Cerré los ojos y me relajé. La semana laboral había sido dura, y lo único que quería ese viernes era cenar, tomar un buen vino y tal vez, hallar entre las sábanas un recreo inesperado.
Pero mi mujer me iba a sorprender de una manera que me hizo agradecer haber estado ahí en ese instante.
El lugar indicado y el momento justo.
Apenas sentí el sonido de la puerta; salió sigilosamente y, como hasta minutos antes había estado haciendo jardinería, no le presté más atención. Aflojé los hombros, solté el aire y dejé que mi mente se aletargara en una cabezadita que prometía ser reparadora.
Pero a través de mis ojos cerrados, el resplandor de la luz del cielo se opacó. Y luego, el olor.
Una mezcla embriagadora de desodorante íntimo, flujo y pis aleteó frente a mi nariz como una brisa tibia. Y el contacto de la mucosa húmeda me colocó a las puertas de lo que más anhelaba. Abrí los ojos para encontrarme en una carpa impensada, la pollera azul de mi mujer, sostenida por sus piernas abiertas, y el sublime espectáculo de su concha brillosa a centímetros de mi lengua.
Mi mujer había aprovechado mi desprotección en la reposera y, luego de sacarse la bombacha sin que yo la viera, había pasado una pierna por encima de mí y, quedando abierta de piernas con una rodilla a cada lado de mis orejas, se había acuclillado tenuemente para apoyar su vulva húmeda sobre mis labios.
No dudé, no demoré y saqué la lengua, lamiendo de punta a punta o mejor, desde el culo hasta el clítoris, toda la rajadura caliente. Estaba excitada y el flujo cristalino brillaba como caramelo.
Pero sabía mucho mejor.
Lamí sediento, sintiendo cómo ella temblaba de placer. Mi verga había comenzado a hincharse y su concha caliente florecía sobre mi lengua ansiosa como un delicioso manjar.
Y lo era.
Mi mujer tiene una vagina anatómicamente perfecta, siempre depilada en detalle, y un clítoris chiquitito que apenas sobresale en los momentos de más calentura. Y entonces, estaba muy caliente y su vulva olía de manera enloquecedora, lubricada y rubicunda. Se movía adelante y atrás, meciéndose sobre mi boca con perversión y delirio. Yo ponía la lengua dura y ella la usaba como consolador, como juguete de sus prohibidas pasiones.
Estuvo así como por tres minutos, y cuando creí que se venía, pasó su pierna por encima y se dirigió hacia el espacio entre mis piernas, donde mi verga dura hacía una ostensible prominencia. Abrió mi pantalón, arrastró toda mi ropa hasta mis tobillos y se abocó a chupármela de manera profesional. Me puso también al borde del orgasmo y, cuando la explosión de leche parecía inevitable, me golpeó la verga con un cachetazo suave y volvió a pasar su pierna por encima mío, para quedar a horcajadas sobre ella. Ambos al filo del placer, no tardamos más de siete u ocho bombazos parte acabar al mismo tiempo, semen y gemidos, pijazos y un charco de flujo que goteaba de esa concha colorada e inflamada.
Se desclavó luego de aguantar los embates del clímax y me sobó hasta la locura la verga resbalosa y floja. Y se lamió la palma de las mano, brillosa, y se sonrió para lanzarme a la cúpula del placer.
Pero mi mujer me iba a sorprender de una manera que me hizo agradecer haber estado ahí en ese instante.
El lugar indicado y el momento justo.
Apenas sentí el sonido de la puerta; salió sigilosamente y, como hasta minutos antes había estado haciendo jardinería, no le presté más atención. Aflojé los hombros, solté el aire y dejé que mi mente se aletargara en una cabezadita que prometía ser reparadora.
Pero a través de mis ojos cerrados, el resplandor de la luz del cielo se opacó. Y luego, el olor.
Una mezcla embriagadora de desodorante íntimo, flujo y pis aleteó frente a mi nariz como una brisa tibia. Y el contacto de la mucosa húmeda me colocó a las puertas de lo que más anhelaba. Abrí los ojos para encontrarme en una carpa impensada, la pollera azul de mi mujer, sostenida por sus piernas abiertas, y el sublime espectáculo de su concha brillosa a centímetros de mi lengua.
Mi mujer había aprovechado mi desprotección en la reposera y, luego de sacarse la bombacha sin que yo la viera, había pasado una pierna por encima de mí y, quedando abierta de piernas con una rodilla a cada lado de mis orejas, se había acuclillado tenuemente para apoyar su vulva húmeda sobre mis labios.
No dudé, no demoré y saqué la lengua, lamiendo de punta a punta o mejor, desde el culo hasta el clítoris, toda la rajadura caliente. Estaba excitada y el flujo cristalino brillaba como caramelo.
Pero sabía mucho mejor.
Lamí sediento, sintiendo cómo ella temblaba de placer. Mi verga había comenzado a hincharse y su concha caliente florecía sobre mi lengua ansiosa como un delicioso manjar.
Y lo era.
Mi mujer tiene una vagina anatómicamente perfecta, siempre depilada en detalle, y un clítoris chiquitito que apenas sobresale en los momentos de más calentura. Y entonces, estaba muy caliente y su vulva olía de manera enloquecedora, lubricada y rubicunda. Se movía adelante y atrás, meciéndose sobre mi boca con perversión y delirio. Yo ponía la lengua dura y ella la usaba como consolador, como juguete de sus prohibidas pasiones.
Estuvo así como por tres minutos, y cuando creí que se venía, pasó su pierna por encima y se dirigió hacia el espacio entre mis piernas, donde mi verga dura hacía una ostensible prominencia. Abrió mi pantalón, arrastró toda mi ropa hasta mis tobillos y se abocó a chupármela de manera profesional. Me puso también al borde del orgasmo y, cuando la explosión de leche parecía inevitable, me golpeó la verga con un cachetazo suave y volvió a pasar su pierna por encima mío, para quedar a horcajadas sobre ella. Ambos al filo del placer, no tardamos más de siete u ocho bombazos parte acabar al mismo tiempo, semen y gemidos, pijazos y un charco de flujo que goteaba de esa concha colorada e inflamada.
Se desclavó luego de aguantar los embates del clímax y me sobó hasta la locura la verga resbalosa y floja. Y se lamió la palma de las mano, brillosa, y se sonrió para lanzarme a la cúpula del placer.
1 comentarios - La cúpula del placer (Sexo en silencio)