había salido más o menos bien.
Repasando los acontecimientos mientras trataba de espabilarme sentado en la cama, no tenía remordimientos pero enturbiaron mi ánimo un par de cosas que podría haber mejorado. Me cabreaba no haberle plantado cara a la alcaldesa cuando decidió no pagarme el tónico, algo impropio del astuto comerciante que yo pensaba que era. Me disgustaba el hecho de haber llevado a mi madre a un motel sórdido frecuentado por fulanas y puteros, cuando ella se merecía mucho más. Me arrepentía de no haber aprovechado la ocasión de empotrarme a mi tía Bárbara, una oportunidad que quizá no volvería a presentarse, aunque me consolaba pensar que lo había hecho por el bien de la familia. Y sobre todo me reconcomía la forma en que había tratado a mi abuela la noche anterior, usando su cuerpo para desfogar sin preocuparme de que ella disfrutase. Por suerte, era demasiado generosa como para echármelo en cara, y yo disfrutaría mucho compensándola cuando tuviese ocasión.
Pero por desgracia no sería esa mañana. Antes de vestirme, saqué el frasquito vacío que tenía en el bolsillo de mi chándal, lo rellené con la botella de tónico que aún guardaba en mi maleta, debajo de la cama, y tomé unas cuantas gotas. La noche anterior había descubierto que una dosis tan pequeña me permitía gozar de los efectos vigorizantes del brebaje y mantener a raya los lúbricos efectos secundarios. Guardé el frasco junto a la botella, para mi uso personal, y me vestí.
En la cocina encontré a mi abuela bregando frente a la encimera, cortando pan, haciendo café y triturando para las tostadas algunos de los suculentos tomates de su huerta. Debía llevar levantada un rato, pues ya se había calzado las botas y cubría su no menos suculento cuerpo con uno de sus desgastados vestidos de faena, esta vez uno azul con diminutos lunares blancos. Aún no se había puesto el pañuelo en la cabeza y sus rizos pelirrojos salpicados por los brillantes hilos de plata que eran sus canas lucían tan lustrosos como siempre.
Me acerqué por detrás y le di un relativamente casto abrazo acompañado de un largo beso en la mejilla, quizá más cerca del lóbulo de la oreja de lo necesario, cosa que la hizo apartarme con un gracioso golpe de cadera antes de devolverme el beso.
—¿Has dormido bien, tesoro?
—Muy bien, pero no tanto como me habría gustado —me quejé, bostezando.
—Eso te pasa por quedarte jugando hasta tan tarde, tunante —dijo ella, bajando la voz y con una sonrisa pícara.
—Mira quién habla.
Intenté abrazarla de nuevo pero me contuvo con un codo, mientras llevaba a la mesa un plato con tostadas. No dejó de sonreír pero lanzó una mirada de advertencia hacia la puerta que daba al pasillo.
—Bah, no creo que esos dos se levanten antes del mediodía, después del tute que se pegaron anoche —dije, refiriéndome a mis tíos, que debían estar durmiendo como ceporros.
—Y que lo digas, hijo. Estuvieron dale que te pego hasta las tantas.
—Ya verás como hoy no discuten —predije.
—No creo que tengan fuerzas ni para levantar la voz. Sobre todo tu tía... ¡Qué manera de chillar, Virgen Santísima! Parecía una gorrina en el matadero.
—¡Ja ja ja!
Podría haberle contado un par de cosas sobre lo “cerda” que era su nuera, pero obviamente no iba a hablarle de lo ocurrido en el bar de Pedro. Reímos, disfrutamos del desayuno y de la mutua compañía hasta que llegó la hora de irme. Cuando me levanté de la mesa, mi abuela abrió mucho los ojos, como si acabase de recordar algo, y también se levantó.
—Efpera un momenfto, fariño —dijo, con la boca llena de tostada.
Fue hasta la alacena y regresó sujetando entre las manos un frasco de mermelada anaranjada, de melocotón o puede que de albaricoque. El cristal relucía y había puesto sobre la tapa, con una cinta amarilla, una de esas fundas de tela a cuadritos rojos y blancos.
—Ya se que es una tontería, pero quería tener un detalle con Doña Paz... Para agradecerle lo del trabajo —dijo, un poco avergonzada, y me tendió el encantador obsequio—. ¿Te importa dárselo? Como aún no han mandado un cura nuevo al pueblo no se si mañana habrá misa y no creo que la vea.
—Claro, yo se lo doy, no te preocupes —prometí, cogiendo el frasco.
—Ya se que es poca cosa... Y más para una mujer así, que tendrá de todo.
—¿Poca cosa? Tu mermelada es la mejor del mundo. Seguro que no ha probado nada igual —dije, para que volviese a sonreír, cosa que conseguí—. Además, estos ricachones ya están hartos de lujos, aprecian más las cosas sencillas y hechas a mano.
Me despedí robándole un breve beso en los labios al que respondió con un cariñoso azote y salí de la casa. Las oscuras nubes que encapotaban el cielo no consiguieron ensombrecer el buen humor que me había dejado el agradable desayuno. Me subí al Land-Rover y antes de nada salté a la parte trasera para ocuparme de mi negocio. Esta vez llené y guardé en mis bolsillos cuatro frasquitos, por lo que pudiera pasar, ya que ahora tenía una nueva clienta (una que no pagaba, pero ya arreglaría eso). Reparé en que había varias botellas vacías en la caja, entre el serrín seco. Aún quedaban llenas más de la mitad, pero tenía que ir pensando en qué le diría a mis clientes cuando se terminase la mercancía. Casi me arrepentí de haber gastado un frasquito entero la noche anterior, aunque el espectáculo ofrecido por mi tía y sus consecuencias habían merecido la pena.
A las nueve menos veinte, más puntual que nunca, llegué a los terrenos de la mansión y fui directamente al garaje del servicio. Junto al elegante Mercedes blanco estaba Matías, el mecánico, comprobando la presión de los neumáticos. Levantó la cabeza al verme y una sonrisa entre amable y condescendiente apareció bajo su espeso bigote.
—Buenos días, maestro —saludé, con el bote de mermelada bajo el brazo.
—Buenos días, chaval. —Reparó en la confitura y frunció el ceño—. ¿Recuerdas lo que te dije de comer dentro del coche, no?
—No es para comer. Es un regalo de mi abuela para Doña Paz.
—Ah, bueno. Perdona.
Terminó su trabajo en un par de minutos y se limpió las manos en el trapo que le colgaba de la cintura. Cuando estaba a punto de subirme al coche, se acercó a mí, miró a su alrededor para asegurarse de que estábamos solos y me habló en voz muy baja.
—Oye... Ayer lo viste, ¿verdad? —me preguntó, con media sonrisa lasciva y un brillo de curiosidad en los ojos.
—¿Que si vi el qué?
—¿Qué va a ser? El chisme ese que le puso la señora al coche para que... —Volvió a mirar alrededor—...para que se la folle. Se que ayer lo usó, porque siempre que lo usa deja los neumáticos hechos una pena.
—¿Tu también lo sabes? —pregunté, aunque era obvio que sí.
—Soy el único que lo sabe, aparte de ella y del anterior chófer, claro. Pero ese nunca quería contar nada. Era un malaje. Dime... ¿cómo es el trasto? Hay que saber un código para que salga y yo nunca lo he visto.
No estaba muy seguro de si debía darle detalles a Matías sobre la vida sexual de Klaus y la alcaldesa. Si ella se enteraba era posible que no le gustase tener un chófer cotilla y me podía costar el empleo. Por otra parte, el mecánico parecía un buen tipo y pensé que era una buena ocasión para congraciarme con él. Miré alrededor, imitándole, y bajé la voz cuanto pude.
—Es una polla metálica... un pollón, mejor dicho, con una especie de émbolo que la mueve, como un martillo neumático. Ella lo controla con la voz, lo creas o no —expliqué.
—¡No me jodas! —exclamó el mecánico, francamente sorprendido.
—Además todo el coche vibra, y tiene una suspensión hidráulica o algo así que lo hace rebotar como si estuviese endemoniado. Te juro que hasta da miedo.
—Si, eso ya lo sabía. Es lo que jode los neumáticos. ¿Qué más? Cuenta, cuenta —dijo Matías, ansioso por más detalles.
—Poco más. La señora se espatarra en el asiento de atrás, en pelotas, el chisme sale y ella le va dando órdenes. Que si más rápido, que si más fuerte... Como si le hablase a un tío. Luego el coche empieza a menearse y a rebotar, el cimbrel ese la taladra como si la fuese a partir en dos y la señora se corre como una bestia. Me pasé un buen rato limpiando la tapicería.
—¡Hay que joderse! —soltó Matías, limpiándose el sudor de la calva con su trapo—. Esta gente de dineros... qué viciosos son, la madre que los parió.
—Ya te digo. Oye, me tengo que ir, que tengo que recoger el uniforme y no quiero enfadar al ama de llaves. Creo que ya me tiene tirria.
—¿El ama de llaves? Ah, quieres decir la gobernanta. Se llama Paqui —me corrigió.
—Paqui o como se llame. No veas si es borde, la gorda de los cojones —dije, animado por la creciente confianza con el mecánico.
De repente Matías se enderezó y se puso muy serio, apretando los puños.
—Es mi mujer —afirmó.
—No jodas... Perdona, hombre... No lo sabía... —dije, tartamudeando y alerta por si me caía una hostia.
Matías me miró con furia unos segundos, en silencio. Después su expresión se transformó por completo y se echó a reír.
—¡Es broma, hombre! ¿Qué voy a estar yo casado con esa sargenta? ¡Me pegaría un tiro!
—¡Ja ja! Joder, vaya susto... —dije, aliviado, mientras me subía al coche—. Bueno, yo me voy. A ver si un día nos tomamos unas birras.
—Claro, hombre. Cuando quieras. —Se acercó a la ventanilla y me habló de nuevo en susurros—. Oye, no se te ocurra ir contando por ahí lo que me has contado a mí, ¿eh? Que la señora es muy señora pero por las malas te busca la ruina, hazme caso.
—Descuida. Se guardar un secreto.
Metí la mermelada en la guantera y conduje hasta la entrada de la mansión. De nuevo la puerta se abrió antes de que llamase al timbre y apareció el rostro mofletudo de la gobernanta. Me examinó en medio segundo como si fuese una cesta llena de mierda que hubiesen dejado allí fuera y me ordenó que la siguiese con un rápido gesto de la mano.
—Buenas días, Paqui —saludé. Que ella fuese una borde no era motivo para que yo lo fuese.
Mi amistoso saludo no solo no le gustó sino que la enfureció. Sin detener su bamboleante paso de elefanta giró el cuello y me miró como si la hubiese insultado.
—Paqui me llama mi familia y mis amigos, y tu no eres ni una cosa ni la otra —me espetó, con su voz hombruna—. Me llamo Francisca, ¿entendido?
—Entendido —asentí.
—¿Quién te ha dicho que me llames Paqui? ¿Ha sido ese vago de Matías, verdad?
—Se ve que le va la guasa.
—Pues se acabó la guasa. Aquí se viene a trabajar.
Estaba claro que Matías y Paqui no tenían la mejor de las relaciones. Mi intuición me dijo que esos dos habían estado liados y la cosa no había terminado bien. No se por qué, en mi cabeza el mecánico bigotudo y la rolliza gobernanta hacían buena pareja, de una forma caricaturesca y perversa, como un gato holgazán y una gallina cascarrabias de dibujos animados.
Entramos en el mismo cuarto de costura de la mañana anterior, y mis ojos se alegraron al ver de nuevo a la joven doncella, esta vez de pie tras una aparatosa tabla de planchar, soltando vapor sobre una camisa blanca. De nuevo, me saludó con una tímida sonrisa, mirando de reojo a su jefa, y yo se la devolví. La jefa sacó de un armario un paquete envuelto en ese papel tan fino que usan los sastres y me lo entregó, casi golpeándome con él en el pecho.
—Pruébatelo, a ver si hay que hacerle arreglos —ordenó, señalando con la barbilla una gruesa cortina marrón.
Detrás de la cortina había un probador, un habitáculo pequeño con un taburete y un espejo de cuerpo entero. El uniforme consistía en una camisa blanca sencilla, una especie de casaca negra con dos hileras de botones plateados, pantalones negros y zapatos a juego. Era anticuado incluso en 1991, pero he de reconocer que me quedaba como un guante. A la gallina gigante se le daba bien tomar medidas. Además, los bolsillos del pantalón eran más grandes que los de mis tejanos y podía guardar los frascos y el tabaco sin que abultasen demasiado.
Salí del probador pavoneándome y giré sobre mí mismo, cosa que hizo sonreír a la doncella, que al igual que el día anterior nos prestaba atención con disimulo. Francisca no sonrió en absoluto. Me miró de arriba a abajo, por delante y por detrás, dio un par de tirones a las prendas aquí y allá y asintió satisfecha. Regresó al armario y rebuscó un buen rato, hasta que comenzó a resoplar y maldecir entre dientes.
—¿Dónde está la maldita gorra? —la escuché decir.
Miré a la joven planchadora, envuelta en ese momento en una sutil nube de vapor, y pude ver que la situación también la divertía. La gobernanta cerró el armario, furiosa, y fue hasta la puerta con zancadas tan largas como le permitían sus piernas regordetas. Como ya sabéis a estas alturas, tengo una sana obsesión por las pantorrillas femeninas, y reconozco que las de Francisca retuvieron mi mirada durante más tiempo del prudencial. Por suerte no se dio cuenta.
—Vuelvo enseguida. No te muevas de aquí —me gruñó, antes de salir.
Aproveché la ocasión para acercarme a la tabla de planchar y al pararme junto a ella pude ver que la doncella era varios centímetros más baja que yo, y mucho más guapa de lo que me había parecido desde la distancia. Tenía unos enormes y preciosos ojos de un gris azulado muy claro, la nariz pequeña adornada por unas pecas que solo se apreciaban desde muy cerca, y los labios finos pero bonitos, a lo Jamie Lee Curtis. Labios que se curvaron en una sonrisa entre dulce y desconfiada cuando le hablé.
—Vaya carácter tiene Paqui, ¿eh?
—Yo que tú no la llamaría Paqui —me aconsejó. Su voz era suave y aguda, un poco infantil, propia de alguien acostumbrada a hablar siempre bajito.
—Demasiado tarde —dije. Eso la hizo reír y me animó a seguir hablando—. Y bien... ¿Qué tal me queda el uniforme? Parezco el muñeco de una tarta de bodas, ¿verdad?
Bromear sobre mi propia estatura era una de mis formas predilectas de romper el hielo con las chicas, y casi siempre daba resultado, aunque después siempre la cagaba soltando alguna obscenidad. Algo me decía que la tímida doncella no encajaría bien mis bromas subidas de tono y decidí sacarlas del guión, o al menos intentarlo. Lo de la tarta le hizo gracia y rió sin abrir la boca, soltando aire por su naricilla.
—Yo creo que te queda bien —opinó, sin mirarme.
—Gracias. Lo mismo digo. —Eché un breve vistazo a su uniforme de criada, negro y blanco, con cuidado de no parecer rijoso—Me llamo Carlos, por cierto.
—Ya lo se —afirmó. Pulsó un botón en la plancha y una oleada de vapor cubrió la tabla.
—¿Y tu?
—Me llamo Victoria.
—Muy bonito. Los nombres de mujer que empiezan por uve suelen ser bonitos: Victoria, Violeta, Valeria...
Me di cuenta de que estaba divagando y parloteando como un imbécil, y decidí ir al grano. Ella mantenía una actitud cordial pero un poco distante, con un sutil matiz de prudente coquetería que no se me escapó.
—¿Vives en el pueblo? Nunca te he visto por allí, y si te hubiese visto me acordaría —dije.
—Vivo aquí. Soy interna —respondió, fingiendo que ignoraba mi poco original cumplido.
—Pero te dejan salir, ¿no?
—Pues claro. No estoy presa —dijo, riendo de nuevo sin separar los labios.
Con cada segundo que pasaba me gustaba más Victoria. Tenía la timidez y el sencillo sentido del humor de mi abuela, aunque su cuerpo menudo era más parecido al de mi madre, con poco pecho y un culito respingón que no conseguía disimular del todo el sobrio uniforme. Sabía que tener tres relaciones al mismo tiempo, dos de ellas secretas y prohibidas, podía darme muchos quebraderos de cabeza. Por otra parte, siendo práctico, tener una novia oficial de mi edad sería una buena tapadera, una forma de acallar los rumores que pudiesen surgir en el pueblo sobre mi estrecha relación con mi abuela, o de desviar las sospechas de mi padre si alguna vez llegaba a tenerlas. Además, como ya he dicho, era guapa de cojones y le sentaba muy bien el uniforme de doncella. Quizá estaba un poco out of my league, como dicen los americanos, pero eso nunca me había detenido (de ahí mis numerosos fracasos con el sexo opuesto).
—Oye, si quieres podemos quedar un día de estos. Ir al cine o dónde quieras. Tengo coche. No el coche de la señora... Coche propio, quiero decir —dije, más nervioso de lo que esperaba.
—Si, un Land-Rover. Lo vi ayer —dijo. Creo que intentaba cambiar de tema, pero me gustó que se hubiese fijado en mi vehículo.
—Es chulo, ¿verdad? Era de mi abuelo, que en paz descanse. —Hice una pausa para que reparase en que yo era un hombre de familia, cosa que podría resultarle atractiva, y volví a la carga—. Bueno... ¿Qué me dices? ¿Quedamos?
—No se... Me lo pensaré —respondió, con la mirada baja y una enigmática sonrisa en los labios.
No quería hacerme muchas ilusiones, pero al menos no me había rechazado de forma tajante. Nos quedamos callados y el silencio amenazó con volverse incómodo. No se me daba bien gestionar silencios incómodos; era el momento en que solía soltar alguna estupidez. Busqué a toda prisa algo de lo que hablar y por suerte recordé algo.
—Ayer me crucé con un chico que se parece mucho a ti. ¿Sois familia? —pregunté.
Levantó la vista de la camisa y presionó el botón de la plancha. Cuando el vapor la envolvía de esa manera parecía un ángel. Un ángel al que me hubiese encantado tumbar sobre esa tabla y darle matraca hasta correrme en su preciosa cara. Me di cuenta de que el tónico estaba haciendo de las suyas y esperé que mi incipiente erección no se notase en los pantalones del uniforme.
—Es mi hermano mellizo. Viene a visitarme de vez en cuando —respondió, antes de volver a concentrarse en su labor.
—¿En serio? Qué bien. A mi me habría encantado tener una hermanita, pero mis padres tuvieron suficiente conmigo —dije.
Por supuesto, no le dije la clase de relación que yo habría tenido, o intentado tener, con una hipotética hermana. En ese momento se abrió la puerta y apareció Francisca. Sus enormes pechugas, abultadas nalgas y carnosas pantorrillas no contribuyeron a frenar el torrente de sangre caliente que acudía a mi verga. Tenía que relajarme, y pronto. No quería presentarme ante la alcaldesa empalmado como un burro.
Con su habitual antipatía, la gobernanta me entregó una gorra negra con visera. La típica gorra de chófer. Me la puse y le dediqué a Victoria un gesto burlón, sujetando la visera con los dedos. Cohibida por la presencia de su jefa, reprimió una sonrisa y clavó la mirada en la tabla de planchar.
—Venga, los dos a trabajar. Se acabó la tontería —ladró Francisca.
Me despedí y salí a los laberínticos pasillos del ala de servicio, bastante satisfecho por la conversación con la doncella y con mi nuevo uniforme. Al doblar una esquina escuché una voz que me llamaba desde una puerta entreabierta. Cuando reconocí la voz, mi erección comenzó a desaparecer.
—Eh, chaval. Ven aquí —dijo Don Jose Luis Garrido.
Entré en la habitación donde estaba el alcalde, una especie de almacén con estantes llenos de platos y cubiertos. Llevaba la camisa remangada, luciendo su pesado reloj de oro en la muñeca, y me miraba sonriente, con los pulgares apoyados en los tirantes.
—¡Joder, qué bien te queda el uniforme! Parece hecho a medida.
—Está hecho a medida —dije. Intenté disimular lo inoportuno que me resultaba el encuentro pero no se si lo conseguí—. No se ofenda, Don Jose Luis, pero tengo un poco de prisa. Su mujer...
—Mi mujer puede esperar cinco minutos —me interrumpió—. Y si se pone tonta le dices que estabas hablando conmigo, ¿de acuerdo?
—De acuerdo.
—Mira, el lunes me voy de viaje y voy a estar fuera toda la semana. Voy a Kenia, de safari y a hacer negocios. Pero no todo va a ser trabajar y matar bichos, tu ya me entiendes —dijo, guiñándome un ojo.
—Le entiendo. Quiere... “vitaminas”, ¿verdad? —dije, devolviéndole el guiño. Visualizar el dinero que estaba a punto de embolsarme mejoró mi humor de inmediato.
—Ya te digo, Charlie. Me pienso joder a todas las negras que se me pongan por delante. Y a alguna blanca también, que no se diga que soy racista, ¡Ja ja!
Celebrando su ocurrencia, el alcalde sacó del bolsillo el envidiable rollo de billetes del cual siempre hacía alarde. Se notaba que Garrido no era millonario de pura sangre, al contrario que su esposa, quien nunca llevaba dinero encima y consideraba una vulgaridad incluso tocarlo.
—¿Cuántos quiere esta vez? —pregunté.
—Dame tres. No quiero que se me acabe antes de tiempo. ¿Llevas tantos?
—Sí. En la última visita a la ciudad me traje más cantidad, por si acaso —dije, sacando a relucir el cuento de que conseguía el brebaje en la ciudad.
—Eso está bien, chaval. Se ve que tienes ojo para los negocios. Ya hablaremos tu y yo un día de estos —prometió, entornando un poco sus astutos ojos, cosa que no me agradó.
Saqué de los bolsillos los tres frasquitos y se los entregué. Él contó billetes con rápidos movimientos de sus dedos y me pagó. El agradable peso del dinero en mi bolsillo me hizo acordarme de mi primer cliente.
—¿Qué sabe de Montillo? No he sabido nada de él desde que estuvimos en su casa —dije.
El alcalde guardó el rollo e hizo una pausa antes de responder que me resultó sospechosa, aunque no sabría decir el motivo.
—Yo tampoco lo he visto. Debe andar liado con sus cerdos y esa familia de degenerados que tiene. Vete a saber —afirmó Don Jose Luis, con una sonrisa maliciosa. Me dio una palmada en el hombro y echó mano al picaporte de la puerta—. Bueno, chaval, un placer hacer negocios contigo, como siempre. ¿Quieres que te traiga una negrita de África? ¡Ja ja!
—No, gracias. De momento tengo bastante con las blanquitas —dije, fingiendo que me hacía gracia su broma.
—¡Ja ja! Tú te lo pierdes. —Abrió la puerta del almacén y me despachó con otra palmada en el brazo—. Ya nos veremos cuando vuelva. Cuídate, y no dejes que la tocapelotas de mi mujer te amargue el día.
—Descuide.
Salí al pasillo y caminé a paso ligero hasta la puerta principal. Los encuentros con el alcalde siempre me dejaban un humor agridulce. Por una parte me encantaba el dinerito fresco que cambiaba de manos y por otra me incomodaban los aires de mafioso de opereta de aquel tipo y los detalles de su sórdida vida sexual. Cada vez me sorprendía más que llevase tanto tiempo casado con una mujer como Doña Paz, y me preguntaba si no habría detrás de ese dispar matrimonio algo que se me escapaba.
Por suerte no había nadie fuera. Miré la hora en el salpicadero del Mercedes y vi que eran las nueve y seis minutos. Al parecer, la alcaldesa no siempre era tan puntual como exigía a sus subordinados. De manera inconsciente, el flamante uniforme me empujaba a adoptar un aire marcial, así que la esperé de pie junto al coche, tieso como un guardia prusiano. No tuve que esperar mucho. A las nueve y doce minutos se abrió la puerta principal de la mansión y mi jefa caminó hacia su querido Klaus con la habitual elegancia felina que nunca la abandonaba.
Ese día cubría su esbelta figura con unos ajustados pantalones de deporte azul celeste, a juego con las franjas laterales de sus deportivas blancas. También era de un blanco inmaculado la camiseta de manga larga que se ceñía a los firmes pechos y a los sutiles volúmenes de sus fibrosos brazos. Su trenza rubia no se enrollaba esta vez en un moño sino que caía hasta la mitad de su espalda, aunque el peinado no era menos impecable. Al detenerse junto al maletero su nariz aguileña se elevó un poco y me miró de arriba a abajo, sin girar la cabeza.
—Te queda bien el uniforme —dijo, en un tono casi agradable.
—Gracias, señora.
—El anterior chófer parecía un espantapájaros disfrazado de limpiabotas.
—¡Ja ja!
—No era una broma.
—Ah... Lo siento, señora.
Al guardar la bolsa de deporte en el maletero reparé en que esta vez además de la empuñadura de su espada de esgrima asomaba el mango de una raqueta de tenis. Por su físico, era fácil suponer que también era una excelente tenista. Me la imaginé dando largas zancadas por una pista de hierba, con una de esas falditas que ondeaba y dejaba a la vista las prietas nalgas y toda la longitud de sus atléticas piernas. Mi erección volvió a ganar fuerza y me alegré de poder sentarme al volante.
Una vez fuera de la extensa finca que rodeaba la mansión, me sentí más relajado. Ella estaba sentada en el centro de los asientos traseros, con las piernas cruzadas, las manos sobre el muslo y la cabeza ladeada, mostrando su aristocrático perfil al mirar por la ventanilla. A pesar de su silencio no parecía de mal humor, así que me atreví a hablarle.
—Señora... ¿Que tal le va con... ya sabe... lo que le di ayer? —pregunté, con la mirada fija en la carretera.
—El tónico. Puedes hablar sin rodeos. Aquí no nos oye nadie.
—Tiene razón. ¿Cómo le va con el tónico?
—Muy bien. Es un elixir realmente extraordinario —dijo Doña Paz, en el pedante tono científico que usaba a veces—. No solo tiene formidables efectos estimulantes a nivel sexual, como tú mismo pudiste observar, sino que mejora el rendimiento físico a todos los niveles. Ayer, en mi práctica de esgrima, me desenvolví como si tuviese quince años menos, y sin acusar el esfuerzo en absoluto. Estoy deseando probar sus efectos en la pista de tenis, un deporte que nunca he llegado a dominar, aunque he ganado algún que otro trofeo menor.
“Si, seguro que los tienes en tu enorme habitación de los trofeos, zorra presumida”, pensé, mientras sonreía educadamente.
—Entonces... ¿va a tomarlo también esta mañana? —pregunté.
—Ya lo he tomado. Con el desayuno.
—¿Y quiere que...? Ya sabe, antes de ir al club... ¿Quiere... jugar con Klaus? —dije.
No sabía muy bien qué respuesta prefería. Por una parte la experiencia del día anterior con los mecanismos ocultos del coche había sido perturbadora. Por otra parte, me moría de ganas por ver de nuevo a mi jefa desnuda y despatarrada en el asiento trasero, gimiendo y gritando ensartada por el implacable falo mecánico. Además, no perdía la esperanza de que en algún momento prefiriese llenar su acaudalado coño con un manubrio cien por cien orgánico, y el mío estaba más que dispuesto a complacerla.
—No, hoy no. Voy a jugar en el club —respondió.
Por su tono no pude dilucidar si hablaba con doble sentido. Si se refería solo a los deportes o si en el club se encontraría con algún amante del que yo aún no sabía nada. Me pregunté si sería un ricachón como ella o algún joven empleado que le daba caña en los establos con su pollón proletario. Algo me decía que Doña Paz no era tan predecible como para recrear un trillado argumento de peli porno. Tras unos minutos de silencio, aproveché una larga recta para abrir la guantera y sacar el coqueto frasco de mermelada.
—Señora... Mi abuela me ha dado esto para usted. Para agradecerle lo del trabajo, ya sabe...
Los penetrantes ojos azules de mi jefa se clavaron en el recipiente y por un momento temí que reaccionase de forma desabrida, despreciando el regalo. Respiré aliviado cuando sus labios de escultura griega se curvaron en una sonrisa y cogió el frasco con delicadeza, como si fuese uno de esos carísimos huevos de Favergón (creo que se escribe así).
—Oh, pero qué encanto. Dale las gracias de mi parte, Carlos —dijo, con genuina amabilidad.
—Lo haré.
—Siempre he sentido simpatía por tu abuela —afirmó, observando minuciosamente la coqueta funda del tarro—. Cuando voy a misa los domingos, cosa que hago para contentar a mi marido y sus votantes ya que yo soy obviamente atea, es la única con la que me agrada conversar. A pesar de su devoción, que encuentro respetable, no se parece en nada a esas beatas y meapilas que pululan alrededor de la iglesia.
—A ella también le agrada hablar con usted —dije, algo sorprendido por las amables palabras de la alcaldesa.
—Suele ser bastante reservada —añadió.
—Bueno... Ella es así. No se lo tenga en cuenta —dije, consciente de que la timidez de mi abuela no tenía por qué gustar a todo el mundo.
—No lo decía como algo negativo —declaró Doña Paz, volviendo a su tono serio—. Al contrario. Prefiero a la gente reservada. No soporto a quienes cacarean sin parar sobre su vida y milagros como si a los demás tuviese que interesarnos.
“Debería usted conocer a mi tía Bárbara”, pensé. Se quedó en silencio unos minutos, con el frasco en el regazo, tamborileando en la tapa con sus largos dedos de pianista (no me habría sorprendido que también fuese una virtuosa del piano y tuviese trofeos, si es que le dan trofeos a los pianistas). Miraba hacia adelante, pensativa, con una ligera curva etrusca en la comisura de los labios. Cuando estábamos cerca del club de campo me sorprendió con una inesperada propuesta.
—Tengo una idea —dijo. Por su tono, resultaba evidente que no estaba acostumbrada a que nadie cuestionase sus ideas—. Dile que está invitada a cenar en mi casa. El martes. Y tú también, claro. Se sentirá más cómoda si la acompañas.
—¿En su casa? ¿Quiere decir en la mansión? —pregunté, tan sorprendido que la señora frunció el ceño ligeramente.
—Tengo varias casas, pero sí, me refiero a la misma en la que me recoges por las mañanas, querido —explicó, con evidente sarcasmo—. El martes a las ocho, si no hay inconveniente. Os enviaré una invitación por correo.
—Eh... No hace falta, señora. Yo se lo diré personalmente.
—De acuerdo.
No pude evitar sonreír al imaginar la cara que pondría mi abuela cuando le diese la noticia. Me inquietaba un poco que pudiese intimidarla el ambiente opulento de la mansión, pero me gustaba la idea de que entablase amistad con la alcaldesa . Aunque fuese presuntuosa y tuviese costumbres tan extrañas como follar con su coche en el fondo no me parecía una mala persona, y no me cabía duda de que sería interesante conocerla mejor en un ambiente más informal. Además, era una buena ocasión para que la solitaria viuda hiciese una amiga de su edad que no fuese una beata amargada. Y millonaria, algo que a mí me parecía especialmente positivo.
Llegamos al club, abrí el maletero y se colgó su bolsa del hombro, después de meter dentro la mermelada.
—Ven a recogerme a las dos —me dijo—. Por cierto, no hace falta que te quedes deambulando por aquí hasta que te necesite. Puedes irte y volver después, siempre que seas puntual.
—Ah... Está bien —dije, un poco avergonzado. Puede que el día anterior hubiese hecho el ridículo esperándola en el club.
—Eso sí, deja a Klaus en casa. No me gusta que ande por ahí sin mí —me advirtió, refiriéndose de nuevo al coche como si fuese una persona.
—Descuide, señora.
Se marchó en dirección a las lujosas instalaciones deportivas y observé unos segundos el contoneo de sus tonificadas nalgas y el balanceo de la trenza dorada antes de volver al vehículo. Tenía casi cinco horas libres, cosa que mejoraba mucho mi opinión sobre el trabajo de chófer. Si todos los días eran así, madrugar tanto y aguantar a la antipática gobernanta merecía la pena. El encapotado cielo comenzó a dejarse notar y pequeñas gotas aparecieron en el parabrisas de Klaus.
CONTINUARÁ...
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