La vi bajo la lluvia y no pude resistirme. Solía cruzármela todos los días; ella salía del jardín y se dirigía a la parada de colectivo, charlando con alguna compañera o saludando a sus alumnos. Pero ese día estaba sola, llovía torrencialmente y el colectivo no venía. Teníamos la confianza de habernos saludado alguna vez; yo trabajaba cerca y a veces nos cruzábamos por el barrio. Arrimé el auto, me detuve, le pregunté si la podía llevar a algún lado y ella me agradeció con la mirada. Subió, nos saludamos tranquilamente y apenas comenzamos la charla, antes de decirme siquiera adónde iba, me dijo: «¡Tengo un hambre!».
Me pareció que buscaba otra cosa y la invité a almorzar. Aceptó de una y la sonrisa que me dedicó, me lo dijo todo. Fuimos a una parrilla cercana y, más allá de lo que comimos o bebimos, encontré que estaba muy abierta a un diálogo un poco más íntimo: sonreía mucho, me tocaba las manos, y me contaba cosas de su vida cotidiana y sus relaciones que me sugerían que tenía ganas de una aventura. Propuse un café, para salir de la parrilla y mover la charla a un plano más íntimo, y me dijo: «¡Ay, me encantaría!».
Subimos al auto; la lluvia había menguado un poco pero todavía caía con cierta intensidad. Ni le pregunté adónde; simplemente encare para un telo cercano y ella no se sorprendió cuando yo subí a la rampa. Era una aventura y no importaban los detalles.
Llegamos a la habitación y ninguno de los dos intentó siquiera charlar: nos enredamos en un beso muy caliente, y mientras me besaba, me sacaba la ropa y bajaba con un recorrido de saliva hasta mi pene, que ya estaba como un palo. Y luego de friccionarlo un par de veces, siempre sonriendo, se lo metió en la boca para darme el mejor pete que me habían dado en mi vida. Yo cerré los ojos y me dejé caer, disfrutando cada chupada, cada lamida y cada masaje a mis huevos. Y cuando parecía que no podía mejorar, se puso de pie, se levantó la pollerita, se arrancó casi la bombacha y se clavó para montarme como una desesperada. Tenía unas tetas enormes, con areolas claritas y pezones chiquititos, que yo no tardé en liberar, sacándole la remera y desabrochándole el corpiño, mientras ella me cogía y me cogía con mucha pasión. Me arañaba, me mordía, me pegaba y me escupía. Me pedía que la domine y yo la agarraba del pelo mientras me la cogía en cuatro patas. Fueron dos horas largas de un sexo desenfrenado y divertido, en el que, luego de meterle un dedo en el culo, me pidió por favor que le metiera la verga y me rogó que le llenará el culo de leche. Acabé borbotones de leche caliente en ese culito apretado y, antes de que terminara, ella sé desclavó, se lo llevó a la boca y culminó con un pete en el que no me dejó ni una gotita. Tomamos luego el café, desnudos y transpirados en la cama, con la luz amarillenta de un velador cubriéndonos como un velo pálido. Tenía un cuerpo soñado, apenas 25 años, y unos ojos celestes qué convertían a su carita en una imagen celestial de un ángel.
Volvimos al auto y, luego de salir del hotel, la alcancé hasta su casa, que quedaba no muy lejos del jardín. Y me prometió que, si volvíamos a cruzarnos, siempre de manera no premeditada, ella nunca se iba a negar a compartir conmigo un momento alucinante como el que acabamos de disfrutar.
Sigo esperando volver a verla «por accidente» en la vereda del jardín.
Me pareció que buscaba otra cosa y la invité a almorzar. Aceptó de una y la sonrisa que me dedicó, me lo dijo todo. Fuimos a una parrilla cercana y, más allá de lo que comimos o bebimos, encontré que estaba muy abierta a un diálogo un poco más íntimo: sonreía mucho, me tocaba las manos, y me contaba cosas de su vida cotidiana y sus relaciones que me sugerían que tenía ganas de una aventura. Propuse un café, para salir de la parrilla y mover la charla a un plano más íntimo, y me dijo: «¡Ay, me encantaría!».
Subimos al auto; la lluvia había menguado un poco pero todavía caía con cierta intensidad. Ni le pregunté adónde; simplemente encare para un telo cercano y ella no se sorprendió cuando yo subí a la rampa. Era una aventura y no importaban los detalles.
Llegamos a la habitación y ninguno de los dos intentó siquiera charlar: nos enredamos en un beso muy caliente, y mientras me besaba, me sacaba la ropa y bajaba con un recorrido de saliva hasta mi pene, que ya estaba como un palo. Y luego de friccionarlo un par de veces, siempre sonriendo, se lo metió en la boca para darme el mejor pete que me habían dado en mi vida. Yo cerré los ojos y me dejé caer, disfrutando cada chupada, cada lamida y cada masaje a mis huevos. Y cuando parecía que no podía mejorar, se puso de pie, se levantó la pollerita, se arrancó casi la bombacha y se clavó para montarme como una desesperada. Tenía unas tetas enormes, con areolas claritas y pezones chiquititos, que yo no tardé en liberar, sacándole la remera y desabrochándole el corpiño, mientras ella me cogía y me cogía con mucha pasión. Me arañaba, me mordía, me pegaba y me escupía. Me pedía que la domine y yo la agarraba del pelo mientras me la cogía en cuatro patas. Fueron dos horas largas de un sexo desenfrenado y divertido, en el que, luego de meterle un dedo en el culo, me pidió por favor que le metiera la verga y me rogó que le llenará el culo de leche. Acabé borbotones de leche caliente en ese culito apretado y, antes de que terminara, ella sé desclavó, se lo llevó a la boca y culminó con un pete en el que no me dejó ni una gotita. Tomamos luego el café, desnudos y transpirados en la cama, con la luz amarillenta de un velador cubriéndonos como un velo pálido. Tenía un cuerpo soñado, apenas 25 años, y unos ojos celestes qué convertían a su carita en una imagen celestial de un ángel.
Volvimos al auto y, luego de salir del hotel, la alcancé hasta su casa, que quedaba no muy lejos del jardín. Y me prometió que, si volvíamos a cruzarnos, siempre de manera no premeditada, ella nunca se iba a negar a compartir conmigo un momento alucinante como el que acabamos de disfrutar.
Sigo esperando volver a verla «por accidente» en la vereda del jardín.
3 comentarios - Cogida por accidente