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Sed de venganza, mi marido lo pagara II

No sé cuánto tiempo estuve callada contemplado aquella horrenda imagen en la pantalla. Mi marido tumbado sobre nuestra cama de matrimonio junto a sus dos compañeras de partido. Entonces noté la mano de Alberto sobre mi hombro. Le dejé que me abrazara y sollocé sobre su pecho toda mi tristeza.
Mi empleado me consoló en silencio. Era una mujer dolida, engañada. Si Alberto no hubiese estado allí no sé lo que habría hecho en ese momento tan desolador.
― Lo siento mucho, señora ―dijo al fin.
Por mi cabeza no dejaban de repetirse las escenas en las que “aquel otro Alfonso” se follaba a sus compañeras. No había parecido alguno entre aquel hombre, aquel formidable amante, y el soso con quien yo llevaba doce años casada.
― No lo entiendo ―me preguntaba entre sollozos.
― Deje de darle vueltas, no vale la pena ―dijo el muchacho sabiamente, mientras mis lágrimas diluían poco a poco toda mi rabia y frustración.
Me sentía engañada, traicionada, humillada… pero sobre todo furiosa, tremendamente furiosa. Tanto que, si mi esposo hubiera estado delante en ese preciso momento, le hubiera matado a golpes.
Me separé un momento del muchacho para mirarle a los ojos.
― Gracias, Alberto y perdóname ―dije reponiéndome a duras penas.
― ¿Perdonarla? ¿A usted?
― Sí. Tenía que haberte creído desde el principio ―me lamenté.
Instintivamente me acerqué a él. Estaba a punto de besarle cuando mi impotencia se volvió a apoderar de mí.
― ¡Hijo de puta! ―grité agarrando un martillo que había encima de la mesa.
Alberto me cogió del brazo justo antes de que el martillo golpeara el parabrisas del maldito PORCHE de mi marido, un capricho estúpido al que cuidaba más que a mí.
― Señora, deje eso ―dijo― Piense qué es lo mejor para usted antes de hacer nada, ahora tiene ventaja.
Nos quedamos cayados en segundo. Estaba claro que la infidelidad de mi marido venía de largo. A saber cuántos meses o años llevaría engañándome. Yo sabía que nuestro matrimonio no funcionaba tan bien como antes, pero resulta que hacía tiempo que Alfonso había buscado un repuesto. El muy cobarde ni siquiera había tenido valor a romper conmigo. Me sentía como una idiota.
Alberto tenía razón. Mi matrimonio se había acabado hacía tiempo, así que no tenía sentido precipitar ahora una ruptura estrepitosa. Antes de hacer o decir nada debía pensar cómo salir bien parada de mi matrimonio, debía contactar cuanto antes con Maite, mi amiga y asesora en temas legales. Aún no sabía cómo, pero lo que Alfonso me había hecho le iba a salir carísimo.
― ¿Está mejor? ―preguntó Alberto sacándome de aquella espiral.
― Sí ―respondí― Tienes razón, meditaré con tranquilidad sobre todo esto.
En ese instante su mano me dejó libre. Sin embargo, sus ojos seguían mirándome con pesar. El muchacho seguía sintiéndose responsable del dolor que aquella grabación me había causado.
― Gracias, Alberto ―le dije― Estoy bien, de verdad. No te preocupes, tú no tienes la culpa de todo esto.
Estuve un cuarto de hora bajo la ducha, intentado desprenderme de toda aquella desolación y dejar que la calidez del agua resbalando por mi piel me reconfortara.
Cuando salí a vestirme recordé de pronto que la cámara seguía enviando imágenes a la táblet del jardinero. Esta vez fue el rencor hacia mi marido lo que me empujó a comportarme de forma exhibicionista.
Me quité la toalla mostrando mi cuerpo con orgullo. Sabía que Alberto estaría vigilándome desde el cobertizo, cuidando de mí. Me tumbé en la cama y me dejé guiar por mis instintos, esos que las mujeres solemos reprimir demasiado amenudo. Metí una mano entre mis piernas y fantaseé con mi joven y musculoso jardinero. Le imaginé, una vez más, detrás de mí, agarrándome con fuerza de las caderas mientras me sodomizaba apasionadamente. Justo lo que mi marido le había hecho a la puta de Gema.
En ese mismo momento, Alberto tendría una gran erección. Estaba convencida de que el cuerpo de ensueño del jardinero tenía que estar rematado con un miembro portentoso, y soñé que yo lo tenía dentro de mí. Llevaba tanto tiempo de castidad que alcancé el orgasmo enseguida. “Demasiado rápida”, pensé, dudando que el muchacho hubiera tenido tiempo de masturbarse.
Cuando terminé de ponerme el uniforme me quedé mirando la cama. Volví a recordar los cuerpos entrelazados, los vaivenes, los gritos… Tenía que salir de aquella habitación. Aún así, iba a tardar años en olvidar aquellas imágenes.
Cuando llegué al aeropuerto me dirigí directamente a la sala donde preparábamos el briefing. Allí estaban ya casi todas mis compañeras, pero aquella vez me puse a preparar mi carro apartada de las demás.
Mi amiga Pilar, se acercó a mí.
― ¿Te encuentras bien? ―me preguntó preocupada.
― Sí, sí ―respondí forzando una sonrisa.
― Tienes mala cara.
― Es que anoche me quedé leyendo hasta tarde.
Pilar me conoce bien y, naturalmente, no se quedó nada convencida. No obstante, agradecí que me hablara de la pasta que llevaba gastada en las rebajas en lugar de intentar averiguar qué me preocupaba. Sin embargo, aún recuerdo su mirada intranquila y su abrazo en la cinta que nos llevaba a nuestra puerta de embarque.
Después de acomodar al pasaje le pedí a Pilar que me sustituyera en la exposición de medidas de seguridad del vuelo.
Ella sabía que algo no iba bien y dándome la mano me preguntó.
― ¿Me lo vas a contar?
Tardé un rato en reaccionar. Era evidente que a Pilar le enojaba mi falta de confianza. Yo sabía que podía contar con su discreción, ya que Pilar no era una de esas chismosas incapaces de “oír, ver y callar”.
Me sentía hundida por tanto dolor como llevaba dentro de mí, tenía que sacar aquello. Le conté todo: lo del pintalabios, lo de las cámaras, la infidelidad de mi esposo con sus compañeras…
Pilar se quedó de piedra.
― Alucino ―reconoció mi amiga con perplejidad― Alfonso. ¡Quién lo iba a decir!
― Lo he visto con mis propios ojos, Pilar ―me lamenté.
― Sí, si yo te creo, Lorena, pero es que tu marido es… siempre tan correcto, tan estricto con todo el mundo que quién iba a pensar algo así.
― Pues ya ves, me siento una imbécil ―confesé con sinceridad.
― No seas cruel contigo, mujer.
Pilar se quedó mirándome, intentando digerir aquello.
― ¿Y qué vas a hacer? ―preguntó por fin.
― Pues no lo sé. Todavía no le he dicho nada a él. Antes iré a ver a una amiga que es abogada a ver qué me recomienda.
― ¿Y ya está?
― ¿Cómo que “y ya está”? ―pregunté extrañada.
― ¿Nada más? ¡Él te traiciona de esa manera y tú te conformas con un buen divorcio! ―susurró exasperada.
― Pilar, no te entiendo. ¿Qué quieres que haga?
― Lorena, tienes que vengarte, tienes que resarcirte por lo que te ha hecho o siempre serás una víctima.
― ¿La víctima?
― ¡Claro, mujer! Tienes que vengarte de ese desgraciado antes del divorcio. Pagarle con la misma moneda ―sentenció mi amiga.
Lo que Pilar me estaba proponiendo era que le pusiera los cuernos a mi marido del mismo modo vil que él había hecho. Debía desquitarme antes del divorcio para no quedar como una idiota.
― Y qué quieres que haga, echar un polvo y enseñarle unas fotos durante el desayuno ―le pregunté con cinismo.
― No, tiene que ser algo que le haga el mismo daño que él te ha hecho a ti. Ponerle los cuernos con algún amigo suyo o algo así ―dijo febrilmente― O mejor aún, ¡qué él os pille in fraganti!
― ¿Qué? ―pregunté desconcertada.
― Mujer, que te las ingenies para estar en la cama con otro justo cuando él llegue a casa.
Me quedé muda pensando que Pilar no estaba bien de la cabeza, aunque la verdad es que empezó a divertirme verla tan exaltada.
― Sí, claro, y después nos echamos unas cañas los tres ―argüí sonriendo.
― ¡Hablo en serio, Lorena! ―se quejó mi compañera un poco enojada― Tienes que buscar el momento propicio, cuando menos se lo espere, un día que Alfonso haya bebido más de la cuenta, por ejemplo. Entonces tú te pones cariñosa con él y le dices que quieres atarle, que es un juego. Ya me entiendes…
― Pero entonces Alfonso podría denunciarme. Tiene amigos en todos lados.
― ¿Te da miedo tu marido? ―me preguntó.
― Un poco.
― ¿Y estás furiosa? ―siguió con su extraño interrogatorio.
― Sí, eso sí.
― Pues entonces, usa es miedo para planear cada detalle de tu venganza y esa furia para llevarla a cabo ―me alentó mi amiga― Se lo tiene merecido, Lorena.
Así quedó todo, pues llegó el momento de salir a atender al pasaje. No obstante, durante aquel vuelo tomaría un par de ideas de mi amiga Pilar para mi venganza.
El resto del vuelo permanecí callada. Desde luego, todo tenía que estar previsto, no debía dejar nada al azar. Lo que iba a hacer era una locura y precisamente esa sería me principal ventaja, la sorpresa. Alfonso nunca esperaría que la boba de su esposa hiciera algo tan retorcido.
― ¿Y bien? ―me apremió Pilar.
― Me gustaría ser como tú, pero yo no soy capaz de hacer algo así ―mentí para no involucrarla― Iré a ver a Maite, mi amiga e intentaré olvidarme de todo lo antes posible.
― Bueno, tú sabrás ― me hizo un guiño tras las cortinas del staff.
― Gracias, Pilar. Necesitaba contárselo a alguien.
― De nada, mujer y ya sabes que puedes venirte unos días a mi casa si hace falta.
― Eres genial, tía ―respondí y nos fundimos en un abrazo.
Compartí con Pilar tres vuelos en aquellos dos días, pero ya no volvimos a hablar del tema. Sin embargo yo aproveché mis ratos libres para hacer un plan detallado de mi venganza. Pasos, dificultades, soluciones, alternativas, posibles reacciones de los implicados, todo.
Obviamente, mi intención desde el principio era pedirle a Alberto que fuese mi cómplice. Además de él solamente tenía a otro candidato de reserva. Roberto Soria, el guapo sargento de la Guardia Civil que había flirteado conmigo a pesar de saber que estaba casada. Aquellos dos hombres eran mi única esperanza de humillar a mi marido y lograr una digna indemnización por su vil incumplimiento de nuestro contrato matrimonial.
Aprovecharía que ese viernes era nuestro aniversario y los niños se quedarían con mi madre. Cuando Alfonso estuviese en el baño le pediría la combinación de la caja fuerte para sacar mi joyero.
Por la noche, cuando regresáramos a casa haría justo lo que mi amiga Pilar me había dicho. Me pondría juguetona y le pediría que me dejara atarle a la cama. Lo cual era otro pequeño problema, ya que yo no sabía hacer nudos. Tendría que buscar en Google cómo hacerlos.
Evidentemente, debería evitar que el jardinero se enterase de que, además de ponerle los cuernos a mi marido también iba a extorsionarle. Por ello tuve que pensar una escusa para ausentarme del dormitorio y poder vaciar el contenido de la caja fuerte. Mi marido la había mandado empotrar detrás de un falso fondo de uno de los cajones del mueble del baño. Una vez allí, la abriría, escondería mi botín a buen recaudo, la volvería a cerrar y regresaría junto a mi amante.
Yo sabía que para poder vengarme de mi marido sin miedo a sus represalias necesitaba algo que él guardaba ahí. Una pequeña agenda llena de anotaciones de sus chanchullos. Siempre la colocaba al fondo, detrás de mis joyas y de todo ese dinero por el cual yo jamás le había preguntado. Estaba convencida de que la información que contenía sería la garantía de que mi poderoso marido no tomaría ningún tipo de represalia contra mí. De esa forma, me vengaría doblemente de él. Le obligaría a ver cómo me follaba otro hombre y además, podría quedarme con la tutela de las niñas, con las joyas, con la casa… No pensaba tocar ese dinero que mi marido había ido juntando a lo largo de los años, pero sí con lo que a mí me interesaba.
Mi último vuelo tenía llegada a Alicante muy temprano y eso me vendría muy bien para ir organizando cosas. Me despedí efusivamente de mi amiga en la entrada de la terminal. Aunque ella no lo supiera, le estaba profundamente agradecida por haberme infundido el coraje necesario para hacer lo que iba a hacer.
Por una parte, el cretino de mi marido se lo tenía merecido y la mera idea de vengarme me reconfortaba, pero por otra, la posibilidad de que algo saliera mal me aterraba. Debía memorizar bien cada paso para que todo saliera según lo previsto. A pesar de esa inquietud, el reto en sí era tan excitante que no veía el momento entrar en acción. Lo malo era que cada vez que me preguntaba si mi plan era una locura, la respuesta era siempre la misma. “Sí”.
Cuando llegué a casa, Alfonso aún dormitaba plácidamente tendido sobre la cama. Era extraño que siendo jueves no se hubiera levantado todavía. Cuando me aproximé a la cama vi un largo cabello de color rojizo olvidado sobre la almohada me confirmó que el canalla de mi marido había estado follando de nuevo con su secretaria. Le hubiera atizado con la lámpara de la mesita de noche, habría sido sencillo acabar con la vida de aquel desgraciado. Sin embargo, lo que tenía pensado hacer era aún mejor.
Estábamos a jueves y no tenía tiempo que perder, así que salí de inmediato al jardín para hablar con Alberto. Le imaginé subido en una escalera podando setos en alguna parte. Aquel muchacho era una alegría para la vista. La camiseta se ceñía con avidez a su cuerpo escultural. Realmente deseaba que el joven jardinero aceptase ayudarme, le estaría muy agradecida. De hecho, me moría de ganas de ser generosa con él…
― Alberto, ¿Podemos hablar?
̶― ¿Ahora?
̶― Sí, sólo será un momento.
El muchacho se acercó mirándome con sus hermosos ojos oscuros. Ambos llevábamos puesto nuestro uniforme de trabajo, evidentemente el suyo mucho más sucio y sudoroso que el mío.
― Vayamos al cobertizo ―dije.
― Pero… Señora, si su marido nos ve ―balbuceó nervioso.
― ¡Alberto, vamos al cobertizo! ―le ordené con firmeza.
El muchacho abrió la puerta y me invitó a pasar. Al entrar volví la cara y le sorprendí estudiando la parte trasera de mi uniforme. Al darse cuenta de que le había descubierto, Alberto se encogió de hombros. No lo había podido evitar, debía tener las hormonas por las nubes. Sin embargo, yo le cogí de la barbilla.
― Me halaga que me mires el culo ―confesé
― Señora, su marido está en la casa. ―dijo preocupado.
― Mi marido está durmiendo como un tronco ―le interrumpí― Ha estado follando con alguna de sus amigas, ¿verdad?
― Sí.
― Y ¿cómo estás tan seguro? ―quise saber.
― Mire ―dijo señalando nuestro coche― Anoche su marido aparcó a un lado para dejar sitio a otro coche.
Le miré con admiración tuve que reconocer la lógica de esa deducción. Tenía suerte de haber dado con un muchacho como él, con algo más que un físico magnífico.
― Alberto, sólo quiero hablar contigo. Necesito que me ayudes.
― ¿Ayudarla? ―preguntó sorprendido.
― Sí, quiero darle a Alfonso el castigo que se merece.
― ¿Castigo? ―preguntó confundido.
― Eso es ―afirmé tajante― Si haces lo que yo te diga, te recompensaré como es debido.
El chico me miró con la misma perplejidad que yo lo hice a mi compañera un par de días antes cuando ésta me sugirió vengarme antes del divorcio.
― Me gustaría ayudarla, señora, pero... ¿Qué es lo que quiere que haga? ―preguntó con recelo.
Yo confiaba en que Alberto aceptaría de mil amores en cuanto supiese cual sería su papel dentro de mi plan, así que se lo dije sin pestañear.
̶― Follarme.
― ¡Señora…! ―dijo sobresaltado, el muchacho dio un paso atrás. Quizá fui demasiado brusca. Soy de pueblo, que le vamos a hacer. Lo que estaba claro era que el ingenuo muchacho no esperaba ese tipo de proposición, ni tampoco la frialdad con la que yo la había formulado.
― Alberto, será sólo un vez ―me apresuré a decir.
― Pero, señora, eso…
― ¡Deja de llamarme “señora”! ―le interrumpí bruscamente antes de que se negara― A mí, el que me la hace, me la paga. ¡Te enteras!
Alberto se quedó sobrecogido, así que para avanzar de algún modo, decidí explicarle mi plan allí mismo. Necesitaba convencerle, yo le quería a él, y no escatimé en detalles para lograrlo. Tal y como se lo conté resultaba sencillo. Todo estaba previsto y Alfonso no se atrevería a tomar represalias contra ninguno de los dos, puesto que teníamos su vídeo follando con Charo que también estaba casada. Una vez todo hubiese acabado, Alberto desaparecería para siempre con una jugosa cantidad en el bolsillo y una agradable sensación en sus genitales... El muchacho escuchó atónito, le costaba creer que una mujer educada y sensata fuese capaz de un acto tan desalmado. Él era demasiado joven e ingenuo todavía.
Por último, le expliqué al muchacho que al día siguiente sería nuestro aniversario de boda, razón por la cual tendríamos que dejar todo dispuesto y aclarado ese mismo día. No se me ocurría otra fecha más idónea para llevar a cabo mi venganza. Cuando terminé de hablar el muchacho se tapó la cara con las manos tratando de digerir mis palabras.
̶― Lorena, no puede pedirme eso ―dijo en tono de súplica.
― No le haremos nada. Las cámaras grabarán como me permite que le ate a la cama ―intenté quitar hierro al asunto.
― Sí, pero luego se pondrá furioso, tendremos que amordazarlo.
― Alberto, pienso enseñarle los vídeos de sus orgías ―dije con rotundidad― Alfonso es listo, sabrá que podríamos arruinarle la vida.
― No sé…
Nuestra discusión se iba alargando y no lograba que el muchacho aceptase. Si aquello seguía así, mi venganza se frustraría. De modo que tuve que subir mi apuesta.
― Alberto, además de follarme te pagaré, ¿qué más quieres?
― Señora, lo que me está pidiendo es muy peligroso ―por fin el muchacho empezó a regatear.
Le apreté un poco más.
― No quieres acostarte conmigo. Es eso, ¿verdad? ―pregunté fingiéndome dolida.
― ¡Claro que me gustaría acostarme con usted! ―desmintió contrariado.
Yo sabía que el muchacho me había visto desnuda y quería creer que él también me deseaba, aunque yo fuera veinte años mayor que él. La tensión se palpaba en el ambiente, era hora de jugar mi última carta.
Comencé a desabotonar mi camisa ante la atónita mirada de Alberto. A continuación cogí sus manos y le animé a tocar mis senos. Yo siempre tuve un buen par de tetas y además había sido madre, de modo que sus manos casi se le quedaban pequeñas.
Había logrado distraer a Alberto fácilmente y, sin perder tiempo, aproveché el factor sorpresa para atacar su entrepierna. Lo que toqué auguraba tiempos difíciles para mí. De que quise darme cuenta ya nos estábamos comiéndonos la boca. El chico besaba con pasión mis ardientes labios. Después de haberme visto desnuda en su táblet, por fin era suya.
Yo también le deseaba, pero ante todo necesitaba persuadirle. Necesitaba que me ayudara a vengarme del cretino con el que estaba casada, así que actué como una mujer sin escrúpulos. ¿Qué otra cosa podía hacer? No había tiempo.
Me puse en cuclillas decidida a conseguir lo que quería: su ayuda y su polla. El bulto de su pantalón me sorprendió tanto que no pude evitar mirarle impresionada. Luego, cuando le bajé la cremallera y se la saqué mis sospechas se confirmaron. ¡Menuda polla! La tercera que veía en mi vida y sin duda la de mayor grosor. Un cilindro curvado hacia arriba con la altivez propia de la juventud. Cuando la agarré, mi pulgar no llegaba a tocar al resto de mis dedos. Recuerdo que tuve que abrir mucho la boca.
¡CHUPS! ¡CHUPS! ¡CHUPS! ¡CHUPS!
― No te imaginas las ganas que tenía de comértela ―me sinceré.
En seguida comprendí que aquello no iba a ser fácil. Su miembro era demasiado gordo, solamente tenerlo en la boca ya resultaba angustioso. Alberto se regocijaba ante mis torpes maniobras. Aún así, me tragué aquel pepino cuanto pude y luego lo fui sacando lentamente para que el muchacho lo viera salir entre mis labios. Repetí esta travesura varias veces, intentando tragar cada vez más.
― ¿Me viste masturbarme? ―pregunté.
― Sí ―suspiró.
― Pensaba en ti ―dije mordiéndome el labio inferior de pura lujuria.
Abrí la boca y comencé un cadencioso vaivén.
¡CHUPS! ¡CHUPS! ¡CHUPS! ¡CHUPS!
Yo siempre me había considerado una virtuosa de la felación, pero estaba ante un auténtico reto. Aquel pollón ponía a prueba mi mandíbula, pero llevaba tantos días de abstinencia que me embriagué alborotadamente. Interpreté un auténtico recital de lametones, succiones, juegos con la punta de la lengua, incluso con los dientes. El pelo se me iba a la cara, pero ya no podía parar.
― ¡Señora Lorena! ―exclamó Alberto cuando le saqué los testículos y empecé a lamerlos. El ingenuo muchacho no podía creer que una mujer de mi edad pudiera ser tan golfa y apasionada.
¡SLUPS! ¡SLUPS! ¡SLUPS! ¡SLUPS!
En un arrebato, el jardinero me agarró la cabeza con ambas manos y empujó su pelvis hacia delante, forzándome con saña. Mi marido solía hacer lo mismo.
― ¡MIRAMÉ! ―exigió el muchacho al tiempo que aplastaba mi campanilla con su glande. No tuve más remedio que respirar por la nariz para hacer llegar algo de aire a mis pulmones.
Entonces comenzó a follarme la boca. No a lo bruto como solía hacer Alfonso, si no con mesura y buenos modales. Tratándome con el respeto que merece cualquier mujer que ofrece generosamente su boca para que su amante goce metiéndole la polla. De esa delicada manera, Alberto disfrutaba sin prisa del privilegio de ver su polla entrar y salir de la boca de una mujer. Hasta que de pronto la saco dejándola erguida delante de mis narices.
― ¿Te gusta mi polla? ―preguntó con gesto serio.
― Mucho.
― ¿No crees que es demasiado gorda?
Percibí un atisbo de inseguridad en aquella pregunta. Seguramente el tamaño de su miembro le había causado problemas con las chicas.
― No, tienes una polla perfecta.
Empecé a mamarle la verga nuevamente. Casi no me cogía en la boca, pero yo estaba decidida a demostrar a Alberto que hacía tiempo que había dejado de ser una muchacha melindrosa y asustadiza.
¡CHUPS! ¡CHUPS! ¡CHUPS! ¡CHUPS!
Unas veces se la chupaba con brío y otras la lamía a conciencia. Adentro y afuera, adentro y afuera...
― ¿Te gusta así? ―le pregunté al muchacho con la barbilla cubierta de babas.
― ¡UFFF! ―suspiró por respuesta.
― Entonces… ―ronroneé― ¿Me follarás mañana?
― Claro que lo haré―respondió de inmediato.
― Júralo ―exigí.
― Ya te he dado mi palabra ―sentenció severamente.
― Pues ahora… dame tu semen.
Me encanta ver a los hombres cuando están a punto de eyacular, tan desesperados e indefensos que parecen niños. Tanto me excité que empecé a acariciarme. Tener una buena polla en la boca es algo súper morboso para cualquier mujer, tenga la edad que tenga.
¡CHUPS! ¡CHUPS! ¡CHUPS! ¡CHUPS!
― Ahora sí que no entiendo a tu marido ―dijo el muchacho viendo como me afanaba en sacarle brillo a su miembro viril.
Al oírle nombrar al cabrón de Alfonso aún me entraron más ganas de chupársela. Inicié un vaivén tan frenético que el muchacho no lo pudo soportar.
¡OOOOOOOOOH! ―bramó estrepitosamente.
Cuando el sabor a esperma estimuló mis papilas gustativas sonreí recordando aquello que mi madre solía decir: “¡Hija, come, que el desayuno es la comida más importante del día!”.
― Hacía tiempo que no desayunaba tan bien ―dije con picardía después de tragarme su semen.
― Eres muy glotona ―me reprendió él al ver como escurría su uretra para extraer hasta la última gota.
― Sí, y pronto no tendré marido… ―respondí con malicia antes de volver a chupar aquel miembro ya derrotado.
Sin embargo, cuando unos minutos más tarde pasé a casa y vi a mi esposo ojeando las noticias en su móvil, los nervios se apoderaron de mí. Todavía tenía un intenso regusto a semen en mi boca y me invadió el temor a ser descubierta. Entonces, recordé como él me había puesto los cuernos con dos mujeres a la vez y le di un sabroso morreo con lengua y todo…
― ¡Guau, que contenta te veo!
― Sí ―dije aguantándome la risa― Es que este viernes es nuestro aniversario.
― ¡Ah, claro!
― ¿Te gustaría que cenásemos en casa los dos solos? Hace mucho que las chicas no se quedan a dormir en casa de la abuela ―y poniéndome melosa añadí― Una cena romántica, con velas, música suave y un postre caliente…
― Sabes que estoy muy liado ―respondió intentando excusarse.
― Y, ¿no vas a cenar?
Al final, mi marido accedió a celebrar nuestro aniversario de bodas con una cena romántica y yo, entusiasmada, se lo agradecí compartiendo de nuevo con él el semen de nuestro jardinero.
Después de haber convencido a mi marido, el segundo paso de mi plan estaba dado. Sin embargo, una repentina y truculenta idea comenzó a bullir en mi cabeza…
 
 
CONTINUARÁ

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