CARLA
Carla se levantó ligeramente indispuesta. Era lunes y antes de salir de la cama ya sabía que ese día no podría ir a la biblioteca, tal y como tenía previsto.
«Ni a la biblioteca ni a ningún otro sitio» —pensó con amargura.
Aunque era muy temprano sus padres ya se habían ido a trabajar. Le dolía la cabeza y la garganta, y sospechó que la ducha de agua caliente de la tarde anterior fue la culpable.
«La ducha y tu costumbre de dormir en pelotas con la ventana abierta».
No poder ir a la biblio le molestaba, ya que dentro de pocos días comenzaban las clases y ella necesitaba ponerse las pilas con los estudios.
Tuvo un momento de déjà vu cuando palmeó la mesita que había al lado de su cama para buscar el teléfono móvil y comprobar las notificaciones.
Había un escueto mensaje de Esteban, despidiéndose de ella camino de la universidad.
Su amiga Lena (Magdalena) la esperaba en la biblioteca.
Su madre, que durante la cena anterior estuvo muy rara y apenas comió, le decía algo sobre un fontanero.
Su padre le recordaba lo del regalo para el próximo cumpleaños de mamá.
Carla ignoró todo aquello. La noche anterior había sido calurosa y salió de la cama en cueros, arrastrando las sábanas empapadas de sudor. Sabía que estaba sola en casa y se paseó desnuda, buscando en el botiquín del baño algo para calmar su incipiente jaqueca.
«Paracetamol, Ibuprofeno, Nitroglicerina… Plutonio…, lo que sea».
Encontró el Enantyum que usaba su madre para el dolor menstrual y se tragó tres comprimidos. Pensar en la regla le recordó que aún tenía que hacer su colada del día anterior.
«Ya habrá tiempo. El año que viene, por ejemplo».
Cuando enfermaba siempre se ponía de mal humor.
Antes de salir del baño se miró en el espejo: bajita, delgada, de pechos pequeños, ojos castaños (con ojeras) y cabello por los hombros, también castaño. La piel era blanca y los pelos del chocho oscuros.
«¿Qué vas a hacer con lo de tu hermano, guapa?» —le preguntó a la jovencita del espejo.
Pero aún no tenía una respuesta para eso.
Físicamente Esteban no era su tipo y tampoco es que ella estuviera enamorada de él o algo de eso. Era educado, ordenado, limpio, homosexual y algo misógino. En general era buen tío, aunque tenía un poco de mal genio.
Ella creía tener muy claro que lo que hicieron el día anterior no era nada sentimental, si no algo físico, atávico…
«¿Estás segura de todo eso, o simplemente estás tratando de convencerte a ti misma?».
Carla contempló el jovencísimo cuerpo de la chica del espejo y trató de ponerse en la piel de Esteban, recordando lo que hicieron juntos en ese mismo baño la tarde anterior.
«Carlo, así me llamó. En su fantasía yo era un chico. Si me permitió tocarle fue porque yo, en su mente, dejé de ser Carla».
Hacía calor ahí dentro y la chica del espejo comenzó a transpirar.
«Esteban no se excitó por que tú fueras tú, se puso palote porque se inventó una fantasía en la que Carla ni siquiera existía… a pesar de que tú estabas allí mismo, metiéndose su polla en la boca».
Un rubor afloró a las mejillas de la chica reflejada.
«Tú fuiste un simple medio para lograr un fin, como esos kleenex que robas a tu hermano de vez en cuando».
La leve carcajada sonó más bien como un sollozo. La jaqueca aumentó y se llevó una mano a la cabeza.
«¿Eso fui ayer? ¿Algo para usar y tirar? ¿Una mala metáfora?, ¿Un pañuelo usado?».
Cerró los ojos con fuerza, pues no quería llorar.
«Tú también lo usaste a él».
Pero Carla sabía que eso no era correcto. Ella disfrutó con Esteban, no con una fantasía imaginaria. Ella gozó con el hecho de chuparle la polla a su hermano, disfrutó con él, el hermano real, y no con un avatar ficticio inventado por su calenturienta imaginación.
«No, eso no es cierto —replicó la chica del espejo—, no disfrutaste con tu hermano. Disfrutaste con una POLLA, independientemente de si era de tu hermano o de cualquier otro. Gozaste por el morbo de meterte un rabo en la boca y tragarte el esperma recién salido de una verga. En esos momentos te hubiera importado una puñetera mierda si esa pija era la de tu hermano, del vecino o del Papa de Roma».
Carla apretó aún más los párpados, cerrando los puños con los brazos estirados muy pegados a su cuerpo, conteniendo las lágrimas a duras penas y sintiendo como la cabeza le latía con un dolor sordo en las sienes.
«Le comiste la polla a tu hermano porque tuviste la oportunidad de hacerlo. Porque la tenías ahí, delante de ti. Se la chupaste de la misma manera que se la hubieras chupado a cualquier otro tío al que tuvieras el valor de ligarte si no fuera por el pánico que te dan los extraños desde que Miguel casi te mata».
Carla no quería seguir escuchando lo que le decía la chica del espejo y se tapó los oídos con las manos.
«Si no tienes novio es porque te da miedo de que aquello vuelva a suceder».
«¡Cállate!».
Carla entró a la ducha y abrió el grifo de golpe, sintiendo el chorro de agua fría como una maza en el rostro, ahogando así sus sollozos.
Más tarde trató de desayunar, pero el dolor de garganta solo le permitió tomar un poco de zumo. La jaqueca había disminuido, pero se notaba febril y transpiraba constantemente. Para estar cómoda se vistió únicamente con una camiseta que le estaba grande y un pequeño pantalón de deporte.
Trató de distraerse leyendo y estudiando, pero le era imposible concentrarse. La televisión y facebook le dieron aun más dolor de cabeza y al final optó por tumbarse de nuevo en la cama, cacharreando con el smartphone, pero su cabeza siempre daba vueltas al mismo asunto y sus pensamientos volvían irremediablemente a los acontecimientos del día anterior.
Sin poder evitarlo se excitó.
Sea cuales fueran los motivos por los que ella se metió en la ducha con su hermano, era innegable que disfrutó muchísimo con lo que sucedió allí, al menos el tiempo que duró el acto en sí.
No podía apartar de su cabeza la visión del miembro de Esteban justo antes de entrar en su boca; o la presión que notó en el paladar cuando se la chupaba; o lo caliente que estaba el semen recién ordeñado. Eran tantas y tantas las sensaciones que no era capaz de centrarse en una sola.
«No puedo creer que estés a punto de hacerte una paja pensando en eso».
Carla cada día estaba más convencida de que era una enferma mental, una ninfómana, una pervertida o algo por el estilo, porque todo aquello no podía ser normal.
Su mano ya estaba bajando hacía la entrepierna cuando sonó una notificación en el móvil. Carla le echó un vistazo.
«Hablando de pervertidas…»
Era su amiga Lena, preguntándole por qué no había ido a la biblioteca. Clara le respondió escuetamente y volvió a tumbarse en la cama con un brazo cruzado sobre el rostro, pensando en su hermano Esteban y en la mamada que ella le hizo.
Sin poder evitarlo fantaseó con la posibilidad de repetirlo. Pero esta vez ella llegaría hasta el final, vaya que sí. Se arrodillaría ante él y volvería a meterse la pija en la boca, como ayer, pero esta vez, antes de que ese mariquita se corriese, se metería ella misma la polla por el agujero del coño.
Su hermano pondría el grito en el cielo, pero cuando sintiese alrededor de su pene el estrecho coñito de su virginal hermana, tan apretado y caliente como un ojete, él se la follaría como dios manda.
Carla trató de imaginar cómo sería sentir su coño llenarse de esperma, cómo sería sentir un cilindro de carne caliente entrando y saliendo, con la cabeza gorda frotándole las paredes internas y ensanchando la vagina a su paso.
Carla imaginó todas esas cosas y otras muchas más subida a horcajadas sobre una almohada, con el pantalón puesto, frotando su coño contra el cojín adelante y atrás sin cesar, sintiendo como le ardía el conejo debido a la fricción.
Los flujos que rezumaba el pantalón sirvieron para aceitar el constante meneo, manchando la cobertura de la almohada con una sustancia bastante aromática. A Carla le gustaba mucho el olor a bacalao de su chocho y de vez en cuando se mojaba la mano con eso y se la acercaba a la cara para olerlo mejor.
En su fantasía Carla obligaba a su hermano a comerle la raja mientras ella le insultaba agarrándole de los pelos:
«¡Come coño, maricón! Méteme la lengua hasta la barriga y cómete mis meados, sarasa de mierda».
Estaba a punto de correrse cuando sonó el timbre de la puerta principal, dejándola con el coño mojado, dolorido y abierto.
«Por favor, ahora no».
Agarró una faldita corta que tenía por ahí y se la puso por encima del pantalón para ocultar la mancha de la entrepierna. Luego salió descalza de su cuarto y echó un vistazo por la mirilla de la puerta principal.
En el descansillo había un señor mayor vestido con ropa de trabajo. Era gordo y tenía unas patillas ridículamente grandes que le ocultaban las mejillas. En una de sus enormes manazas tenía una pesada maleta de herramientas. Entonces Carla recordó el mensaje que le había enviado su madre sobre un fontanero.
«Mierda».
VÍCTOR
Aunque era bastante tarde, Rosa, la mujer que necesitaba una mampara nueva para la ducha, contestó a sus mensajes. Quedaron en que él se pasaría a lo largo de la mañana del día siguiente (lunes) para ver el baño y tomar medidas de la ducha y así hacerle un presupuesto. Ambos se sorprendieron agradablemente cuando descubrieron que eran prácticamente vecinos, puesto que vivían en la misma urbanización, cruzando la calle.
La sospecha comenzó cuando Víctor vio que la señora vivía en una cuarta planta.
Esa misma noche salió a la calle y contrastó la dirección de esa mujer con la ventana de la octogenaria leprosa con síndrome de Diógenes que tiraba compresas usadas a la calle.
No había lugar a dudas: eran la misma.
Para cerciorarse contó las ventanas varias veces, comparando la distribución de la fachada con la de su propio bloque de viviendas, gemelo a ese.
«Me cago en todo».
Víctor se tiró toda la noche elucubrando todo tipo de teorías. Sabía que todo eso de los algodones y la sangre podía tener una explicación lógica y pueril (por ejemplo que los había tirado un niño pequeño), pero por alguna estúpida razón no podía quitarse de la cabeza la idea de una mujer mayor, fea, sucia y con problemas psíquicos allí encerrada, revolcándose en la basura.
«Tú eres tonto, tío. En serio, deja de pensar eso».
Pero su cabeza se empeñaba en volver a eso una y otra vez y apenas pudo dormir en toda la noche.
Al día siguiente estaba convencido de que al abrirse la puerta se encontraría con una repugnante vieja envuelta en harapos, sucia y apestando a basura podrida, con el cabello revuelto enredado entre restos de comida y rodeada de gatos infestados de parásitos.
La vivienda sería un horror, un estercolero lleno de inmundicias con las habitaciones atestadas de detritus y bolsas de basura. Y el hedor sería insoportable.
Así que casi no pudo evitar un suspiro de alivio cuando le recibió una muchacha muy joven, limpia y aseada.
Era bajita, (apenas le llegaba al pecho) y era muy bonita. La chica, precavida, no abrió del todo la puerta.
—Hola —saludó Victor—, ¿Está Rosa? Venía por lo de la mampara de la ducha.
La chica negó con la cabeza, agitando levemente su melena de color castaño.
—No —dijo escuetamente.
Parecía agitada, nerviosa. Se había ruborizado y su rostro encendidp contrastaba con el blanco de su piel.
«Parece asustada».
—Anoche estuve hablando con ella, con Rosa, y me dijo que podría pasarme hoy, para tomar medidas.
Víctor sonrió y el blanco de sus dientes resaltó entre sus pobladas mejillas.
—Puedo venir en otro momento —añadió al ver la expresión dubitativa de la chica.
El hombre se dio cuenta de que la muchacha transpiraba y que unas gotas de sudor perlaban sus sienes y el nacimiento del cuello.
—Perdone —dijo al fin la pequeña—, no hay problema. Mi madre me mandó un mensaje. Adelante, por favor.
—Gracias —dijo pasando al lado de Carla mientras ésta terminaba de abrir la puerta del todo.
Víctor dio unos pasos en el interior de la vivienda y se detuvo en el estrecho recibidor, esperando a que la chica le guiase.
Ella, cabizbaja, pasó a su lado, rozando uno de sus brazos. Víctor no pudo evitar fijarse en que no usaba sostén. La muchacha caminó hacia el baño y el fontanero la siguió. La joven iba descalza y la visión de sus delicados pies caminando sobre el piso le pareció una imagen terriblemente erótica.
—¿Rosa es tu madre? —preguntó Víctor mientras le miraba también el culo a la chica.
La corta falda resaltaba la perfecta redondez de unas nalgas jóvenes y de aspecto turgente.
—Sí, es mi madre. Está… Está trabajando. El baño es éste.
La voz detonaba nerviosismo.
«Tú y tus malditas patillas —pensó Víctor—, que pareces un bandolero piojoso del siglo diecinueve y asustas a todo el mundo».
—Gracias.
Víctor sonrió, clavando sus ojos color miel en los de Carla. El hombre vio que eran marrones, con unas pequeñas vetas verdes.
La muchacha pareció turbarse y su sonrojo aumentó.
—Me llamo Víctor, por cierto —dijo ampliando la sonrisa y alzando una enorme manaza cubierta de callos y pequeñas cicatrices.
La muchacha dudó unos segundos y luego le apretó levemente los dedos.
—Carla.
Víctor se ahorró decir algo como «¡qué nombre más bonito!» o cualquier cumplido por el estilo. La chica estaba incómoda, casi parecía indispuesta y sus siguientes palabras lo confirmaron.
—Perdone, pero no me encuentro bien —dijo sin acritud—. ¿Necesita alguna cosa?
—No, no, tranquila —dijo Víctor mientras dejaba las herramientas en el suelo—, solo tomaré medidas. No tardaré mucho.
Carla asintió y dijo algo en voz baja: «vale».
El robusto hombre contempló a la chica y dedujo que debajo de esa camiseta debía de haber un cuerpo delgado y esbelto, perfectamente proporcionado.
Carla señaló a una puerta cercana.
—Estaré ahí, por si necesita alguna cosa.
—Descuida —dijo Víctor agitando una mano frente a él—, tardaré poco. No te molestaré.
Carla entró a una habitación (Víctor supuso que era su cuarto) y cerró la puerta. Luego escuchó el sonido del pestillo de seguridad interior.
«Chica precavida» —pensó exhalando un suspiro.
Fue entonces, mientras miraba a la puerta cerrada, cuando se dio cuenta de que según la distribución de la vivienda, esa debía de ser la habitación desde donde tiraron los algodones y, quizás, la compresa manchada.
«Pero eso no quiere decir que fueran de ella, o que los tirase ella».
Aún así…
Víctor sacudió la cabeza y se centró en el trabajo.
CARLA
En el descansillo había un señor mayor vestido con ropa de trabajo. Era gordo y tenía unas patillas ridículamente grandes que le ocultaban las mejillas. En una de sus enormes manazas tenía una pesada maleta de herramientas. Entonces Carla recordó el mensaje que le había enviado su madre sobre un fontanero.
«Mierda».
Carla seguía mirando por la mirilla de la puerta, tratando de recordar exactamente qué ponía el mensaje que le envió su madre, sin decidirse aún a abrir la puerta a ese extraño. La verdad que el tío le daba un poco de miedo.
«Madre mía, vaya patillas. ¿De dónde ha salido éste tío?».
Era un hombre maduro, de unos cincuenta años. Era muy grande, con mucha barriga, un pecho enorme y una espalda grandísima. A pesar de las enormes y ridículas patillas que le cubrían las mejillas su cara no era desagradable.
Aún así Carla solo abrió la puerta unos centímetros.
—Hola —dijo el desconocido. Tenía una voz profunda y grave, acorde con ese corpachón—. ¿Está Rosa? Venía por lo de la mampara de la ducha.
No —dijo Carla.
La chica se fijó en que el fontanero tenía unos bonitos ojos color ámbar y se ruborizó sin venir a cuento.
—Anoche estuve hablando con ella, con Rosa, —dijo Víctor—, y me dijo que podría pasar hoy para tomar medidas.
El hombre mostró una sonrisa blanca que hizo su mirada aún más cálida, dándole un aspecto más afable.
De repente, Carla se dio cuenta de que ese tío era el arquetipo de hombre que siempre poblaba sus fantasías más sucias y el corazón comenzó a latirle muy deprisa.
«Maduro, rellenito, grande, fuerte… hasta tiene los brazos llenos de pelos… y vaya brazos. Uno de esos es tan grande como mi pierna».
Carla se puso muy nerviosa y el hombre debió de notar algo.
—Puedo venir en otro momento —dijo.
Carla estaba excitada.
La paja que ese hombre había interrumpido le había dejado el chocho caliente y húmedo, pero ese tío seguía dándole un poco de miedo, ya que parecía un poco bruto a pesar de tener un rostro agradable y una mirada inteligente. Sea como fuese, la temperatura pareció subir en la entrada de su casa y Carla comenzó a transpirar, sintiendo que también le subía la temperatura por ahí abajo.
«Decide de una vez lo que vas a hacer, chica, pero tu madre te va a matar si le dices que no has dejado pasar al fontanero porque te daban miedo sus patillas».
—No —dijo al fin—, no hay problema. Mi madre me mandó un mensaje. Adelante, por favor.
—Gracias.
Carla le dio paso y cerró la puerta tras él, mirándolo de arriba abajo con disimulo. Era mucho más alto que ella y tenía una barriga prominente. En realidad todo en él era prominente: los brazos, las piernas, el cuello, la espalda…
A la chica le recordó la caricatura de uno de esos forzudos de circo, con los bigotes retorcidos y unas pesas redondas. O más bien a esos chalados de la lucha libre norteamericana… pero con algo más de grasa y vello por el cuerpo.
Carla pasó delante para enseñarle el baño, pero al cruzarse con él no pudo resistir la tentación de rozar uno de esos brazos, peludos y musculados.
«Estás enferma, tía» —pensó por enésima vez.
—¿Rosa es tu madre? —preguntó Víctor detrás de ella.
—Sí, es mi madre.
De repente recordó que no llevaba sujetador y se puso más nerviosa todavía.
—Está… Está trabajando. El baño es éste.
—Gracias.
El hombre sonrió de nuevo y miró a Carla. La chica admiró las arrugas que se extendían desde los bordes de sus ojos, realzando la madurez que había detrás de esa mirada color miel.
Increíblemente el sonrojo de Carla aumentó todavía más.
—Me llamo Víctor, por cierto —dijo el hombre ofreciéndole la mano.
—Carla —dijo ella apretando apenas la mano de Víctor.
Era una manaza terrible, el doble de grande que la de Carla. Tenía los dedos y las palmas llenas de durezas y pequeñas cicatrices. Las uñas eran irregulares, pero limpias.
El contacto de esos dedos fue electrificante para ella. En seguida notó el calor y la fortaleza de esa mano ruda y de aspecto fuerte, sintiendo un vacío repentino en el estómago al imaginar esos dedos metiéndose dentro de ella.
«Estás enferma, Carla. Este tío podría ser tu padre… qué coño, podría ser tu abuelo».
El calor seguía subiendo dentro de su cuerpo y notó cómo la transpiración bajaba de su cuello y se metía entre sus tetas. Eso le recordó otra vez que no llevaba sujetador y que con esa camiseta se le notaba el movimiento de las lolas sueltas, marcando pezones.
—Perdone, pero no me encuentro bien —dijo Carla con la idea de volver a su cuarto para cambiarse de ropa—. ¿Necesita alguna cosa?
—No, no, tranquila, solo tomaré medidas. No tardaré mucho.
—Vale —susurró Carla.
La chica señaló a su puerta.
—Estaré ahí, por si necesita alguna cosa.
«Mierda, ¿eso ha sonado a invitación?».
—Descuida, tardaré poco. No te molestaré.
Carla entró a su cuarto y echó el pestillo de seguridad, apoyando la espalda en la puerta y cerrando los ojos.
Por su cabeza no hacía nada más que pasar todo tipo de ideas y fantasías en las que ella y ese hombre eran los protagonistas. Tenía el corazón a mil por hora y la jaqueca comenzó a palpitar en sus sienes de nuevo.
«Sola en casa con un desconocido… ¿Sabes cuantas películas porno empiezan así?».
Al abrir los ojos lo primero que vio fue la almohada encima de su cama, arrugada y húmeda, y le entraron muchas de continuar donde lo había dejado, pero le daba miedo hacer ruido.
«Hacer ruido y que ese viejo de cincuenta tacos te oiga haciéndote una paja, que se ponga cachondo y que entre para echarte una mano, ¿no?».
«Estás enferma».
«O también podrías salir tú ahí fuera y decirle que tienes ganas de hacer pis, pero que no se preocupe, que no hace falta que interrumpa su trabajo, que no te importa hacerlo delante de él… y de paso que te limpie el coño cuando termines de mear».
«Para, Carla, no sigas».
Pero Carla no podía parar. Sabía que ese viejo grandullón con pinta de bruto estaba a escasos metros de ella, que estaban solos y que si ella lo desease podrían hacer todas las locuras que quisieran.
Su mano bajó y se metió entre sus muslos, tocándose la almeja por encima de la falda y el pantalón corto.
Mientras se tocaba no dejaba de fantasear situaciones morbosas y sucias en las que ese hombre, Víctor, le hacía de todo. Sentía el coño hinchado y mojadísimo; tenía la almeja a punto de estallar y… y se dio cuenta de que realmente tenía ganas de mear.
Eso era un problema, porque a Carla le daba miedo Víctor. Una cosa era fantasear y otra muy distinta la realidad. Y la realidad era que Carla tenía miedo de estar a solas en casa con un desconocido. Aunque ella estaba convencida (casi) de que ese tío era inofensivo, el miedo seguía ahí.
«Miguel también parecía inofensivo».
Carla retorció las piernas, aguantándose el pis apoyada aún en la puerta.
«Esto es ridículo. Te estabas haciendo un paja pensando en ese hombre, ¿y ahora tienes miedo de salir a mear por culpa suya? ¿En tu propia casa?».
Carla se dio la vuelta y quitó el pestillo despacio, sin hacer ruido.
«Esto es ridículo» —pensó de nuevo.
Abrió la puerta unos centímetros y espió el pasillo. La puerta del baño estaba abierta y de ahí le llegaban los sonidos que hacía Víctor trabajando.
Carla salió sin hacer ruido y fue al otro baño de la casa, que estaba en la otra dirección.
«Estás en tu casa, tía. Pareces una cría, ese hombre no te va a hacer daño».
Allí echó una meada rápida tratando de no hacer mucho ruido. Al regresar, vio que la puerta del baño donde estaba el fontanero se había cerrado parcialmente, quedando entornada.
Carla tuvo otro momento de déjà vu, el segundo de ese día.
«Esto es lo mismo que hace dos noches, cuando espié a Esteban».
Carla detectó movimiento por debajo de la puerta y una idea flotó sobre ella: «Puede que él también esté haciendo pis».
La calentura subió por su cuerpo y las palmas de sus manos comenzaron a transpirar.
Se acercó un poco, pero desde su posición solo veía las baldosas de la pared, así que se desplazó a un lado. Al cambiar de ángulo pudo ver parte del espejo, donde se reflejaba a Víctor trabajando detrás de la puerta.
Carla siguió espiándolo a cierta distancia, con el corazón latiendo a toda prisa en el pecho, fantaseando con la posibilidad de verle la picha a ese hombretón.
«Estas enferma, en serio».
CONTINUARÁ
Carla se levantó ligeramente indispuesta. Era lunes y antes de salir de la cama ya sabía que ese día no podría ir a la biblioteca, tal y como tenía previsto.
«Ni a la biblioteca ni a ningún otro sitio» —pensó con amargura.
Aunque era muy temprano sus padres ya se habían ido a trabajar. Le dolía la cabeza y la garganta, y sospechó que la ducha de agua caliente de la tarde anterior fue la culpable.
«La ducha y tu costumbre de dormir en pelotas con la ventana abierta».
No poder ir a la biblio le molestaba, ya que dentro de pocos días comenzaban las clases y ella necesitaba ponerse las pilas con los estudios.
Tuvo un momento de déjà vu cuando palmeó la mesita que había al lado de su cama para buscar el teléfono móvil y comprobar las notificaciones.
Había un escueto mensaje de Esteban, despidiéndose de ella camino de la universidad.
Su amiga Lena (Magdalena) la esperaba en la biblioteca.
Su madre, que durante la cena anterior estuvo muy rara y apenas comió, le decía algo sobre un fontanero.
Su padre le recordaba lo del regalo para el próximo cumpleaños de mamá.
Carla ignoró todo aquello. La noche anterior había sido calurosa y salió de la cama en cueros, arrastrando las sábanas empapadas de sudor. Sabía que estaba sola en casa y se paseó desnuda, buscando en el botiquín del baño algo para calmar su incipiente jaqueca.
«Paracetamol, Ibuprofeno, Nitroglicerina… Plutonio…, lo que sea».
Encontró el Enantyum que usaba su madre para el dolor menstrual y se tragó tres comprimidos. Pensar en la regla le recordó que aún tenía que hacer su colada del día anterior.
«Ya habrá tiempo. El año que viene, por ejemplo».
Cuando enfermaba siempre se ponía de mal humor.
Antes de salir del baño se miró en el espejo: bajita, delgada, de pechos pequeños, ojos castaños (con ojeras) y cabello por los hombros, también castaño. La piel era blanca y los pelos del chocho oscuros.
«¿Qué vas a hacer con lo de tu hermano, guapa?» —le preguntó a la jovencita del espejo.
Pero aún no tenía una respuesta para eso.
Físicamente Esteban no era su tipo y tampoco es que ella estuviera enamorada de él o algo de eso. Era educado, ordenado, limpio, homosexual y algo misógino. En general era buen tío, aunque tenía un poco de mal genio.
Ella creía tener muy claro que lo que hicieron el día anterior no era nada sentimental, si no algo físico, atávico…
«¿Estás segura de todo eso, o simplemente estás tratando de convencerte a ti misma?».
Carla contempló el jovencísimo cuerpo de la chica del espejo y trató de ponerse en la piel de Esteban, recordando lo que hicieron juntos en ese mismo baño la tarde anterior.
«Carlo, así me llamó. En su fantasía yo era un chico. Si me permitió tocarle fue porque yo, en su mente, dejé de ser Carla».
Hacía calor ahí dentro y la chica del espejo comenzó a transpirar.
«Esteban no se excitó por que tú fueras tú, se puso palote porque se inventó una fantasía en la que Carla ni siquiera existía… a pesar de que tú estabas allí mismo, metiéndose su polla en la boca».
Un rubor afloró a las mejillas de la chica reflejada.
«Tú fuiste un simple medio para lograr un fin, como esos kleenex que robas a tu hermano de vez en cuando».
La leve carcajada sonó más bien como un sollozo. La jaqueca aumentó y se llevó una mano a la cabeza.
«¿Eso fui ayer? ¿Algo para usar y tirar? ¿Una mala metáfora?, ¿Un pañuelo usado?».
Cerró los ojos con fuerza, pues no quería llorar.
«Tú también lo usaste a él».
Pero Carla sabía que eso no era correcto. Ella disfrutó con Esteban, no con una fantasía imaginaria. Ella gozó con el hecho de chuparle la polla a su hermano, disfrutó con él, el hermano real, y no con un avatar ficticio inventado por su calenturienta imaginación.
«No, eso no es cierto —replicó la chica del espejo—, no disfrutaste con tu hermano. Disfrutaste con una POLLA, independientemente de si era de tu hermano o de cualquier otro. Gozaste por el morbo de meterte un rabo en la boca y tragarte el esperma recién salido de una verga. En esos momentos te hubiera importado una puñetera mierda si esa pija era la de tu hermano, del vecino o del Papa de Roma».
Carla apretó aún más los párpados, cerrando los puños con los brazos estirados muy pegados a su cuerpo, conteniendo las lágrimas a duras penas y sintiendo como la cabeza le latía con un dolor sordo en las sienes.
«Le comiste la polla a tu hermano porque tuviste la oportunidad de hacerlo. Porque la tenías ahí, delante de ti. Se la chupaste de la misma manera que se la hubieras chupado a cualquier otro tío al que tuvieras el valor de ligarte si no fuera por el pánico que te dan los extraños desde que Miguel casi te mata».
Carla no quería seguir escuchando lo que le decía la chica del espejo y se tapó los oídos con las manos.
«Si no tienes novio es porque te da miedo de que aquello vuelva a suceder».
«¡Cállate!».
Carla entró a la ducha y abrió el grifo de golpe, sintiendo el chorro de agua fría como una maza en el rostro, ahogando así sus sollozos.
Más tarde trató de desayunar, pero el dolor de garganta solo le permitió tomar un poco de zumo. La jaqueca había disminuido, pero se notaba febril y transpiraba constantemente. Para estar cómoda se vistió únicamente con una camiseta que le estaba grande y un pequeño pantalón de deporte.
Trató de distraerse leyendo y estudiando, pero le era imposible concentrarse. La televisión y facebook le dieron aun más dolor de cabeza y al final optó por tumbarse de nuevo en la cama, cacharreando con el smartphone, pero su cabeza siempre daba vueltas al mismo asunto y sus pensamientos volvían irremediablemente a los acontecimientos del día anterior.
Sin poder evitarlo se excitó.
Sea cuales fueran los motivos por los que ella se metió en la ducha con su hermano, era innegable que disfrutó muchísimo con lo que sucedió allí, al menos el tiempo que duró el acto en sí.
No podía apartar de su cabeza la visión del miembro de Esteban justo antes de entrar en su boca; o la presión que notó en el paladar cuando se la chupaba; o lo caliente que estaba el semen recién ordeñado. Eran tantas y tantas las sensaciones que no era capaz de centrarse en una sola.
«No puedo creer que estés a punto de hacerte una paja pensando en eso».
Carla cada día estaba más convencida de que era una enferma mental, una ninfómana, una pervertida o algo por el estilo, porque todo aquello no podía ser normal.
Su mano ya estaba bajando hacía la entrepierna cuando sonó una notificación en el móvil. Carla le echó un vistazo.
«Hablando de pervertidas…»
Era su amiga Lena, preguntándole por qué no había ido a la biblioteca. Clara le respondió escuetamente y volvió a tumbarse en la cama con un brazo cruzado sobre el rostro, pensando en su hermano Esteban y en la mamada que ella le hizo.
Sin poder evitarlo fantaseó con la posibilidad de repetirlo. Pero esta vez ella llegaría hasta el final, vaya que sí. Se arrodillaría ante él y volvería a meterse la pija en la boca, como ayer, pero esta vez, antes de que ese mariquita se corriese, se metería ella misma la polla por el agujero del coño.
Su hermano pondría el grito en el cielo, pero cuando sintiese alrededor de su pene el estrecho coñito de su virginal hermana, tan apretado y caliente como un ojete, él se la follaría como dios manda.
Carla trató de imaginar cómo sería sentir su coño llenarse de esperma, cómo sería sentir un cilindro de carne caliente entrando y saliendo, con la cabeza gorda frotándole las paredes internas y ensanchando la vagina a su paso.
Carla imaginó todas esas cosas y otras muchas más subida a horcajadas sobre una almohada, con el pantalón puesto, frotando su coño contra el cojín adelante y atrás sin cesar, sintiendo como le ardía el conejo debido a la fricción.
Los flujos que rezumaba el pantalón sirvieron para aceitar el constante meneo, manchando la cobertura de la almohada con una sustancia bastante aromática. A Carla le gustaba mucho el olor a bacalao de su chocho y de vez en cuando se mojaba la mano con eso y se la acercaba a la cara para olerlo mejor.
En su fantasía Carla obligaba a su hermano a comerle la raja mientras ella le insultaba agarrándole de los pelos:
«¡Come coño, maricón! Méteme la lengua hasta la barriga y cómete mis meados, sarasa de mierda».
Estaba a punto de correrse cuando sonó el timbre de la puerta principal, dejándola con el coño mojado, dolorido y abierto.
«Por favor, ahora no».
Agarró una faldita corta que tenía por ahí y se la puso por encima del pantalón para ocultar la mancha de la entrepierna. Luego salió descalza de su cuarto y echó un vistazo por la mirilla de la puerta principal.
En el descansillo había un señor mayor vestido con ropa de trabajo. Era gordo y tenía unas patillas ridículamente grandes que le ocultaban las mejillas. En una de sus enormes manazas tenía una pesada maleta de herramientas. Entonces Carla recordó el mensaje que le había enviado su madre sobre un fontanero.
«Mierda».
VÍCTOR
Aunque era bastante tarde, Rosa, la mujer que necesitaba una mampara nueva para la ducha, contestó a sus mensajes. Quedaron en que él se pasaría a lo largo de la mañana del día siguiente (lunes) para ver el baño y tomar medidas de la ducha y así hacerle un presupuesto. Ambos se sorprendieron agradablemente cuando descubrieron que eran prácticamente vecinos, puesto que vivían en la misma urbanización, cruzando la calle.
La sospecha comenzó cuando Víctor vio que la señora vivía en una cuarta planta.
Esa misma noche salió a la calle y contrastó la dirección de esa mujer con la ventana de la octogenaria leprosa con síndrome de Diógenes que tiraba compresas usadas a la calle.
No había lugar a dudas: eran la misma.
Para cerciorarse contó las ventanas varias veces, comparando la distribución de la fachada con la de su propio bloque de viviendas, gemelo a ese.
«Me cago en todo».
Víctor se tiró toda la noche elucubrando todo tipo de teorías. Sabía que todo eso de los algodones y la sangre podía tener una explicación lógica y pueril (por ejemplo que los había tirado un niño pequeño), pero por alguna estúpida razón no podía quitarse de la cabeza la idea de una mujer mayor, fea, sucia y con problemas psíquicos allí encerrada, revolcándose en la basura.
«Tú eres tonto, tío. En serio, deja de pensar eso».
Pero su cabeza se empeñaba en volver a eso una y otra vez y apenas pudo dormir en toda la noche.
Al día siguiente estaba convencido de que al abrirse la puerta se encontraría con una repugnante vieja envuelta en harapos, sucia y apestando a basura podrida, con el cabello revuelto enredado entre restos de comida y rodeada de gatos infestados de parásitos.
La vivienda sería un horror, un estercolero lleno de inmundicias con las habitaciones atestadas de detritus y bolsas de basura. Y el hedor sería insoportable.
Así que casi no pudo evitar un suspiro de alivio cuando le recibió una muchacha muy joven, limpia y aseada.
Era bajita, (apenas le llegaba al pecho) y era muy bonita. La chica, precavida, no abrió del todo la puerta.
—Hola —saludó Victor—, ¿Está Rosa? Venía por lo de la mampara de la ducha.
La chica negó con la cabeza, agitando levemente su melena de color castaño.
—No —dijo escuetamente.
Parecía agitada, nerviosa. Se había ruborizado y su rostro encendidp contrastaba con el blanco de su piel.
«Parece asustada».
—Anoche estuve hablando con ella, con Rosa, y me dijo que podría pasarme hoy, para tomar medidas.
Víctor sonrió y el blanco de sus dientes resaltó entre sus pobladas mejillas.
—Puedo venir en otro momento —añadió al ver la expresión dubitativa de la chica.
El hombre se dio cuenta de que la muchacha transpiraba y que unas gotas de sudor perlaban sus sienes y el nacimiento del cuello.
—Perdone —dijo al fin la pequeña—, no hay problema. Mi madre me mandó un mensaje. Adelante, por favor.
—Gracias —dijo pasando al lado de Carla mientras ésta terminaba de abrir la puerta del todo.
Víctor dio unos pasos en el interior de la vivienda y se detuvo en el estrecho recibidor, esperando a que la chica le guiase.
Ella, cabizbaja, pasó a su lado, rozando uno de sus brazos. Víctor no pudo evitar fijarse en que no usaba sostén. La muchacha caminó hacia el baño y el fontanero la siguió. La joven iba descalza y la visión de sus delicados pies caminando sobre el piso le pareció una imagen terriblemente erótica.
—¿Rosa es tu madre? —preguntó Víctor mientras le miraba también el culo a la chica.
La corta falda resaltaba la perfecta redondez de unas nalgas jóvenes y de aspecto turgente.
—Sí, es mi madre. Está… Está trabajando. El baño es éste.
La voz detonaba nerviosismo.
«Tú y tus malditas patillas —pensó Víctor—, que pareces un bandolero piojoso del siglo diecinueve y asustas a todo el mundo».
—Gracias.
Víctor sonrió, clavando sus ojos color miel en los de Carla. El hombre vio que eran marrones, con unas pequeñas vetas verdes.
La muchacha pareció turbarse y su sonrojo aumentó.
—Me llamo Víctor, por cierto —dijo ampliando la sonrisa y alzando una enorme manaza cubierta de callos y pequeñas cicatrices.
La muchacha dudó unos segundos y luego le apretó levemente los dedos.
—Carla.
Víctor se ahorró decir algo como «¡qué nombre más bonito!» o cualquier cumplido por el estilo. La chica estaba incómoda, casi parecía indispuesta y sus siguientes palabras lo confirmaron.
—Perdone, pero no me encuentro bien —dijo sin acritud—. ¿Necesita alguna cosa?
—No, no, tranquila —dijo Víctor mientras dejaba las herramientas en el suelo—, solo tomaré medidas. No tardaré mucho.
Carla asintió y dijo algo en voz baja: «vale».
El robusto hombre contempló a la chica y dedujo que debajo de esa camiseta debía de haber un cuerpo delgado y esbelto, perfectamente proporcionado.
Carla señaló a una puerta cercana.
—Estaré ahí, por si necesita alguna cosa.
—Descuida —dijo Víctor agitando una mano frente a él—, tardaré poco. No te molestaré.
Carla entró a una habitación (Víctor supuso que era su cuarto) y cerró la puerta. Luego escuchó el sonido del pestillo de seguridad interior.
«Chica precavida» —pensó exhalando un suspiro.
Fue entonces, mientras miraba a la puerta cerrada, cuando se dio cuenta de que según la distribución de la vivienda, esa debía de ser la habitación desde donde tiraron los algodones y, quizás, la compresa manchada.
«Pero eso no quiere decir que fueran de ella, o que los tirase ella».
Aún así…
Víctor sacudió la cabeza y se centró en el trabajo.
CARLA
En el descansillo había un señor mayor vestido con ropa de trabajo. Era gordo y tenía unas patillas ridículamente grandes que le ocultaban las mejillas. En una de sus enormes manazas tenía una pesada maleta de herramientas. Entonces Carla recordó el mensaje que le había enviado su madre sobre un fontanero.
«Mierda».
Carla seguía mirando por la mirilla de la puerta, tratando de recordar exactamente qué ponía el mensaje que le envió su madre, sin decidirse aún a abrir la puerta a ese extraño. La verdad que el tío le daba un poco de miedo.
«Madre mía, vaya patillas. ¿De dónde ha salido éste tío?».
Era un hombre maduro, de unos cincuenta años. Era muy grande, con mucha barriga, un pecho enorme y una espalda grandísima. A pesar de las enormes y ridículas patillas que le cubrían las mejillas su cara no era desagradable.
Aún así Carla solo abrió la puerta unos centímetros.
—Hola —dijo el desconocido. Tenía una voz profunda y grave, acorde con ese corpachón—. ¿Está Rosa? Venía por lo de la mampara de la ducha.
No —dijo Carla.
La chica se fijó en que el fontanero tenía unos bonitos ojos color ámbar y se ruborizó sin venir a cuento.
—Anoche estuve hablando con ella, con Rosa, —dijo Víctor—, y me dijo que podría pasar hoy para tomar medidas.
El hombre mostró una sonrisa blanca que hizo su mirada aún más cálida, dándole un aspecto más afable.
De repente, Carla se dio cuenta de que ese tío era el arquetipo de hombre que siempre poblaba sus fantasías más sucias y el corazón comenzó a latirle muy deprisa.
«Maduro, rellenito, grande, fuerte… hasta tiene los brazos llenos de pelos… y vaya brazos. Uno de esos es tan grande como mi pierna».
Carla se puso muy nerviosa y el hombre debió de notar algo.
—Puedo venir en otro momento —dijo.
Carla estaba excitada.
La paja que ese hombre había interrumpido le había dejado el chocho caliente y húmedo, pero ese tío seguía dándole un poco de miedo, ya que parecía un poco bruto a pesar de tener un rostro agradable y una mirada inteligente. Sea como fuese, la temperatura pareció subir en la entrada de su casa y Carla comenzó a transpirar, sintiendo que también le subía la temperatura por ahí abajo.
«Decide de una vez lo que vas a hacer, chica, pero tu madre te va a matar si le dices que no has dejado pasar al fontanero porque te daban miedo sus patillas».
—No —dijo al fin—, no hay problema. Mi madre me mandó un mensaje. Adelante, por favor.
—Gracias.
Carla le dio paso y cerró la puerta tras él, mirándolo de arriba abajo con disimulo. Era mucho más alto que ella y tenía una barriga prominente. En realidad todo en él era prominente: los brazos, las piernas, el cuello, la espalda…
A la chica le recordó la caricatura de uno de esos forzudos de circo, con los bigotes retorcidos y unas pesas redondas. O más bien a esos chalados de la lucha libre norteamericana… pero con algo más de grasa y vello por el cuerpo.
Carla pasó delante para enseñarle el baño, pero al cruzarse con él no pudo resistir la tentación de rozar uno de esos brazos, peludos y musculados.
«Estás enferma, tía» —pensó por enésima vez.
—¿Rosa es tu madre? —preguntó Víctor detrás de ella.
—Sí, es mi madre.
De repente recordó que no llevaba sujetador y se puso más nerviosa todavía.
—Está… Está trabajando. El baño es éste.
—Gracias.
El hombre sonrió de nuevo y miró a Carla. La chica admiró las arrugas que se extendían desde los bordes de sus ojos, realzando la madurez que había detrás de esa mirada color miel.
Increíblemente el sonrojo de Carla aumentó todavía más.
—Me llamo Víctor, por cierto —dijo el hombre ofreciéndole la mano.
—Carla —dijo ella apretando apenas la mano de Víctor.
Era una manaza terrible, el doble de grande que la de Carla. Tenía los dedos y las palmas llenas de durezas y pequeñas cicatrices. Las uñas eran irregulares, pero limpias.
El contacto de esos dedos fue electrificante para ella. En seguida notó el calor y la fortaleza de esa mano ruda y de aspecto fuerte, sintiendo un vacío repentino en el estómago al imaginar esos dedos metiéndose dentro de ella.
«Estás enferma, Carla. Este tío podría ser tu padre… qué coño, podría ser tu abuelo».
El calor seguía subiendo dentro de su cuerpo y notó cómo la transpiración bajaba de su cuello y se metía entre sus tetas. Eso le recordó otra vez que no llevaba sujetador y que con esa camiseta se le notaba el movimiento de las lolas sueltas, marcando pezones.
—Perdone, pero no me encuentro bien —dijo Carla con la idea de volver a su cuarto para cambiarse de ropa—. ¿Necesita alguna cosa?
—No, no, tranquila, solo tomaré medidas. No tardaré mucho.
—Vale —susurró Carla.
La chica señaló a su puerta.
—Estaré ahí, por si necesita alguna cosa.
«Mierda, ¿eso ha sonado a invitación?».
—Descuida, tardaré poco. No te molestaré.
Carla entró a su cuarto y echó el pestillo de seguridad, apoyando la espalda en la puerta y cerrando los ojos.
Por su cabeza no hacía nada más que pasar todo tipo de ideas y fantasías en las que ella y ese hombre eran los protagonistas. Tenía el corazón a mil por hora y la jaqueca comenzó a palpitar en sus sienes de nuevo.
«Sola en casa con un desconocido… ¿Sabes cuantas películas porno empiezan así?».
Al abrir los ojos lo primero que vio fue la almohada encima de su cama, arrugada y húmeda, y le entraron muchas de continuar donde lo había dejado, pero le daba miedo hacer ruido.
«Hacer ruido y que ese viejo de cincuenta tacos te oiga haciéndote una paja, que se ponga cachondo y que entre para echarte una mano, ¿no?».
«Estás enferma».
«O también podrías salir tú ahí fuera y decirle que tienes ganas de hacer pis, pero que no se preocupe, que no hace falta que interrumpa su trabajo, que no te importa hacerlo delante de él… y de paso que te limpie el coño cuando termines de mear».
«Para, Carla, no sigas».
Pero Carla no podía parar. Sabía que ese viejo grandullón con pinta de bruto estaba a escasos metros de ella, que estaban solos y que si ella lo desease podrían hacer todas las locuras que quisieran.
Su mano bajó y se metió entre sus muslos, tocándose la almeja por encima de la falda y el pantalón corto.
Mientras se tocaba no dejaba de fantasear situaciones morbosas y sucias en las que ese hombre, Víctor, le hacía de todo. Sentía el coño hinchado y mojadísimo; tenía la almeja a punto de estallar y… y se dio cuenta de que realmente tenía ganas de mear.
Eso era un problema, porque a Carla le daba miedo Víctor. Una cosa era fantasear y otra muy distinta la realidad. Y la realidad era que Carla tenía miedo de estar a solas en casa con un desconocido. Aunque ella estaba convencida (casi) de que ese tío era inofensivo, el miedo seguía ahí.
«Miguel también parecía inofensivo».
Carla retorció las piernas, aguantándose el pis apoyada aún en la puerta.
«Esto es ridículo. Te estabas haciendo un paja pensando en ese hombre, ¿y ahora tienes miedo de salir a mear por culpa suya? ¿En tu propia casa?».
Carla se dio la vuelta y quitó el pestillo despacio, sin hacer ruido.
«Esto es ridículo» —pensó de nuevo.
Abrió la puerta unos centímetros y espió el pasillo. La puerta del baño estaba abierta y de ahí le llegaban los sonidos que hacía Víctor trabajando.
Carla salió sin hacer ruido y fue al otro baño de la casa, que estaba en la otra dirección.
«Estás en tu casa, tía. Pareces una cría, ese hombre no te va a hacer daño».
Allí echó una meada rápida tratando de no hacer mucho ruido. Al regresar, vio que la puerta del baño donde estaba el fontanero se había cerrado parcialmente, quedando entornada.
Carla tuvo otro momento de déjà vu, el segundo de ese día.
«Esto es lo mismo que hace dos noches, cuando espié a Esteban».
Carla detectó movimiento por debajo de la puerta y una idea flotó sobre ella: «Puede que él también esté haciendo pis».
La calentura subió por su cuerpo y las palmas de sus manos comenzaron a transpirar.
Se acercó un poco, pero desde su posición solo veía las baldosas de la pared, así que se desplazó a un lado. Al cambiar de ángulo pudo ver parte del espejo, donde se reflejaba a Víctor trabajando detrás de la puerta.
Carla siguió espiándolo a cierta distancia, con el corazón latiendo a toda prisa en el pecho, fantaseando con la posibilidad de verle la picha a ese hombretón.
«Estas enferma, en serio».
CONTINUARÁ
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