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Clases de verano con Sarita V

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Estaba tumbado en mi cama pensando en ella cuando recibí su llamada. Me levanté y observé el crepúsculo desde mi ventana. Prometía ser una noche clara y estrellada.
—Hola… ¿Cómo estás? —pronunció con su dulce voz al otro lado de la línea.
—Bien, justo ahora estaba pensando en tí —admití.
—¿De verdad? Jijiji… ¿Cómo exactamente…? —preguntó bajando un poco la voz, y supuse que su madre o su padre andaban cerca.
—Bueno… ya sabes… ehem… —carraspeé—. Me preguntaba cuándo tenía que venir a darte la próxima clase.
—Ya… claro… —dijo con un tono sarcástico—. Aunque por eso te llamo, es verdad. Pues mira, mañana al final no puedo… mi madre se ha tomado el día libre y la voy a acompañar a hacer algunos recados.
—Vale… normal no pasa nada —contesté ocultando mi decepción.
—Pero nos podemos ver lunes por la mañana, si te va bien…
—No hay problema, me adapto a lo que me digas —dije, más animado.
—¡Genial! Aunque bueno, también quería preguntarte… —dijo dudando— en fin, es que mi madre quiere preguntarte algo… te la paso —dijo al final tajante.
Me entró un sudor repentino mientras esperaba que Sarita le acercara el teléfono a su madre. Después de lo vivido, me pregunté si la señora sospechaba algo.
—¿Hola…? —dije al fin al no oír nada al otro lado de la línea.
—Hola, cariño, perdona que te moleste… ¿todo bien? —dijo la mamá de Sarita, educadamente.
—Sí, todo bien… y no hay problema no me molesta.
—Siempre tan amable… y oye, perdona que os cancele la clase para mañana tan al último momento, ha sido una decisión de última hora.
—No se preocupe, que no pasa nada… —dije ya algo más tranquilo, al notar el tono amable de la señora—. ¿Sarita me decía que tiene algo que preguntarme?
—Sí, oye… es que me ha comentado que habéis hablado de ir un día a la playa.
—Ehem… bueno… más o menos… —balbuceé, pillado por sorpresa y sin saber qué decir.
—Supongo que el lunes podría ser… Tendría que cancelar una clase de equitación… pero bueno, por un día… no pasa nada —dijo la madre de Sarita, ante mi mayor sorpresa.
—Vaya… pues, no creo, supongo… —dije, aún intentando convencerme a mí mismo de lo que oía; ¿…en serio me estaba dando permiso para llevarme a su hija a la playa?
—Lo que quería preguntarte es si necesito pagarte por el desplazamiento, o la comida, o lo que me digas…
Me quedé a cuadros. Tanta era la confianza que me tenía esta familia que la primera preocupación de la mujer era cubrir mis gastos. Me hizo sentir un poco mal, ya que en ningún caso era mi intención era aprovecharme de Sarita. Simplemente las circunstancias nos habían llevado a ese punto, y de verdad me preocupaba por ella.
—Es muy amable, pero no hace falta. Ya me paga bastante por todas las clases que le estoy dando este verano. En todo caso puede considerarlo un gesto de mi agradecimiento, por lo buena estudiante que es —dije satisfecho, como cuando un mago saca un conejo de su sombrero.
—Eres un sol… y la verdad, me dice Sarita que las clases van muy bien, que avanzáis muy rápido en el temario —dijo ella orgullosa.
—Su hija es muy inteligente y tiene mucho talento; solo necesita a alguien detrás que la empuje duro en la dirección adecuada… —sentencié, ya más envalentonado por el rumbo que había tomado la conversación.
—¡Oye pues… no se hable más! La niña se merece una recompensa. Está esforzándose mucho este verano —dijo ella ya convencida— Quedamos entonces en que el lunes os vais a la playa después de vuestra clase. ¿Te parece bien?
—Me parece perfecto…
Con el tema zanjado y los últimos detalles aclarados, colgué el teléfono muy emocionado por la expectativa. Me dí cuenta después de que despedí de la señora sin siquiera acordarme de despedirme de Sarita, tal era mi conmoción por el asunto.
Me pasé el fin de semana con el tema en la cabeza. Salí por ahí con mis amigos, e incluso alguna chica se me acercó en la discoteca buscando plan. Pero mi obsesión era Sarita, nuestra próxima clase y la salida a la playa, así que terminé pasando de todo. Me eché largas horas en mi cama recordando cada detalle de cada momento pasado con mi alumna, y me preguntaba qué debía estar haciendo en ese instante.
El domingo por la tarde no pude soportarlo más y me acerqué con el coche a la plaza donde sabía que Sarita y sus amigos de clase solían ir a pasar el rato. Pensé en hacerme el despistado y pasar a saludarla, preguntarle cualquier tontería; quizá invitarla a tomar algo y tener la oportunidad de hablar con ella a solas y aclarar lo que había entre nosotros.
Pero cuando la ví con sus amigos cambié de idea y discretamente aparqué el coche a cierta distancia, esperando que no me descubriera. Estaba sentada muy pegada a uno de ellos. Más que eso, había pasado su pierna izquierda por encima de la de su compañero, quedando apoyada sobre el muslo de él. El chico llevaba unos shorts, de manera que el contacto entre sus muslos era directamente de piel contra piel. Y es que la posición hacía que su corto vestido se le subiera y le quedara muy pegado a la cintura.
Intenté fijarme un poco mejor, ya que Sarita tenía las piernas bastante abiertas, e imaginé que sus amigos debían estar disfrutando de una visión bastante buena de su entrepierna. No es que fuera la primera vez que veía a Sarita tan relajada y confiada con sus amigos, sabía muy bien que esa era su manera de ser. Pero es que ahora verla así me generaba ciertos celos, y me enfadé conmigo mismo más que con ella.
Me preocupaba que lo ocurrido el otro día en su casa no fuera más que el fruto de un calentón momentáneo. Cabía la posibilidad de que no significara nada para ella, que formara parte de su manera de ser tan cariñosa, y cualquier otra cosa me la estaba montando yo solo en la cabeza. Después de todo, lo que Sarita había dicho era “si fueramos novios…”, en ningún caso había quedado claro que lo fuéramos.
Me quedé observando a la Sarita de siempre, batallando contra mi propio instinto que me decía que esa podría ser mi chica, tonteando y haciendo mimos con otros tíos. Ella se acurrucaba a su compañero de clase, todavía con la pierna apoyada sobre la de él, y ahora podía ver con mis propios ojos cómo se le entreveían las braguitas blancas bajo el vestido, sin que ella hiciera mucho esfuerzo para taparse.
Decidí poner fin a esa absurda tortura y llamé a un amigo para ir a tomar unas tapas; quería sacármela de la cabeza. Arranqué el coche y miré hacia ella una última vez antes de girar la calle y perderla de vista. Se levantó, y alzando la faldita de su vestido acomodó su trasero directamente sobre las fuertes y peludas piernas de otro de sus amigos, al que también abrazó mientras se reían juntos por alguna tontería.
Esa noche dormí mal, confundido y excitado por lo que pudiera acontecer a la mañana siguiente. Cuando sonó el despertador ya hacía al menos una hora que estaba despierto, y ya me había propiciado una buena paja pensando en Sarita, recordando esa primera vez que me pidió que la ayudara con el supositorio apenas unos días atrás. Quizá podría repetir la experiencia esa misma mañana, pensé.
Me levanté en positivo, decidido a no comerme demasiado el tarro y disfrutar del día en su compañía. Me duché, vestí y preparé las carpetas con el material para la clase de matemáticas, así como una mochila para luego ir a la playa. Hice todo lo posible para llegar a su casa pronto, unos minutos antes de las ocho de la mañana. Deduje que sus padres ya se habían ido a trabajar ya que no había ningún coche aparcado en la rampa del garaje.
Sarita me abrió viéndose espectacular, con otro de sus pijamas puestos. Esta vez una camiseta de tirantes blanca muy ajustada a su torso y unas braguitas de algodón rosas adornadas con lacitos. Sin esperar ni un simple “hola” se lanzó sobre mí y me propinó uno de sus abrazos, acompañado de un par de besos en las mejillas, muy cerca de mis labios. Los sentí húmedos, abriendo su boca y presionando mi piel con la mayor superfície de contacto que le era posible.
Ya me puse bastante nervioso y excitado de entrada. Verla de nuevo tan ligerita de ropa sin preocuparse que yo la viera así, y sintiendo el calor que desprendía su cuerpecito al apretarse contra el mío. Ese aroma a recién levantada de la cama, con la confianza y familiaridad que se siente cuando abrazas a alguien tan próximo. Tuve que tomar un par de respiraciones profundas para recomponerme.
—¡Qué bien que hayas llegado pronto! ¡Me muero de ganas por ir a la playa! —gritó emocionada.
—Sí… claro yo también… ehem. Pero primero a estudiar, ¿vale? —repliqué intentando ponerme serio controlando mi propia emoción.
—Sí… que aguafiestas… —respondió con una mueca burlona—. ¿Ya has desayunado?
—La verdad es que no… —admití, acompañándola al interior de la casa.
—Pues vamos a la cocina, que yo me acabo de levantar —dijo risueña mientras corría pasillo abajo, luciendo sus tiernas nalgas medio expuestas.
La ayudé a preparar un poco de fruta y unos cereales. Yo no dejaba de controlar la hora, a sabiendas de lo que tenía que pasar a las ocho en punto. Cuando ví que pasaban un par de minutos, y al ver que ella no se daba por apercibida, me atreví a preguntar.
—Sarita… ¿no tienes que tomar el medicamento…? —pregunté tímidamente—. El supositorio digo…
Se giró mirando el reloj de la cocina y con cierto nerviosismo pegó un salto dejando a medias una manzana por cortar.
—¡Sí, casi se me olvida! —y con una cara llena de intención y coquetería continuó—. ¿Me ayudas…?
La seguí como las otras veces a su habitación, con una erección ya muy evidente entre mis piernas anticipando lo que iba a suceder. Me lo sabía de memoria, lo había repasado cientos de veces en mi cabeza esos últimos días. Sarita me entregó uno de los pequeños supositorios dentro de su envoltorio, y seguidamente se puso a cuatro patas sobre la cama esperando a que yo la ayudara.
Sudando tanto por el calor como por los nervios, me senté justo detrás suyo y procedí a deslizar ligeramente sus braguitas hasta dejar a la vista ese culito que me tenía encandilado. Paré justo a la altura de su sexo, y me fascinó ver que ya había un punto de brillo justo en su entrada vaginal. Tuve la tentación de hundir un dedo y comprobar hasta qué punto mi alumna preferida estaba mojada.
Reteniendome y convenciéndome de dejar que las cosas siguieran su rumbo natural, sin prisas, liberé el pequeño supositorio de su embalaje. Abrí bien la raja separando una nalga con mi mano izquierda, haciendo que sus agujeros se abrieran un poco más, y acerqué el comprimido a su cerrado y arrugado ano sin más demora.
Tenía esas sensaciones grabadas en mis músculos, y mi polla casi me dolía de la tensión, anticipando el tacto de su esfínter envolviendo mi dedo. Empecé a empujar y observé la facilidad con la que su recto recibía el supositorio, gracias al lubricante que incorporaba, y en un momento ya lo tenía todo en su interior.
Esta vez Sarita no tuvo que recordármelo, y sabiendo lo que quería, no me paré y continué introduciendo la punta de mi índice en su interior. Cuando ya tenía la uña dentro, sentí como ella tensaba su esfínter comprimiendo mi dedo. Con un poco de esa resistencia, seguí empujando hasta que mis nudillos tocaron su culo.
—Que no se salga… —dijo Sarita casi con un suspiro.
Casi me corro sintiendo su interior. Ella iba tensando y destensando al mismo tiempo que yo la penetraba casi imperceptiblemente. Un ligero mete y saca que yo justificaba asegurandome de que el supositorio se quedara dentro suyo, lo más al fondo posible. Pero sin duda eso la estimulaba, y lo que antes era tan solo una mota de brillo en su vagina, ahora era excitación en toda regla. Su vulva se apreciaba hinchada, casi rojiza, y el flujo desbordaba resbalando por su blanca piel hasta quedarse atrapado ena la fina mata de vello que la cubría.
Ninguno de los dos tuvo prisa en terminar, aunque estaba claro que ya no había necesidad de seguir aguantando. Al cabo de un par o tres de minutos, Sarita se giró y mirándome a los ojos con una sonrisa dijo:
—Creo que ya está… mejor que sigamos con lo otro, que nos queda un día muy largo.
Sin duda nos quedaba mucho por hacer antes de irnos juntos a la playa, y la anticipación de ese momento también me excitaba mucho. Despacio, deleitándome con cada milímetro que mi dedo penetraba ese apretado recto, fui sacándolo mientras que a veces volvía a entrar un poquito como sin querer, provocando que ella reprimiera pequeños gemidos.
Finalmente aparté mis manos de su culito perfecto, y agarrando sus braguitas por ambos lados, las volví a subir a sabiendas de que su ahora muy húmedo coñito las acabaría empapando, dejando una mancha translúcida justo en el centro de la fina prenda de algodón rosa.
Nos incorporamos y la seguí otra vez en dirección a la cocina. La ayudé a llevar todo a la mesa y nos pusimos a desayunar juntos. Nada parecía haber cambiado entre nosotros. Sarita me hablaba de un poco de todo sin preocupación. Ninguno de los dos mencionó lo que ocurrió la última vez que nos vimos. Valoré preguntarle sobre ello, pero me parecía que iba a estropear el buen momento que estábamos pasando charlando y riendo juntos, como amigos.
Terminamos de comer y después de ayudarla a limpiar nos sentamos de nuevo en la mesa, esta vez para devorar los libros y cuadernos de matemáticas. Sarita se sentó a mi lado, tan cerca que su piel me rozaba en las piernas y los brazos. Estaba muy concentrada en todo lo que le explicaba, y respondía perfectamente a todas las preguntas que le hacía.
Me sentí orgulloso de ella, nunca había tenido a una alumna tan buena y aplicada. La felicitaba cada vez que respondía correctamente a una de mis preguntas, y ella me lo agradecía abrazándome, o acariciándome el brazo.
Hacia el final de la clase, le dí un par de problemas que tenía que resolver aplicando algunas de las técnicas que le acababa de enseñar. Se incorporó sobre la mesa, muy concentrada en su libreta y sus apuntes. En vez de tomarme un descanso como solía hacer a esas alturas de la clase, me quedé a su lado observándola.
Su camisetita de tirantes se le subía ligeramente dejando la parte baja de su espalda y sus caderas al descubierto. La fina puntilla que adornaba sus braguitas rozaba el límite donde su espalda dejaba de ser espalda, y asomaba apenas ese hueco entre sus nalgas.
Concentrada en lo suyo, necesitó consultar una página del libro que estaba abierto justo en frente mío. Acercándose por encima mío, hizo igual que la ví hacer la tarde anterior en la plaza con su amigo; pasó su pierna por encima de la mía y la dejó apoyada sobre mi muslo. Luego se reclinó sobre mi libro para consultarlo, frotándose contra mi muslo y dejándome sentir la suavidad de su piel.
Desde atrás ví como ahora su posición había forzado que sus bragas descendieran un poco más, dejando ver ya sin problema la parte alta de sus blancas nalgas. Me retuve para no lanzarme sobre ellas y poder sentirlas entre mis dedos de nuevo. Me limité a grabarlas a fuego en mis retinas mientras gozaba del contacto de su muslo contra el mío, que empezaba a sentir algo húmedo por el sudor que generaba.
Al cabo de unos pocos minutos, Sarita finalmente se echó para atrás sobre su silla, aunque dejando aún su pierna sobre la mía.
—Creo que ya está… —dijo con un suspiro—. No era tan difícil.
Esta vez fui yo quien se inclinó sobre la mesa, y en vez de apartar la pierna que Sarita mantenía sobre mí, simplemente la deslicé un poco más abajo para permitirme incorporarme. Agarré su muslo con mis dos manos, una sobre la parte externa y la otra sobre la cara interna. La acaricié ligeramente con la palma de mis manos, que no aparté de ella mientras examinaba el ejercicio. Revisé el resultado y el procedimiento; todo estaba perfecto.
—Excelente, Sarita… está perfecto —la felicité—. Ya pronto me podrás enseñar tú a mí…
—Jajaja… —sonrió ruborizada, mientras yo no dejaba de sentir la suavidad de su piel, especialmente por la parte interior de su muslo—. Muchas gracias… pero es por el buen profesor que tengo.
Entonces se incorporó y apoyándose en mi brazo terminó de pasar las dos piernas sobre la mía, quedándose sentada sobre mí. Procedió a regalarme uno de sus abrazos estrella, y luego otro beso en la mejilla que rozó mis labios. Me quedé observándola, con ganas de lanzarme a comerle la boca, mientras sus enormes y perfectos ojos se clavaban en mi alma.
—¿Podemos ir a la playa, profesor? —dijo risueña.
—Por supuesto… te lo has ganado —contesté acariciándole la espalda.
Su culito se apretaba contra mi pierna, y ella desplazó una rodilla hasta que hizo contacto con mi bulto, abriendo ligeramente las piernas. Dejó a mi vista la parte central de sus braguitas, justo sobre su vulva había una mancha de humedad claramente visible. No sé si ella era consciente de ello, pero en todo caso no hizo ademán de ocultarla. A los pocos segundos el aroma inconfundible de su sexo fue subiendo e inundó mis fosas nasales, volviendo completamente locas a mis hormonas.
Parecía que en cualquier momento iba a pasar algo. Su mirada la sentía intensa, y el calor que hacía y la poca ropa que llevábamos invitaban a dejarse llevar por nuestros instintos animales. Pero Sarita rompió el instante, y juguetona, dejándose desear, se levantó de golpe y empezó a recoger los libros y libretas.
—Venga, que quiero aprovechar al máximo de el sol —dijo sin dejar de recoger.
—Tenemos todo el día, Sarita…
—Ya… ¿pero no ves lo blanquita que estoy?
Acompañó la pregunta bajándose las tiritas de su camiseta hasta dejar al descubierto sus pechos. Sin duda se le notaba la marca de esos bañadores de una sola pieza que vestía en sus clases de natación. La blanca piel de sus senos coronados por un pezón rosado y abultado, contrastaba con el color tostado de sus hombros y brazos.
—¡Eh! Venga, que te quedas pasmado… Me muero de ganas por llegar —dijo recomponiendo su ropa, y agarrando sus quehaceres contra su pecho se fue a guardarlos a su habitación.
Yo seguí su ejemplo y guardé todos mis libros en mi mochila. Ya iba preparado para la playa, con unas bermudas, una camiseta y unas chanclas, y en verano siempre llevaba alguna toalla y ropa de recambio en el coche por si la ocasión se terciaba.
Me acerqué al pasillo pensando en ir con ella a su habitación, sabiendo que no le importaría que la viera mientras se cambiaba de ropa.
—¡Yo ya estoy listo! —anuncié en voz alta adentrándome ya en medio del pasillo.
Esperaba que ella me invitara claramente a unirme a ella mientras se preparaba. Pero sorprendido ví cómo aparecía por el corredor, aún vestida como antes y con una mochila colgando del hombro.
—¡Yo también! —exclamó—. No quiero perder ni un minuto… ¡ya me cambiaré en el coche!
Sin demora nos salimos a fuera. Tenía el coche aparcado en la calle, y me asombró que a Sarita no le importara lo más mínimo que los vecinos o cualquiera que pasara por allí la viera tan ligerita de ropa. Sin más entramos en el auto y nos pusimos en marcha.
El trayecto duraba una media hora, y normalmente sería de lo más agradable excepto que a mi vieja chatarra no le funcionaba el aire acondicionado. El coche ya parecía un horno después de haber estado aparcado expuesto al sol, y bajar las ventanillas apenas ayudó a refrescar el ambiente.
Podía ver goterones de sudor deslizándose por la piel de Sarita, que seguía vestida de la misma guisa desde que salimos de su casa. Estaba muy emocionada y no paraba de repetirme el tiempo que hacía que no iba a la playa, y sobretodo sin sus padres. Me tocaba el brazo muy a menudo mientras hablábamos, lo que yo aprovechaba para desviar mi mirada a ella y apreciar su cuerpo.
Sus pechos se apretaban contra la tela de esa camiseta de tirantes, que ya exhibía ciertas manchas de sudor. Cruzaba las piernas sobre el asiento o apoyaba los pies sobre el salpicadero, cambiando de postura regularmente. Según la posición, la tela de sus braguitas se pegaba al máximo contra su sexo, dibujando su forma y mostrándose aún más mojadas.
Cuando ya llegamos a la carretera nacional en dirección a la costa y a velocidad de crucero, Sarita decidió que era momento de ponerse el bañador.
—Bueno, me voy a cambiar, no mires –dijo, no sé si medio en broma.
En un santiamén se quitó la camiseta, y tuve que ir con cuidado para no dar un volantazo. Luego de forma bastante aparatosa se levantó sobre el asiento como de rodillas, y fue deslizando sus braguitas piernas abajo hasta quitarlas completamente. Yo iba vigilando con el rabillo del ojo, girando levemente la cabeza, y sin querer creo que reducí la velocidad ensimismado por lo que veía.
Solo después de estar completamente desnuda se puso a buscar en su mochila el bañador que tenía pensado ponerse. Levantando su trasero expuesto, se inclinó hasta encontrar lo que parecía un pequeño bikini blanco y un pareo. Con las prendas en la mano, se echó para atrás cerrando los ojos, dejando que el sol bañara su cuerpo desnudo.
—Mmmm… qué agustito… —dijo casi gimiendo—. Ojalá pudiera tomar siempre el sol así sin nada.
Se quedó tal cual un rato, con los ojos cerrados relajada sobre su asiento. Llevó sus pies sobre el asiento doblando las rodillas y abriendo sus piernas al máximo. No pude evitar mirarla, y ver su sexo abrirse como una flor, aunque fuera solo por unos instantes antes de que lo cubriera con el amasijo de ropa que tenía en las manos.
Lo que no tapaba por completo era su pubis, que me distraía, completamente ensimismado por esa fina capa de vello oscuro. Al ser poco espesa, esa pelusa tomaba un aspecto translúcido, y dejaba entrever el abultado montecito pálido que cubría.
Se mostraba juguetona; medio inocente, medio sabiendo muy bien que me estaba provocando. Se quedó al menos diez minutos así, y aunque se había tapado apenas el coño con el pareo hecho una bola delante suyo, era increíblemente sexy verla mover las piernas de un lado a otro, arriba y abajo, dejando entrever por breves momentos algo más antes de volverse a cubrir.
Sus pezones brillaban bajo los rayos del sol que entraban por el parabrisas. Se me antojaban de tacto sedoso, y sobresalían como dos bultitos en en el centro de sus perfectos pechos, dando ganas de apretarlos y comprobar su suavidad y consistencia.
Al cabo de unos minutos tomé la salida hacia la costa; casi habíamos llegado. Escogí un tramo de playa que sabía estaba poco frecuentado, más apartado de los principales núcleos turísticos, y aún así quedaba cerca de un chiringuito que conocía.
Tuvimos que parar en un semáforo y al ver que varios coches se paraban a nuestro lado, Sarita decidió que era momento de vestirse. Un hombre en un todoterreno negro la observaba por su ventanilla mientras se deslizaba la pequeña braguita del bikini por sus finas piernas, colocándola cuidadosamente sobre su monte de Venus y ajustando las tiritas que lo sujetaban sobre sus caderas. Luego fue el turno del top, que también se fijaba a su cuerpo por unas tiras atadas a su cuello y espalda.
Pronto me encontré aparcando el coche en un descampado a pocos metros de la playa. Había quizá otros seis o siete coches aparcados nada más, así que confié en que la playa estuviera bastante vacía. Con nuestras mochilas en el hombro, cerré el coche dejándolo desamparado bajo ese sol criminal. Nos íbamos a asar durante el camino de vuelta.
Sarita se había puesto un pareo verde alrededor de su cuerpo, pero era casi transparente y dejaba apreciar los gráciles movimientos de su cuerpo al escalar la pequeña colina arenosa que nos separaba de la playa. Desde arriba pudimos observar que, efectivamente, estaba bastante tranquila, apenas unos cuantos grupos de bañistas desperdigados por el ancho de la orilla.
Nos instalamos a media altura, no muy lejos del agua pero todavía en la zona donde la arena estaba bien seca. Ésta ya nos quemaba los pies, tal era el calor aún y ser apenas las diez de la mañana. Yo tardé un instante en extender la toalla y quitarme la toalla. Mi joven alumna necesitó más preparación. Colocó la toalla con delicadeza para que ni un grano de arena tocara la parte exterior, y dejó sus quehaceres estratégicamente estudiando la facilidad con la que podría alcanzar cada elemento mientras tomaba el sol.
Una vez terminó, deshizo el nudo del pareo y con cuidado lo dobló y guardó en su saco. Se sentó sobre su toalla de motivos hawaianos, y sin dudarlo un segundo llevó las manos a los nudos que apenas unos minutos antes había atado para liberar su top. Sus blancos pechos adolescentes quedaron a la vista de todo el mundo.
—¡Cuántas ganas tenía de hacer esto! —dijo emocionada, delatando que era la primera vez que hacía topless—. Si mi madre me pudiera ver me mataba…
Bajo la intensidad del sol, se apreciaba aún más el constraste en su piel, delatando las horas que había pasado ese verano en sus clases de natación con bañadores de una pieza. Se definían con claridad las tiras en sus hombros, y desde el inicio de sus pechos, pasando por su barriguita, su piel se veía casi tan blanca como la braguita de su bikini.
Tumbándose completamente cara arriba, alcanzó la crema solar de un lateral de su bolsa, y pasándomelo dijo:
—¿Me ayudas?

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