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El tónico familiar (5-2).

El tónico familiar (5-2).


EL TÓNICO FAMILIAR.

CAPÍTULO CINCO.
SEGUNDA PARTE.

  Al día siguiente nos levantamos temprano para reanudar las labores que habían quedado en suspenso durante el fin de semana, algo cansados por la intensa actividad nocturna pero de muy buen humor. Además del placer experimentado, me alegraba haber confirmado que nuestro primer encuentro no había sido cosa de una sola vez, y que no necesitaba el tónico para que se entregase cual recién casada en su noche de bodas. Nos habíamos convertido en amantes, una situación que una semana antes me habría parecido un disparate.
  En cuanto a mi abuela estaba más guapa que nunca. Su piel tenía una luz especial, el saludable rubor de sus mejillas nunca las abandonaba, sus ojos verdes brillaban y en las comisuras de los labios rosados rondaba siempre una sonrisa. Incluso se movía con más ligereza, sin importarle que el bamboleo de sus nalgas pudiese resultar más sensual de lo apropiado en una respetable viuda. Canturreaba más a menudo durante el trabajo y apenas me regañaba cuando se me escapaba una palabra malsonante.
  Tras ocuparnos de las gallinas y el huerto ella acometió la limpieza del garaje, ahora vacío, y yo la tarea de tirar a la basura la montaña de trastos que habíamos desechado, llevándolos en el Land-Rover hasta los contenedores situados a diez minutos de la casa. Era un trabajo monótono y agotador, pero estaba tan animado que cargaba toda esa mierda silbando, encadenando una erección tras otra cuando pensaba en la recompensa que me esperaba por la noche. O quizá antes, si podía convencerla de echarnos juntos una “siesta”.
  Alrededor del mediodía, regresaba de uno de los viajes al contenedor y me sorprendió ver un automóvil aparcado en el camino de entrada a la parcela. No era el taxi de mi padre ni el flamante Audi rojo de mi tío, sino un Seat gris de dos puertas, viejo pero bien cuidado. Mi abuela no me había dicho que esperase visita, así que entré en la casa algo escamado.
  En la cocina la encontré frente a la encimera, cortando algo en la tabla, y sentado cerca de la mesa estaba el padre Basilio, quien me dedicó una beatífica y al mismo tiempo sibilina sonrisa cuando me vio.
—Carlitos, ¿te acuerdas del padre Basilio? —dijo mi abuela, en un tono animado que me tranquilizó.
—Claro que sí. ¿Que tal, padre? —saludé.
—Bien, hijo, bien, gracias a Dios. ¿Y qué tal tú? —dijo, en ese tono pausado y melifluo propio de los sacerdotes—. Me comentó tu abuela que trabajas en la construcción.
  Era un tipo de unos cincuenta años y aspecto anodino, ni alto ni bajo, ni flaco ni gordo, ni guapo ni feo. Estaba medio calvo y su rasgo más distintivo eran unos ojos azules muy claros de mirada astuta y penetrante. Vestía una camisa negra de manga corta con alzacuellos (esa banda blanca que llevan los curas bajo el cuello de la camisa, también llamado clergyman o “espantaputas”) y pantalones también negros.
—Ya no. No era lo mío —expliqué, sin entrar en detalles—. Ahora estoy en paro y echando una mano por aquí.
—Ah, eso está bien, sí señor. Hay que ayudar a los mayores —dijo el cura.
  Me jodió sobremanera que incluyese a mi abuela en el grupo de “mayores”, como si fuese una anciana decrépita que necesitase ayuda. Era unos años mayor que el sacerdote, pero parecía diez años más joven, sobre todo esa mañana. La susodicha se acercó a la mesa y dejó en ella un plato con queso curado y pan. Era una costumbre muy de pueblo ponerle algo de picar al cura cuando iba de visita.
—Ay, ¿para qué te molestas, hija?
—No es molestia —afirmó la abuela, y se quedó de pie junto a la mesa como una criada, cosa que también me jodió. Hasta le dedicó una leve inclinación de cabeza antes de dirigirse a mí—. Ayer le comenté al padre que teníamos ropa para donar a la parroquia y ha sido tan amable de pasar a recogerla.
—Bah, no es para tanto, Felisa. Venía de la capital de hacer papeleo y me quedaba de paso —dijo el cura, con la falsa humildad propia del clero.
  El baúl de ropa estaba en mi habitación, así que con la excusa de ir a buscarlo me quité del medio. Aproveché para fumarme un cigarro y preguntarme cómo podía mi abuela charlar tranquilamente con un hombre al que le había contado que se masturbaba. Al menos no le había contado lo nuestro, lo cual habría hecho la situación mucho más incómoda.
  Cuando volví a la cocina cargado con el baúl casi se me cae en los pies. El cura de los cojones estaba acompañando el queso con una copa de vino. La botella estaba en la mesa y la reconocí enseguida. Era el vino que yo había comprado. El vino mezclado con tónico. Casi había olvidado que estaba e la alacena, pero mi abuela, como buena ama de casa, estaba al tanto de todos los suministros almacenados, y decidió obsequiar a su ilustre invitado con el morapio que tanto le había gustado a ella durante nuestra cena.
  No podía culparla, desde luego. No sabía nada del tónico y nunca debía saberlo. El cura bebió un largo trago y no pude hacer nada por evitarlo. Devoró un buen trozo de queso con pan y lo ayudó a bajar con otra abundante libación.
—Cielo, ¿qué haces ahí parado cargando eso? Te vas a lastimar la espalda —dijo mi abuela. Por suerte ella no estaba bebiendo.
—Eh... Voy a llevarlo al coche —expliqué, sobreponiéndome a la sorpresa.
—Si, gracias... Déjalo detrás y después lo cargamos en el maletero —dijo el cura, aún masticando.
  Antes de abandonar la cocina pude ver cómo el hijoputa apuraba la copa y su inocente anfitriona le servía otra.
—Está rico, ¿verdad?
—Ya lo creo, hija. Ya lo creo.
  Una vez fuera intenté calmarme. No era para tanto, después de todo. Si la poción hacía efecto antes de que se marchase e intentaba propasarse con mi abuela, tendría que enfrentarse a una mujer fuerte y a su menos fuerte pero muy cabreado nieto. Si el calentón le entraba en el pueblo, ya no sería mi problema. Pensé en algún ardid para que se marchase antes, pero no se me ocurrió nada. Me fumé otro cigarro en el recibidor de la casa, desde donde tenía una buena vista de la cocina. Charlaban de asuntos del pueblo. Mi abuela apoyada con discreta gracia en la encimera y el cura comiendo y trasegando vino adulterado.
  Por suerte la visita fue breve. Tras acabarse la segunda copa se despidió de nosotros, le ayudé a cargar el baúl y en pocos minutos su Seat desapareció por la sinuosa carretera que llevaba al pueblo. Aliviado, volví a la cocina, donde la abuela recogía los restos del ágape. La vi guardar lo que quedaba del vino en la alacena y tomé nota mental de que debía deshacerme de él para que no causara problemas. Por desgracia, esa nota se traspapeló y el puto vino causó más de un problema, como veréis más adelante.
—¿Estás bien, Carlitos?
  Mi religiosa amante se había acercado y me acariciaba la cara, preocupada por mi expresión ausente. El roce de su piel y la proximidad de su cuerpo me devolvieron de golpe a la agradable realidad.
—Muy bien.
  La abracé, apretándome contra la familiar abundancia de su pecho, y la besé como si me estuviese ahogando y su lengua fuese un salvavidas. Me correspondió durante unos segundos, antes de apartarse mirando hacia la puerta con desconfianza, aunque dejó una de sus manos posada en mi cintura.
—Aquí no, cariño. Espera a la noche.
—No se si podré esperar tanto —me lamenté. Volví al ataque y de nuevo fui rechazado.
—Hijo, no podemos pasarnos el día chuscando como conejitos —dijo ella, intentando mostrarse severa—. Hay que trabajar y hacer otras cosas. Y tenemos que ser discretos. Imagina que llega el padre Basilio, como hace un rato, se encuentra la verja abierta, entra y nos ve... con las manos en la masa. O peor, tu padre o tu tío.
—Te comes demasiado la cabeza —dije
  Entonces me puso una mano en el hombro, sonrió con picardía y acercó la boca a mi oreja para susurrar.
—Si te portas bien a lo mejor me como otra cosa.
  Dicho esto, me dio una palmadita en el pecho, se dio media vuelta y salió de la cocina moviendo las caderas más de lo habitual, dejándome con la boca abierta. ¿De verdad lo había dicho o me estaba volviendo loco? La misma mujer que se confesaba cada domingo y me regañaba cuando decía tacos, ¿acababa de dar a entender que me iba a comer la polla? La sola idea de sus labios tocando mi verga me puso tan caliente que casi corro al baño a cascármela. En lugar de ello volví al trabajo con renovada energía, sin dejar de escuchar en mi cabeza la sorprendente frase.
  Después de comer nos sentamos a ver la telenovela y no la molesté hasta que acabó. Quería que estuviese del mejor humor posible antes de recordarle su promesa oral. Como de costumbre se había duchado antes de hacer la comida y llevaba la habitual bata floreada. Las cortinas de la sala de estar estaban echadas y nos envolvía una suave luz anaranjada. En cuanto terminamos de presenciar las desventuras de aquellas pésimas actrices venezolanas, acaricié su muslo por encima de la tela y me miró con una plácida sonrisa.
—Oye... ¿crees que hoy me he portado bien? —dije, acercándome a ella un poco más.
—Te has portado muy bien, cariño. Como siempre —respondió—. ¿Por qué lo preguntas?
  Me percaté de que ahora me llamaba “cariño” de vez en cuando, algo que no hacía antes. Levanté la bata y acarició la piel sedosa de su muslazo desde la rodilla hasta la ingle.
—Dijiste que si me portaba bien harías algo. ¿No te acuerdas?
  La dulce sonrisa con que me miraba se convirtió en una cantarina risa seguida de un suspiro.
—Hay que ver que buena memoria tienes cuando quieres, ¿eh?
—Bueno, no todos los días te promete algo así la moza más guapa del pueblo —dije. Apreté la carne de su muslo, por si quedaba alguna duda de que me refería a ella.
—Anda, no seas tan zalamero. Tendré mis defectos pero cuando hago una promesa la cumplo.
  Dicho esto pasó a la acción, y me sorprendió verla tomar la iniciativa de esa forma. Primero se levantó del sofá, apagó el televisor y se quitó la bata. Su conjunto blanco era más sencillo que el del día anterior, pero se ceñía igual de bien a las abundantes curvas. Se quitó las gafas y puso en el suelo uno de los cojines del sofá, justo frente a mí.
—Lo que me sorprende es que no me lo hayas pedido tú. A los hombres os encanta que os hagan eso —comentó, mientras se arrodillaba.
—No sé... Pensé que no querrías hacerlo.
—¿Y por qué no iba a querer? A lo mejor estoy un poco chapada a la antigua, pero no soy una monja, cielo.
—No. Eso está claro.
  Me bajó los pantalones del chándal hasta los tobillos de un solo y hábil movimiento, me separó las piernas para colocarse cómodamente entre ellas y me acarició los muslos mientras miraba sonriente mi polla tiesa, tanto que cabeceaba por sí sola al ritmo de mi sangre.
—Hijo de mi vida... ¿pero es que siempre la tienes así? —exclamó, sorprendida por la rápida respuesta de mi siempre belicoso soldado.
—Siempre que andas cerca.
—Anda, calla, tunante —dijo. Me miró a la cara y su voz se volvió un poco más seria—. Ándate atento por si escuchas algo fuera, no sea que venga alguien.
  Asentí y no dije nada. Que estuviese haciendo lo que estaba haciendo durante el día y fuera del dormitorio ya era todo un logro, y otro síntoma de que disfrutar de nuevo del sexo la estaba cambiando, o simplemente recuperando una faceta suya que había ivernado durante años. Satisfecha por mi obediencia, agarró con firmeza pero sin apretar demasiado el tronco de mi polla y se inclinó hacia adelante. Cuando la vi darle tiernos besos a mi rosado glande casi me pellizco para comprobar que no estaba soñando.
  Comenzó a mover la mano derecha muy despacio, arriba y abajo, mientras con la otra me acariciaba la pierna. Los besos dieron paso a tímidos lametones, como los de un gatito bebiendo agua, y pronto se transformaron en lengüetazos que humedecieron y calentaron mi ya ardiente cañón. Abrió la mano para que su lengua pudiera recorrer todo el camino desde la base hasta el frenillo, donde se detenía para estimularlo con una mezcla de beso y chupetón. Estaba claro que sabía lo que hacía, que tenía mucha práctica, e incluso era evidente que le gustaba. De repente hizo una pausa para hablar, sin dejar de masturbarme muy despacio.
—Oye, avísame cuando vayas a acabar, ¿eh? No me hagas lo mismo de anoche —me advirtió.
—Tranquila. No voy a intentar dejarte ciega otra vez —dije, bromeando.
—Más te vale, granuja. Tu avisa para que me lo trague y ya está.
  Su cabeza volvió a bajar hacia... Un momento. ¡¿Qué?!
—¿Te... Te lo vas a... tragar? —balbucí, patidifuso.
—Pues claro —afirmó, como si fuese lo más normal del mundo.
  Era evidente que no conocía a esa mujer en absoluto, y mucho menos en el ámbito sexual. Si me esperaban más sorpresas de ese tipo, nuestra relación iba a ser mucho más interesante de lo que ya era. Como iba diciendo, su cabeza volvió a bajar y sus labios atraparon mi capullo, reteniéndolo dentro de la boca mientras la punta de su lengua acariciaba el frenillo, presionando, moviéndose en círculos o hacia los lados. Ya había notado la agilidad de su lengua cuando nos besábamos, pero aquel despliegue de técnica era puro alarde. Estaba claro que quería impresionarme con su primera mamada, y lo estaba consiguiendo.
  Después prescindió de la mano y se la tragó hasta la mitad, con los labios ceñidos al respetable diámetro del tronco. Parte de sus tetazas se apretaban contra mis muslos y sus manos me acariciaban la parte trasera de las pantorrillas, algo que encontré muy agradable. Su cabeza subía y bajaba, cada vez con más fluidez. Combinó la succión con nuevas caricias de lengua y paraba de vez en cuando para lamer con avidez todo el cipote. Yo sudaba y respiraba con fuerza, paralizado de puro placer. Me habían hecho algunas mamadas antes, pero ninguna podía compararse. No era solo la técnica, también el cariño y la generosidad que desprendían cada uno de sus movimientos. Incapaz de articular palabra, acaricié con una mano sus rizos pelirrojos, siguiendo el ritmo de su cabeza para no incomodarla.
  Decidida a impresionarme, consiguió meterse en la boca más de la mitad de mi tranca. Se atragantó y no pudo bajar más, pero agradecí el intento. A una zorra cualquiera le habría follado la garganta hasta que diese arcadas, obviamente a ella no pensaba hacerle nada parecido. Tras unos diez minutos de intensa pero pausada felación, aumentó el ritmo de su cabeceo, acompañándolo con el torso de forma que sus tetas temblaban contra mis muslos. También succionaba con más fuerza y tanto sus labios como su lengua se esforzaban en estimular la zona del frenillo. Su mano derecha volvió a pajear, complementando con perfecta sincronía el trabajo de la boca, y la izquierda masajeó mis huevos, húmedos por la abundante saliva que la hábil felatriz empleaba.
  Me hubiese gustado que aquello durase horas, pero el aguante del que tanto presumía se desvaneció. Era ella quien tenía el control. Ella quería que me corriese y me iba a correr. Me agarré a sus hombros como si temiese salir disparado hacia el techo y me sometí a su voluntad.
—Ya... ya viene... ya... —conseguí gemir un segundo antes de la inminente explosión.
  Ella puso las manos en mis caderas, dejó de mover la cabeza y atrapó mi glande entre los labios, limitándose a succionar mientras mi verga descargaba con pulsaciones que la hacían moverse como si tuviese vida propia. Como había dicho, se tragó sin esfuerzo, sin dar ninguna muestra de asco, todas y cada una de las oleadas de semen que irrumpieron en su dulce boca, mientras respiraba con fuerza por la nariz. Cuando la última gota bajó por su garganta, se dedicó a lamer mi polla durante un rato, limpiándola a conciencia con su lengua. Remató la faena dándole un beso en la punta, se puso de pie y se dejó caer en el sofá junto a mí, ruborizada y satisfecha. Yo recuperaba el aliento en silencio, procesando aún lo que acababa de ocurrir.
—¿Qué pasa? ¿No dices nada? —me interpeló, dándome unas palmadas en el muslo.
—Te... te quiero —conseguí decir.
—Y yo a ti, cariño.
  Me dedicó una amplia sonrisa con los mismos labios rosados que habían contribuido a deslecharme y me dio varios sonoros besos en la mejilla. Se levantó, se puso la bata con un garboso giro y fue a la cocina a beber agua. Me quedé allí sentado unos minutos, con los pantalones aún por los tobillos y una sonrisa bobalicona que tardó mucho en borrarse.
  No podíamos pasarnos el día chuscando como conejitos, así que volvimos al trabajo. El garaje ya estaba limpio y solo quedaba pintarlo. Comenzamos a rascar la pintura vieja de las paredes, animados y bromeando a cada rato. Yo no podía dejar de pensar en la tremenda mamada y en su atípico final. Si llevarme al catre a una señora conservadora y algo beata había sido increíble, descubrir las habilidades ocultas y gustos inconfesables de una experimentada mujer madura iba a ser la rehostia. Y lo mejor es que ambas eran la misma persona, las dos habitaban en ese exuberante cuerpo que me volvía loco.
  Pero el día aún nos preparaba una sorpresa. Después del ocaso, mi abuela se puso a hacer la cena y yo me senté un rato a ver la tele, más cansado de lo que quería admitir. Sonó el teléfono. Era uno de esos viejos teléfonos negros de rueda, colocado en una mesita de la sala de estar, cerca de la puerta. No sonaba a menudo, así que me sobresalté un poco con el estridente timbre del aparato.
—¡Ya lo cojo yo, cielo! —dijo mi abuela desde la cocina.
  Lo descolgó y, por su forma de hablar, supuse que sería alguna de sus amigas del pueblo, así que no presté mucha atención a lo que decía. No me di cuenta de que pasaba algo raro hasta que, cinco minutos después, colgó el teléfono y se sentó en el reposabrazos del sofá, pálida y con los ojos húmedos. Alarmado, me incorporé y puse la mano en su brazo.
—¿Ocurre algo? ¿Quién era?
—Hijo... No te vas a creer lo que ha pasado.




CONTINUARÁ...



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3 comentarios - El tónico familiar (5-2).

Donald696969 +1
Muy buena, la series. Espero la continuacion. Te felicito. Me dajas en suspenso
tribarza09 +1
Reitero lo morbosa de la serie y la excelente pluma que tienes para escribir, siempre dejas con ansias de leer más. Felicidades.
IRedEyes +1
Bro continua contando pues tmr dejas con la intriga