EL TÓNICO FAMILIAR.
CAPÍTULO SEIS.
SEGUNDA PARTE.
Una vez fuera respiré aire puro (con olor a mierda de cerdo) y encendí un cigarro. Esperé que las chicas al menos estuviesen disfrutando, pues gracias al tónico puede que les esperasen varias horas de matraca con su padre y su compadre. Antes de subir al coche, miré hacia las pocilgas y se me ocurrió echar un vistazo antes de irme. Los cerdos siempre me han resultado graciosos, sobre todo los lechones, y además quería saludar a Monchito. Cuanto más conocía a su familia más compasión me inspiraba el pobre retrasado.
Caminé junto al muro de una de las grandes naves hasta encontrar una puerta abierta. En el interior, mal iluminado por mugrientos tubos halógenos, había numerosos corrales abarrotados de ruidosos cochinos. Algunos hozaban en los comederos, otros se revolcaban en la mezcla de barro y mierda que cubría el suelo y vi a unos cuantos apareándose con el indolente entusiasmo propio de los animales. Por suerte los pasillos entre los corrales estaban relativamente limpios y mis deportivas se salvaron del oloroso fango. El hedor era mucho más intenso que en el exterior, pero mi nariz ya se estaba acostumbrando y lo aguanté sin problema.
Me interné en la nave sin toparme con ningún ser humano, acaricié unos lechoncitos que retozaban junto a su oronda madre y me asomé detrás de una pared que ocultaba una pequeña porción del recinto. Allí había otra pocilga, de menor tamaño que las demás y cercada con una vieja valla de madera. Cerca del comedero metálico se paseaba un único cerdo, un verraco enorme de piel oscura y ojillos perversos, con dos cojones como dos botijos. Pero lo que me hizo refugiarme tras el muro y me aceleró el pulso fue lo que vi en el centro del corral. Desde mi escondite pude observar a dos personas totalmente desnudas, con la piel cubierta de sudor y porquería.
Una de ellas era una mujer de unos sesenta años, grande y obesa. Estaba a cuatro patas, con los codos apoyados en el barro y su descomunal trasero levantado. El pelo canoso se le pegaba al rostro enrojecido, ancho y mofletudo. La boca, diminuta en comparación con el resto, soltaba jadeos rápidos y roncos, al ritmo de las embestidas del hombre que se la estaba follando como si no hubiera mañana. El tipo se agarraba a los amplios rollos de manteca que tenía en la cintura y hacía temblar su culazo con cada brutal embestida. Por si aún no lo habéis deducido, la gorda era la mujer de Don Ramón, cuyo nombre nunca llegué a saber, y su entregado amante no era otro que Monchito, su hijo.
Los observé un rato, impactado por lo bizarro de la escena pero no demasiado sorprendido. Me alegré un poco por el retrasado. Le habían prohibido disfrutar de la estanquera adúltera pero al menos podía aliviarse clavando su colosal cipote entre las abundantes carnes de su madre. Mientras la pareja continuaba copulando sin bajar el ritmo el cerdo se paseaba a unos metros, ignorándolos la mayor parte del tiempo y mirándolos de vez en cuando. Al cabo de unos minutos, la mujer movió uno de sus gruesos brazos y golpeó la mano de su hijo.
—Quita. Deja a Pancho —dijo, con una voz estridente y áspera.
—Un... po-poco más... ma-mami —suplicó el tonto del pueblo, sin dejar de empujar.
Entonces la tipa agarró algo que tenía al alcance de la mano y que no había visto antes pues estaba medio enterrado en porquería. Era una larga y flexible vara de olivo. La usó para golpear con saña a su hijo en el pecho y los brazos. El pobre tonto se apartó, lloriqueando, y su pollón húmedo se balanceó entre sus piernas.
—¡He dicho que dejes a Pancho! —chilló la porquera.
Abatido, Monchito se acercó al enorme puerco y lo guió hasta su madre poniéndole la mano en el ancho cuello. A estas alturas, ya sabéis que no soy precisamente pacato o prejuicioso en cuanto a prácticas sexuales, pero incluso yo tengo mis límites, y el bestialismo era uno de ellos. Sin embargo, la curiosidad morbosa fue más fuerte que mis escrúpulos y no me moví de mi escondite. Vislumbré unos segundos el pene del verraco, largo, fino y retorcido como el cuerno de un narval. La bestia levantó su corpachón y ayudado por Monchito colocó las patas delanteras sobre los cuartos traseros de la hembra, que jadeaba con los labios entreabiertos, ansiosa por completar la antinatural unión.
En ese momento, mientras la penetraba, el cerdo giró la cabeza en mi dirección. Os juro por mis muertos que el puto animal me miró directamente a los ojos. Salí de allí como alma que lleva el diablo, corrí hasta el Land-Rover y metí la llave en el contacto con el pulso tembloroso. Antes de arrancar, escuché los sonidos que venían de la casa, los fuertes gemidos de dos chicas y los bramidos triunfales de dos hombres. El mismo tipo silencioso que me recibió al llegar me abrió la verja y pronto estuve en la carretera, ansioso por llegar a casa cuanto antes.
Al alejarme de la finca Montillo me fui tranquilizando, aunque los ojillos malvados del enorme cochino no se me iban de la cabeza. Al menos el negocio había sido un éxito. Tenía pasta fresca en el bolsillo y sin necesidad de doblar el lomo en una obra durante horas. Eso sí, mis clientes tendrían que buscar otro lugar de encuentro pues no pensaba volver a pisar aquel abismo de depravación sexual y mierda de marrano.
Llegué a casa poco después de las diez. Mi abuela aún estaba despierta, recostada en el sofá con aire somnoliento mientras veía una película. La miré desde la puerta de la sala de estar y cuando volvió la cabeza hacia mi su rostro limpio, sonrosado y afable me hizo olvidar al momento la sordidez de los Montillo y los inquietantes ojos del verraco. Resistí el impulso de acercarme a ella, pues antes quería eliminar de mi persona cualquier resto de inmundicia que pudiera mancillarla.
—Vaya, que temprano has vuelto —comentó, con una dulce sonrisa. La sutil picardía que asomaba a sus labios me indicó que esa noche iba a tener suerte.
—Sí. La mayoría madrugan mañana y la fiesta ha sido corta —improvisé. Por suerte ella no sabía que mis amigos eran una panda de vagos desocupados.
—¿Te lo has pasado bien? —preguntó.
—Muy bien —mentí —. Voy a darme una ducha. Hemos jugado al fútbol un rato.
—Como quieras, cielo. Aquí te espero.
En mi cabeza, ese “aquí te espero” sonó tan sugerente como si se hubiese abierto de piernas con una señal de neón apuntando a su coño. En la ducha, me froté a conciencia todo el cuerpo y el pelo. Me perfumé con un chorro de la fresca colonia familiar que ella usaba y me puse mis mejores boxers. Antes de regresar a la sala de estar, salí al garaje y saqué de la guantera la pequeña bolsa de papel con el logotipo de la tienda de lencería. Cuando me acerqué al sofá mis esperanzas aumentaron al mismo tiempo que mi erección. Llevaba puesta su bata, pero de una forma distinta a la habitual. La parte del pecho dejaba a la vista el apretado canalillo y una de sus robustas piernas quedaba totalmente al aire, fruto de un estudiado descuido. La hermosa viuda tenía ganas de guerra y mi cañón estaba armado y cargado.
—¿Qué es eso? —preguntó, señalando la bolsa cuando me senté junto a ella.
Le di un largo beso antes de responder. El sabor de sus labios eliminó todo rastro de mi desagradable velada y el roce de su pierna en mis muslos me hizo hervir la sangre.
—Pasé por el centro comercial antes de la fiesta y te he traído un regalito.
—¿De verdad? ¿Pero por qué te has molestado? —dijo, en tono de reproche pero con los ojos brillantes de ilusión.
Se sentó y el cambio de postura abrió más su bata, revelando más piel de su pecho pecoso y gran parte de la otra pierna. No hizo ningún esfuerzo por taparse mientras yo encendía la lamparita junto al sofá.
—Bah, no es nada. Quería tener un detalle contigo, por lo bien que lo estoy pasando aquí.
—Demasiado bien lo estás pasando, sinvergüenza —dijo ella, socarrona.
Sacó el conjunto de la bolsa y disfruté de su expresión sorprendida. Levantó el sostén frente a sus ojos y lo miró con la boca abierta.
—Cariño... es precioso. Y se ve de buena calidad. Te habrá costado muy caro.
—Bah —le quité importancia con un gesto propio de quien está acostumbrado a el lujo y el despilfarro.
—¿Pero no será un poco... descocado? —dijo con cierta timidez, acariciando las numerosas transparencias de la prenda.
—Bueno, es lencería. De eso se trata.
—Me parece que este regalo es más para ti que para mí, tunante.
—Me has pillado —reconocí, levantando las manos.
Me agarró por la nuca y me cubrió la mejilla con sonoros besos de abuela, seguidos de inmediato por un tórrido beso de amante en el que nuestras lenguas se encontraron con avidez. Esa dualidad me excitaba de una forma que me resulta imposible describir. Volvió a sujetar la prenda por los tirantes y se la colocó a la altura del pecho, para medirla. Se levantó e hizo lo mismo con las bragas.
—Parece pequeño para mí. ¿Me quedará bien? —se preguntó.
—Pruébatelo y salimos de dudas —sugerí.
—Vale. Espera aquí.
Fue a su dormitorio y yo me repantingué en el sofá, dejando que mi ya totalmente erecta verga levantase la tela de mis boxers sin pudor. Estaba más que satisfecho con su reacción a mi picante regalo, y con el hecho de que se mostrase tan relajada fuera de los muros de su dormitorio. Tardó en regresar más de lo que esperaba, pero mi erección no perdió ni medio grado de verticalidad. Escuché sus pasos mucho antes de verla, pues no los acompañaba el familiar sonido de sus pies descalzos sino un rítmico taconeo.
Cuando entró en la sala de estar y posó tímidamente para mí, con una mano apoyada en el quicio de la puerta, los pies muy juntos y una rodilla ligeramente flexionada, casi se me salen los ojos de las órbitas como a el lobo aquel cuando miraba a Betty Boop. El conjunto verde resaltaba los encantos de su maduro cuerpo, las abundantes curvas y la involuntaria sensualidad que desprendía. El sostén solo tapaba, por decirlo de alguna forma, la mitad de sus tetazas, y los pezones rosados eran perfectamente visibles, apretados bajo la tela semitransparente. También podía adivinarse el triángulo de vello pelirrojo en el pubis y la turgencia de los labios mayores que apenas asomaban entre los muslos. Se había quitado las gafas y me miraba expectante, con una encantadora mezcla de timidez y picardía.
—Joder... estás... tremenda —conseguí decir, al borde de la fiebre.
Por si fuera poco, me había sorprendido calzándose unos zapatos de tacón alto, de un verde más oscuro que el de la lencería. Eran de diseño sencillo, con dos cintas cruzadas en el empeine y otra en los tobillos.
—¿De verdad? ¿No me queda pequeño?
—Te queda perfecto. Date la vuelta, que te vea bien.
Giró para darme la espalda y solté un soplido de pura excitación al ver su culo. Las grandes nalgas quedaban a la vista casi por completo, coronadas por un elegante triángulo de encajes verdes. Los taconazos resaltaban el ya de por sí voluminoso atractivo de sus pantorrillas y de inmediato me imaginé sintiéndolas en mis hombros mientras la penetraba.
—¿Y esos zapatos? Te quedan de muerte —dije.
—Me los compré hace unos años para ir a una boda. Solo me los puse ese día —explicó. Miró hacia los zapatos y los movió con coquetería, consciente de lo sexy que estaba con ellos.
—Pues deberías ponértelos más a menudo.
—Qué fácil veis los hombres lo de llevar tacones, ¿eh? Como vosotros no tenéis que andar con ellos... —me recriminó, dando un simpático taconazo en el suelo con las manos en las caderas.
—¡Ja ja! Anda, ven aquí, que te quiero ver más de cerca.
Se acercó a mí con un garboso contoneo. Rara vez llevaba tacones, y menos tan altos, pero sabía muy bien cómo moverse con ellos. Me levanté del sofá al mismo tiempo que mis manos se deslizaban por sus suaves muslos, subiendo hasta la cintura. Le cubrí de besos el pecho y el cuello y sentí sus manos acariciando mi espalda. Con los tacones me sacaba más de una cabeza, pero con su natural generosidad, se encorvó un poco para que me resultase más fácil llegar a mi objetivo.
—Te agradezco mucho el regalo, tesoro, pero tienes que ser más discreto —dijo, casi susurrando cerca de mi oído—. Si alguien se enterase de que me compras este tipo de cosas pensaría mal.
—Piensa mal y acertarás. Ya lo dice el refrán —dije. La besé cerca del lóbulo de la oreja, cosa que le encantaba, y se le escapó un tenue suspiro.
—Carlitos... no seas tonto. Lo digo en serio.
—No te preocupes ahora por eso.
Estábamos tan calientes que la discusión terminó en ese punto. Mientras continuaba besándola disfruté del fino tacto de mi regalo, sobre todo en la parte que cubría los pezones, cuya dureza aumentó visiblemente. Pellizqué la tela y conseguí atrapar uno de ellos entre las yemas de los dedos.
—¡Uy! Ten cuidado... No lo vayas a estropear —se quejó—. Espera un momento.
Separó un poco su torso del mío y descubrí que el sujetador se desabrochaba por delante, un dato que retuve para futuros encuentros. Las copas saltaron hacia los lados, prueba de la tensión que soportaban, y quedaron colgando junto a los pantagruélicos pechos. Me lancé a lamer y chupar pezón con tanta ansia que ella soltó una risita. Obviamente, tenía la polla dura a más no poder, y la frotaba contra sus muslos moviendo las caderas.
—Vaya, qué hambre traes, hijo. ¿Es que no has cenado? —bromeó, aunque en su pregunta también se percibía la genuina preocupación de una abuela por la alimentación de su nieto.
Antes de que se ofreciese a hacerme un par de huevos fritos con patatas, la silencié con un húmedo beso mientras le amasaba las tetas, apretadas contra mi pecho desnudo. Ella terminó de quitarse el sostén, lo dejó caer en el sillón y se llevó las manos a la cintura para hacer lo mismo con las bragas.
—No. No te las quites —le dije, con afectuosa autoridad.
—No quiero que se estropeen, cariño.
—No pasa nada.
Llevé una mano a su entrepierna y froté el carnoso coño con los dedos por encima de la tela, que estaba ardiendo y húmeda. Ella se ruborizó más de lo que ya estaba y me miró con una sonrisa inocente, como si excitarse fuese una travesura e intentase disimular.
—De todas formas ya están mojadas —dije.
Noté su cuerpo estremecerse cuando mi mano presionó la zona cercana al clítoris, cosa que me animó a sobar su entrepierna con más intensidad. Separó los muslos y dobló un poco las rodillas para facilitarme la labor. En esa postura y con los tacones, sus piernas eran un espectáculo para la vista. Apoyó el brazo en mis hombros para no perder el equilibrio, ya que mi masaje hacía que le temblasen las rodillas de cuando en cuando. Sus agudos gemidos aumentaron de intensidad y volumen cuando acompañé el manoseo con besos en el cuello y suaves mordiscos en el lóbulo de la oreja.
—No... No me hagas chupetones... ¿eh? —me advirtió, entre suspiros.
—Descuida.
Continué frotando y manoseando las bragas hasta que la tuve más encendida que el caldero de Satán, jadeante y al borde del orgasmo. Entonces paré. Me miró con aire suplicante mientras me quitaba los boxers, liberando la palpitante barra de carne que atrajo su mirada al instante. La agarré por las caderas y apreté el glande contra la tela de las bragas, tan empapada a esas alturas que era como si no existiese. Podía notar sin obstáculo los pliegues y volúmenes de su abultado sexo, y de nuevo se estremeció cuando, empuñándola con la mano derecha, froté mi verga contra el ligero tejido.
—¿Quieres que te folle? —pregunté, con la boca muy cerca de su oreja, notando su acelerado aliento en mi cuello.
—Sí —respondió titubeante tras una pausa tensa.
—Dilo. Quiero escucharte decirlo —le ordené.
—Carlitos... —se quejó, suplicante.
—Ya sé que no te gusta hablar de esa forma, por eso quiero que lo hagas. Me pone mucho cuando eres malhablada —expliqué. Froté el capullo con más fuerza y sus rodillas temblaron de nuevo.
—Carlos... por favor...
—Vamos, dilo. Pídeme que te folle —insistí.
Soltó un largo suspiro y añadí más leña al fuego pellizcándole un pezón y lamiéndole el lóbulo. En ninguno de nuestros encuentros anteriores la había visto tan cachonda, ni siquiera la noche en que bebió el vino con tónico, y supe que haría lo que le pidiese con tal de sentirme dentro de ella.
—Fo... Fóllame, por favor —dijo a fin, con un hilo de voz.
—Un poco más alto. No te he oído.
—Quiero que... Me folles, por favor.
—Más alto, vamos. Estamos solos en mitad de la nada. Nadie te va a escuchar salvo yo.
—Fóllame. Quiero que me folles —repitió, esta vez casi en su tono de voz normal.
—Más alto. —Acompañé la orden con un azote en la nalga, no demasiado fuerte.
—¡Fóllame! ¡Fóllame, joder! —exclamó de repente.
Su voz potente y aguda resonó por toda la casa, vacía y silenciosa. Sobresaltada por sus propios gritos, se tapó la boca con una mano y miró a su alrededor con los ojos muy abiertos. Sin darle tiempo a reaccionar, me dispuse a cumplir su entusiasta petición. Me puse detrás de ella y la hice doblarse hacia adelante, con las manos apoyadas en el sofá y las piernas rectas. En esa postura su culo parecía un enorme y jugoso melocotón. Dediqué un rato a sobar sus nalgas, con la polla encajada entre ambas, y cuando noté que se impacientaba aparté hacia un lado las bragas, exploré su coño desnudo con el glande hasta encontrar la entrada y la penetré desde atrás, con una fuerte embestida que hizo temblar todo su cuerpo e incluso el sofá.
De su boca brotó un largo gemido donde se mezclaban la sorpresa, el alivio y el placer. Al primer empujón le siguieron otros aún más fuertes. Si me inclinaba un poco hacia el lado podía ver sus tetazas bamboleándose en el aire. El impacto de nuestras pieles húmedas por el sudor resonaba en la sala de estar como palmadas y en la tierna carne de sus nalgas aparecían breves y rápidas ondulaciones, como las réplicas del terremoto que tenía lugar entre sus piernas. Al cabo de un rato dejó de importarle el volumen de su voz y gritaba de placer sin contenerse. Las piernas le temblaron como si la estuviesen electrocutando cuando mis embestidas y la rápida fricción de su propia mano en el clítoris la llevaron a un largo y escandaloso orgasmo.
Fue un polvo corto pero intenso. Tras apenas diez minutos de frenético bombeo, acompañado por unos cuantos azotes que dejaron mis dedos marcados en sus delicadas nalgas, también grité como un animal y descargué dentro de ella, apretando mi cuerpo contra el suyo con fuerza mientras sentía una andanada tras otra de espesa leche llenando su coño. Cuando terminé solo tuve fuerzas para sentarme en el suelo, agotado. Ella permaneció unos segundos en la misma postura y pude ver el semen rezumando y resbalando por el interior de su muslo. Se colocó las bragas en su sitio y se dejó caer en el sofá, sin importarle manchar la sábana que lo cubría, sudorosa y también exhausta.
Ninguno de los dos habló durante un rato, hasta que el sonido de mis tripas rompió el silencio. No había comido nada desde el mediodía y estaba hambriento. Mi abuela me miró desde el sofá, levantó una ceja y enseguida supe lo que iba a decir.
—Cielo, ¿seguro que has cenado?
—La verdad es que no —admití, sin entrar en detalles.
—Pues ahora mismo te frío un par de huevos con patatas —afirmó, sin dejar lugar a la discusión.
Asentí, sonriente. No había rastro de cansancio en su cuerpo cuando se levantó del sofá, recogió su ropa y se fue hacia el cuarto de baño sobre sus tacones, regalándome una última estampa de su cuerpazo en movimiento. Se me hizo la boca agua al pensar en la cena. Además, la noche acababa de empezar y sospechaba que iba a necesitar mucha energía.
CONTINUARÁ...
3 comentarios - El tónico familiar (6-2).