Después de estar otra vez con Pablo, me di cuenta de que debía tomar precauciones. Con mi marido no nos cuidábamos, ya que, luego de dos varones, estábamos en busca de la nena. Pero como no quería que esa nena fuera de mi vecino, volví a tomar anticonceptivos después de mucho tiempo.
Me sentía como una arpía, no solo estaba cogiendo con otro tipo, sino que también volvía a cuidarme sin que mi marido lo supiera.
En nueve años de matrimonio y once de noviazgo, nunca le había sido infiel, y ahora ahí estaba, poniéndole los cuernos con alguien que sabía que traería a mi vida más problemas que soluciones. Y lo peor es que no me importaba.
Esas dos veces que estuvimos juntos, Pablo me había regalado el mejor sexo de toda mi vida, lejos. Nunca me había sentido tan bien cogida.
Y aunque parezca insólito que lo diga una mujer de 35 años, me daba cuenta de que nunca en toda mi vida había tenido un orgasmo. El sexo con mi marido se limitaba a un rutinario mete y saca que se prolongaba hasta que él acababa. ¿Y yo? Bueno, yo creía que también acababa, que esa humedad que sentía era un orgasmo, pero no, orgasmo es lo que me hizo sentir Pablo esas dos veces que estuvimos juntos.
Esos fueron unos polvos de verdad. Porque fueron varios, algunos más fuertes, otros más tenues, pero incluso hasta el más débil había sido mucho más intenso y placentero de lo que jamás sentí con mi marido.
Y no sé si ello es posible, pero me había hecho adicta a esa sensación, por eso, así como Pablo había venido a mí esa primera vez, ahora era yo la que iba hacia él, la que lo buscaba, la que trataba de cruzármelo en todo momento que me fuera posible.
Hacia ya casi dos semanas que no lo veía, y la verdad es que ya me estaba trepando por las paredes. Como el drogadicto que necesita su dosis, así estaba yo, desesperada por la pija de Pablo.
Salía al pasillo y me quedaba durante horas arreglando las plantas, con la esperanza de verlo.
Al tercer o cuarto día, lo veo entrar a las risotadas con una pendeja de no más de 23 años. Yo tengo 35, así que imagínense como me sentí.
Al pasar por mi lado apenas me registró, subió por la escalera, con ella bien agarrada de la cintura y se metió en su departamento.
Salieron como a las dos horas, de nuevo a las risas.
A esa hora del día no es como a la noche que se escucha hasta el mínimo murmullo, pero aunque no llegué a escuchar nada, era por demás evidente que habían estado cogiendo.
Acompaña a la pendeja hasta la puerta de calle y la despide con un beso. Me doy cuenta de que cuando ella se voltea para irse le da una palmada en la cola, tal como me la dió a mi la última vez que estuvimos juntos.
Cuando vuelve, muy orondo, me le paro enfrente y con los celos a flor de piel, le digo:
-¿Otra de tus putitas?-
-No te pongas celosa mamita, que vos sos la más puta de todas- responde canchero, insistiendo con lo de "mamita".
-No sé porque no te parto la cara de un sopapo- le recrimino.
-¿Será porque estás con ganas de pija..., mamita?-
Sabe que me saca de quicio que me diga mamita, por eso me lo repite.
Me agarra de la cintura y me atrae hacía sí, pegándome a su cuerpo.
-Acá no, nos pueden ver- le digo, ya que estamos en medio del pasillo.
Me arrastra entonces dentro de mi casa. Me arrincona de espalda contra la pared, y me apoya más fuerte todavía.
-Te acabas de echar un polvo con la pendeja esa, ¿vas a poder conmigo?- le digo desafiante.
-Le eché dos polvos a la pendeja, pero te veo y se me vuelven a llenar los huevos- me asegura, y agarrándome la mano me hace tocarle el bulto.
Tiene razón, está al palo, con una dureza que pone a prueba las costuras del pantalón.
-Dame un momento que guardo todo y vamos a tu casa- le digo refiriéndome a los elementos de jardinería que había dejado tirados en el pasillo.
-No- me dice tajante -Te quiero coger en tu cama-
-¡Estás loco! Mi marido y mis hijos pueden llegar en cualquier momento- me niego.
-Por eso mismo- insiste y entre besos y caricias me arrastra al dormitorio, a mi dormitorio.
Sé que es una locura, pero no puedo oponerme. A mí también me excita hacerlo en mi propia cama.
Caemos el uno sobre el otro, besándonos con unas ganas que parecemos querer comernos las caras. Me pone de espalda y me desabrocha el shortcito que tengo puesto. Me lo saca de un tirón junto con la tanga, y metiendo la cabeza entre mis piernas me chupa la concha.
Siento como un latigazo en el cerebro cuando se abre paso con la lengua, haciéndome cosas ahí, en la brecha, que jamás nadie me hizo.
Así se chupa una concha, pienso comparando lo que me hace Pablo con las insulsas lamiditas de mi marido.
Cómo no podía ser de otra forma, me la deja hecha una sopa, en plena ebullición. Se levanta y pela esa chota torcida por la que estaba dispuesta a perder hasta el alma.
Ni me lo tiene que pedir, yo misma se la agarro y me la meto en la boca, chupándosela como de seguro no se la chupo la pendeja esa.
Trato de comer todo lo que puedo, ya que eso es lo que le gusta, sentir que me raspa la garganta con el trozo.
Reprimo un par de arcadas, y se la devoro hasta sentir los huevos rozándome el mentón. Me la saco, escupo un montón de saliva y me la vuelvo a meter, de nuevo hasta el fondo.
No puedo disfrutarla mucho más, ya que enseguida me la saca de la boca y echándose encima mío, me penetra, de nuevo sin forro.
Suerte que volví a tomar la píldora, me congratulo, mientras le rodeo la cintura con mis piernas, y me acoplo al delicioso bombeo que me aplica con esa energía que ya me resultaba tan familiar.
No sé, pero ya solo sentir los primeros puntazos me hace acabar. Tengo un orgasmo que se encadena con un segundo y hasta con un tercero, algo que solo me pasa con él, con Pablo. Ni con mi marido ni con ningún novio anterior había gozado de esa manera.
Cuándo me la saca por un momento, para acomodarse, me doy la vuelta y me pongo en cuatro, ahí, en mi propia cama, totalmente abierta y ofrecida a otro hombre.
Me sujeta con firmeza de la cintura y me la vuelve a meter, bien hasta el fondo, haciéndome sentir como esa parte en dónde se tuerce me raspa en una forma deliciosa.
Me agarra de la cintura y me da con todo, sacudiendo toda la cama con sus movimientos, provocando que la cabecera rebote contra la pared una y otra vez, al extremo de hacer saltar pedazos de pintura.
Menos mal que el departamento de al lado está desocupado, sino ya me hubieran venido a reclamar por estar dándole a la matraca a esa hora.
Sin dejar de cogerme, me empieza a hurgar el ojete, metiendo uno de los pulgares y presionando hacia dentro. Hacía ya varios días que me había roto el culo, por lo que mi esfínter parecía haber retomado su condición inicial, o al menos eso creía yo, pero nomás sentir la presión de su dedo, se abre como una flor, tragándoselo casi por completo.
Me escupe y esparce la saliva en torno al agujero. Saber que me va a coger de nuevo por atrás me hace estremecer. Me pongo a temblar de la emoción y calentura.
Me la saca toda entera de un tirón, me da un chirlo en la cola para que me acomode mejor, y me la ensarta por el culo. La sensación es totalmente diferente, al estar más apretado como que se siente más la carne, la fricción, esa torsión que me encanta.
Se la lubrica con abundante saliva y me bombea con el mayor de los deleites, metiendo y sacando todo, hasta el último pedazo.
Sin que deje de serrucharme, yo me empiezo a tocar desde abajo, provocando en todo mi cuerpo una erupción volcánica que me deja en un estado de casi desmayo.
Me derrumbo en la cama, entre excitados jadeos, pero él no me suelta, por el contrario, me da más fuerte todavía.
-¡Te voy a sacar petróleo del culo, putona...- me amenaza, rabioso, como enardecido.
No puedo creerlo, pero el polvo se prolonga y se intensifica, acompañando las irrefrenables embestidas con que me culea.
Los golpes de la cama contra la pared, el rechinar del colchón, el estallido de nuestros cuerpos al chocarse, mis gemidos, sus jadeos, todo debe de escucharse desde el pasillo, pero no me importa una mierda, lo único que quiero es que me saque petróleo del culo, como dijo, que me destroce, que me rompa en mil pedazos, y me deje ahí, toda rota pero satisfecha.
Un último empujón y me vuelve a llenar el culo de leche, como la primera vez, cuándo inauguró en mi cuerpo esa nueva vía de acceso.
Ahora sí, se derrumba conmigo, sobre mí, bien metido adentro, soltando en mis intestinos chorro tras chorro de semen.
La satisfacción que siento es tan plena, tan completa y absoluta, que quisiera quedarme allí por siempre, debajo de su cuerpo aún encendido.
Me gustaría darme la vuelta y besarlo, demostrarle con afecto y caricias, lo importantes que resultan para mí esos polvos, pero como hace siempre, se levanta y se va. No me dice nada, solo me deja ahí, abandonada, aunque muy bien cogida, eso sí.
Cómo puedo me levanto y saco las sábanas, pongo unas nuevas y perfumo la habitación para encubrir el olor a sexo que quedó después de haber estado juntos.
Mientras me doy una ducha, siento como la leche que me volcó en el culo, se derrama por mis piernas. No me puedo resistir a la tentación y untando un poco con los dedos, los llevo a mi boca y me los chupo.
Sí, me hice adicta a la leche de mi vecino.
Me sentía como una arpía, no solo estaba cogiendo con otro tipo, sino que también volvía a cuidarme sin que mi marido lo supiera.
En nueve años de matrimonio y once de noviazgo, nunca le había sido infiel, y ahora ahí estaba, poniéndole los cuernos con alguien que sabía que traería a mi vida más problemas que soluciones. Y lo peor es que no me importaba.
Esas dos veces que estuvimos juntos, Pablo me había regalado el mejor sexo de toda mi vida, lejos. Nunca me había sentido tan bien cogida.
Y aunque parezca insólito que lo diga una mujer de 35 años, me daba cuenta de que nunca en toda mi vida había tenido un orgasmo. El sexo con mi marido se limitaba a un rutinario mete y saca que se prolongaba hasta que él acababa. ¿Y yo? Bueno, yo creía que también acababa, que esa humedad que sentía era un orgasmo, pero no, orgasmo es lo que me hizo sentir Pablo esas dos veces que estuvimos juntos.
Esos fueron unos polvos de verdad. Porque fueron varios, algunos más fuertes, otros más tenues, pero incluso hasta el más débil había sido mucho más intenso y placentero de lo que jamás sentí con mi marido.
Y no sé si ello es posible, pero me había hecho adicta a esa sensación, por eso, así como Pablo había venido a mí esa primera vez, ahora era yo la que iba hacia él, la que lo buscaba, la que trataba de cruzármelo en todo momento que me fuera posible.
Hacia ya casi dos semanas que no lo veía, y la verdad es que ya me estaba trepando por las paredes. Como el drogadicto que necesita su dosis, así estaba yo, desesperada por la pija de Pablo.
Salía al pasillo y me quedaba durante horas arreglando las plantas, con la esperanza de verlo.
Al tercer o cuarto día, lo veo entrar a las risotadas con una pendeja de no más de 23 años. Yo tengo 35, así que imagínense como me sentí.
Al pasar por mi lado apenas me registró, subió por la escalera, con ella bien agarrada de la cintura y se metió en su departamento.
Salieron como a las dos horas, de nuevo a las risas.
A esa hora del día no es como a la noche que se escucha hasta el mínimo murmullo, pero aunque no llegué a escuchar nada, era por demás evidente que habían estado cogiendo.
Acompaña a la pendeja hasta la puerta de calle y la despide con un beso. Me doy cuenta de que cuando ella se voltea para irse le da una palmada en la cola, tal como me la dió a mi la última vez que estuvimos juntos.
Cuando vuelve, muy orondo, me le paro enfrente y con los celos a flor de piel, le digo:
-¿Otra de tus putitas?-
-No te pongas celosa mamita, que vos sos la más puta de todas- responde canchero, insistiendo con lo de "mamita".
-No sé porque no te parto la cara de un sopapo- le recrimino.
-¿Será porque estás con ganas de pija..., mamita?-
Sabe que me saca de quicio que me diga mamita, por eso me lo repite.
Me agarra de la cintura y me atrae hacía sí, pegándome a su cuerpo.
-Acá no, nos pueden ver- le digo, ya que estamos en medio del pasillo.
Me arrastra entonces dentro de mi casa. Me arrincona de espalda contra la pared, y me apoya más fuerte todavía.
-Te acabas de echar un polvo con la pendeja esa, ¿vas a poder conmigo?- le digo desafiante.
-Le eché dos polvos a la pendeja, pero te veo y se me vuelven a llenar los huevos- me asegura, y agarrándome la mano me hace tocarle el bulto.
Tiene razón, está al palo, con una dureza que pone a prueba las costuras del pantalón.
-Dame un momento que guardo todo y vamos a tu casa- le digo refiriéndome a los elementos de jardinería que había dejado tirados en el pasillo.
-No- me dice tajante -Te quiero coger en tu cama-
-¡Estás loco! Mi marido y mis hijos pueden llegar en cualquier momento- me niego.
-Por eso mismo- insiste y entre besos y caricias me arrastra al dormitorio, a mi dormitorio.
Sé que es una locura, pero no puedo oponerme. A mí también me excita hacerlo en mi propia cama.
Caemos el uno sobre el otro, besándonos con unas ganas que parecemos querer comernos las caras. Me pone de espalda y me desabrocha el shortcito que tengo puesto. Me lo saca de un tirón junto con la tanga, y metiendo la cabeza entre mis piernas me chupa la concha.
Siento como un latigazo en el cerebro cuando se abre paso con la lengua, haciéndome cosas ahí, en la brecha, que jamás nadie me hizo.
Así se chupa una concha, pienso comparando lo que me hace Pablo con las insulsas lamiditas de mi marido.
Cómo no podía ser de otra forma, me la deja hecha una sopa, en plena ebullición. Se levanta y pela esa chota torcida por la que estaba dispuesta a perder hasta el alma.
Ni me lo tiene que pedir, yo misma se la agarro y me la meto en la boca, chupándosela como de seguro no se la chupo la pendeja esa.
Trato de comer todo lo que puedo, ya que eso es lo que le gusta, sentir que me raspa la garganta con el trozo.
Reprimo un par de arcadas, y se la devoro hasta sentir los huevos rozándome el mentón. Me la saco, escupo un montón de saliva y me la vuelvo a meter, de nuevo hasta el fondo.
No puedo disfrutarla mucho más, ya que enseguida me la saca de la boca y echándose encima mío, me penetra, de nuevo sin forro.
Suerte que volví a tomar la píldora, me congratulo, mientras le rodeo la cintura con mis piernas, y me acoplo al delicioso bombeo que me aplica con esa energía que ya me resultaba tan familiar.
No sé, pero ya solo sentir los primeros puntazos me hace acabar. Tengo un orgasmo que se encadena con un segundo y hasta con un tercero, algo que solo me pasa con él, con Pablo. Ni con mi marido ni con ningún novio anterior había gozado de esa manera.
Cuándo me la saca por un momento, para acomodarse, me doy la vuelta y me pongo en cuatro, ahí, en mi propia cama, totalmente abierta y ofrecida a otro hombre.
Me sujeta con firmeza de la cintura y me la vuelve a meter, bien hasta el fondo, haciéndome sentir como esa parte en dónde se tuerce me raspa en una forma deliciosa.
Me agarra de la cintura y me da con todo, sacudiendo toda la cama con sus movimientos, provocando que la cabecera rebote contra la pared una y otra vez, al extremo de hacer saltar pedazos de pintura.
Menos mal que el departamento de al lado está desocupado, sino ya me hubieran venido a reclamar por estar dándole a la matraca a esa hora.
Sin dejar de cogerme, me empieza a hurgar el ojete, metiendo uno de los pulgares y presionando hacia dentro. Hacía ya varios días que me había roto el culo, por lo que mi esfínter parecía haber retomado su condición inicial, o al menos eso creía yo, pero nomás sentir la presión de su dedo, se abre como una flor, tragándoselo casi por completo.
Me escupe y esparce la saliva en torno al agujero. Saber que me va a coger de nuevo por atrás me hace estremecer. Me pongo a temblar de la emoción y calentura.
Me la saca toda entera de un tirón, me da un chirlo en la cola para que me acomode mejor, y me la ensarta por el culo. La sensación es totalmente diferente, al estar más apretado como que se siente más la carne, la fricción, esa torsión que me encanta.
Se la lubrica con abundante saliva y me bombea con el mayor de los deleites, metiendo y sacando todo, hasta el último pedazo.
Sin que deje de serrucharme, yo me empiezo a tocar desde abajo, provocando en todo mi cuerpo una erupción volcánica que me deja en un estado de casi desmayo.
Me derrumbo en la cama, entre excitados jadeos, pero él no me suelta, por el contrario, me da más fuerte todavía.
-¡Te voy a sacar petróleo del culo, putona...- me amenaza, rabioso, como enardecido.
No puedo creerlo, pero el polvo se prolonga y se intensifica, acompañando las irrefrenables embestidas con que me culea.
Los golpes de la cama contra la pared, el rechinar del colchón, el estallido de nuestros cuerpos al chocarse, mis gemidos, sus jadeos, todo debe de escucharse desde el pasillo, pero no me importa una mierda, lo único que quiero es que me saque petróleo del culo, como dijo, que me destroce, que me rompa en mil pedazos, y me deje ahí, toda rota pero satisfecha.
Un último empujón y me vuelve a llenar el culo de leche, como la primera vez, cuándo inauguró en mi cuerpo esa nueva vía de acceso.
Ahora sí, se derrumba conmigo, sobre mí, bien metido adentro, soltando en mis intestinos chorro tras chorro de semen.
La satisfacción que siento es tan plena, tan completa y absoluta, que quisiera quedarme allí por siempre, debajo de su cuerpo aún encendido.
Me gustaría darme la vuelta y besarlo, demostrarle con afecto y caricias, lo importantes que resultan para mí esos polvos, pero como hace siempre, se levanta y se va. No me dice nada, solo me deja ahí, abandonada, aunque muy bien cogida, eso sí.
Cómo puedo me levanto y saco las sábanas, pongo unas nuevas y perfumo la habitación para encubrir el olor a sexo que quedó después de haber estado juntos.
Mientras me doy una ducha, siento como la leche que me volcó en el culo, se derrama por mis piernas. No me puedo resistir a la tentación y untando un poco con los dedos, los llevo a mi boca y me los chupo.
Sí, me hice adicta a la leche de mi vecino.
16 comentarios - Adicta al semen de mi vecino