-Álex, cariño, vete a la calle Lontano y en el "Tattoo-shop" entrégale esta cantidad al encargado, que ayer no me llegó el dinero que llevaba.
-¿Te has hecho un tatuaje, mamá? -pregunté.
-Iba a hacérmelo, pero al final el encargado me animó a colocarme un piercing.
Le miré con detenimiento las orejas, las fosas nasales, los labios, las cejas. Allí no había nada.
-¿Y dónde lo has puesto? -inquirí intrigado.
-Es una sorpresa para tu padre. A ti no te va ni te viene la cuestión -me despachó al tiempo que me entregaba el dinero.
"Esta cabeza loca fue capaz de ponérselo en el ombligo como una quinceañera", iba cavilando mientras me dirigía a la tienda que me indicó, a un par de cuadras de mi casa.
-Buenos días -dije al hombre que me atendió: un tipo alto y moreno por el sol, de unos cuarenta años, tatuado de pies a cabeza y con el cabello recogido en rastas-. Vengo a pagarle la deuda de una clienta que ayer por la tarde se colocó un piercing.
-Hola -respondió sin dejar de ordenar un surtido de anillos y pendientes-. ¿Vienes de parte de la guarrilla a la que le puse un clitoriano?
-¿Un clitoriano? -repuse.
-Sí, un piercing en el clítoris. -respondió-. ¿Eres algo de ella?
-El hijo de una vecina -mentí.
-¡Menudo putón tenéis como vecina, chaval!
-No sé a qué se refiere -respondí desconcertado.
-A esa te la follas cuando quieras. Venía a tatuarse un kanjis japonés en el brazo y bastó decirle que le quedaría muy bien un piercing en el coño para que no lo dudase dos veces.
El hombre tenía ganas de charla y los clientes escaseaban. Con todo lujo de detalles me contó cómo le rasuró la panocha, dejándole solo una mata de vello púbico tipo brasileiro, y cómo ella se dejaba hacer y se abría cada vez más mostrando una sonrosada raja húmeda y golosa.
-Como noté que estaba más caliente que una perra le conté una milonga: Que era preciso relajar los labios mayores para que la perforación fuese menos dolorosa y la cicatrización en vez de dos meses durase menos, de manera que empecé a pajearla y meterle los dedos dentro de la vagina. La dedada la puso a mil. Al poco, estaba más mojada que una vaca.
-"A mí lo que me gustaría, decía jadeante la zorra, es un piercing en el clítoris". Así que no dudé en lamerle con la puntita de la lengua ese botón del placer diciéndole que así evitaríamos la anestesia, y la mujer pasó a suplicarme que la follase convenientemente. Y fue como en la trastienda, sobre la camilla, la hice gozar como una puta en celo. Se tragó todo mi semen sin dejarme gota. Una vez satisfecha y relajada, le coloqué el piercing en el clítoris, que va a volverla loca cada vez que folle o se masturbe.
Le entregué el dinero y salí pitando de la tienda. La imagen de aquel rastafari chingándola hasta la extenuación me asaltó hasta llegar a casa. Me encerré en mi cuarto y empecé a pajearme como un mandril imaginando el clítoris de mami atravesado por un alambre rematado en una bolita metálica. Aún escuchaba la voz de mi madre tras la puerta ("¿Todo bien cariño; te atendió debidamente el encargado de Tattoo-shop?") cuando me corrí por última vez antes de caer rendido sobre mi cama.
La "sorpresa clitoriana" no debió agradarle demasiado a mi padre, que recién había llegado de un viaje que le ausentó de casa durante una semana y estaba con más ganas de follar que un náufrago en una isla desierta. Estuvieron discutiendo un buen rato en su dormitorio después de la cena. Más tarde supe que mi madre se negó a chingar aquella noche pues tenía dolorida la zona del piercing (yo creo que algo más, después del bombeo del rastafari) y, pese a los requerimientos de papá, tampoco se dejó dar por el ano pues "ella era una mujer decente y no hacía esas guarrerías". El caso que papá cabreado se vino a dormir a mi cama cagándose en lo de arriba y en lo de abajo. En medio de la oscuridad se acostó junto a mí. Yo me hacía el dormido pues no tenía ganas de conversación y además él estaba de tan mal genio que era capaz de darme una mala contestación.
Al poco papá ya estaba roncando. Boca arriba, piernas separadas hasta casi sin dejarme sitio, solo con el calzón. Gracias a la luz de la calle que entraba por la ventana podía contemplar con claridad su cuerpo. Aún tenía buena planta pese a estar en la cincuentena, aunque ya empezaba a despuntar una barriguita cervecera. De facciones muy masculinas, moreno de pelo rizado, bien proporcionado, todo el mundo decía que me parecía a él. Reparé en su entrepierna. Asomaba un considerable bulto. Estaba bien parado; no es de extrañar después de una semana supuestamente sin sexo. Instintivamente apreté ligeramente aquel bulto por encima del calzón. Estaba muy duro pero noté que todavía crecía más con la presión de mi mano. No lo pensé dos veces. Con sumo cuidado desabroché el botoncito de la abertura y saqué aquel falo para fuera. Era una buena polla, gorda y rematada en una cabeza reventona. Livianamente para que no despertara también saqué para el exterior los cojones, gordos y peludos. "Este hombre está a punto de explotar, tanta es la leche que acumula", pensé. Y me dispuse a masturbarlo.
Aquella visión de la intimidad de mi padre me estaba enloqueciendo. Sentía una emoción y excitación como nunca había experimentado. Ya en plenitud, aquella verga clamaba porque alguien la besase y se la engullera. Y fue como después de calerle el capullo percibiendo su peculiar sabor, me la introduje hasta tocarme las amígdalas y comencé a mamársela junto a las pelotas con delectación sin límite. Imprimí ritmo. Aquello crecía por momentos. ¿Papá dormía o fingía? Sus ronquidos se transformaron en tenues gemidos. Arqueaba a veces el cuerpo de manera que la polla me entraba más adentro. Estaba gozando. ¿Sueño o realidad? Pronto salí de dudas: en el momento de correrse me agarró por los cabellos para que no parase de bombear y me hizo beber toda aquella lefada abundante y caliente. Luego dio un profundo suspiro, dejó que me incorporase y se dio media vuelta para empezar de nuevo a roncar.
Me levanté sigilosamente en la oscuridad tomando el celular como linterna para ir a enjuagar la boca en el cuarto de baño. Al pasar por delante del dormitorio de mis padres, con la puerta entreabierta, contemplé a mamá durmiendo plácidamente. Los somníferos le inducían un profundo sueño. Yo aún no había eyaculado pese al tórrido episodio vivido con mi padre y por eso seguía más empalmado que un burro y con deseos de pajearme. De repente sentí curiosidad de saber cómo le había quedado el piercing clitoriano. Me acerqué a la cama y metí la cabeza debajo de la sábana. Estaba sin bragas, el camisón subido. Tenía las piernas bien separadas, debido seguramente al dolor que le producía la cicatrización del artilugio, y por primera vez pude contemplar la concha de mi madre en todo su esplendor. Los labios vaginales carnosos, la raja ligeramente abierta y jugosa, el rasurado brasileño, mamá dormida como un tronco... Ni pensarlo dos veces, la oportunidad es única. Es obligado un cunnilingus como Dios manda, irrepetible. Ella no sé si se va a correr, pero yo sí.
Un día (y una noche) perfectos y de amor profundo a mis progenitores, ¿quién da más?
-¿Te has hecho un tatuaje, mamá? -pregunté.
-Iba a hacérmelo, pero al final el encargado me animó a colocarme un piercing.
Le miré con detenimiento las orejas, las fosas nasales, los labios, las cejas. Allí no había nada.
-¿Y dónde lo has puesto? -inquirí intrigado.
-Es una sorpresa para tu padre. A ti no te va ni te viene la cuestión -me despachó al tiempo que me entregaba el dinero.
"Esta cabeza loca fue capaz de ponérselo en el ombligo como una quinceañera", iba cavilando mientras me dirigía a la tienda que me indicó, a un par de cuadras de mi casa.
-Buenos días -dije al hombre que me atendió: un tipo alto y moreno por el sol, de unos cuarenta años, tatuado de pies a cabeza y con el cabello recogido en rastas-. Vengo a pagarle la deuda de una clienta que ayer por la tarde se colocó un piercing.
-Hola -respondió sin dejar de ordenar un surtido de anillos y pendientes-. ¿Vienes de parte de la guarrilla a la que le puse un clitoriano?
-¿Un clitoriano? -repuse.
-Sí, un piercing en el clítoris. -respondió-. ¿Eres algo de ella?
-El hijo de una vecina -mentí.
-¡Menudo putón tenéis como vecina, chaval!
-No sé a qué se refiere -respondí desconcertado.
-A esa te la follas cuando quieras. Venía a tatuarse un kanjis japonés en el brazo y bastó decirle que le quedaría muy bien un piercing en el coño para que no lo dudase dos veces.
El hombre tenía ganas de charla y los clientes escaseaban. Con todo lujo de detalles me contó cómo le rasuró la panocha, dejándole solo una mata de vello púbico tipo brasileiro, y cómo ella se dejaba hacer y se abría cada vez más mostrando una sonrosada raja húmeda y golosa.
-Como noté que estaba más caliente que una perra le conté una milonga: Que era preciso relajar los labios mayores para que la perforación fuese menos dolorosa y la cicatrización en vez de dos meses durase menos, de manera que empecé a pajearla y meterle los dedos dentro de la vagina. La dedada la puso a mil. Al poco, estaba más mojada que una vaca.
-"A mí lo que me gustaría, decía jadeante la zorra, es un piercing en el clítoris". Así que no dudé en lamerle con la puntita de la lengua ese botón del placer diciéndole que así evitaríamos la anestesia, y la mujer pasó a suplicarme que la follase convenientemente. Y fue como en la trastienda, sobre la camilla, la hice gozar como una puta en celo. Se tragó todo mi semen sin dejarme gota. Una vez satisfecha y relajada, le coloqué el piercing en el clítoris, que va a volverla loca cada vez que folle o se masturbe.
Le entregué el dinero y salí pitando de la tienda. La imagen de aquel rastafari chingándola hasta la extenuación me asaltó hasta llegar a casa. Me encerré en mi cuarto y empecé a pajearme como un mandril imaginando el clítoris de mami atravesado por un alambre rematado en una bolita metálica. Aún escuchaba la voz de mi madre tras la puerta ("¿Todo bien cariño; te atendió debidamente el encargado de Tattoo-shop?") cuando me corrí por última vez antes de caer rendido sobre mi cama.
La "sorpresa clitoriana" no debió agradarle demasiado a mi padre, que recién había llegado de un viaje que le ausentó de casa durante una semana y estaba con más ganas de follar que un náufrago en una isla desierta. Estuvieron discutiendo un buen rato en su dormitorio después de la cena. Más tarde supe que mi madre se negó a chingar aquella noche pues tenía dolorida la zona del piercing (yo creo que algo más, después del bombeo del rastafari) y, pese a los requerimientos de papá, tampoco se dejó dar por el ano pues "ella era una mujer decente y no hacía esas guarrerías". El caso que papá cabreado se vino a dormir a mi cama cagándose en lo de arriba y en lo de abajo. En medio de la oscuridad se acostó junto a mí. Yo me hacía el dormido pues no tenía ganas de conversación y además él estaba de tan mal genio que era capaz de darme una mala contestación.
Al poco papá ya estaba roncando. Boca arriba, piernas separadas hasta casi sin dejarme sitio, solo con el calzón. Gracias a la luz de la calle que entraba por la ventana podía contemplar con claridad su cuerpo. Aún tenía buena planta pese a estar en la cincuentena, aunque ya empezaba a despuntar una barriguita cervecera. De facciones muy masculinas, moreno de pelo rizado, bien proporcionado, todo el mundo decía que me parecía a él. Reparé en su entrepierna. Asomaba un considerable bulto. Estaba bien parado; no es de extrañar después de una semana supuestamente sin sexo. Instintivamente apreté ligeramente aquel bulto por encima del calzón. Estaba muy duro pero noté que todavía crecía más con la presión de mi mano. No lo pensé dos veces. Con sumo cuidado desabroché el botoncito de la abertura y saqué aquel falo para fuera. Era una buena polla, gorda y rematada en una cabeza reventona. Livianamente para que no despertara también saqué para el exterior los cojones, gordos y peludos. "Este hombre está a punto de explotar, tanta es la leche que acumula", pensé. Y me dispuse a masturbarlo.
Aquella visión de la intimidad de mi padre me estaba enloqueciendo. Sentía una emoción y excitación como nunca había experimentado. Ya en plenitud, aquella verga clamaba porque alguien la besase y se la engullera. Y fue como después de calerle el capullo percibiendo su peculiar sabor, me la introduje hasta tocarme las amígdalas y comencé a mamársela junto a las pelotas con delectación sin límite. Imprimí ritmo. Aquello crecía por momentos. ¿Papá dormía o fingía? Sus ronquidos se transformaron en tenues gemidos. Arqueaba a veces el cuerpo de manera que la polla me entraba más adentro. Estaba gozando. ¿Sueño o realidad? Pronto salí de dudas: en el momento de correrse me agarró por los cabellos para que no parase de bombear y me hizo beber toda aquella lefada abundante y caliente. Luego dio un profundo suspiro, dejó que me incorporase y se dio media vuelta para empezar de nuevo a roncar.
Me levanté sigilosamente en la oscuridad tomando el celular como linterna para ir a enjuagar la boca en el cuarto de baño. Al pasar por delante del dormitorio de mis padres, con la puerta entreabierta, contemplé a mamá durmiendo plácidamente. Los somníferos le inducían un profundo sueño. Yo aún no había eyaculado pese al tórrido episodio vivido con mi padre y por eso seguía más empalmado que un burro y con deseos de pajearme. De repente sentí curiosidad de saber cómo le había quedado el piercing clitoriano. Me acerqué a la cama y metí la cabeza debajo de la sábana. Estaba sin bragas, el camisón subido. Tenía las piernas bien separadas, debido seguramente al dolor que le producía la cicatrización del artilugio, y por primera vez pude contemplar la concha de mi madre en todo su esplendor. Los labios vaginales carnosos, la raja ligeramente abierta y jugosa, el rasurado brasileño, mamá dormida como un tronco... Ni pensarlo dos veces, la oportunidad es única. Es obligado un cunnilingus como Dios manda, irrepetible. Ella no sé si se va a correr, pero yo sí.
Un día (y una noche) perfectos y de amor profundo a mis progenitores, ¿quién da más?
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