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Mujer casada vale por dos (hombres)

 Eran nuestras primeras vacaciones sin niños y decidimos volver a Ibiza. Ya habíamos estado en un par de ocasiones tiempo atrás. Nos encantaba la isla, su luz, sus contrastes, la tranquilidad de los pueblos del interior y la magia de la ciudad, el puerto y sus playas, sus maravillosas calas y la fiesta única en el mundo.
Habíamos quedado con unos amigos, Alberto y Belén que llegarían unos días más tarde, por lo que alquilamos un apartamento para los cuatro cerca de la playa.
Pasamos los primeros cuatro días disfrutando en solitario del mar, del sol y de la naturaleza en todo su esplendor.  Dimos largos paseos por el puerto antiguo, cenamos en románticos restaurantes y por supuesto, fuimos a bailar a Pacha. Una receta perfecta para elaborar unas intensas sesiones de sexo, desde el más tranquilo y sensual, al más loco y desenfrenado.
Por las mañanas, después de un buen desayuno en la terraza, solíamos ir a pasear y hacer compras por el casco viejo de la ciudad, y después, sobre la una del mediodía íbamos a Es Cavallet, una playa pequeña y tranquila.
Siempre me ha parecido de lo más excitante exhibir mis encantos en la playa, y al no ir acompañados no desperdicié la oportunidad de hacer toples y ponerme un tanguita súper sexy. El hecho de estar casi desnuda en la playa, a la vista de todos los hombres, hacía que mi temperatura se disparase. No hay nada como salir del agua y sentir que observan de reojo mis pezones de punta, o jugar al tenis playa y que se queden hipnotizados por el modo en que se bambolean mis grandes pechos.
 Estaban siendo unas vacaciones maravillosas, con esa magia especial que tiene la isla de Ibiza, con todos los detalles que embotan tus sentidos desde el momento en que pones pie en ella.
 Al quinto día fuimos hasta San Antonio, pues llegaba el ferri donde venían nuestros amigos Alberto y Belén. La sorpresa fue cuando vimos aparecer a Alberto en su moto, venía sólo. Nos contó que a Belén le habían anulado las vacaciones a última hora y que no llegaría hasta el sábado.
La verdad es que no me hizo ninguna gracia, pues supuse que estando los dos amigos juntos se pondrían en plan “colegas” y yo me aburriría como un pez en un acuario. En fin, no me quedaba otra que intentar pasarlo lo mejor posible hasta que llegase mi amiga Belén.
Fuimos al apartamento para que Alberto dejase sus cosas y después al casco viejo de Ibiza a tomar una caña. Yo me quería comprar un vestido que ya había visto en una boutique, así que me despedí y les dejé a sus anchas.
Caminé con decisión por las estrechas calles del casco viejo, hasta llegar a la boutique. Yo hubiese preferido que mi marido me hubiese acompañado. Estaba tan enojada que decidí comprarme dos vestidos, el que tenía pensado y otro mucho más sexy para poner celoso a mi maridito. Era de tirantes, bastante corto, tenía unas grandes flores color fucsia en un costado, y era de marca. Además, como los tirantes se podían anudar al gusto, si los tensabas suficiente casi se me veía el culo.
Cuando regresé, ya iban por la tercera cerveza y ninguno de ellos mostró el más mínimo interés por el contenido de mi bolsa.
Después decidimos ir un rato a la playa. En expectativa de la llegada de mi amiga, yo había guardado mi bikini tanga en un cajón. Sin embargo, a última hora cambié de idea y me puse ese modelito.
 Ya en la playa nos tumbamos sobre nuestras toallas, yo inicialmente boca abajo, pues me daba un poco de corte que Alberto me viera las tetas. Con todo, pude constatar que le echaba buenas ojeadas a mi trasero.
Al cabo de un buen rato me decidí a darme la vuelta. La expresión de Alberto al verme las tetas fue tan elocuente que tuve que esforzarme para evitar reírme de él. Permanecí boca arriba aun siendo consciente de que el marido de Belén se cogería un buen calentón. Yo ya no era ninguna cría, era muy difícil que me sonrojara y pasaba del qué dirán.
Después de un buen rato ya no aguantaba más aquel calor, así que les dije que me iba a dar un baño. Los dos se apuntaron y nos metimos en el Mediterráneo hasta la cintura. El gracioso de mi marido empezó a salpicarnos agua y cuando le respondí con la misma moneda se lanzó nadando a por mí, seguramente con intención de hacerme una ahogadilla. Yo fui más rápida y logré refugiarme detrás de Alberto. Aun así, Alfon intentó agarrarme. Sin embargo, yo me movía a un lado y al otro detrás de Alberto, quien en todo momento permaneció neutral, y muy a gusto con el roce de mis tetas en su espalda. Aunque aquello formaba parte de juego la verdad es que yo me restregaba más de lo necesario. Lo que ninguno esperábamos fue lo que ocurrió después. Mi marido acabó agarrándome y empezó a forcejear conmigo para meterme bajo el agua, entonces yo me agarré al bañador de Alberto y al tirar de éste su polla saltó fuera a la vista de todos.
La visión del miembro de Alberto hizo que me quedase perpleja y Alfon aprovechó mi pasmo para capuzarme dentro del agua sin pensárselo dos veces.
Aunque Alberto se guardó la polla inmediatamente, yo había tenido tiempo de echarle un buen vistazo. “¡Qué calladito se lo tenía la zorra de Belén!” pensé hinchándome a reír.
Seguimos jugando como si fuésemos unos críos. Yo me subía en sus hombros y trataba de aguantar el mayor tiempo posible en el aire. Finalmente, ellos decidieron ir nadando hasta la boya se seguridad y yo opté por salir a tomar el sol un poco más antes de que fuese la hora de comer.
No tardé en empezar a ponerme caliente, pero no por el tórrido sol de verano si no porque no pude evitar pensar en el buen tamaño de la polla del amigo de mi marido. “¡UUUF!”. La verdad es que mi amiga Belén había tenido suerte. Cuando íbamos al instituto Alberto era el típico buenorro que nos gustaba a todas. Tuvo rollos con dos o tres chicas, pero en aquella época era muy inmaduro y no aguantó mucho con ninguna de ellas. Años después, Belén se lo encontró en un gimnasio, quedaron de cañas y desde entonces llevaban casi dos años juntos.
Cuando regresaron mi marido propuso ir a comer a un chiringuito, así que nos pusimos las camisetas y nos dirigimos hacia allí. Comimos riquísimo: una ensalada muy fresca y ligera, y después una parrillada de pescado a la plancha que estaba para chuparse los dedos. Todo eso regado con una sangría muy fresquita y dulce que entraba sin enterarte, y más con el calor que hacía. Después del café estuvimos un buen rato de tertulia frente al mar. Nos pedimos unos refrescantes mojitos que una jovencísima camarera nos preparó de forma insuperable.
Aunque se estaba genial bajo el toldo del chiringuito, llegó el momento de regresar a la arena. De primeras me costó mantener el equilibrio. Entre la sangría y el mojito, tanto alcohol se me había subido a la cabeza.
Me tumbé al sol medio amodorrada. Como era lógico, a esas horas estaba cayendo un sol de justicia y al poco sentí que me estaba abrasando. Sin embargo, cuando fui a pedirle a mi marido que me pusiera crema en la espalda vi que ya se había dormido. Le eché a Alfon mi pareo para que no se quemara y entonces volteé la cabeza para ver si Alberto también se había dormido, pero no, estaba mirándome.
― ¿Me echas crema? ―le pedí.
Alberto tomó el bote de protector y se puso de rodillas junto a mí. Comenzó a aplicar la crema por mis hombros, aunque la verdad es que lo hacía tan despacio y con tanta suavidad que más parecía que me estuviese acariciando. Alberto fue moviendo su mano en círculos por mi espalda, bajando poco a poco.
― ¿Te pongo en el culo? ―preguntó.
― Eeeh… Sí, claro. Si no te importa…
Alberto vertió protector solar en sus manos y lo restregó sobre mis nalgas desnudas. Si mi espalda la había masajeado con delicadeza, en mi culo probé en cambio la fuerza de sus grandes manos. Alberto estrujó mi hermoso trasero con rudeza, aunque a decir verdad me encantó. Me dejó el culo relajadísimo.  Después bajó a mis pies y comenzó a subir. Me sentía en la gloria, me encanta que me masajeen los pies. Alberto continuó friccionando con ímpetu los músculos de la parte de atrás de mis piernas y muslos como un auténtico experto.
― ¡UMMM! ―gemí extasiada.
Cuando Alberto llegó de nuevo a mi trasero pensé decirle que se cortase un poco, lo juro. Sin embargo me sentía tan, tan bien que me estuve calladita mientras él se despachaba a gusto.
Hasta ese momento no me importó que Alfonso estuviese allí delante, Alberto solamente me estaba restregando protector solar. Sin embargo, en seguida fue evidente que su amigo me estaba metiendo mano mientras mi marido dormía a nuestro lado y, empecé a excitarme.
― ¡UMMM! ―sollocé removiéndome sobre la toalla.
En esas estaba cuando noté que Alberto tocó la tela del tanga que cubría los palpitantes labios de mi sexo. Como en seguida subió hacia arriba no le di importancia, permanecí inmóvil como si nada hubiese pasado.
Luego Alberto se situó a mis pies, pero yo no miré siquiera. Sus manos tomaron de nuevo uno de mis pies y volvieron a masajearlo de forma exquisita.  Después pasó a mis tobillos otra vez y comenzó a repetir la maniobra con más energía, recorriendo mis pantorrillas, luego los muslos y por último los cachetes de mi culo. Luego fue estrujando toda mi espalda hasta llegar a las cervicales.
Hacía tiempo que Alfon no me daba un majase, pero la verdad es que mi marido no tenía ni de lejos tanta habilidad como su amigo. Me sentía aturdida. Creí que Alberto había terminado, cuando de pronto noté como masajeó nuevamente mi sexo sin ningún disimulo.
― Ahora sí ―le oí decir en voz baja.
Comprendí que lo de antes no había sido un descuido, Alberto me había tocado el bañador para comprobar si estaba mojada. No me podía creer lo que estabamos haciendo. Lo más bochornoso fue que, involuntariamente, separé un poco las piernas. Mi cuerpo deseaba averiguar hasta dónde éramos capaces de llegar.
Evidentemente, él interpretó mi atrevimiento como una aprobación implícita y siguió tocándome sin cortarse ni un pelo. Después, hizo a un lado la empapada tela de mi bikini y empezó a mojar sus dedos entre los pringosos labios de mi sexo.
― ¡Aaagh!
Traté de silenciar mi placer cuando Alberto rozó mi clítoris, pero no pude. Tuve que morderme la mano para no volver a gemir. Estaba totalmente encendida, mi sexo debía parecer un manantial, y lo peor es que Alberto iba cada vez a más. Metió con cuidado dos dedos en mi coño y empezó a follarme con ellos.
A pesar de que estábamos en un lugar público, yo tenía los ojos cerrados y para mí no existía nada más que un inmensísimo caudal de placer.
Entonces volteé mi cabeza. No pude aguantarme, metí con disimulo una mano por la pernera de sus bermudas y le agarré la polla. El muy cabrón la tenía durísima, y se la empecé a menear con fuertes sacudidas.
Alberto me hizo perder el control. Empecé a moverme buscando sus dedos y, de repente, sentí mi vientre ponerse duro y mi culo empezó a sacudirse por el placer que recorría ya todo mi ser. Tuve un orgasmo alucinante.
Después, permanecí quieta, suspendida en mi nube de alcohol y placer.
Alberto se tumbó a mi lado y me preguntó “¿Qué tal?”
― Aaaaaah ―un casi inaudible lamento fue todo lo que conseguí pronunciar.
Alberto me dio un beso en la mejilla y se fue al agua…
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Desperté casi una hora después, aunque estaba tan aturdida como si hubiese dormido un día entero. No había rastro de los chicos. Estaba sola, pero en el móvil tenía un mensaje de Alfon avisándome de que había ido a pasear por la playa. Me di media vuelta y, apoyada sobre los codos, permanecí mirando al mar. Los niños hacían castillos y fosos en la orilla, los mayores se bañaban.
No podía dar crédito a lo sucedido. Hasta entonces nunca había sido infiel a Alfonso. Cierto es que en alguna ocasión había coqueteado con un amigo del gimnasio, pero nunca había ido más allá. Aquello no podía ser real, aquella golfa no podía ser yo.
Me zambullí en el mar. Bajo el agua escapas del mundo dejando tu vida atrás. Aguanté la respiración sintiendo como las olas zarandeaban mi vida. La magia de Ibiza me había poseído. Estaba en un sueño y podía hacer lo que quisiera.
Cuando salí del agua oí un silbido y al levantar la vista les vi saludando a lo lejos. Alfonso y Alberto eran altos y guapos, pero cada uno a su manera. No se parecían en nada. Mientras que mi marido tenía la tez pálida, Alberto era tan moreno de piel que parecía mulato. Mientras que Alfon tenía el pelo castaño y barba, Alberto iba siempre casi rapado y perfectamente afeitado. Mientras que el marido de Belén era sargento de la Guardia Civil y mantenía un cuerpazo de infarto, mi esposo era informático y había cogido unos kilitos. Sin embargo, al verles juntos, uno resaltaba los encantos del otro. Alfon, el marinero noruego, y Alberto, el soldado turco.
Fuimos al apartamento a deshacernos del salitre del mar y arreglarnos para salir. Ibiza era nuestra.
Fui la primera en ducharse. Cuando acabé salí del baño con la toalla alrededor de la cintura. Pasé por delante de ellos con las tetas al aire, caminando con total naturalidad. Me puse a desenredarme el pelo en la terraza. La puesta de sol salpicó el atardecer de rojos y rosas. Intuía que iba a pasarlo genial.
Alfon pasó a ducharse después de mí, y Alberto aprovechó para darme crema sobre los hombros sin que yo se lo pidiera. La verdad es que me hacía falta, me había quemado un poco al dormirme al sol. Aún no me explico por qué permanecí impasible sin decir nada, pero el caso es que dejé que Alberto me mimara de nuevo.
Cuando estaba pintándome en nuestro dormitorio Alfon entró con un par de cervezas y me preguntó si quería una. Le dije que estaba a medio y se salió a la terraza diciendo que “las dos para él”. Entonces oí que Alberto había salía de la ducha y pensé traviesa: “Los dos para mí”.
Me puse uno de los vestidos que me había comprado, el más corto. Me quedaba espectacular. “Demasiado corto”, pensé, y aflojé los nudos de los hombros para que bajara la falda, lo cual obviamente hizo bajar también el escote. Me miré al espejo y me encontré magnifica. Siempre había tenido un buen par de tetas, para que lo voy a negar.
Salí a la terraza para ver qué opinaban los chicos. Los dos se quedaron con cara de pasmados.
― Guapísima ―dijo Alberto finalmente.
― Pero… Ese no es el que vimos el otro día ―protestó mi marido.
― No, ese está en el armario ―dije sonriendo― Como no me has acompañado, no he podido decidir con cual me quedaba, ¡capullo!
 ― ¡Ja!  ¡Ja!  ¡Ja!  ―se echó a reír Alberto, y dirigiéndose a mi marido dijo algo así como: “Mas te vale estar pendiente esta noche si no quieres que te la roben”.
Fuimos a cenar al restaurante del club náutico. Mi marido había visto en Google que en ese establecimiento tenías garantizada una velada muy agradable y elegante a un precio bastante contenido para lo que es la isla. En efecto, nos divertimos charlando y riendo. Comimos de maravilla, y eso que nos arriesgamos a probar cosas nuevas. Las copas parecían vaciarse solas, ya que teníamos la botella en una cubitera y el vino blanco estaba súper fresquito.
La entrada en el restaurante había sido de película, los hombres me habían mirado con avidez y las mujeres con envidia.  Mis acompañantes parecían salidos de un desfile de Dolce & Gabanna, a cual más arrebatador.
Tanto Alfon como Alberto miraban mi escote de forma furtiva. La tela de aquel exclusivo vestidito era tan liviana que parecía que fuese desnuda. Parecía como si el tejido me estuviese acariciando, generándome cierto grado de excitación y provocando que mis pezones se distinguieran a la perfección.
Después de la divertida tertulia decidimos que era hora de bailar, por lo que nos dirigimos a Pachá, una de las discotecas de moda.
En la cola de entrada me percaté de que algunos hombres admiraban mis encantos con escaso disimulo, y eso a pesar de ir acompañada. Yo continuaba avanzando sin darle importancia, y una vez dentro fuimos a pedir nuestras copas.
El local estaba muy animado, ya que había buena música y mucha gente. Eso sí, todos iban impecablemente vestidos, tanto ellas como ellos. Había una fiesta brutal.
Después de acabar esa primera copa meneándonos junto a la barra, les propuse ir a bailar de verdad. Sin embargo ambos eran bastante sosos y no quisieron arriesgarse a hacer el ridículo. Sin pensármelo dos veces me fui sola a la pista de baile donde danzaba toda una congregación de fanáticos de la diversión. Me situé cerca de donde estaban ellos para tenerlos controlados y por qué no decirlo, para provocarles. Quería que Alfon y Alberto estuviesen pendientes sólo de mí.
Entre la buena música, el alcohol y las miradas de los hombres empecé a bailar de forma cada vez más sensual, moviendo mi cuerpo como una serpiente y atrayendo aún más las miradas de todos a mi alrededor.
En uno de esos contoneos, un tirante del vestido se deslizó de mi hombro y uno de mis pechos estuvo a punto de escapar de mi escote. Por fortuna, todo quedó en un desliz. Volví a colocarlo en su sitio como si no hubiese pasado nada. Sin embargo, aquello me había parecido súper sexy, así que hice deliberadamente que el tirante se volviera a caer. Alfon se percató de mi descaro y me miro con desaprobación.
Un hombre de unos treinta y cinco o cuarenta años empezó a bailar enfrente de mí. Yo seguí a lo mío como si tal cosa, pero claro, de vez en cuando le miraba y él sonreía. La verdad es que se movía con estilo, y cada vez más cerca.
Unos minutos después mi improvisada pareja de baile intento cogerme de la cintura mientras bailábamos. Comprendí que era momento de abandonar antes de que aquello fuese a más. Así pues, le dije “Ciao” y abandoné la pista de baile en dirección a la barra donde había dejado a los desabridos de Alfonso y Alberto.
Por lo alegres que estaban debían de ir ya por la tercera copa. De hecho, mi marido me dijo guasón que ya pensaba que me iba a marchar con aquel chico. Entonces me giré hacia la pista de baile para echarle otra ojeada al chico y, con una pizca de mala leche, le contesté a Alfon que me lo estaba pensando.
Los muchachos siguieron bebiendo y riéndose de tonterías, a causa ya del alcohol que llevaban encima. Alfon me había cogido por la cintura y se arrimaba mucho a mí como un perro que marca su territorio.
En un momento determinado, mi maridito bajó con un dedo el tirante de mi vestido. Éste paró a mitad del brazo, con lo que la tela quedó retenida prácticamente a la altura de mi pezón izquierdo. Yo sonreí y le dije que iba a hacer que Alberto me viese las tetas. Para mi asombro, él respondió que eso era precisamente lo que quería, que si me iba a liar con otro tío que eligiera al menos a alguien de confianza.
La verdad es que a mí me apetecía seguirle el juego, así que me giré y le pregunté a Alberto si le apetecía verme las tetas. Obviamente la respuesta del marido de Belén fue afirmativa y entonces, yo le invité con descaro a que bajara él mismo los tirantes de mi vestido. Alberto se quedó sorprendido y miró en seguida a Alfon, como pidiendo su aprobación, pero yo le hice saber de inmediato que mi marido ya no tenía nada que opinar. Era decisión suya.
Alberto cogió el tirante caído y lo volvió a colocar sobre mi hombro mirándome con galantería.
Ese jueguecito entre Alberto y yo había conseguido ponerme muy caliente. Me empezaron a entrar unas ganas tremendas de sexo, así que le dije a Alfonso que era momento de irse. Sorprendentemente, sólo le hizo falta mirar a Alberto un segundo para oponerse. “Es muy pronto”, dijo.
No me quedó otra alternativa que aproximarme a mi maridito y explicarle al oído que ya me había cansado de bailar y que, ahora, lo que me apetecía hacer era “otra cosa”. Acababa de ponerle delante un trocito de queso a modo de cebo y Alfonso accionó el resorte del cepo igual que un incauto ratoncillo.
Evidentemente, cogimos un taxi. Conforme íbamos de alcohol habría sido una estupidez volver a casa de otra forma. Alberto se sentó junto al conductor y Alfon y yo nos subimos atrás. Los malos pensamientos echaron a volar en mi cabecita y el deseo invadió mi cuerpo. Me giré un poco en el asiento y empecé a tocar desvergonzadamente la entrepierna de mi marido. La tenía durísima.
El taxi nos dejó en la puerta del bloque de apartamentos turísticos y una vez estuvimos dentro del ascensor, mi marido dejó al fin de aguantarse las ganas de meterme mano. A pesar de la presencia de Alberto, Alfon empezó a besarme en el cuello. Le dejé hacer mientras yo miraba a Alberto de forma provocativa. Entonces, mi maridito metió la mano bajo mi vestido y cuando me tocó entre las piernas jadeé de placer.
Aquello me puso a cien, si es que no lo estaba ya. Fue justo en ese momento cuando cogí la mano de Alberto y la puse sobre uno de mis pechos. En un primer momento, Alberto se quedó cortado. Sin embargo, vio en seguida que a mi marido no sólo no parecía importarle si no que se reía de su cara de sorpresa. Al final, Alberto se animó a bajarme un poco el escote y se agachó para chuparme el pezón.
― ¡Aaagh! ―gemí victoriosa al disfrutar de las atenciones de ambos hombres.
Para evitar malentendidos debo decir que, aunque mi marido no fuese celoso ni posesivo, yo solamente había tenido una relación extramatrimonial en nuestros quince años de casados. Además, Alfon estuvo al tanto del comienzo y final de aquel idilio pasajero. Con ello quiero aclarar dos cosas. La primera, es que no soy ninguna zorra ninfómana, y la segunda es que yo nunca engañaría a mi marido. Alfonso sabía que él era el hombre de mi vida, así que no se enfadó, ni le importó que yo tuviese un desliz. A pesar de todo y, aunque alguna vez habíamos bromeado acerca de invitar a otra persona a follar con nosotros, Alfonso y yo nunca habíamos llegado a hacer un trío, y sin buscarlo, ocurrió.
Alberto y yo seguimos besándonos apasionadamente en el rellano mientras que mi marido trataba de abrir la puerta. Cuando lo logró, nos informó de que tenía que ir al baño urgentemente y entró en el apartamento, dejando la puerta entornada.
Alberto continuó comiéndome la boca sin prisa. Lo hacía de maravilla. Sus grandes labios lograban que mi boca se abriera como una flor de verano.
― Vamos ―le indique separándome de él.
Cuando pasamos vimos que Alfonso se había sentado en uno de los sillones, y entonces hice que Alberto me siguiera al centro del salón. Tenía a mi marido delante de mí y su amigo detrás. Alberto me besaba en el cuello y la nuca, metiéndome mano por todas partes. Me las apañe para hacer caer mi vestido al suelo y con el pie se lo lancé a mi marido. Ya solamente llevaba puestas las braguitas y los zapatos de tacón.
Alfonso incluso se había servido una copa. Al parecer, mi maridito había decidido limitarse a observar cómo me enrollaba con otro hombre. Entre tanto, Alberto me había metido una mano debajo de las bragas. Se estaba mojando los dedos.
Aquel morenazo me estaba haciendo enloquecer y, como yo no quería correrme todavía, tuve que tomar cartas en el asunto. Me agaché para quitarme las bragas y ya me quedé cuclillas delante de Alberto. Los zapatos no me los quité. Con mis pringosas bragas en la mano, esperé a que Alberto se sacara la polla.
El guardia civil tenía la porra lista para lo que hiciera falta. Alberto alardeó de una forma muy graciosa. Empujaba su miembro hacia abajo y luego la soltaba para que saltase hacia arriba de golpe. Viéndole hacer esto no pude evitar mirar a mi marido. No debí hacerlo. Las comparaciones son odiosas, sobre todo si sales perdiendo.
Cuando me la metí en la boca me di cuenta de que, además de grande, Alberto tenía la polla dura como una roca. Me puse a mamársela con entusiasmo, gimiendo de puro deleite.
¡CHUPS!  ¡CHUPS!  ¡CHUPS!  ¡CHUPS!
Se me hacía la boca agua, y mi propia saliva hizo relumbrar su gran erección. La repasaba a lo largo con la lengua. Me tenía hechizada.
¡CHUPS!  ¡CHUPS!  ¡CHUPS!  ¡CHUPS!
Es difícil que una mujer casada pueda mamar otra polla que no sea la de su marido, y yo no iba a dejar escapar mi oportunidad. La estaba dejando tan resplandeciente de salva que pronto tuve que empezar a sorber y tragar. A pesar de ello, seguí chupando con fuerza la espléndida erección de Alberto. Arriba y abajo, arriba y abajo, estimulando aún más mis ya mis afanadas glándulas salivares, consciente de que mis exagerados movimientos hacían a Alberto ver las estrellas.
¡CHUPS!  ¡CHUPS!  ¡CHUPS!  ¡CHUPS!
― ¡JODER, MACHO!  ¡CÓMO LA CHUPA! ―le dijo Alberto a mi marido, alabando mi destreza.
― ¿Qué te había dicho? ―respondió él.
“¡Será garrulo!” ―pensé indignada mirando a mi esposo― “¡Mira que ir contando eso por ahí!”
Enfadada, agarré aquel pollón con una mano a continuación de la otra y me puse a menearlo mientras miraba a mi marido. Quería humillarle, que supiera el tamaño de la polla de su amigo, fastidiarle por ir contando por ahí cosas de mí.
¡SLUPS!  ¡SLUPS!  ¡SLUPS!  ¡SLUPS! 
Mortifiqué a Alfonso chupando los pesados testículos de su amigo. Su tamaño auguraba una abundante ración de esencia viril masculina.
― Promete que te correrás en mi boca ―le exigí a Alberto con voz sugerente.
― Por supuesto. Será un placer ―afirmó sarcástico.
Yo no tenía ni idea de qué le habría contado mi marido, pero por si acaso decidí hacer alarde de todas mis habilidades. Me empiné sobre los tacones de aguja para lograr el ángulo adecuado y, colocando su recio ariete en la entrada de mi garganta empecé a engullirlo como una serpiente.
― ¡OSTIA, TIO! ―exclamó Alberto al ver desaparecer su polla en mi boca.
― Lo ves. Es una víbora ―le avisó mi marido desde el sillón.
Mi salvajada hizo que Alberto perdiera los estribos y, agarrándome la cabeza con ambas manos, empezó a follarme la boca sin contemplaciones.
¡SLUPS!  ¡SLUPS!  ¡SLUPS!  ¡SLUPS! 
Aquello era una auténtica locura. Ahora era mi marido el que estaba encantado viendo como su amigo abusaba de mí.
― ¡Eso es! ―le espoleó― ¡Ya la has oído, quiere que te corras en su boca!
¡SLUPS!  ¡SLUPS!  ¡SLUPS!  ¡SLUPS! 
El duro miembro de Alberto entraba y salía entre mis labios a toda velocidad. Su brutalidad era tal que se me saltaron las lágrimas. Justo fue al pensar que el muy animal estaba arruinando mi sombra de ojos cuando noté el sabor a esperma.
― ¡AAAAAAAAAGH, DIOS! ―berreó como un animal.
¡UMMMMMM! ―musité yo.
Su pollón empezó a verter en mi boquita el esperma que yo tanto codiciaba. Aquel ardiente néctar era mi trofeo, el símbolo de mi victoria sobre aquel macho formidable.
Alberto se llevó las manos a la cara para ocultar su conmoción. En cambio, yo miré a mi esposo sin ninguna intención de ocultar mi orgullo de hembra. Exhausta, resoplaba por la nariz, pues tenía la boca llena de semen. Nuestros ojos escrutaron los pensamientos del otro durante unos instantes y entonces, sonreí de oreja a oreja para que mi esposo viera que me había tragado hasta la última gota.
Aún hubo más. Sí, me ensañé con Alfonso sin mesura. Escurrí con maña la uretra de Alberto y cuando una gotita blanquecina brotó de su polla la recogí con la punta de mi lengua.
― ¡Ummm! ―balbucí zalamera y, mirando ahora a Alberto, volví a succionar su miembro para asegurarme que no se desperdiciaba nada de nada.
― ¡Ya está bien! ―protestó mi esposo.
¡CLOK!
 A causa del vacío emití un cruel sonido cuando saqué la polla de Alberto de mi boca. Lo hice a propósito. Entonces mi alcé sobre mis tacones y miré a mi marido.
Alfonso seguía vestido. Estaba sentado y me miraba pendenciero a la vez que se meneaba la polla. No sabría decir que le apetecería más, si follarme o darme una buena ostia.
Caminé hacia él sensualmente, pero en lugar de detenerme le toqué en la mejilla con el dorso de mi mano izquierda y fui dando sin prisa una vuelta a su alrededor, como una tigresa que valora a su presa.
Una vez delante de mi marido me arrodillé a horcajadas sobre él. Entonces le agarré la polla, me incorporé poniéndole las tetas en la cara y despacito procedí a ensartarme su polla yo solita.
― ¡OOOGH! ―jadeamos a la par.
 Seguía caliente y dominada por la lujuria cuando empecé a cabalgar sobre mi esposo. Afortunadamente, la polla de mi mirado alivió el desasosiego de mi coñito de forma inmediata.
Mi marido acompañaba mis enérgicos movimientos sujetándome de las caderas cuando de pronto sentí a Alberto en mi espalda. Me había rozado con algo y al girarme vi que eran mis bragas. Llevaba también mis medias. El amigo de mi marido me tapó los ojos con mis braguitas, utilizando las medias para sujetarlas haciendo un nudo detrás de mi cabeza. Había cerrado los párpados antes de que Alberto me vendara los ojos, así que no veía absolutamente nada.
De pronto todo se volvió intensísimo. Uno de los dos me cogió las tetas empezó a amasarlas con sus fuertes manos.
― ¡AGH! ―gemí sorprendida.
Ambos hombres me tocaban y besaban por todas partes. El roce de sus manos hizo que se me erizara el vello de todo el cuerpo. Entonces, me cogieron de las axilas e hicieron que me pusiera de pié sin más explicación. Obviamente, la polla de mi marido se me escurrió entre las piernas. Aunque en un principio me quedé desolada, intuía que me iban a recompensar con creces por aquel disgusto.
Les oí cuchichear a un lado, oí una puerta abrirse y dejé de saber quién estaba conmigo y quién no. Se hizo un breve y denso silencio, yo sabía que uno de ellos estaba allí, mirándome.
Permanecí firme sobre mis tacones, incluso cuando empezó a jugar con mis pezones. De pronto, alguien me besaba en el cuello y alguien me comía la boca entrelazando su lengua con la mía. Uno me chupaba las tetas y otro lamía la piel de mi espalda. Separé ligeramente las piernas al suponer que uno de ellos deseaba comerme el coño. No me equivoqué ni un ápice.
― ¡OOOGH! ―gemí a pesar de todo.
 La lengua de ese conspirador comenzó a electrizar de nuevo mi entrepierna, y es que no hay como un hombre hambriento para poner cachonda a una mujer. Lo que sí me cogió por sorpresa fue que uno de ellos separase mis nalgas e intentase meterme la lengua en el culo.
Yo estaba sola y ellos eran dos, así que tenía claro que aquella noche mi culo no iba a salir de rositas si no muy abierto. Mi desconcierto se debió únicamente a la poca o nula delicadeza del sujeto que comenzó a jugar con mi ano.
― ¡AAAAAAAAAGH! ―sollocé sin poder acallar el placer que me brindaban sus boquitas en ambos orificiós.
Así continuaron comiéndome por delante y por detrás hasta hacerme perder la consciencia. Mi orgasmo fue tan brutal que habría perdido el equilibrio si ellos no me hubieran sujetado. Mi vientre se contraía con cada espasmo de mi sexo, del mismo modo que mi esfínter estrujó los dedos que uno de ellos había introducido en mi retaguardia. Mi cabeza se nubló por completo y me sumergí en un intensísimo orgasmo como nunca antes había sentido.
¡OOOOOOOOOGH! ―jadeé como una perra.
Permanecí un rato abrazada a Alberto mientras me recuperaba. A pesar de que mis ojos seguían vendados, la anchura de sus hombros y su corpulencia no dejaban lugar a dudas de que era él.
Una vez que me hube calmado, Alberto me guió hasta el sillón y me dijo como colocarme. Me dijo que me subiera de rodillas sobre el mullido cojín y me pidió amablemente que reclinara mi torso sobre el respaldo del sillón. En esa postura mi retaguardia quedada indefensa por completo. Yo deseaba sus pollas y a cambio les ofrecí mi cuerpo para que hicieran conmigo lo que quisieran.
No sé con seguridad quién fue el primero en lanzarse al ruedo. Me daba lo mismo, pues les deseaba por igual. Lo que si me preocupó fue sentir su polla encajarse entre mis nalgas. Me hubiera gustado pedirle que lo hiciera con cuidado, pero no me dio tiempo. De una enérgica estocada me la clavó en el culo.
― ¡AAAAAAAAAAAAY! ―chillé espantada.
Aquel lamento no hizo meya alguna en mi agresor, ya que comenzó de inmediato a darme unas embestidas tremendas.
¡CLACK!  ¡CLACK!  ¡CLACK! 
 En seguida comprendí que, fuera quien fuera, se había lubricado la polla. Entraba y salía de mi culo con inquietante facilidad.
Por suerte, yo estaba más que acostumbrada al sexo anal. Mi marido nunca se ha andado con contemplaciones a la hora de follar. De hecho, una de las extravagancias de Alfonso que me sacaban de quicio era que le encantaba darme por el culo vestida de novia. Aún así, las arremetidas contra mi trasero eran tan fuertes que me empecé a sentir mareada.
¡CLACK!  ¡CLACK!  ¡CLACK! 
De pronto, sentí como tocaban mi sexo y empecé a jadear como poseída. Aquella incongruencia era perturbadora. Al mismo tiempo que uno de mis amantes me reventaba el culo a pollazos, los atentos y hábiles dedos del otro comenzaron a estimular delicadamente mi clítoris.
¡CLACK!  ¡CLACK!  ¡CLACK! 
Mi mente estaba en otra dimensión. Me había dejado arrastrar por una especie de locura sexual y me retorcía de placer. Mi amante desconocido continuó jodiéndome hasta que, al cabo de cierto tiempo, sentí en mi interior los espasmos de su polla y su caliente esperma derramarse en mi interior.
Al momento, el otro pidió el turno con prisas y poniéndose detrás de mí comenzó a acariciarme la espalda a la vez que fue metiendo su polla en mi sexo. Me sentí como una yegua después de un par de semanas sin salir del establo. Deseaba que me cabalgaran.
― ¡TOMA!  ¡TOMA! ―bramó mi nuevo ginete.
No recuerdo cuantas veces lo hice con cada uno de ellos. Después de que ambos me montasen como a una yegua fui yo la que cabalgué sobre ellos. Acabé completamente extenuada y con todos mis orificios escocidos. Era una sensación placentera a la vez que deplorable. Tenía semen por todas partes.
Cuando al fin me quitaron la venda de los ojos y me devolvieron mis bragas, se las colgué de la polla al marido de Belén, como si fuera un collar de guirnaldas. Alberto se rió y me besó alegré. Tenía la polla entumecida, pero me bastó mirarle a los ojos para saber que la cosa no había acabado.
El amigo de mi marido me tomó de la cintura e hizo que me pusiese de nuevo de rodillas en el sillón, con el culo en pompa, y vi con estupor cómo cogía el bote de gel lubricante.
Entonces, Alfonso se aproximó a Alberto con intención de interceder a mi favor, o eso creía yo. Sin embargo, el cornudo de mi marido le dijo: “No seas bestia, ¿eh?”.
― Tranquilo tío, descuida ―contestó Alberto restregándose el lubricante en la polla.
― “Pásalo bien, cariño” ―se despidió sin más abandonándome a mi suerte con aquel moreno semental.
Si alguien me hubiera dicho que tendría una sesión de sexo como aquella pasados los cuarenta años, habría pensado que pretendía burlarse de mí. Sin embargo, al día siguiente estuve en la cama hasta las doce. Las piernas aún me temblaban cuando me levanté, y a causa del picor en mis partes íntimas ni siquiera podía caminar con normalidad.
En efecto, iba a necesitar tiempo para recuperarme. Aún así, me gustó tanto aquella primera vez con dos hombres que pronto empecé a pensar quién podría ser nuestro próximo invitado...
FIN

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