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El tónico familiar (10).

El tónico familiar (10).

EL TÓNICO FAMILIAR.


CAPÍTULO DIEZ.
PRIMERA PARTE.

 Subí las escaleras del bloque mientras sacaba mis llaves del bolsillo, como de costumbre, pero cuando llegué a la puerta dudé entre abrir o llamar al timbre. Mi madre me había advertido que llamase por teléfono antes de ir, cosa que en ese momento me pareció absurda. ¿Por qué tenía que avisar para ir a mi propia casa? ¿Acaso temía que entrase derribando la puerta, polla en mano, y me la follase delante de mi padre? Si pensaba que no era capaz de comportarme le iba a demostrar que se equivocaba.
  Entré y en primer lugar eché un vistazo a la cocina. Eran alrededor de las siete de la tarde, por lo que era poco probable que mamá estuviese allí, y de hecho no estaba. En el salón encontré a mi viejo sentado en un sillón, medio dormido frente a la tele y el ventilador. Llevaba unos viejos pantalones de baloncesto (había jugado un poco de joven) y una camiseta azul de tirantes que estaba a dos siestas de quedarle pequeña. No se sorprendió demasiado al verme, y bajo su bigote apareció una sonrisa somnolienta.
—¡Hombre, el chófer! ¿Qué? ¿Como te ha ido? —preguntó.
—Bastante bien. La alcaldesa no es tan fiera como la pintan.
—Si, eso dice siempre tu abuela, pero con estas señoronas ricas es mejor andarse con pies de plomo. He llevado yo a cada una en el taxi que... —Pensaba que iba a deleitarme con alguna de sus batallitas de taxista, pero por suerte cambió de tema— ¿Y qué coche llevas? ¿El Mercedes blanco ese que aparca a veces cerca del ayuntamiento?
—Si, ese. Menudo carro.
  Dediqué unos minutos a hablarle de Klaus, como había hecho con mi tío, e intercambiamos opiniones sobre las virtudes y defectos de los coches alemanes. Al cabo de un rato se dio cuenta de que yo estaba de pie, a un par de pasos del sillón y el televisor.
—Pero siéntate, hombre. No te quedes ahí de pie —dijo.
—Eh... no. No voy a quedarme mucho. Solo he venido a saludar y a coger unas cosas de mi cuarto. —Eso me recordó que realmente necesitaba coger unas cosas de mi cuarto—. ¿Donde está mamá? —pregunté, como si no me importase mucho.
—No se. Estará en el baño —respondió mi padre, demostrando la poca atención que le prestaba a su sexualmente frustrada esposa.
  Fui a mi habitación y en el pasillo comprobé que, en efecto, la puerta del baño estaba cerrada y se escuchaba el rumor acuoso de la ducha. Saqué de mi armario una mochila vacía y embutí dentro sin mucho esmero unas cuantas mudas de ropa interior, un par de camisas y la radio despertador de la mesita de noche. Metí también una de las revistas guarras que escondía bajo el colchón. Con mi abuela fuera de mi alcance y Bárbara paseándose en tanga iba a ser un fin de semana muy largo plagado de erecciones inoportunas, y tenía que aliviarme de alguna forma. No es que necesitase la revista, pero nunca venía mal una ayuda.
  De vuelta al salón, encontré a mi madre en el sofá, recostada en el reposabrazos y con las rodillas flexionadas sobre el cojín. La postura podía parecer casual, pero las mujeres que tienen las piernas bonitas y pocos reparos a la hora de mostrarlas tienden a colocarlas por instinto de la forma más atractiva posible. Vestía una de sus camisetas holgadas que dejaba al descubierto uno de sus hombros y casi toda la breve longitud de las susodichas piernas. Se había lavado el pelo y llevaba el flequillo rubio repeinado hacia un lado. Me miró con una ceja ligeramente arqueada, con un brillo en sus ojos que oscilaba entre la alegría y la desconfianza y su sonrisa asimétrica curvada en esa combinación de ternura e ironía que tanto me gustaba.
—¿Como te ha ido paseando a Miss Daisy? —preguntó, repitiendo la broma que yo había hecho el día anterior.
—Muy bien. No tiene tan mal genio como tú.
—Muy gracioso. —Me miró de arriba a abajo y su sonrisa disminuyó cuando reparó en la mochila colgada de mi hombro—. ¿Ya te vas? Vaya visita tan corta. No querías irte al campo y ahora no hay quien te saque de allí.
—Voy al cine. Tengo ganas de ver una peli y en el pueblo lo más parecido a un cine es la tele vieja que tiene Pedro en el bar —dije. Entonces un plan cobró forma en mi mente. Una idea que ya revoloteaba por mi recalentado cerebro desde hacía un rato—. ¿Queréis veniros?
  Invitarlos a ambos era solo para no levantar sospechas. Era muy poco probable que mi padre quisiera abandonar su rutina, levantarse del cómodo sillón, vestirse y meterse en el bullicioso centro comercial para ver una película que darían por la tele tarde o temprano. Su mujer, en cambio, estaba ansiosa por escapar un par de horas de la misma sofocante monotonía, ansia que disimuló mostrándose reacia.
—¿Al cine? ¿Ahora? ¿Qué vas a ver? —preguntó, como si fuese la peor idea del mundo.
—El silencio de los corderos. Dicen que es buena —respondí, nombrando el primer título de la cartelera que me vino a la mente.
—¿Esa no es de miedo? —No era muy aficionada al terror, como la mayoría de las madres.
—No. Es policíaca. De asesinos en serie, creo. ¿Os venís o no? —insistí.
—Buff, yo paso de salir con el bochorno que hace —dijo mi padre, tan previsible como siempre—. Además, mañana salgo muy temprano.
—No se... —vacilaba mamá, aunque se había incorporado en el sofá y tenía las puntas de los pies en el suelo.
—Venga, vete al cine con el niño. Que siempre te estás quejando de que no te saco a ninguna parte—dijo papá, delegando en mi persona su obligación de ser atento con su mujer.
—¿Sacarme? Ni que fuese un perro —se indignó ella, medio en broma pero con un poso de genuino resentimiento.
—Dame la correa y ya la saco yo —bromeé.
  Mi madre se levantó del sofá, pasó entre la televisión y mi padre, quien no le dedicó ni media mirada a su menudo y hermoso cuerpo, y me castigó con un juguetón pero doloroso pellizco en el costado.
—Está bien, voy a vestirme. No tardo nada —dijo, sin poder ocultar del todo su entusiasmo.
—No hay prisa. La próxima sesión no es hasta las ocho y pico —aventuré, pues apenas recordaba los horarios del cine.
  Me quedé de pie en el salón y ella desapareció por el pasillo dando graciosos saltitos que solo yo pude ver. Sonreí al pensar que mi madre debía de ser una de las pocas mujeres del mundo cuyo amante la recogía en casa, delante de las narices de su marido, sin que el pobre cornudo sospechase nada. ¿Por qué iba a sospechar de su propio hijo? En lugar de ello, continuaba mirando el estúpido concurso que daban en la tele, ajeno al hecho de que su mujer estaba a punto de ser penetrada por una verga joven y vigorosa. Una verga que ya aumentaba de tamaño entre mis piernas, lo cual me obligó a meter la mano en el bolsillo y acomodarla con disimulo para que no abultase en mis pantalones de chándal, muy cómodos pero poco apropiados para ocultar erecciones.
  Fiel a su palabra, mamá regresó en apenas cinco minutos. Se había puesto un sencillo vestido veraniego sin mangas, largo hasta casi las rodillas, amarillo claro con un discreto estampado de flores blancas, una variedad cromática que combinaba muy bien con su piel bronceada. Calzaba unas sandalias planas, cuyas tiras de cuero eran tan finas que desde cierta distancia daba la impresión de que iba descalza. No se había maquillado y sus únicos complementos eran su bolso verde, unos discretos pendientes plateados con forma de media luna y su alianza de casada. En conclusión, un atuendo más que adecuado para una madre que sale a dar un paseo con su hijo una tarde cualquiera de verano. No me atreví a hacerle cumplidos, pero mi mirada de perro famélico sin duda bastó para hacerle saber lo guapa que estaba.
  Nos despedimos de mi padre, quien apenas apartó los ojos de la pantalla, y salimos del piso. Al bajar las escaleras del bloque ella se adelantó y pude ver que aunque el vestido no era escotado por delante, por detrás dejaba al aire gran parte de la suave espalda. Reparé en que no llevaba sujetador, y casi pude sentir en mi boca el sabor de sus pequeños pezones color café.
  Una vez en el coche, rompí el protocolo dándole un beso en la mejilla, lo bastante cerca de los labios como para evidenciar mis deseos pero no tanto como para que pudiese resultarle inapropiado a un espectador inoportuno. Aún así, ella miró en todas direcciones a través de las ventanillas y correspondió a mi muestra de afecto con una breve pero significativa caricia en el muslo.
—Estate quietecito y arranca, anda—ordenó, como si tuviese cinco años y me hubiese sorprendido a punto de jugar con una caja de cerillas.
  Metí la llave en el contacto, dando ya por hecho que esa tarde iba a meter otro tipo de llave en una cerradura mucho más cálida y acogedora. Lo del cine había sido buena idea, pero no había tenido tiempo de planificar el siguiente paso. Obviamente meter el Land-Rover en un callejón estaba descartado, y repasé mentalmente los picaderos locales más conocidos, esos lugares apartados y poco transitados donde los jóvenes iban a aliviar los picores que acompañaban a sus revolucionadas hormonas, donde las fulanas callejeras vaciaban con indolente maestría los huevos de sus clientes, o donde algunos homosexuales satisfacían los impulsos que ocultaban durante el resto del tiempo. La mayoría los descarté por no parecerme lo bastante discretos, o porque sabía que a mi madre no se lo parecerían. Al fin y al cabo, a ojos de la sociedad nuestra relación estaba peor vista que el sexo prematrimonial, irse de putas o ser marica. Caí en la cuenta de que me acompañaba una mujer más experimentada, inteligente y resolutiva que yo, así que decidí preguntarle.
—¿Dónde vamos? —dije, mientras conducía despacio hacia la salida de nuestra calle.
—¿Que te parece si vamos al cine? —dijo ella, socarrona.
—¿En serio?
—Tenemos que ver la película. ¿Qué pasa si tu padre me pregunta por ella? ¿Qué le voy a decir?—explicó.
—No te va a preguntar nada. No te hace ni puto caso. —Me di cuenta de que mi comentario había sido un poco cruel e intenté quitarle hierro—. Además, solo le interesan las pelis del oeste y esas chorradas de Pajares y Esteso.
  Los gustos cinematográficos de mi padre eran limitados y poco entusiastas, aunque había otro tipo de películas que le gustaban: las que escondía encima del armario, las cintas guarras de las que yo también disfrutaba cuando me quedaba solo en casa. Mi madre sin duda sabía de la existencia de esas cintas, lo cual me entristeció y cabreó, pensando cómo se sentiría al saber que el mismo marido que la tenía desatendida en el dormitorio se la cascaba frente a una pantalla. Puede que ella no fuese tan espectacular como esas zorras que se dejaban lefar la cara frente a una cámara, pero desde luego no tenía nada que envidiarles, y yo lo sabía muy bien. Que se joda el viejo, pensé. Si él ya se había cansado del exquisito manjar con el que compartía la cama yo estaba dispuesto a devorarlo una y otra vez.
—Mira, prefiero no arriesgarme. Ya sabes como es tu padre, lo mismo se pasa una semana sin apenas abrir la boca que de pronto le da por charlar —dijo mamá. De nuevo movió su mano a lo largo de mi muslo, en una caricia más maternal que sexual—. Además, hace mucho que no vamos al cine juntos, solos tu y yo. Me hace ilusión.
  Tenía razón. En los últimos años no hacíamos nada juntos, solo por el placer de la mutua compañía. A pesar de lo cachondo que estaba, consiguió que me resultase atractiva la idea de simplemente pasar el rato con ella, y también me hizo sentir culpable, algo en lo que las madres son expertas.
—Está bien —dije, resignado.
  En ese momento paramos en un semáforo. Tras asegurarse de que nadie nos miraba desde los otros coches, culebreó sobre la palanca de cambios y me dio un rápido beso en los labios, mientras la caricia de su mano en mi muslo se volvía inequívocamente sexual. Intenté prolongar el contacto sujetándola por la cintura pero se escabulló y volvió a acomodarse en su asiento.
—Vamos a ver la película, y después... ya veremos. ¿De acuerdo? —dijo, dejando que la mitad izquierda de su sonrisa adoptase una curvatura enigmática, una compleja ecuación de lujuria y amor maternal.
  Por supuesto que estaba de acuerdo. Si había podido esperar varios años para gozar por primera vez de su cuerpo podía esperar un par de horas para volver a hacerlo. Aunque después de haber probado ese licor prohibido las ganas de emborracharme con él eran más intensas que cuando solo fantaseaba con darle un sorbo.
En el aparcamiento subterráneo del centro comercial, aparqué junto a una gruesa columna de hormigón y miré el reloj del salpicadero. Quedaba más de media hora para que comenzase la película. En lugar de bajarme del coche, me acomodé mejor en el asiento y saqué el paquete de tabaco.
—¿Vamos a mirar escaparates o a tomar algo hasta que sea la hora? —propuso mamá, que ya había agarrado su bolso.
—¿Y si nos quedamos aquí relajándonos? —sugerí yo, mientras sacaba de la cajetilla la china de hachís que me quedaba y comenzaba a quemarla.
  Mi madre levantó una ceja, mirando mi maniobra con sarcástica desconfianza. Ya había comprobado que toleraba bien los porros, y no me daba miedo que perdiese el control como la noche en la que el alcohol y el tónico casi nos hacen acabar entre rejas.
—Deberías dejar eso, ahora que trabajas —me aconsejó, ejerciendo el papel de adulta responsable con sus palabras pero mirando con avidez el porro que tomaba forma entre mis dedos.
—No te preocupes, no fumo en el trabajo. Y además, hoy es una ocasión especial, ¿no?
—La verdad es que sí. Para mí venir al cine es una ocasión especial, por triste que suene —dijo, antes de soltar un suspiro de resignación.
  No quería verla así, y lo mejor que se me ocurrió para consolarla fue inclinarme sobre ella y besarla. Esta vez me permitió saborear su lengua y acariciar su muslo durante unos segundos antes de apartarme empujando mi pecho. Miró por las ventanillas hacia las hileras de vehículos aparcados en la penumbra y las escasa siluetas que se movían entre ellos empujando carritos o cargando bolsas.
—Aquí no, cielo... Por favor —dijo, casi susurrando—. Todos nuestros vecinos vienen aquí a comprar.
  De nuevo acaté sus deseos. Cuanto mayor fuese la espera más placentera sería la recompensa. Encendí el porro y se lo pasé. Lo cogió entre sus pequeños dedos sin dudarlo un segundo y le dio dos largas y profundas caladas, sin toser ni hacer gesto alguno de desagrado. Era evidente que no solo estaba hambrienta de orgasmos sino de cualquier clase de emoción que la hiciera sentir viva. Si mi padre no se daba cuenta de lo que le ocurría a su mujer estaba ciego o era estúpido, y si lo sabía y lo ignoraba no se la merecía en absoluto.
  Fumamos un rato en silencio, pasándonos el canuto como haría con cualquiera de mis amigos, solo que a ellos no les miraba las piernas ni me los imaginaba desnudos rebotando sobre mi cipote. La vi tan relajada que me atreví a sacar a relucir una cuestión que me rondaba la cabeza desde hacía días.
—Oye, mamá.
—Dime. —Tardó en responder medio segundo más de lo habitual pero no daba la impresión de estar muy colocada.
—Quiero hacerte una pregunta —anuncié. Me aclaré la garganta mientras ella me miraba, expectante—. Verás... esto que hacemos, tu y yo... ya sabes... ¿lo consideras... en fin... ponerle los cuernos a papá?
  Su primera reacción fue una carcajada, seguida de un breve golpe de tos que la hizo expulsar humo por la boca y la nariz. Me pasó el porro, mirándome con una mezcla de sorpresa e ironía.
—A ver, cariño... Estoy casada y ando follando con otro, ¿como llamarías tu a eso?
—Si, eso es cierto. Pero en fin... no soy un tío cualquiera. Soy tu hijo —dije, como si fuese evidente que nuestro cercano parentesco anulaba el adulterio.
—Carlos, joder... Eso es todavía peor. Además de adúltera soy una degenerada —afirmó, en un tono indescifrable que hacía equilibrios de funambulista entre la comedia y el drama.
—No digas eso —dije, acariciándole el hombro.
—¿Y que quieres que te diga, hijo? —preguntó, pronunciando la palabra “hijo” en un extraño tono burlón—. ¿Quieres que te diga que follarme a un extraño sería mucho peor? ¿Quieres escuchar que tu padre es menos cornudo porque eres tu quien me la mete? ¿Es eso?
  Hablaba en un tono tranquilo, casi alegre, pero la conocía lo suficiente como para saber que podía explotar de un momento a otro. Estaba claro que ella también había pensado en el tema, probablemente más que yo y de forma más acertada. Quizá era ella quien tenía razón, y mi percepción solo era parte de mi fantasía, o una forma de sentirme menos culpable mientras ella era lo bastante fuerte y madura como para lidiar con la culpa. Era mejor, de momento, no discutir las implicaciones morales de nuestra relación, aunque una vez abierto el melón me resistía a dejar de lado el tema de la infidelidad. Tras una prudente pausa, volví a plantearle una duda.
—Dime una cosa, mamá... Si quieres, claro. ¿Antes de mí... has estado con algún otro?
—¿Con algún otro de mis hijos, quieres decir? ¿Follando pero sin ponerle de verdad los cuernos a mi marido? —dijo ella. Si su humor ya de por sí era ácido, el hachís y el incómodo tema de conversación lo estaban volviendo especialmente corrosivo.
—Vale.. déjalo. Da igual.
  Pensé que mi rendición daba el tema por zanjado. Mi madre le dio una última calada al porro y lo apagó en el cenicero del coche. Había fumado mucho más que yo y, en apariencia, no estaba ni la mitad de colocada. Dejó pasar más de un minuto de silencio envuelto en aromático humo, suspiró, cerró los ojos unos segundos y habló.
—Una vez.
—¿Una vez? —exclamé, aturdido por la inesperada confesión.
—Hace unos seis años, cuando empezabas el instituto —confesó. Miraba su propio reflejo en la ventanilla de la puerta, avergonzada pero con un leve deje desafiante—. Por aquella época tu padre ya no me hacía mucho caso, y tú estabas creciendo y ya no te interesaba pasar tiempo conmigo. Me sentía sola... y aburrida.
—Lo siento —dije, rememorando esa época en la que empezaba a salir con mis colegas.
—No tienes por qué sentirlo. Es lo normal a esa edad. Lo raro hubiese sido que te pegases a mis faldas —dijo ella, mirándome de nuevo.
—¿Y con quien fue? —pregunté. Estaba ansioso por saber más, presa de esa perversa mezcla de celos y morbo.
—¿Te acuerdas de Don Roberto?
  Tras un instante de incredulidad, esta vez fui yo quien soltó una carcajada. Don Roberto fue mi profesor de matemáticas y tutor durante el primer año de instituto. Lo recordaba como un cuarentón insulso, serio y flemático. Era alto, entrado en kilos y medio calvo. No es que fuese rematadamente feo, pero tenía los ojos grandes y saltones, lo cual le había hecho ganarse el apodo de “Gustavo”, en honor al dicharachero batracio, también conocido como Kermit o René.
—¡No me jodas! ¿Te follaste a la rana Gustavo? —exclamé, riendo.
—¡Oye! Menos guasa —se quejó, dándome uno de sus pellizcos en la cadera. Fingía estar indignada por mis burlas pero luchaba por no echarse también a reír—. Era un hombre muy agradable, una vez lo conocías. Después de una tutoría nos quedamos solos, charlando... y bueno, ya te imaginas.
—Qué cabrón... Se follaba a mi madre y no me aprobó ni una vez —dije, resistiéndome a dejar de bromear.
—Solo lo hicimos un par de veces. No fue nada serio. —La sonrisa desapareció de sus labios y me miró muy seria—. Ni se te ocurra contárselo a nadie, ¿estamos? Él también está casado.
—Tranquila. No es que me entusiasme la idea de que mis amigos sepan que Gustavo te metía el pito.
  Eso me hizo ganarme otro doloroso pellizco, al que intenté responder agarrándola por la cintura. Se escabulló de mis impacientes manos, riendo y provocándome.
—¿Y ya está? ¿Solo ese? —pregunté.
  Una parte de mí quería que Don Roberto fuese su único desliz, y otra parte, más oscura y viciosa, se excitaba con la idea de que mi madre fuese una zorra. Ella miró de nuevo su reflejo en el cristal y bajó los ojos, jugueteando con los bajos de sus vestido.
—Bueno...
—Joder, mamá, ¿en serio? —dije, levantando las cejas.
—¿Te acuerdas del chico que alquiló el apartamento del ático el año pasado? —preguntó, y esta vez parecía más orgullosa que avergonzada.
—¿Con ese? No me jodas... Pero si tenía mi edad —exclamé, indignado.
  Esta vez los celos se impusieron a la curiosidad morbosa. Ya no se trataba de un cuarentón de ojos saltones sino de un estudiante de constitución atlética, mucho más alto y guapo que yo. Me había cruzado muchas veces con ese tipo en el portal y nunca se me pasó por la cabeza que pudiese estar dándole matraca a mi señora madre. Por suerte se había marchado cuando terminó el curso y no tenía que preocuparme por él, pero imaginar su blanco y musculoso culo de universitario subiendo y bajando entre los muslos de su simpática vecina me hizo hervir la sangre.
—No exageres —dijo la vecina en cuestión—. Era mucho mayor que tú. Estaba en el último año de universidad. Además, solo tomamos café un par de veces.
—¿No hicisteis nada? —dije, aliviado y un poco decepcionado.
—No, no hicimos nada. Me arrepentí en el último momento —admitió.
—No creo que eso cuente como infidelidad.
—Para mí cuenta —afirmó, demostrándome de nuevo lo lejos que estaba de entender a las mujeres en general y a ella en particular.
—¿Alguien más? —pregunté.
—No. Nadie más. ¿Contento?
  En términos generales, se podría decir que estaba contento. Ni quería juzgarla por sus insignificantes infidelidades ni estaba en posición de hacerlo. Lo único que me molestaba era no haber intentado antes convertir en realidad las fantasías que ella protagonizaba, ahora que sabía lo insatisfecha que estaba desde hacía años. Después de nuestra reveladora conversación, el silencio se adueñó de nuevo del interior del coche. La vergüenza había desaparecido de su rostro y se la veía aliviada, como si se hubiese quitado un peso de encima al contarme sus pecados extramaritales. En ese momento entendí mejor a mi abuela, su necesidad de confesarse cada domingo. No se me ocurrió nada que decir así que me limité a abrazarla, apretando su pecho contra el mío.
—Te quiero. No voy a dejar que te sientas sola nunca más —dije, con la boca muy cerca de su cuello.
  Ella me devolvió el abrazo, rodeando con fuerza mi torso, apoyó la cabeza cerca de mi hombro y suspiró, acariciándome con la mejilla. La empalagosa escena de afecto maternofilial no duró mucho, ya que en cuanto sentí su calor envolviéndome y aspiré su aroma se me puso dura como un leño. Acaricié su morena espalda con una mano y la otra ascendió por su muslo, exploró bajo la falda hasta que las puntas de mis dedos tocaron la tela de sus bragas. Presioné con delicadeza, buscando la zona más sensible, le besé el cuello y el hombro, muy despacio. Estuvo a punto de rendirse, pero cuando intenté que separase más los muslos y busqué su lengua con la mía se apartó y regresó a su asiento, mirando al sombrío aparcamiento.
—Aquí no, Carlos... No me hagas repetírtelo, ¿vale? —dijo, intentando normalizar el ritmo de su respiración. Miró el reloj del salpicadero, se alisó la falda sobre los muslos y cogió su bolso—. Anda, vamos al cine, que al final se nos va a pasar la hora.
  Bajamos del coche y nos sumergimos en la luminosa animación del centro comercial, que nos deslumbró y aturdió durante unos segundos. Su equilibrio no acusaba en absoluto los efectos de la droga porro, pero al igual que la noche de la cena se colgó de mi brazo, caminando tan pegada a mí que nuestras caderas se rozaban. Y de nuevo me hinché como un gallo al notar que muchos hombres la miraban con mayor o menor disimulo, sobre todo sus cortas pero bien formadas piernas, atractivas incluso sin la ayuda de los tacones, y las firmes nalgas de gimnasta veterana que se adivinaban bajo el ligero vestido.
  Llegar tarde a la proyección no me preocupaba lo más mínimo, así que no me quejé cuando se detuvo frente a cualquier escaparate que le llamase la atención, cual polilla atraída por la luminosidad que rodeaba a los estoicos maniquíes. También se detuvo, para mi sorpresa y perversa diversión, ante cierta tienda de lencería que yo conocía muy bien. Allí seguía el picardías rojo con encajes negros que yo había visualizado horas antes sobre el cuerpo de mi abuela, tan diferente al suyo, menos voluptuoso pero igualmente digno de tan sugerente prenda. Con cuidado de no decir nada sospechoso, no me privé de bromear cuando noté que la miraba.
—Eso te quedaría muy bien, ¿no crees? —dije, inclinándome hacia su oreja para que nadie nos escuchase.
—Hijo, que mal gusto tienes. No me pondría esa horterada ni loca —afirmó. Sus gustos en cuanto a ropa interior no eran conservadores, pero al parecer tenía preferencias estéticas que aún se me escapaban.
—¿De verdad no te gusta?
—¿Estás de coña? Parece algo que llevaría una puta de los años cincuenta —dijo, casi riendo.
—Bueno, ya encontraré a otra que sepa apreciarlo.
  Y tenía claro quien era esa otra: una viuda llamada Felisa que, aunque no le gustase la prenda, era tan complaciente como para no decir nada, agradecérmelo con docenas de efusivos besos, ponerse unos tacones y desfilar solo para mis ojos antes de entregarse a mí con el ardor de una recién casada. Mi madre soltó una risita sarcástica al escuchar mi broma, justo antes de adoptar un rictus de severidad implacable, apretar mi brazo con más fuerza de la necesaria y taladrarme con una de sus temibles miradas.
—Oye, ni se te ocurra hacerme regalitos raros, ¿entendido? —Me habló susurrando muy cerca de mi oreja, lo cual no la hacía menos amenazante.
—Tranquila, joder, que era broma. No soy tan imbécil —dije. Intenté sonar convincente, porque la verdad es que si era tan imbécil.
—Eso espero.
  Nos alejamos del conflictivo escaparate y muy pronto recuperó el buen humor. Llegamos a los multicines e insistió en pagar las entradas, pues yo había pagado la cena en nuestro anterior encuentro. Compramos unos refrescos y entramos en la sala, justo a tiempo, pues estaban terminando los tráilers que precedían a la película. Habría en total unas cien personas, menos de la mitad del aforo, y las entradas no estaban numeradas, así que pudimos elegir asientos. Tomándola de la mano, llevé a mi madre hasta las butacas centrales de la penúltima fila, que estaba vacía, al igual que la “fila de los mancos” detrás nuestra y la de delante. Un par de filas más allá, solo vi a una pareja de mediana edad, un tipo de cuello ancho y cabeza grande y una señora con una voluminosa permanente.
—¿No estamos muy atrás? —dijo mamá, que obviamente se anticipaba a mis intenciones.
—Desde aquí se ve mejor.
—Pórtate bien, ¿eh? Nos puede ver algún acomodador —me advirtió, aunque no me soltó la mano después de sentarse.
—Los acomodadores pasan de todo.
—Muy bien, pero las manos quietecitas.
  La película comenzó e intenté prestarle atención, una tarea que me resultó imposible. Los ojos se me iban cada pocos segundos a las piernas de mi acompañante, más o menos visibles en la oscuridad dependiendo de la intensidad del resplandor en la pantalla. Las mantenía cruzadas y no las separó cuando mi mano se posó en su muslo, cerca de la rodilla, y acaricié la sedosa piel con el pulgar. No me obligó a retirar la mano pero suspiró y me miró de reojo, con el ceño fruncido a modo de advertencia pero esbozando una ambigua sonrisa.
  Ahora os confesaré algo que tal vez os haga sentir animadversión hacia mi persona: soy de los que hablan en el cine. No es que charle como una cotorra pero no puedo resistirme a comentar aspectos de la película que por un motivo u otro me resultan curiosos, sorprendentes o graciosos. Cuando Clarice Starling, protagonista del film, apareció en pantalla me incliné hacia mi madre y le hablé en voz baja.
—¿Sabías que Jodie Foster es bollera?
—¿Qué? Anda ya —susurró ella, incrédula.
—Te lo juro. Bollera perdida.
—Pues no tiene pinta. Es muy mona —opinó mamá, después de dar un sorbo a su refresco, apretando los labios en torno a la pajita de plástico de una forma encantadora, entre infantil y sexy.
—¿Y que pinta tienen las bolleras? —pregunté, burlón.
—Yo que sé, hijo. Pues más... machorras.
—No tendrá pinta, pero es bollera.
  Mi tono de voz debía ser más alto de lo que pensaba, o tal vez había dicho demasiadas veces la palabra “bollera”, pero el caso es que el tipo sentado dos filas por delante de la nuestra volvió su maciza cabeza y nos chistó. Le hice un gesto con la mano, a modo de disculpa, y volví a mirar la pantalla.
  A día de hoy El Silencio de los Corderos es una de mis películas favoritas, pero aquella tarde la odié con toda mi alma. Los minutos pasaban muy despacio y solo podía pensar en besar de arriba a abajo el cuerpo desnudo de la mujer sentada junto a mí. A pesar de la calentura, descubrir que uno de los temas de la película era el canibalismo me pareció adecuado de una forma retorcida. Hoy en día en la civilización occidental quedan muy pocos tabúes, y dos de los principales son sin duda el canibalismo y el incesto. No sentía ninguna curiosidad por consumir carne humana, pero el otro tabú, en mi opinión totalmente lícito y saludable siempre que lo practicasen adultos con el consentimiento de ambas partes, ya formaba parte de mi vida, la parte de mi vida más placentera y emocionante.
  Mi inquieta mano derecha se deslizó desde la rodilla hasta la ingle, levantando la ligera falda amarilla en el proceso. Mi madre intentó mantenerla en su sitio, con tan poco éxito como sus esfuerzos por disimular que no se estaba excitando con mis caricias y los besos que le daba en el cuello o en el hombro.
—¿No vas a dejar que te meta mano? Venga... solo un poco —dije, ante la imposibilidad de introducir mis dedos entre sus muslos apretados.
—Aquí no, Carlos. Para quieto de una vez —susurró. Miró a izquierda y derecha, preocupada por la posibilidad de que nos sorprendiese un acomodador con su linterna, cosa que no ocurrió.
—¿Es que nunca te han metido mano en el cine? —pregunté, desafiante. Ya había comprobado antes que acusarla de ser recatada o mojigata daba resultado.
—Si, cuando tenía catorce años —afirmó, sin morder el anzuelo.
—¿Catorce? Joder, yo a esa edad aún no había tocado pelo —confesé.
—Y hoy tampoco lo vas a tocar como no me hagas caso.
  Me agarró la muñeca y apartó mi mano de su entrepierna. Lejos de rendirme, me sobé el paquete y coloqué mi tieso cipote de forma que se marcase bien en la tela de mis pantalones. Mi madre soltó un exagerado suspiro de fastidio cuando cogí su mano y la puse sobre el cilíndrico bulto. En la gran pantalla Clarice y el Dr. Lecter seguían a lo suyo.
—Oye, mami. Si tanto te interesa el canibalismo puedes probar este trozo de carne que tengo aquí.
—Muy gracioso —dijo ella.
  Pretendía parecer enfadada pero mi burda broma le arrancó media sonrisa y no apartó la mano del bulto que a cada segundo se ponía más duro. Acarició toda la longitud del tronco por encima de la tela y presionó la punta doblando los dedos. Acto seguido, retiró la mano y le dio un sorbo a su refresco, sonriendo con malicia.
—Joder... Pero no pares —me quejé, tan cachondo que me costaba hablar en susurros y elevé la voz más de lo necesario.
—Te he dicho que aquí no —dijo ella, jugando a provocarme.
—Venga... hazme una paja. No me seas calientapollas.
—¿Qué me has llamado?
  Me castigó con un pellizco en el muslo y aproveché para intentar sujetar su muñeca. No tuve éxito y comenzamos un forcejeo en el que ella intentaba pellizcarme y yo sujetarla o meter la mano bajo su falda, entre risas contenidas y resoplidos.
—Para... estate quieta o verás.
  Nuestro juego se vio interrumpido de golpe cuando el tipo de dos filas más adelante se giró, levantando un poco el cuerpo para apoyarse en el respaldo y mirarnos desde arriba. No podía verle bien la jeta pero era evidente que estaba muy enfadado y me miraba fijamente, ignorando a mi también revoltosa compañera.
—A ver, ¿te vas a callar de una puta vez o qué, imbécil? —me ladró el tipejo.
  Antes de que pudiese responder, mi madre se deslizó hasta el borde de su asiento, inclinada hacia adelante, y habló a un volumen que hizo girar la cabeza a toda la sala.
—¿A quien llamas imbécil, cabezabuque? —exclamó.
  A el señor aquel no le hizo gracia la sutil referencia a el notable tamaño de su cabeza. Resopló e hizo el amago de levantarse, pero su mujer le sujetó por el codo y le habló en voz muy baja, sin mirar hacia atrás. Eso contuvo la ira del cabezón, quien nos dedicó una última frase antes de sentarse de nuevo y darnos la espalda.
—No os lo vuelvo a repetir. Callaos o la vamos a tener, niñatos.
  Me hizo mucha gracia que tomasen a mi madre por una “niñata”, aunque era comprensible debido a su aspecto juvenil, ayudado por la oscuridad del lugar, y a su repentino descaro. Le agradecí que me defendiese con un corto beso en la mejilla. Corto porque, sorprendiéndome de nuevo, buscó mis labios con los suyos y nos dimos el filete un buen rato, sobándonos por encima de la ropa, talmente como dos niñatos dejándose llevar por la esclavitud de las hormonas.





CONTINUARÁ...



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