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La jefa me la chupa

—Cuando quieras, papito.

La frase me sonó a una bravuconada pero, días más tarde, me conduciría a una experiencia alucinante.

La que soltó la frase fue la hija del dueño de la compañía. Era muy poderosa, ya que administraba con mano dura lo que su padre ya había soltado tiempo atrás y, no obstante, en los papeles, él siguiera siendo el dueño, en la práctica, la empresa bailaba al ritmo de su hija. Todos le tenían miedo y, sabedora de ese terror que infundía, hacía y deshacía a su gusto hasta sus más delirantes caprichos.

—Esta semana los quiero a todos vestidos de blanco.

Y ahí estaban todos, ataviados como ángeles.

—Esta semana, deben atender a los clientes disfrazados de payasos.

Y la empresa se transformaba en un circo, arrebatos que algunos clientes no veían bien e incluso, originaba que se fueran a la competencia.

—Que se vayan —me espetó, cuando le planteé la baja en los números. Yo, como contador, me había animado a hablar del tema, y ella me escuchó atentamente, sin amenazarme ni, efectivamente, echarme—. Ellos se lo pierden.

—Pero… señora…

—¡Señorita! —replicaba, levantando el índice como una maestra de primaria. Tenía cerca de sesenta años y jamás se le había conocido pareja alguna. Pelo ondulado, labios finitos siempre trabados en un rictus cortante, piel suave y asombrosamente libre de arrugas, ojos que inspiraban miedo y, aunque se vestía en un corte bastante varonil, sus  sobrias camisas y sus polleras tableadas por debajo de la rodilla no llegaban a ocultar unas portentosas tetas y un proporcionado culo redondo. Por el tirante orificio que su generosa delantera abría entre los botones de su camisa, solía verse ropa interior lujosa y muy provocativa. 

La discusión tomó ribetes cada vez más agresivos y, ya en el filo de la ofensa, respondió a mis críticas con lo que mejor le salía: ridiculizar a su interlocutor. 

—Y como su disfraz de payaso tuvo poca gracia, mañana lo quiero vestido de mujer.

—Pero… —objeté, desplegando una bravura que, sabía, me iba a costar el puesto—, ¡¿por qué no me chupás un poquito la pija?!

Ella se volvió, asomó la punta de su lengua por una comisura y retrucó.

—Cuando quieras, papito.

Pero lejos de quedarse a discutir los términos de su apurada, se acomodó los anteojos felinos de montura negra y salió de mi oficina, sin agregar nada más.

Tres días más tarde, lapso en el que me sentí caminando por la cornisa, la tirana entró a mi oficina. Un compañero de trabajo, que estaba intercambiando conmigo comentarios acerca del torneo de fútbol local mientras simulaba revisar un fichero, salió apresurado para no quedar servido a las locuras de la jefa.

Ella esperó que saliera, cerró con llave la puerta —consciente, de cualquier manera, de que nadie iba a entrar a un recinto donde estuviera ella— y se volvió hacia mí, según yo creía, para tomar revancha de mi insubordinación reciente.

—Escuchemé —dijo, a secas, sin nombrarme por el apellido. No tenía esa costumbre; solía reemplazarlo por «imbécil», «idiota» o «gusano», sus afrentas favoritas—, ¿a usted le parece que se puede trabajar en esta pocilga, en este desorden?

Yo no atiné a responder nada, me percibía aún en el paredón de fusilamiento. Ella se detuvo unos segundos a mi derecha, con los brazos en jarra, y la expresión más amenazante que logró, e inmediatamente me empujó hacia atrás y se agachó. Sus tetas se bambolearon bajo la camisa y el tercer botoncito se desprendió, abriendo un poquito más el balcón hacia lo prohibido. Yo había visto que unos bollitos de papel habían caído fuera del cesto, pero ni por las tapas hubiera fantaseado que la propia tirana los iba a levantar.

Sin embargo, no se inclinó hacia los papeles. Acuclillada, se torció en mi dirección y se arrodilló frente a mis piernas. Sabía que nadie iba a entrar, que yo no me iba a oponer y, con una sonrisa pervertida, se dispuso a transformar en hechos mi guarangada de días atrás. Se introdujo entre mis piernas, abrió mi bragueta y, luego de maniobrar con habilidad, sacó mi miembro fláccido y, golosa, se lo llevó a la boca.

Con un profesionalismo que me sorprendió, empezó a lamer con real delicia el borde del prepucio, metiendo la lengua para tocar la cabeza. Yo sabía que nadie podía entrar y, suponiendo que tras esto venía el despido, me relajé y la dejé hacer.

Mientras ella corría la piel hacia atrás y empezaba a chupar el glande como un chupetín, yo le apoyé la mano en la cabeza y cerré los ojos. La sentí sonreír, y farfulló algo como: «Ahora vas a ver lo que es bueno…».

Mi verga, ya dura, era un juguete en su mano. La sobaba, la friccionaba, la escupía y se la metía toda, haciendo gala de una lograda garganta profunda. Volvía a friccionarla, cada vez más rápido, la escupía y, soba que soba, me chupaba los huevos. Se había calentado, la hija de puta, y sus pezones duros parecían querer rajar la camisa. Cuando pude romper la parálisis y me incliné a mirar cómo podía ser tan puta, la encontré observándome a los ojos por encima de sus anteojos, con unos diamantes entre grises y azules que de golpe, la convertían en la prostituta más refinada y sucia a la vez. Porque siguió y siguió, con una dedicación aplicada, y cuando llegaba la explosión, se quitó las gafas, la sacó y se echó la leche en la cara, riendo, sobando, disfrutando y masajeando. Y no conforme con haberme hecho eyacular, volvió a metérsela en la boca para libar hasta la última gotita, hecho que completó juntando con el dedo el lechazo de su rostro y lamiéndolo golosa, tragando, gozando. Tenía la piel blanca salpicada de pecas y, cuando se movió hacia un lado, advertí, por la sombra de sus areolas alrededor de los picos de sus pezones, que en esa ocasión, no llevaba corpiño.

—Esta tarde lo necesito para unas horas extras —espetó, acomodándose la ropa, mientras enfilaba hacia la puerta. Giró la llave y soltó, mirándome viciosa—. Y espero que esté preparado para una tarea dura y larga.

La sonrisa apenas asomó por la comisura de sus labios y salió, segura de que no me iba a resistir. Yo todavía flotaba en el limbo del orgasmo, con la pija medio muerta asomada por el pantalón, brillosa, roja.

Preparada.

Lo que venía, ni en mis más tortuosos deseos lo podría haber imaginado.

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