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Sed de venganza, mi marido lo pagara III

Preparé la cena con las cosas que había comprado a la vuelta de casa de mi madre. Evidentemente, mis hijas se habían quedado de mil amores en casa de la abuela, ya que mi madre era mucho más permisiva que yo. En fin, “los padres crían y los abuelos malcrían”, pensé resignada. Sólo esperaba que mis hijas cumpliesen su palabra y no se acostaran demasiado tarde.
Como cada día que tenía libre había estado nadando y buceando en la piscina de casa, pero en esa ocasión me puse mi bikini más sexy en lugar del usual bañador deportivo. Me apetecía provocar, algo estaba cambiando dentro de mí.
Después de unos cuantos largos a tope sentí mis músculos vigorizados, preparados para el complicado día que me esperaba. Salí del agua resoplando y me tumbé al sol. Bajo la canícula del medio día me pregunté por qué había aguantado casada hasta entonces con Alfonso: por los hijos, por negar el fracaso, por miedo a la soledad, por simple obstinación… Me recriminé a mí misma no haberme percatado antes de la infidelidad de mi marido. De hecho, de no haber sido por ese descuido de Gema no me habría enterado todavía.
Puede que con el paso de los años mi marido ya no se sintiese atraído por mí, o quizá otras mujeres le daban algo que yo no podía, la emoción de lo prohibido. Lo cierto era que mi matrimonio llevaba tiempo moribundo y sólo yo seguía empeñada en mantenerlo con vida.
Precisamente recordé que aún no había llamado a mi amiga Maite, mi abogada, cuando la verja del jardín empezó a abrirse.
―Alberto, necesito la combinación de la caja ―le dije como si tal cosa cuando se aproximó a saludarme― Quiero sacar el conjunto azul.
― Cuarenta, treinta, veinte, diez
― O.K.
― No te equivoques, a la tercera se bloquea ―comento, recordándome una vez más que ya me pasó en una ocasión. Esa vez no iba a ser el caso…
Durante la cena abrimos una botella de sidra como hacíamos en las ocasiones especiales. Traté de mantener a raya los nervios y convencerme a mí misma de que todo iba a salir bien. Aunque yo apenas bebí un par de sorbos me preocupé de que a mi marido no le faltase sidra y vino en su copa.
Al final de la cena empecé a ponerme melosa y, a las once en punto, le sugerí a Alfonso que subiéramos al dormitorio. “Tengo una sorpresa”, susurré en su oreja.
Alfonso estaba tan ebrio que no me costó nada convencerle de que se dejara esposar al cabecero de forja. Sí, temiendo que lograra soltarse si le maniataba con una cuerda, me las había ingeniado para conseguir un par de esposas metálicas con las que mantenerle firmemente sujeto a la cama.
Esa noche mi infiel esposo sí tenía ganas de sexo, o eso me hizo intuir su incipiente erección. Perversa, empecé a acariciarle y besarle fingiendo deseo. Mi intención era excitarle lo más posible para que de ese modo su frustración posterior fuera aún mayor. Bajo su pantalón, entreví como la polla se le ponía dura, cuando…
¡DING! ¡DONG!
Cuando el infeliz de mi marido escuchó el timbre de la puerta se quedó atónito. Atado sin poder apenas moverse, su expresión no pudo ser más ridícula.
― ¿Quién cojones…? ―maldijo.
― Espera ―le calmé susurrando de nuevo en su oreja― Es parte de la sorpresa.
No hizo falta que abriera la puerta para que enseguida se escuchase a alguien entrar en casa.
― ¿Quién es, Lorena? ―preguntó mi marido visiblemente desconcertado y nervioso al oír que alguien subía por la escalera.
― Ahora lo verás, no seas impaciente ―ronroneé como una gatita― Verás que bien lo vamos a pasar.
Cuando la puerta se abrió, el desconcierto desfiguró el rostro de mi marido. El muy canalla se quedó boquiabierto.
Un hombre elegante y corpulento le miró serio desde el quicio de la puerta. Incluso a mí me costó reconocer a Alberto con aquel impecable traje de marca. Yo le había pedido al muchacho que se pusiera algo decente, pero no me esperaba que apareciese tan elegantemente vestido.
― ¡QUÉ ESTÁ PASANDO AQUÍ! ―vociferó mi marido― ¡¡¡SUÉLTAME AHORA MISMO!!!
― Alberto, por favor ―le animé amablemente a pasar.
Alberto sabía exactamente qué tenía que hacer, yo se lo había explicado paso por paso. El muchacho vinculó su teléfono con el televisor de forma que en unos instantes mi marido pudo verse a sí mismo y a sus compañeras de partido en la pantalla de cuarenta pulgadas.
― ¡Pero qué...! ―el desgraciado se quedó mudo al darse cuenta de que habíamos grabado sus infidelidades.
Yo no pensaba sermonear a mi futuro ex marido, y mucho menos darle explicaciones. Así que con toda tranquilidad, le pedí el mando al muchacho y congelé la imagen justo en el momento en que Charo se la estaba mamando. La muy zorra lucía su alianza de matrimonio en la mano con que sujetaba la polla de mi marido.
A partir de ese momento actué como si Alfonso no estuviese allí. Cogí a Alberto de la corbata y le atraje hacia mí. Nos besamos con bastante más calma que el día anterior. Al principio Alberto estaba tenso, pero poco a poco se fue relajando y enseguida me demostró que sabía cómo dejar a una mujer sin respiración.
El muchacho deslizó sobre mis hombros los tirantes de mi vestido, dejando que la prenda cayera al suelo. Ese día estrené un par de medias de liga a juego con el conjunto que llevaba puesto, un conjunto de una conocida tienda especializada. También lo había adquirido expresamente para esa noche, la ocasión lo merecía. Negro, con encaje y caro, muy caro.
Llevado por la pasión, Alberto me estrujó las tetas con sus grandes manos haciéndome gemir. Seguramente el muchacho fuera así de apasionado con todos sus ligues, pero en ese instante era yo quien le inducía ese comportamiento instintivo y animal.
Tampoco yo me estuve quietecita. Mis manos recorrieron con avidez su formidable musculatura. Alberto era un muchacho tan guapo y atractivo que tuve que contenerme para ceñirme al guión.
¡DING! ¡DONG!
El timbre de la puerta sonó por segunda vez.
― ¡JODER! ¡SUÉLTAME, LORENA! ―mi marido, que había permanecido en silencio hasta ese momento, voceó aterrorizado.
Le miré y sonreí.
Como ya dije, en el último momento había decidido hacer un pequeño cambio en mis planes. Si mi maridito me había puesto los cuernos con dos mujeres a la vez, por qué no hacer yo lo mismo. De hecho, esa era una de mis viejas fantasías.
Esa vez sí tuve que bajar a abrir la puerta pues, a diferencia de Alberto, mi segundo invitado no tenía llaves de casa.
Estaba más caliente que las hogueras de San Juan, pero los tacones me obligaron a bajar las escaleras con cuidado. Apretaba las piernas temiendo que un torrente brotase de mi sexo en cualquier momento, me moría de ganas de follar. Aunque la tarde anterior le hubiera hecho una suculenta mamada a Alberto, lo cierto era que llevaba casi dos semanas sin que me tocase un hombre y, lo que era peor, me había pasado las últimas veinticuatro horas fantaseando con mi primera vez con dos hombres.
Aunque estaba en ropa interior, al abrir la puerta saludé a Roberto con una sonrisa y un comedido apretón de manos. Tenía que mostrarme segura de mi misma, mantener el control. Hasta ese instante, aquel atractivo guardia civil y yo sólo habíamos compartido un vuelo París – Alicante. Yo había sido su azafata.
Roberto también llegó vestido de forma impecable. Es más, su traje parecía hecho a medida. También llevaba una bolsa de deporte. Aunque sentí curiosidad por saber que llevaba dentro, no hice preguntas. De pronto, vi que Roberto sacaba su arma de detrás de la espalda. Aunque me asusté, él me dijo que sólo quería mostrarla como disuasión. Entonces me acerqué a él, eché mano a su paquete y le dije que “Esta es la única arma que vas a necesitar esta noche”.
Cuando subimos hice las debidas presentaciones, pero evidentemente en ningún momento desvelé que Roberto fuera sargento de la Guardia Civil. Intenté explicarle a Alberto el motivo por el que había pedido refuerzos, aquella era mi venganza. El muchacho se mostró contrariado, pues al ver el arma debió pensar que era alguna especie de matón. Le mentí para que se tranquilizase, tuve que improvisar. Le conté que Roberto era un profesional que una amiga de confianza me había recomendado. De esa forma, al final logré convencer al muchacho de que yo sólo pretendía pagarle a mi marido con la misma moneda.
El sargento le advirtió a mi marido que no hiciera ninguna tontería y delante de él, sacó el cargador de su pistola, se lo guardó el bolsillo y luego dejó la pistola sobre la cómoda, bien a la vista. Más que intimidado, mi marido estaba francamente acojonado.
Los dos hombres se aproximaron a mí y empezaron a besarme y a meterme mano. Sin pérdida de tiempo, Roberto desabrochó mi sujetador y lo lanzó a los pies de mi marido.
Mi plan era mamarles la polla delante de Alfonso, pero al parecer Roberto tenía sus propios propósitos. Me bajó las bragas y metió la cara entre mis piernas. El sargento era zorro viejo y naturalmente, el conejo formaba parte de su dieta. Debía estar tan hambriento como yo dada la voracidad con la que dio cuenta de mi húmedo sexo.
Mientras Roberto se saciaba entre mis piernas, yo le comía la boca al jardinero y trataba de sacarle la polla, pero entonces éste empezó a chuparme los pezones.
¡AGH! ¡AGH! ¡AAAAAAGH!
Mi soñada venganza no podía haber empezado mejor. Alberto y Roberto cooperaban para hacerme gozar. Mis profundos jadeos pregonaban el tremendo placer que me estaban proporcionando.
El más veterano aprovechó la tempestad para cobijar sus dedos en mi cálida y acogedora rajita. Con sus malas artes hizo que mi sexo estuviera a puntito a echar chispas. Si seguía así, no tardaría en correrme.
¡AGH! ¡AGH! ¡AGH!
Tenía la boca reseca de tanto jadear. En cambio, mi coñito se había convertido en una pringosa ciruela.
¡AAAAAAAAAAAAAAH! ―me sobresalté espontáneamente.
Tiempo atrás, había averiguado que hacerlo con varios hombres a la vez era una fantasía muy común entre mis amigas y aquel potente orgasmo me dejó claro el motivo.
Roberto bebió entre mis piernas. Determinado a dar buena cuenta de mis fluidos íntimos, su lengua continuó buscando entre los pliegues de mi sexo el nacimiento de mi pequeño manantial.
― ¡OOOOOOOOOOOH! ―jadeé con un segundo clímax.
Las piernas me fallaron y acabé desplomándome sobre el suelo. Me quedé jadeando como una perra, necesitaba un respiro. Sin embargo, Roberto no me dio tregua. Me echó boca abajo sobre el borde de la cama, me separó los cachetes y empezó a comerme el culo.
― ¡AAAY! ¡AAAY! ―protesté. Me hacía cosquillas.
Me reí en la cara de mi marido, pero justo cuando más me estaba divirtiendo Roberto me metió algo sin pedir permiso.
― ¡OOOH! ―gemí sobrecogida.
Al intentar sacarlo comprendí que lo que tenía en el culo era su pulgar, el dedo gordo. Agarré las sábanas con fuerza y me retorcí tratando de aguantar, pero por desgracia no estaba en la mente del sargento apiadarse de mí si no que, con auténtica maestría, volvió a estimular mi irritado clítoris con los dedos de esa misma mano.
― ¡AAAH! ¡AAAH! ¡AAAH! ―grité a causa de la prolongación forzosa de aquel clímax. Nunca me había sentido tan sometida.
― ¡JA! ¡JA! ¡JA! ―mis súplicas se entremezclaban con las carcajadas del sargento, pero de pronto…
¡PUMMM!
Aquel trance tuvo un súbito y violento final cuando mi marido aprovechó para propinarme un fuerte golpe en toda la cara.
Rápidamente, Roberto saltó sobre Alfonso y empezó a pegarle puñetazos mientras Alberto me agarraba y apartaba de ellos.
― Déjame, voy al baño ―le pedí al muchacho.
Aquella no era la escusa que yo había preparado, pero supe que era mi oportunidad vaciar la caja fuerte.
¡PLASH! ¡PLASH! ―oí varios golpes más, pero no me volví a mirar. Eché el seguro a la puerta del baño y me miré en el espejo. El desgraciado de mi marido me había golpeado con el tobillo, me saldría un buen moratón.
No tenía tiempo para lamentaciones. Abrí la caja y metí los papeles, las joyas y algo de efectivo en el cesto de la ropa sucia. Después, lo tapé todo bien, cerré la caja de nuevo y me senté a orinar.
Momentos antes había estado a punto de que se me escapara el pis. Además, el picor en mi esfínter me hizo intuir que mi último resquicio de virginidad pronto sería cosa del pasado. La mera idea de aquel enérgico hombre poseyéndome por el culo me excitó muchísimo. Estuve a punto de masturbarme sentada en el WC… ¡Menuda barbaridad!
Cuando salí vi que habían cambiado a mi marido de sitio, le había esposado al radiador. Roberto me había proporcionado las esposas la tarde anterior, así que debía tener otra llave. Alfonso tenía la cara echa un Cristo, pero no me dio lástima. Aún me dolía el golpe que él me había propinado.
― No le peguéis más ―dije de todos modos.
― ¡ZORRA! ¡TE VOY A MATAR! ―gritó Alfonso.
Roberto sacó de su bolsa de deporte un rollo de cinta americana y le amordazó. Al parecer había venido preparado para cualquier eventualidad.
Eché la almohada al suelo, justo delante de mi esposo, y les pedí que se acercaran. Les acaricié la entrepierna mirando con ira a mi marido. Primero a uno y después al otro.
― ¡Joder! ¡Menuda polla tienes, chaval! ―aclamó Roberto al ver la verga del muchacho. Su grosor se salía de lo común.
Les mamé la polla como una campeona. Siempre me ha gustado. No sé por qué, pero es algo que me hace sentir irresistible, poderosa…
¡CHUPS! ¡CHUPS! ¡CHUPS!
Me porté como una buena chica y miré a los ojos al sargento a la vez que hacía entrar y salir su polla de mi boca. Ceñí mis labios al contorno del imponente rabo que probablemente iba a desvirgarme el culo. Sabía que Roberto me haría gozar, lo veía en sus ojos. Aquel hombre tenía un carácter que me turbaba, amén de una buena polla.
¡CHUPS! ¡CHUPS! ¡CHUPS!
Alterné entre sus vergas varias veces, mirando de vez en cuando a mi marido para burlarme de él. Lamiendo a lo largo el tronco del sargento y luego chupando el orondo glande del muchacho. Mamaba con ganas la estaca de Roberto y luego lamía los testículos de Alberto. La polla del muchacho, que era visiblemente más gorda, empequeñecía el miembro del sargento. Nada más lejos de la realidad, cuando intenté tragármela, la punta de mi nariz no alcanzaba su pubis por tres dedos o más. Diecisiete o dieciocho magníficos centímetros.
― ¡Sigue! ―exigió el sargento una de las veces que hice ademán de dejar de chupársela a él para seguir con la del jardinero.
Yo me empleé a fondo deseando recompensarle por los orgasmos que él me había proporcionado.
― ¡Joder, qué bien la chupa tu mujer! ―espetó el sargento burlándose de Alfonso.
Intuí que aquel hombre tenía la descortés intención de eyacular en mi boca sin pedirme permiso.
― ¡Vamos, preciosa! ¡Haz que me corra! ―dijo confirmando mis sospechas.
Casualmente esa era justo mi intención, que Alfonso viera como otro hombre eyaculaba en la boca de su mujer. Pronto percibí esa primera gotita que precede a la eyaculación. Ese sabor supuso un rastro certero para una perra de caza como yo. Enfervorecida, empecé a mamársela en plan guarra, haciendo más ruido adrede.
¡CHUPS! ¡CHUPS! ¡CHUPS!
Arriba y abajo, arriba y abajo.
― ¡OGH! ―se quejó Roberto y de pronto, el cortés caballero se transformó en cruel tirano. Me tiró del pelo aplastando su glande contra el cielo de mi boca.
― ¡OOOOOOGH! ―jadeó profundamente.
Un violento chorro de semen chocó contra mi paladar, esparciendo el delicioso sabor de la venganza por toda mi boca.
― ¡CHUPA! ¡CHUPA! ―suplicó a voz en grito.
― ¡UMMM! ―gruñí sintiendo como la boca se me llenaba de semen.
Fueron unos instantes delirantes. Aunque Roberto me soltó el pelo, yo no dejé de chupar con todas mis fuerzas. El ardiente esperma de aquel hombre me dejó un regusto amargo en la garganta y aún así, no pude dejar de chupársela. Tuvo que ser él mismo quien extrajera su entumecido miembro de mi boca rato después de haber acabado de eyacular.
― ¡Joder macho, tu mujer me ha dejado seco! ―se mofó el fornido sargento― Necesito una copa. Tendréis algo abajo, ¿no?
Me quedé atónita, sin saber cómo reaccionar ante semejante desparpajo. Observé impotente como el sargento se guardaba de nuevo la polla dentro del pantalón y desaparecía camino de la planta baja.
― Túmbate ―oí decir a mi espalda.
Cuando Roberto subió con una copa en cada mano, yo cabalgaba sobre el muchacho como una yegua desbocada. Al principio el pollón del jardinero me había dejado literalmente sin respiración, pero luego mi vagina se había adaptado a él como un guante de látex. Nos habíamos colocado dando la espalda a mi marido, de forma que pudiera ver como aquel artefacto entraba y salía de mi coñito.
¡CLACK! ¡CLACK! ¡CLACK!
Mi culo rebotaba sonoramente sobre el pubis del muchacho mientras los inflamados labios de mi sexo abrazaban su portentosa verga. El chico me había puesto a prueba, en efecto, pero después de haber dado a luz a dos niños no me iba a asustar fácilmente. De hecho, acabé haciendo valer mis clases de twerking sobre él mientras me chupaba las tetas y cuando intuí que se iba a correr dentro de mí, apreté los dientes y me ensañé con su polla.
¡AAAAAAAAAAAAAAAAAAGH! ―bramó el jardinero al eyacular, arrastrándome también a mí a un tremendo orgasmo.
Si cuando un hombre te llena la boca con su semen es el sumun de la lujuria, sentir su ardiente esencia en tu sexo es el colmo de la felicidad. No en vano ese instante de unión es en sí el origen toda la vida.
Al notar como parte de su esperma se derramaba de mi sexo respingué el trasero. Me sentía tan febril y desinhibida, que quería mostrarle a mi marido como la impresionante corrida de nuestro jardinero había desbordado mi coñito.
― ¡Me toca! ―oí reivindicar a Roberto.
Le vi acercarse con un cubata y ofrecerme un trago, sólo uno, ya que después le pasó la copa a Alberto y cogiéndome de la nuca me invitó a arrodillarme una vez más.
― Sabes… ―comenzó a hablar el sargento dirigiéndose a mi marido ― Ayer tarde, cuando quedé con tu mujer me fijé en cómo meneaba las caderas al caminar, en cómo respingaba el culo y se removía inquieta en el taburete. Pues bien, tengo comprobado que cuando una mujer hace eso suele deberse a dos motivos: a que tiene unas hemorroides como mis pelotas, que es lo más frecuente, o bien a que hace tiempo que no se la meten por el culo… En fin, no te imaginas cuánto me he alegrado al ver que a tu mujer no le pican las hemorroides.
No pude evitar reír mientras me afanaba en ayudar a aquel cachondo a recuperar su erección.
En realidad, mi marido nunca me había follado por atrás, nunca me había sodomizado. El muy hipócrita era demasiado tradicional conmigo. Supongo que con tener satisfecha a su demandante secretaria ya tenía bastante. Así pues, qué mejor forma de dar nuestro matrimonio por zanjado que obligarle a presenciar cómo otro hombre me desvirgaba en sus narices.
Yo tenía claro que aquel severo sargento sentía devoción por mi trasero. Quién me iba a decir que lo ultrajaría de la forma en que lo hizo. Roberto me hizo ponerme a cuatro patas apenas a un metro de Alfonso. Me obligó a mirar a mi marido mientras él se colocaba tras de mí y volvía a comerme ese orificio por el que el sargento mostraba singular predilección.
Jadeé con su lengua hurgando en ano, jadeé a medida que sus dedos me lo fueron abriendo, pero sobre todo, jadeé con su placida y sensual forma de masturbar mi clítoris mientras me preparaba para ser sodomizada.
― ¡AAAAAAAAH! ―aullé cuando el sargento venció la resistencia de mi ano hundiendo su polla entre mis nalgas. La verdad fue que a pesar de aquel efímero suplicio me sentí satisfecha de que por fin un hombre me hubiera sodomizado a mis cuarenta y tres años.
Lo que pasó después, la forma en que Roberto se ensañó conmigo me gustaría poder olvidarla. Sólo voy a contar que tras sodomizarme con delicadeza de cara a mi marido, Roberto me dio la vuelta y entonces sí me hizo saber qué es que te den por el culo.
La desolación de mi marido era total. Humillado, forzado a contemplar como me sodomizaban, veía la polla del sargento entrar y salir del culo de su mujer sin poder hacer nada.
Su forma de encularme se tornó demencial, casi sádica. Aunque eso sí, era tan buen amante que se las ingenió para seguir frotando mi endurecido clítoris mientras me follaba con todas sus fuerzas. Perdí la cuenta del tiempo que tuve su polla dentro del culo y de los orgasmos que alcancé.
Casi había perdido el conocimiento cuando Roberto por fin me llenó de esperma. Entonces, el muy degenerado me la sacó del culo y separó mis nalgas para que mi marido viese bien cómo me había dejado. Ufano, Roberto me atizó un buen azotazo felicitándome por cómo me había portado. Reconoció que hacía tiempo que no lo pasaba tan bien con una mujer y, antes de marcharse, me dejó claro que podía contar con él para lo que fuera.
A pesar de aquel traumático desenlace, me sentí satisfecha. Había llevado a cabo mi venganza tal y como había planeado. Además, mi debut como divorciada me había hecho comprender que una nueva y apasionante vida se abría ante mí.

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