La primera vez que vi a Laura no llamó mi atención lo más mÃnimo. Estaba tan acostumbrada a cruzarme con chicas como ella a diario que hice un escaneo rápido y me fui a colocar los nuevos modelos que acababan de llegar a las galerÃas. Era alta, morena de pelo largo y liso, movimientos gráciles y ese porte que caracterizaba a las de su estatus.
Por aquel entonces, me creÃa tan experta en mujeres ricas que, cuando apareció diez minutos después en la sección de zapaterÃa con el uniforme de las galerÃas, me quedé helada. ¿Cómo habÃa podido equivocarme de aquel modo?
TodavÃa estaba procesando que ella, la que parecÃa recién salida de un loft inmenso en la zona alta de Barcelona, iba a ser mi ayudante durante los próximos meses. En la temporada de otoño, la sección se volvÃa especialmente concurrida y un par de manos extra me venÃan bien para poder atender a todas las clientas como merecÃan.
—¿Adela? Soy Laura, la nueva. Encantada —dijo, y sus labios dibujaron una sonrisa deslumbrante, igual que la de esos anuncios de ortodoncia invisible.
Al ver cómo su expresión se tornaba confusa, supongo que por mi incapacidad para mediar palabra tras la sorpresa, salà de mi ensimismamiento.
—Bienvenida, Laura. No me habÃan dicho que empezabas hoy, perdona.
—Me llamaron ayer para comenzar antes porque mañana se estrena una nueva cápsula en el showroom, ¿no?
Su mirada se extraviaba cada par de palabras en las estanterÃas repletas de zapatos que habÃa a ambos lados. Estaba nerviosa.
—SÃ, cuando hay estrenos esto se llena más de lo normal —Suavicé mis facciones y le sonreÃ, tratando de proyectar una imagen más amigable que la que debÃa de haber obtenido hasta el momento. —Es genial que estés aquÃ.
Y, cuando lo dije, todavÃa no sabÃa hasta qué punto iba a serlo.
—No, mira, las baldas mejor con un paño húmedo de microfibra, el plumero es solo para el calzado, ¿ves?
—Entendido —susurró en tono suave.
Sus manos sostenÃan cada zapato como si se tratara del de Cenicienta, hecho de puro cristal. Aquellos dedos largos y finos también eran ágiles mientras quitaban el polvo de cada pieza.
A lo largo del dÃa, descubrà que venÃa de un barrio obrero a las afueras de la ciudad y que, antes de ser contratada, llevaba cinco meses en paro. HabÃa trabajado en otras zapaterÃas de Barcelona, «pero ninguna como esta», dijo. Supe de inmediato a qué se referÃa. Al lujo.
El contraste entre lo que me transmitÃa por su fÃsico al verla moverse por la sala —que era rica y tenÃa la vida resuelta— y quien era en realidad me fascinó. Me intrigaba cada vez más, igual que un puzle de mil piezas. Buscaba en ella detalles, pistas que hicieran que se inclinara la balanza, y a media tarde creà encontrar una lo suficientemente relevante.
—Vaya, ¿y estas botas? —Las miraba como si nunca antes hubiera visto algo tan imponente. Eso solo podÃa significar una cosa: que no estaba acostumbrada a las firmas.
—Oh, sÃ, son las Roman Stud, el modelo estrella de Valentino Garavani para esta temporada.
—Son preciosas.
«Como tú», quise decirle.
Porque cuanto más tiempo pasaba, más me costaba no fijarme en cómo el pantalón del uniforme se adherÃa a su cuerpo con esa elegancia. Cuando se movÃa, la tela del bajo acompañaba sus pasos con un meneo que me tenÃa absorta. Incluso la camisa, que al resto nos venÃa grande o demasiado apretada, a ella le quedaba perfectamente entallada. Es como si hubiera nacido para llevar aquel uniforme. O, mejor dicho, para que fuera imposible dejar de pensar en lo que habÃa debajo del mismo.
—Siete centÃmetros de tacón ancho, suela dentada de goma y punta redonda. La cremallera está en la parte interna, asà solo ves…
—Las tachuelas —terminó por mÃ.
Acarició la tira de tachuelas que habÃa en la caña con la yema de los dedos y me pregunté si tocarÃa con tanta delicadeza otros lugares más Ãntimos.
—DeberÃamos quedar después del trabajo para tomar una copa de vino.
Lancé mis palabras sin haberlas pensado siquiera y ella pudo sentir mi espontaneidad, porque abandonó por completo las Roman Stud y conectó su mirada con la mÃa. Ladeó la cabeza, sus mejillas se sonrojaron levemente.
—No te va a gustar quien soy fuera de aquà —Y una risita nerviosa. Me miró de arriba abajo, como si quisiera desnudarme con los ojos, pero también como si estuviera sopesando mi oferta.
En lugar de asustarme, aquellas palabras hicieron que mi interés creciera todavÃa más.
—¿Por qué dices eso?
—Cosas mÃas —respondió e hizo un gesto con la mano. —Será mejor que todo se quede aquÃ, en las galerÃas.
HabÃa un matiz en su tono: una sensación de rendición, un halo de tristeza. Deseé borrarlo con mis dedos y con mi boca… pero contuve mis ganas de insistir. Seguà etiquetando las cajas de los nuevos productos en silencio, mientras trataba de apagar mis ganas de conocerla mejor. De descifrarla por completo.
Al poco, mi reloj inteligente emitió un pitido y miré la hora. Nuestro turno habÃa terminado.
—Son las ocho, Laura, ya podemos irnos.
Cuando me di la vuelta me miraba con cierto pesar. Sonreà como respuesta, rendida, y eché a andar hacia los vestuarios para deshacerme del uniforme y del cansancio de aquel dÃa con jornada partida. Tan pronto como crucé la puerta, sentà una mano que me agarraba del brazo y me empujaba hacia adentro. Antes de darme cuenta, la anatomÃa de Laura estaba contra la mÃa.
Nuestros cuerpos estaban tan pegados que podÃa sentir contra mi pecho su respiración descontrolada, sus jadeos en mi boca.
—¿Qué hay de eso de que no me va a gustar quién eres fuera de aquÃ? —quise saber. TenÃa que estar segura de que no se echarÃa atrás.
—Técnicamente no hemos salido de aquÃ.
Acto seguido, sus labios atraparon los mÃos y emitir unas pocas palabras como respuesta se volvió impensable. Al poco, me habÃa olvidado de todo, concentrada solo en cómo su boca se movÃa sobre la mÃa, sedienta. Cualquiera dirÃa que estaba desesperada por demostrarme que, si querÃa, sà podÃa gustarme. Como si hiciera falta.
Todo el cuidado con el que habÃa tocado los zapatos minutos antes se evaporó. Sus manos, ahora firmes y sin miramientos, me obligaron a voltearme y quedé contra la pared.
—¿No va a venir nadie? —En su voz no quedaba rastro de cuidado, mimo, meticulosidad. Pero la elegancia no se habÃa desprendido de sus palabras en absoluto.
Negué.
—El resto se queda una hora más para doblar y planchar la ropa.
Gruñó, y sus labios comenzaron a deslizarse por la piel erizada de mi cuello mientras repetÃan, una vez tras otra, un leve «asÃ…».
Con cada milÃmetro que su boca avanzaba hacia mi mentón me olvidaba de cuánto habÃa llegado a confundirme.
Entonces, todo tuvo sentido.
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3 comentarios - 💋 Instintos #1 💋
Les quiero comentar que he dejado un obsequio para ustedes , por el gran apoyo a mis post. ¡Muchas Gracias!
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¡Espero que les guste! 💋